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Comienzos.

De 1607 a 1760 la faz de la faja de territorio en po­sesión de Inglaterra, había experimentado un cambio. Una región en estado selvático había adquirido rasgos de activo, viviente país en desarrollo, dotado de una población de un millón y medio de almas. Había aquí establecimientos agrícolas, villas, ciudades; las sendas indias se habían vuelto caminos y el océano y los ríos ha­bían dejado de ser las únicas vías de comunicación entre las colo­nias. Si bien nueve décimos de la población se dedicaban a la agri­cultura, las industrias locales no habían cesado de adelantar y ahora se comenzaba a manufacturar en mayor escala. Izaban sus velas, en viaje a los puertos de todos los mares, buques cuyas bo­degas re­ventaban de materias primas producidas por un país nuevo; las trece colonias ya realizaban un comercio exterior más intenso que algunos de los viejos países de Europa.

Pero no había resultado fácil. Ingleses, holandeses, escoceses, irlandeses, franceses, alemanes y suecos habían conquistado al fin pero a terrible precio. Muchos de los valientes que habían arros­trado el espantoso viaje lo hicieron a costa de sus vidas, sin alcan­zar a ver el Nuevo Mundo; muchos otros llegaron y vieron, y mu­rieron después.

Vinieron los europeos y hasta cierto punto moldearon ese te­rri­torio, según algo que les había sido habitual; pero, en gran me­dida, quien dio la pauta fue la naturaleza y si bien cabe recono­cer que los colonizadores operaban un cambio en el país, es innegable que el país, a su vez, ejercía una acción sobre ellos. Los europeos se trans­formaban en un pueblo nuevo ¡el norteamericano!


CAPÍTULO III

¿SON TODOS LOS HOMBRES IGUALES?

En los Estados Unidos, hoy, si nuestro rico vecino compra un Cadillac y queremos hacer lo mismo, nada hay que nos detenga, a condición de que contemos con el dinero. Pero en Norteamé­rica colonial quizás nos hubiera gustado el cinto de oro y plata que lucía nuestro prójimo, o la colorida cinta de su sombrero o su gorra bor­dada; tal vez hubiésemos ahorrado y ahorrado hasta reunir por fin la suma suficiente con qué adquirir una o todas estas cosas —pero no nos habríamos atrevido a usarlas sin per­tenecer a la clase con derecho a ello. En 1653, dos mujeres fue­ron arrestadas en Massa­chusetts por ostentar caperuzas y echar­pes de seda, pero, dado que se evaluaba la fortuna de sus maridos en doscientas libras ($ 1.000) cada uno, se las dejó en libertad. ¡Pero guay del desgraciado pobre que se atreviera a usar seda!

A lo largo y a lo ancho de las colonias se gozaba o no de deter­minados derechos, de acuerdo con la alcurnia o los bienes perso­nales. Uno realizaba o se abstenía de realizar ciertas cosas, según su rango o la cantidad de bienes que poseía. Rango y riqueza. Estas dos condiciones, en cualquier momento, pesaban de algún modo sobre casi todo lo que se hiciera.

Si uno concurría a la Universidad de Harvard no ocupaba sen­ci­llamente cualquier asiento en las aulas. Tampoco era ubicado en el lugar que alfabéticamente correspondía a su apellido. ¡Oh, no! No en Norteamérica colonial. Se le asignaba un sitio, acorde con su rango o sus dominios.

Hasta en la iglesia se tomaban idénticas disposiciones. Los asientos se otorgaban sobre la base usual, los mejores para los más acaudalados, los siguientes en categoría a los que poseían algún dinero y los inferiores a aquellos con escaso o ningún di­nero. En ocasiones, algunos de los mejores asientos eran separados de los demás por medio de una prolija balaustrada hecha a mano, a fin de que no existiese contacto con el vulgo.

¿Acaso se había hallado culpables a dos personas de robar algo juntas? Era dable entonces esperar que ambas fueran pública­mente azotadas, puesto que ese constituía el castigo habitual. Y bien, quizás si o quizás no; dependía del rango al que pertene­cían. Así, "en 1631, cuando el Sr. Josías Plaistowe fue declarado culpable de robar maíz a los indios, la corte se limitó a imponerle una multa y decretó que en adelante habría de llamársele Josias a secas y no Sr. como anteriormente. En cambio, los sirvientes que lo habían se­cundado en el robo fueron severamente azotados".1

Hoy, excepto en los Estados del Sur donde impera la capita­ción, uno tiene derecho a votar si es ciudadano que ha alcanzado la edad correspondiente. Empero, en Norteamérica colonial, ha­bía que ser blanco, y pertenecer al sexo masculino, en muchas co­munidades había que formar parte de determinado grupo reli­gioso y ser pro­pietario de una estipulada cantidad de bienes o de una estipulada cantidad de tierras. Durante largo tiempo, en nu­merosas colonias hubo muchísima más gente a quien no se le permitía votar que per­sonas autorizadas a ello. Y por supuesto que para ser elegido con miras a ocupar cualquier cargo del go­bierno, o a intervenir en la creación de las leyes, a velar por el cumplimiento de éstas, había que poseer una mayor cantidad de bienes que la requerida a los fines de votar.

