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E. M. S. Anno II n. 3 Settembre-Dicembre 2010 Ricerche/Articles


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La defensa doctrinal en la esfera pública de las reformas de Lerena correspondió principalmente a Vicente Alcalá Galiano. A lo largo de la primera mitad de los años ochenta este militar cordobés asentado en Segovia unía a su excelente formación científica y matemática —era profesor de esa disciplina en el prestigioso Colegio de Artillería de Segovia— una intensa dedicación a los temas económicos y hacendísticos, que había comenzado a cultivar a raíz de su incorporación en 1781 —el año de su fundación— a la Sociedad Económica de Segovia123. Durante la primer mitad de los años ochenta Alcalá redactó para ésta diversos escritos, destinados a realizar una interpretación aplicada a la realidad segoviana del ideario económico de Campomanes y, después, otros discursos y textos sobre la industria segoviana y la estructura fiscal española, de naturaleza híbrida entre autores foráneos (Rousseau o Bielfeld) y españoles (Arriquíbar), muy ilustrativos de las competencias de “calculista fiscal” propias de su autor y adscritos a un programa moderado, el propio de las reformas gubernamentales de ese tiempo124.

Nada extraña que ganara rápidamente la confianza del círculo político de Floridablanca, Lerena incluido. Su ascenso en 1787 como oficial de la Secretaría de Hacienda, para colaborar como consejero del Ministro, debe de ser interpretado desde la acuciante necesidad de los círculos oficiales de contar con especialistas que pudieran arropar en la opinión pública las reformas hacendísticas emprendidas. Ello, por su parte, era una muestra de la amplitud alcanzada por la esfera pública española, perceptible, en el preciso ámbito hacendístico, como se ha visto, en la existencia de una poderosa corriente contraria a las rentas provinciales y partidaria de la “única contribución”, o bien de diversas formas de imposición directa, lo cual exigía disponer de estos funcionarios especializados —con el perfil del insider y el adviser— que trabajaran al servicio de los intereses gubernamentales y recabaran apoyos políticos y públicos para sostenerlos. La estrategia de Alcalá consistió en transformar la Sociedad Segoviana, de la que en ese momento era Secretario primero, en una auténtica caja de resonancia de las reformas de Lerena. En 1786 y 1787 esa Sociedad convocó premios públicos para enjuiciar la conveniencia de tales reformas125. En defensa de las mismas escribieron, entre otros, D. Gallard (1788), que pronto será llamado al Ministerio de Hacienda para colaborar en la Oficina de la Balanza, así como el propio Alcalá. Éste fue coautor, junto a Vicente Mantecón, de una extensa y argumentada memoria, cuyo contenido puede fácilmente identificarse con los “cuasi-sistemas” schumpeterianos (Schumpeter 1971: 234 y ss.), por cuanto desplegaba una detallada defensa teórica de los fundamentos de la reforma fiscal de 1785126.

El contenido de esta memoria, afín, en diversas cuestiones centrales, al de los escritos previos de Alcalá ante la Segoviana, encajaba a la perfección en la amplia tradición de economistas-políticos españoles de los siglos XVII y XVIII críticos con las rentas provinciales. Esta cuestión era ratificaba mediante el uso exhaustivo que en el escrito se realizaba de las ideas de Martínez de Mata, Osorio, Moncada, Zavala o Ulloa, así como de las de los dos últimos partidarios de la reforma de esas rentas, Campomanes y, en particular, Arriquíbar, con quien Alcalá compartía su preferencia por la industria y su aceptación de la Aritmética política, y en cuyas ideas y cálculos económicos se apoyaba recurrentemente para criticar la Única Contribución, defender la imposición sobre el consumo y el comercio, y, en suma, justificar la reforma de Lerena. De hecho, Alcalá encontraba las razones principales de la misma en dos principios omnipresentes en esa larga tradición: por un lado, la equidad contributiva, que había obligado a revisar los encabezamientos y a uniformar el cobro de las rentas provinciales para que cada cual pagara “según sus fuerzas y haberes”; y, por otro, la reducción de la carga fiscal que recaía sobre los alimentos y bienes de primera necesidad, evitando así su incidencia negativa sobre los salarios y el precio de las manufacturas, lo cual había hecho conveniente aminorar determinadas cuotas de alcabalas y cientos, pues Alcalá, enfrentado ahora a Arriquíbar, no creía apropiado trasladar todo el peso tributario de las rentas provinciales únicamente a los bienes de lujo127.