En cierta época, las personas encargadas de dictar las leyes en la bahía de Massachusetts, estimaron que los jornales de los trabaja­dores eran demasiado elevados. Aprobaron, por tanto, una ley que estatuía una suma determinada tope, o sea lo más alto que cualquier empleador podía pagar a su obrero. Si algún em­pleador pagaba una remuneración superior a la fijada o algún obrero aceptaba más de lo que por ley se había establecido, am­bos debían ser penados con una multa de cinco chelines. La dis­posición no carecía de equidad. Pero al año siguiente, la corte modificó la ley de modo que sólo el obrero infractor fuera multa­do, quedando libre de castigo el em­pleador que se excedía en el pago.

A los efectos de comprender por qué ocurrían estas cosas, es ne­cesario examinar, a vuelo de pájaro, la composición de los ha­bi­tantes de las colonias. A la cabeza del montón figuraban los gober­nadores reales y los funcionarios amigos suyos, enviados por el Rey de Inglaterra con la misión de ayudar a los coloniza­dores a manejar sus asuntos; los ricos mercaderes, los ricos due­ños de plantaciones, los señores de grandes heredades, estos, también, ayudaban a los colonizadores a manejar sus asuntos. Los perso­najes citados constituían la clase superior, la casta que, al fir­mar, agregaba a su nombre la palabra "Caballero" o lo pre­cedía de "Sr.". Algunos de ellos habían venido a las colonias provistos de dinero; otros habían trabajado duramente eleván­dose a la cús­pide, un tercer grupo había sido simplemente favo­recido por la fortuna, formaban un cuarto grupo los amigos del gobernador que, a raíz de ello, habían recibido inmensas exten­siones de tie­rras por muy poco, o inclusive en calidad de merce­des; sea como fuere, no importa por qué medios hubieren ascen­dido a esa posición, el hecho es que en aquel momento compo­nían la clase diri­gente. Las personas aludi­das vestían las ropas más finas, impor­tadas de Inglaterra y confec­cionadas de acuerdo con la última moda de ese país; vivían en las casas más suntuo­sas; tenían a sus órdenes, trabajando para ellas en una u otra forma, a libertos, servidores escriturados o esclavos de color; eran las poseedoras de la mayor parte del dinero; las perso­nas que gozaban del res­peto de la masa de colonos, en virtud de su jerarquía o de su fortuna, las personas dueñas del poder aportado por el rango y el dinero; las personas que votaban, se hacían elegir a los altos puestos del gobierno y lo manejaban según sus ideas propias acerca de lo que juzgaban más conveniente para todos los colo­nos; he aquí quienes dictaban las leyes.

Inmediatamente después de las clases superiores venía la cate­goría de los llamados "pequeños propietarios" en la vieja y alegre Inglaterra, emigrada a sus colonias. Este núcleo estaba repre­sen­tado por pequeños agricultores que formaban el grupo más nu­me­roso de las colonias. Sobre ellos pesaba la realización de casi todo el trabajo difícil; en el norte, salían en sus barcos rumbo a todos los rincones del mundo, pescaban en las aguas vecinas y seguían el rastro de la ballena en mares distantes; sobre ellos pesó más tarde, cuando hubo necesidad de hacerlo, la responsa­bilidad de pelear. Esta gente, dada su condición de propietaria de granjas, tenía dere­cho a votar; a veces hacía uso de ese voto para luchar contra la clase de mercaderes y plantadores ubicada en el escalón inmedia­tamente superior; sumamente laboriosa, im­pulsábale la ambición y el ansia de elevarse al nivel más alto.

Venían a continuación los trabajadores libres, ya sea exper­tos o no. El experto conseguía a veces ahorrar suficiente dinero para adquirir una propiedad. Lo cual significaba que se le permi­tiría votar y mejorar, en general, su posición. Pero mientras no llegaran a ser dueños de algún bien, estos herreros, carpinteros, sastres y cordeleros libres y los infortunados sin oficio, tenían dos grupos por encima de ellos, de manera que se hallaban bastante rezagados en la escala social.

Por debajo de los trabajadores mencionados se encontraban los servidores escriturados. Durante su término de servidumbre, su felicidad dependía de la clase de amo que tuvieran. Cupo a algunos la suerte de caer en manos de amos bondadosos que no los hacían trabajar demasiado duramente y que, inclusive, los ayudaban a un buen comienzo, cuando expiraba el término de sus servicios. No obstante, a través del gran número de avisos que se publicaban en los periódicos notificando la búsqueda de servi­dores evadidos, arribamos a la conclusión de que pasaban serias penas. El amo estaba autorizado a azotarlos cuando quisiera; podía darles las ropas más raídas y la comida más misera; podía decidir si debían casarse o no; mientras permanecían bajo sus órdenes, no eran mejores que esclavos. Ciertos servidores llegaban hasta a ser marcados por sus amos. Si se fugaban y eran captu­rados corrían el riesgo de servir cinco días suplementarios por cada uno de los que hubiesen transcurrido desde su huida, castigo que se complementaba con una terrible azotaina. Algunos servi­dores escriturados trabajaban tesoneramente y, con un poco de buena fortuna, ascendían paso a paso la escala, hasta convertirse en acaudalados terratenientes. Pero la mayoría de ellos no tenía esa suerte. Cumplidos sus términos de labor reci­bían un traje, cierta cantidad de maíz y unas cuantas herramientas. Debían afrontar entonces una vida azarosa. Se retiraban en gran mayoría al interior del país donde la tierra era barata. Hoy, muchos de sus descendientes habitan en las montañas del Sur, hundidos en una existencia miserable, pobre e ignorante, que apenas los salva de la inanición. Viven de lo que cultivan, cazan o roban. Su situación podría haber sido mejor si en el Sur la esclavitud de los negros no hubiese significado que los trabajos rurales fuesen una des­honra para el hombre blanco. Hoy se da a esta gente el nombre de "blancos pobres" y hillbillies.*

Los esclavos negros, ubicados en el nivel más bajo de la escala, muy escasa probabilidad tenían de mejorar. Eran esclavos de por vida y aun en esas contadísimas oportunidades en que se los ponía en libertad, el color de su piel les impedía elevarse mucho. En su caso, como en el de los servidores escriturados, todo dependía de la clase de amo que les tocara; un amo bondadoso podía re­presentar un hogar bueno y confortable, sin muchas preocupa­ciones, cosa que superaba lo que gran número de blancos estaba en condiciones de esperar. Un amo cruel podía representar horri­bles castigos, una vida desdichada y una muerte miserable.

¿Pero acaso no entrañaba esta división de clases el mismo tipo de situación que muchas de estas personas habían objetado en el Viejo Mundo? Sí, tratábase de un sistema que tomaba por modelo el de Europa. La idea de que un reducido grupo de personas adi­neradas, la aristocracia, debía asumir el gobierno y dictar las leyes, hacía largo tiempo que venía practicándose en ese conti­nente. Ver­dad es que las distinciones no eran tan marcadas, que aquí en las colonias uno podía elevarse de una clase a otra más rápidamente que en Europa. Esto constituía una diferencia muy importante aun cuando, mientras uno no trepase, a su vez, a la cúspide, viviese sometido al mando de los de arriba. Las clases superiores acauda­ladas eran las que dictaban las leyes, de modo que es fácil observar por qué tales leyes favorecían a los ricos.

¿Nadie impugnaba el derecho de los ricos a manejar las cosas?

Los pequeños granjeros con facultad para votar a veces lo ha­cían. Pero el verdadero reto provenía de la frontera. Los fronterizos exigían ser escuchados en lo referente a la conducción de los asuntos. Exigían el derecho a prestar su concurso en la elaboración de las leyes que les concernían. La idea americana de que todos los hombres son iguales, dimanó primero de la frontera. En Europa se había hablado antes de ella, pero fue en Norteamérica donde por primera vez se puso en práctica. Configuró una noción, muy, pero muy importante, que más tarde afectó a todo el mundo.

Allí donde terminaba el último establecimiento y comenzaba la región selvática, allí donde el borde de la civilización chocaba con la entrada al estado salvaje, se tendía la línea de la frontera. Allí, en el claro más lejano, la tierra o bien estaba libre o bien costaba po­quísimo. Allí, donde la espesura rozaba casi los um­brales de la casa, era dable iniciar una nueva vida.

Y así ocurrió. A la línea de la frontera arribaron los desconten­tos, los servidores escriturados, los amantes de la aventura, los am­biciosos que no vieron oportunidad de surgir en la colonia antigua. También vinieron a la frontera los inmigrantes más recientemente llegados, hambrientos de una porción de suelo que les perteneciera. En las poblaciones más viejas, la tierra valía mucho y las mejores parcelas ya habían sido tomadas, pero aquí, en el linde más lejano de la línea fronteriza, podía obtenerse buena y barata. Millares de alemanes y escoceses-irlandeses recién llegados, ingresaron a la región que se extendía más allá de Pennsylvania, descendiendo por el valle a las colonias vecinas de Virginia, Ma­ryland y las Caroli­nas. El 15 de febrero de 1751, Gabriel Johnston, gobernador de Carolina del Norte, escribía al secretario de la Junta de Comercio:

"Diariamente entra aquí, principalmente desde Pennsylvania y otras partes de América abarrotadas de gente y en algunos casos directamente de Europa, un tropel de habitantes que comúnmente se afincan hacia el Oeste y han llegado cerca de las montañas."

Los pobladores de Massachusetts se trasladaban más atrás, a la zona de Nueva York o de Connecticut y los de aquí a Pennsyl­va­nia. América se ponía en movimiento. Inquietos, andariegos hom­bres llevaban consigo a su familia entera y se mudaban a la fron­tera. Era ésta una "tierra prometida" para el oprimido, el vejado, el pobre. La heredad, he aquí la llave que abría las puertas hacia la independencia y la riqueza. Esta gente tenía hambre de bienes raí­ces.

A medida que ingresaba más y más gente, la línea de la fron­tera avanzaba progresivamente en dirección oeste. El indio se encontró con que se desplazaba sobre él, empujándolo más y más al interior. El traficante de pieles abandonó el límite de las pobla­ciones y si­guió las sendas indias que penetraban en la espesura.

El cazador y el trampero blancos lo imitaron. El indio no te­nía querellas con estos hombres, excepto cuando lo estafaban en algún trato, cosa que a menudo hacían. Llevaban a cabo su mismo tra­bajo; no destruían su hogar. Pero, al tiempo que el linde de los es­tablecimientos agrícolas se corría cada vez más lejos, el indio vio que los árboles eran tronchados, siendo sustituida su selvática mo­rada por el espacio abierto del hombre blanco. Esto se había pro­longado lo bastante como para hacerle comprender que la agricul­tura y la caza eran incompatibles en un mismo sitio, que a medida que el labrador blanco se adentrara en el lugar, él, el cazador, de­bería desalojarlo. El indio supo esto y combatió cada paso de avance de los colonizadores.

La línea fronteriza se manchó de sangre. Las empalizadas que rodeaban el caserío en los establecimientos más viejos, podían de­rrumbarse en ruinas (hacia 1760 había muchos habitantes de las ciudades de la costa que jamás habían visto un indio), pero en la frontera las estacadas, con sus aberturas a la altura del hombro para pasar los rifles, se hallaban en uso constante. El arma del fronterizo siempre preparada, al alcance de la mano. Su mujer e hijos, tanto varones como niñas, no debían alejarse mu­cho de la casa; desde muy tierna edad era indispensable que aprendiesen a prestar aten­ción a los ruidos leves. Hicieren lo que hiciesen —estuvieren ocu­pados en edificar, plantar o jugar— sus oídos deberían estar per­manentemente alertas. Los ataques del indio eran súbitos, silencio­sos y rápidos y el precio de un descuido o de la falta de precaución equivalía a una muerte horrible.

La vida de la frontera, peligrosa y dura, no ofrecía ninguno de los refinamientos de la civilización. Era una vida de descarna­da lucha contra el salvaje, de trabajo, ímprobo trabajo, talando árbo­les, plantando maíz, fabricando muebles. Esta existencia de pione­ros confería reciedumbre a los hombres si conservaban la vida. Sólo los más fuertes conseguían resistir, Y aquí no había lugar para el mando de una clase —un hombre era tan bueno como otro. El rico y el pobre se regían por las mismas normas. Aquí un hombre salía adelante gracias al propio esfuerzo, no merced a lo que su padre o su abuelo pudieran ser. El fronterizo se veía abocado conti­nuamente a una ardua lucha; a cada paso debía salvar y vencer difí­ciles obstáculos. Los venció y llevó alta la cabeza. Se tornó inde­pendiente. Creyó sinceramente que "un necio por sí mismo es ca­paz de ponerse su propia chaqueta mejor de lo que un sabio podría hacerlo por él". Habiendo dominado una región salvaje, el hombre de la frontera no estaba ahora dispuesto a recibir órdenes de nin­guna clase superior. Se­ría su propio amo.

En consecuencia, fue el fronterizo quien encabezó la encar­ni­zada lucha contra el dominio de unos pocos. Y se produjeron mu­chas batallas del mismo tenor. Las clases altas, que durante tanto tiempo habían gobernado las viejas colonias, ya acostum­bradas a ello y engolosinadas con el mando, no querían renunciar a su po­der. ¿Permitir que estas gentes rudas, incultas, groseras, que vestían y vivían lo mismo que salvajes, cuestionaran su auto­ridad? ¡Ab­surdo! Enseñarían a estos vulgares advenedizos, faltos de refina­miento, a respetar a sus mejores. Los ricos mercaderes y los terra­tenientes de la costa, jamás entregarían su facultad de hacer y des­hacer leyes, a montaraces habitantes de las fragosida­des, a menos que les fuera impuesto por la fuerza.

Existían diferentes razones locales que motivaban las muchas disputas en las diversas colonias, pero los bandos opuestos, en to­das ellas, eran prácticamente los mismos: las clases superiores de los establecimientos costeros más antiguos del Este, contra los efervescentes fronterizos del creciente Oeste. Impuestos elevados, impuestos injustos, altercados acerca de la propiedad de territo­rios; tales en ocasiones las causas. A menudo brotaba un senti­miento de antagonismo porque el Oeste consideraba que el Este no enviaba bastantes soldados para colaborar en la lucha contra los indios. En otros lugares, el Oeste demandaba el derecho de enviar más gente propia, a fin de tomar parte en la elaboración de las leyes. En Penn­sylvania, a pesar de que el sector de la costa contaba con menos de la mitad de la población, se ele­gían veinticuatro de los treinta y seis legisladores, dos tercios del nú­mero total.

Ocasionalmente, los irritados fronterizos se unían y marcha­ban sobre las poblaciones de la costa con sus rifles en la mano, exi­giendo por las armas la satisfacción que no lograban con pa­labras. Esto acaeció en 1676, cuando Nathaniel Bacon se puso a la cabeza de los fronterizos de Virginia, en un ataque librado contra el gober­nador Berkeley en Jarnestown Se produjeron, aquí y allá, otros asaltos armados. Los ricos mercaderes y terratenien­tes vieron que su idea, emanada del Viejo Mundo, del mando de unos pocos inte­grantes de las clases elevadas, era desafiada por los fronterizos americanos que contraponían otra idea, nacida en el Nuevo Mundo, que propugnaba la igualdad del hombre. Fue una contienda larga, enconada, acerba que todavía hoy no ha sido zanjada.

La marcha hacia el Oeste continuaba. El hambre de tierras atrajo nuevos pobladores y el deseo de predios mejores acicateó a viejos colonos. Hacia 1750, los ingleses habían avanzado hasta los Mon­tes Apalaches. Sus cazadores ya habían cruzado al otro lado e in­formaban que el suelo era bueno. La línea de la frontera seguía desplazándose. Las montañas no habrían de tardar en ser traspues­tas y comenzarían los establecimientos en el valle con­tiguo. Pero ahora los indios encontraban refuerzos en su pugna por detener el avance de estos invasores. Del otro lado de las montañas, a lo largo de todo el valle del Mississippi, desde Canadá a Nueva Orleáns, los traficantes de pieles y los misioneros fran­ceses habían estado de­ambulando, por espacio de más de cien años. Ya habían sido le­vantados varios fuertes franceses en el valle, aún antes de que vi­niesen los primeros pobladores de Ja­mestown. Y ahora los ingleses amenazaban pasar a este territorio reivindicado por los franceses como suyo.

Inglaterra y Francia eran enemigas desde larga data. No consti­tuía éste su primer enfrentamiento, ni sería tampoco el último. Ha­bí­an combatido en Europa y Asia. Hacia muchos años, que compe­tían por el tráfico indio de pieles en América. Por ser los franceses como ellos traficantes de pieles, en razón de con­vivir en sus pobla­dos, de unirse a los indios en matrimonio y de aprender sus hábitos, los salvajes tomaron partido a su favor en la lucha contra los ingle­ses; todos, con excepción de una tribu, la más poderosa, los iroque­ses de Nueva York. Duquesne, un francés, dijo a estos fuertes gue­rreros: "¿Ignoráis la diferencia entre el rey de Inglaterra y el rey de Francia? Id a ver los fuertes que nuestro rey ha fundado y veréis que aún podréis cazar entre sus mis­mísimas paredes. Han sido em­plazados, para ventaja vuestra, en lugares que frecuentáis. Los in­gleses, por lo contrario, no bien entran en posesión de un lugar, espantan la caza. El bosque cae frente a ellos a medida que avanza y el suelo queda pelado, al punto que apenas puede hallarse con qué erigir un asilo para la noches."

Todo esto coincidía con la verdad, puesto que los fran­ceses eran principalmente traficantes y cazadores. Tenían muy pocos estable­cimientos agrícolas extensos, como los de los ingle­ses. Pero los iroqueses no quisieron engrosar el bando de los fran­ceses. Jamás les habían perdonado la época en que Champlain, un francés, mu­chos años atrás, había ayudado a sus enemigos, los hurones, en una lucha contra los iroqueses. Además sucedía que sir William John­son, el agente inglés nombrado para velar por los asuntos de las Seis Naciones, comprendía a los iroqueses y sabía cómo manejar­los a los fines de que se mostrasen amistosos: Da manera que estos bravíos, poderosos indios, ayudaron a los colonizadores ingleses y a los soldados británicos enviados por el rey de Inglaterra, en la Guerra de Siete Años entablada contra los cazadores franceses, los soldados franceses, y sus aliados indios de otras tribus.

En 1763, la guerra llegó a su término. Francia se rindió, In­glate­rra le arrebató todo el Canadá y la porción de territorio que va desde los Apalaches hasta el Mississipni, excepto Nueva Orleáns en la desembocadura de este río. Los fronterizos se dispusieron entonces a pasar al interior de la región por la que acababan de combatir.

La frontera habría de correrse aún más al oeste. El rico y fértil valle, del otro lado de la montaña, estaba a disposición de quien lo tomase.

En esos momentos, como un rayo, cayó el Acta de Proclama­ción de 1763, emanada de su majestad el rey de Inglaterra, prohi­biéndoles entrar al territorio que acababan de ganar. Los fronterizos quedaron anonadados.


CAPÍTULO IV

MELAZAS Y TÉ

Y buenos motivos tenían para ello. Habían repelido el ataque de los indios toda su vida; habían visto a sus amigos y parientes morir a manos de estos mismos indios; acababan de salir de una guerra que se había prolongado siete largos años, a fin de poder correrse más allá de las montañas y tomar una parcela de las fértiles tierras que allí había y ahora se les decía que ese feraz suelo no quedaba abierto para ellos, que había que reservarlo precisamente para los mismísimos salvajes que siempre habían sido sus más encarnizados enemigos.

También a los traficantes de pieles golpeaba la ley. Hasta ese momento habían llevado a cabo un fructífero negocio con los in­dios, y ahora se les notificaba que ya no podrían comerciar sin una licencia, que sus operaciones debían realizarse en un puesto militar donde pudieran supervisarse.

Los especuladores en tierras resultaban, a su vez, perjudicados por la Proclamación. Habían formado grandes compañías que ha­bían conseguido adquirir muchos acres de terreno del otro lado de las montañas, esperando venderlos cuando se trasladara allí un ma­yor número de personas y el precio se elevara. Aparecía ahora la ley que prohibía la concesión de tierras o el estableci­miento de poblaciones más allá de las montañas. Es fácil perci­bir por qué los especuladores en tierras, los traficantes de pieles y los nuevos co­lonos se encontraban tan intensamente pertur­bados por la Procla­mación de 1763, del rey de Inglaterra.

¿Pero qué tenía el rey de Inglaterra que ver con los fronte­rizos, los indios, y la región occidental de un país a tres mil millas de distancia de Londres?

Todas las poblaciones enclavadas sobre la franja que se ex­tendía a lo largo de la costa, comenzando por Jamestown en 1607, habían sido fundadas sobre territorio reivindicado como suyo por Inglate­rra. (Los holandeses habían reivindicado y fundado Nueva York, pero en 1664 les fue quitada por los ingleses.) Mas­sachusetts, Vir­ginia, Pennsylvania, Nueva Jersey, todas ellas, hasta la última de las trece, eran "colonias" de Inglaterra. Esa pequeña isla, apenas al margen de la costa occidental de Europa, había creado una marina sumamente fuerte y efectuaba conquistas en todas partes. En el universo entero comenzaba a hacerse sentir el poder de Inglaterra. Las islas antillanas, Gibraltar en Europa, partes de la India en Asia, también constituían colonias de la madre patria: Inglaterra. En 1700, el Imperio Británico ya con­figuraba una organización mun­dialmente extendida.

¿Pero, por qué entablaba Inglaterra guerra tras guerra con otros países, a fin de conseguir más y más colonias? ¿Qué valor tenían éstas para ella? ¿Cuál era la ventaja de construir un im­perio cada vez más grande?

En aquella época, mucha gente creía que los países eran ricos o pobres, de acuerdo con la cantidad de oro y plata que poseye­ran. Una forma de adquirir estos metales preciosos consistía en ser lo bastante afortunado como para descubrir nuevas tierras habitadas por salvajes, que supiesen dónde yacían las minas y que pudieran ser persuadidos, por la fuerza si resultaba necesario, a entregar lo que hubieren encontrado. Los españoles habían puesto con gran éxito este método en práctica en Sudamérica. Pero ni siquiera los indígenas podían localizar filones todos los días, de manera que era menester hallar un procedimiento mejor y más seguro. La solución del problema parecía residir en la venta de mercaderías. Mientras un país realizara ventas sostenidas, el di­nero entraría constante­mente. Pero Inglaterra no fue la única nación a la que se le ocurrió esta idea. España, Holanda y Francia pensaron lo mismo y natu­ralmente todas ellas quisieron vender, vender, vender. Pero si el único interés de todas era vender, el plan no marcharía. Había que encontrar algún mercado. La res­puesta residía en más y más colo­nias. Que la metrópoli fuese el corazón del Imperio y cada colonia el mercado para sus mer­cancías.

Las colonias también podían servir otro propósito. Había cosas que toda metrópoli debía comprar. Lamentable sería que, en pago de estas mercaderías adquiridas, saliese oro de la madre patria. Pero si las colonias estaban en condiciones de suministrar las mate­rias primas que la metrópoli necesitaba, entonces el oro nunca tendría que abandonar el Imperio, para hacer rico a otro país rival, a su vez sede principal de colonias. La treta radicaba, por consi­guiente, en edificar un fuerte imperio compuesto de me­trópoli y colonias, un imperio que se bastara a sí mismo, que no tuviese que depender para nada de países extraños. Cabe com­parar este sistema a una rueda cuyo eje era la metrópoli, siendo la función de ésta elaborar cosas con destino a las colonias situadas en el calce, las cuales, a su turno, producían materias primas que enviaban a la madre patria. Los rayos de la rueda venían a ser las rutas comer­ciales, con la larga línea de naves que transpor­taban las merca­derías hacia y desde la metrópoli y las colonias.

Magnífico designio con un propósito bien claro: enriquecer a la metrópoli. Pero, según fácilmente puede apreciarse, el pro­yecto sólo andaría si el comercio de las colonias estaba bajo el control de la metrópoli. Esto tenía suma importancia.

En los siglos XVII y XVIII, integraban el Parlamento inglés los ricos terratenientes, mercaderes y manufactureros. Desde lue­go que creían en el esquema de la relación metrópoli-colonias, delineado más arriba. Una de sus comisiones, la que constituían los lores Comisionados del Comercio y Plantaciones, había in­formado que "el gran objetivo de la colonización en el continente de N. A. ha sido mejorar y extender el comercio y manufacturas de este reino". El Parlamento se hallaba profundamente conven­cido de lo antedi­cho. Por lo tanto, en el lapso de los 156 años transcurridos de 1607 a 1763, había aprobado una serie de leyes concebidas a los efectos de controlar el tráfico comercial de las colonias, para ventaja de la metrópoli.

Un grupo de leyes disponía que todas las mercaderías (con unas pocas excepciones) que fuesen remitidas a las colonias desde Eu­ropa o Asia, debían pasar primero por Inglaterra, para ser re­embar­cadas luego. Ello evitaría el comercio directo entre las colonias y países extranjeros.
Paño holandés...  a Inglaterra....  a América

En vez de: Paño holandés... directamente...  a América


En forma semejante, ciertos productos coloniales, como el ta­baco, arroz, índigo, mástiles, trementina, brea, alquitrán, pieles de nutria, lingotes de hierro y unos cuantos otros (la lista creció con el tiempo), debían ser enviados exclusivamente a Inglaterra. Otros productos podían mandarse a cualquier parte. Los ingleses querían para sí los productos nombrados, pero les era material­mente impo­sible emplear íntegramente la cantidad que las colo­nias aportaban. Su voluntad era, no obstante, tener aferrado este comercio colonial y entrar de ser posible en él granjeándose así un beneficio.
Tabaco de Virginia a mercader inglés  a fabricante francés de rapé.

En vez de: tabaco de Virginia, directamente a fabricante francés de rapé


Algunas de las Antillas pertenecían a Francia y otras a In­glate­rra. Las islas francesas estaban en condiciones de producir azúcar y melazas a menor precio que las islas sujetas al dominio británico. Las colonias comerciales de la lonja norteamericana, realizaban gran número de transacciones con las islas antillanas. Las melazas tenían para ellas especial importancia pues las em­pleaban en la elaboración del ron. Esta bebida, a su vez, hallaba aplicación en el tráfico de esclavos, en el de pieles y en el negocio de la pesca. (En aquellos días, era costumbre adjudicar a los ma­rinos una cuota dia­ria de ron.) Como es natural, las naves de Nueva Inglaterra y de las Colonias del Centro comerciaban con aquellas islas en las que pu­dieran adquirir melazas más baratas. Pero, según la idea del Impe­rio, debían llevar a cabo su comercio con las islas británicas. En consecuencia, el Parlamento aprobó en 1733 el "Acta de las Mela­zas", la cual disponía el pago de pesados impuestos sobre toda el azúcar y todas las melazas importadas a las colonias, (Diremos al pasar, que 74 miembros del Parlamento eran a la sazón propietarios de plantaciones en las Indias Occidentales británicas.)
Melazas francesas: más baratas que melazas británicas para el habitante de Nueva Inglaterra.
pero melaza francesa + pesados impuestos, se torna más cara que melazas británicas para el habitante de Nueva Inglaterra.
Los colonos tenían prohibido manufacturar gorras, sombreros, artículos de lana o de hierro, Todos los materiales requeridos por este tipo de mercaderías estaban al alcance de la mano; sin em­bargo, se esperaba de los colonos que enviasen las materias primas a Inglaterra donde serían manufacturadas y que las comprasen luego bajo la forma de artículos ya fabricados. Los fabricantes in­gleses, interesados en la elaboración de mercade­rías, no tenían el propósito de permitir la competencia dimanada de sus propias co­lonias.
Materias primas coloniales a Inglaterra y manufacturadas allí vueltas a enviar a América.

En vez de: Materias primas coloniales, manufacturadas en América.


A fin de asegurar que el comercio del Imperio fuese manejado por buques del Imperio, otro grupo de leyes, las Actas de Na­vega­ción, sancionadas en fecha tan temprana como el año 1651, esta­blecía que todas las mercaderías trasladadas a y desde las colonias, debían transportarse en buques ingleses o coloniales, tri­pulados principalmente por marineros ingleses o coloniales. Los holande­ses, rivales sumamente activos de Inglaterra en el negocio de fle­tamento, quedaban así excluidos de toda transacción del Imperio:
Barcos franceses... Pared del Imperio

Barcos holandeses... ¡Prohibida la entrada

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Si se examinan las leyes antedichas es fácil observar qué cui­dado ponía el Parlamento en la construcción de un poderoso impe­rio comercial, en el que la metrópoli, Inglaterra, se asignara la me­jor parte. Sir Francis Bernard, gobernador real de Massa­chusetts, delineó muy claramente el esquema global, diciendo: "Los dos grandes objetivos de Gran Bretaña respecto del comercio ame­ri­cano, deben ser: 1) obligar a sus súbditos americanos a tomar ex­clusivamente de Gran Bretaña todas las manufacturas y mer­ca­derías europeas de las que ésta puede proveerlos. 2) Regular el co­mercio exterior de los americanos de manera que los beneficios que éste devengue puedan finalmente centrarse en Gran Bretaña, o ser aplicados al mejoramiento de su imperio."



Todo parecía muy de color de rosa para la metrópoli. Em­pero, por desgracia, los colonos no eran generosos al punto de pensar que las colonias existían meramente en obsequio de la metrópoli, soste­niendo, por el contrario, que existían para bene­ficiar a sus poblado­res.

Los habitantes de las colonias no habían cruzado tres mil millas de océano con la finalidad de colaborar en la creación de un impe­rio. No habían luchado con indómitos pieles rojas, no ha­bían pade­cido hambre, trabajado duro y parejo en la creación de hogares, para que el pueblo de Inglaterra resultara favorecido. Jamás había cruzado su mente una idea parecida. Habían venido porque querían ayudarse a sí mismos, de un modo u otro. ¿Enton­ces, por qué no habían chocado Inglaterra y los colonos durante el período com­prendido entre los años 1607 y 1763? Ambos pue­blos estaban en desacuerdo en lo tocante a la razón misma de la existencia de las colonias, sin embargo, las cosas no habían llegado a su culmina­ción hasta 1763. ¿Por qué?

Pues, a raíz de que leyes dictadas no significaban necesaria­mente leyes obedecidas. Algunas de las leyes comerciales sancio­nadas por el Parlamento beneficiaban a los colonos. A éstas las acataron. Otras perjudicaban sus bolsillos. Las obedecieron sólo en parte o las desconocieron enteramente. Los norteamericanos de hoy siguen las huellas de sus antepasados de las colonias. Conti­núan haciendo caso omiso de las leyes que no merecen el bene­plácito popular. Es una vieja costumbre norteamericana.

La ley que establecía el transporte de mercaderías del Imperio en buques ingleses o coloniales, favorecía a los colonos. Les per­mitía construir embarcaciones y trasladar mercaderías sin tener que competir con las naves de los países extranjeros que les llevaban ventaja. Por supuesto que también ayudó a crear una poderosa ma­rina británica. Pero los colonos necesitaban la protección de una flota bien pertrechada. En aquellos días, el océano no era la pací­fica ruta de hoy. Aun en tiempos de paz, los navíos colo­niales corrían el riesgo de ser capturados, por corsarios españoles o fran­ceses o por las muchas embarcaciones piratas que infesta­ban los mares. Ello implicaba no sólo que la nave y su cargamento fueran robados, sino también que sus tripulantes corrieran la suerte de ser muertos o convertidos en esclavos. Los piratas ber­beriscos, en el sur medi­terráneo de Europa, eran particularmente peligrosos. La Armada Británica había, no obstante, combatido a estos piratas, obligándolos (con el auxilio de presentes que costa­ban alrededor de $ 300.000 anuales

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