No obstante, la memoria presentaba también una importante novedad respecto a la tradición mencionada. Alcalá recurría reiteradamente a la autoridad del Ministro de Hacienda de Francia Necker128 para defender la conveniencia de que las reformas del sistema fiscal fueran graduales, en vez de tratar de "variarlo de golpe", y, al mismo tiempo, de estructurarlo sobre la base de un sistema de rentas mixto, el cual justificaba la conservación de la imposición sobre el consumo, si bien tratando de que la carga fiscal no recayera sobre un único impuesto y se repartiera entre los impuestos directos e indirectos (Alcalá-Mantecón 1788: 63, 79, 170, 200, 201, 204-6). De esta forma, los escritos de Necker, principalmente De l´Administration des Finances de la France (1784), obra síntesis de su pensamiento financiero, se ponían al servicio de una revitalización del ideario reformista fiscal español. Esta presencia de las ideas neckerianas es más trascendente aún si tenemos presente que Lerena, al tiempo que implantaba su reforma fiscal, desarrollaba por vez primera en la historia de España una política pública de transparencia de las cuentas fiscales —el Compte rendu publicado por Necker en 1781 fue traducido y circuló intensamente en la España de ese tiempo—, a través de la publicación de los presupuestos y de la creación de una pionera oficina de estadísticas oficiales —la denominada Oficina de la Balanza—. Por tanto, en suma, puede reconocerse en estas líneas de actuación política algunos de los fundamentos de lo que cabe calificar como la “Economía Política de la opinión pública”, en la que la autoridad de Necker resulta indiscutible129. Y algo similar puede decirse de su proyecto descentralizador de la administración territorial basado en unas nuevas “Juntas Provinciales”, que implantar experimentalmente en determinadas provincias castellanas. Tales proyectos estaban parcialmente inducidos por el ejemplo de las Administraciones Provinciales neckerianas, y aunque hubieran sido mencionados muy favorablemente en la extensa memoria de Alcalá y Mantecón, fueron justificados en la esfera pública española principalmente a través de la traducción de Des administrations provinciales, la memoria publicada en 1781 por Necker y consagrada a explicar su programa descentralizador. Dicha memoria fue vertida al castellano en 1786 por Domingo de la Torre, en esos años alto funcionario de la Hacienda española, y, por tanto, otro insider al servicio de Lerena, a quien precisamente dedicaba su traducción. Así pues, no es extraño que no pasara mucho tiempo antes de que las reformas de Lerena comenzaran a ser asimiladas a las desarrolladas por Necker en Francia durante su primer ministerio (1777-1781).


La defensa teórica de las reformas hacendísticas españolas contó con una segunda fuente de inspiración en la obra de Adam Smith. La intensa circulación que ésta conoció en la España del último tramo del siglo XVIII resulta bien conocida130; sin embargo, hasta la fecha no se ha destacado suficientemente el notable papel que en esa primera fase de circulación ocuparon las ideas financieras smithianas, antes incluso de que en 1794 José Alonso Ortiz publicara la primera traducción española de esa obra, así como la responsabilidad que cabe atribuir en ello a Lerena y a sus colaboradores. Precisamente, uno de los primeros autores en diseminar en España las ideas smithianas fue Alcalá Galiano. En 1788, tan sólo un año después de publicar con Mantecón su memoria en defensa de la reforma fiscal de 1785, elaboró otra, que contenía la primera exposición sintética realizada en España de esas ideas, incluidas las financieras y fiscales131. Aunque Alcalá omitía las relativas a la deuda pública, en términos generales, aceptaba las referidas tanto a los ingresos como a los gastos públicos, exceptuando, como fue habitual en toda su obra, sus principios librecambistas, inclinándose hacia un proteccionismo selectivo. Ahora bien, una vez más, el colaborador de Lerena no se limitaba a exponer las ideas de Smith, sino que las utilizaba en apoyo de las tesis oficiales de la reforma fiscal. Y, aunque en una visión retrospectiva resulte algo paradójico, esta nueva filiación doctrinal no le llevó a desprenderse de la deuda intelectual contraída con Necker, quien seguía siendo citado en términos elogiosos en esta nueva memoria. Así pues, cabe pensar que la recepción en España del pensamiento fiscal de estos dos insignes autores de la Ilustración europea se realizó en términos más de complementariedad que de oposición. Por ello, no es extraño que en 1790 el propio Lerena volviera a utilizar datos e ideas expuestos por ambos economistas para sostener que el número de empleados de la Hacienda española y su gasto salarial global era relativamente menor en España que en Francia o Gran Bretaña, y acudía a la autoridad de Smith para justificar la idoneidad de los frutos civiles, la única contribución que “no se opone a los progresos de la riqueza nacional”132.
4. Hacienda smithiana en los aledaños de Lerena: nuevas evidencias
Junto a Alcalá, Mantecón o De la Torre, Lerena se apoyó en otro publicista en la defensa de sus reformas. Se trató de José de Covarrubias, autor de una importante —y todavía hoy olvidada— obra sobre la Hacienda española, el Código, o Recopilación de Leyes de Real Hacienda, elaborado alrededor de 1790 e inédito en su tiempo133. Con su realización, el Ministro parecía querer acallar las quejas que la circulación en España de De l´Administration des Finances de Necker había suscitado entre los ilustrados españoles —a pesar de diversos intentos de proceder a su traducción, ésta no se consumó—, debido a la ausencia de una obra de sus mismas características. De hecho, fue en diciembre de 1789, en pleno proceso de circulación de ese libro en España, cuando Lerena emitió una Orden para que se elaborara ese Código, enfatizando “lo conveniente que sería reunir en un cuerpo legal las leyes, cédulas e instrucciones con que se deben gobernar y recaudar los diferentes ramos que constituyen el Real Patrimonio” (Covarrubias c. 1790: I, f. 1-1v). En esa Orden designaba a Covarrubias para su elaboración, si bien, debido al carácter oficial del trabajo, le imponía la colaboración de Alcalá. El Rey consintió que Covarrubias formalizara su proyecto y, en cumplimiento de ello, redactó el prospecto del Código, que remitió a Lerena en junio de 1790 y recibió la aprobación real un mes y medio después (Covarrubias c. 1790: I, ff. 1v-18v y 20). Por su parte, la elección de Covarrubias no parece en absoluto que fuera casual. Este abogado, Fiscal y socio de la Real Academia de Derecho Español y Público, había realizado para esa fecha una notable labor como publicista, siempre en franca cercanía con autoridades políticas de la máxima influencia —y, por encima de todas, con Floridablanca— en las que había mostrado su notable competencia como recopilador de materias jurídicas134.

El Código de Covarrubias se organizaba siguiendo una doble vertiente, histórica y de derecho positivo, en su faceta más estricta de recopilación de las leyes hacendísticas españolas fundamentales. Aquella primera vertiente se formalizaba en cuatro partes, ordenadas cronológicamente, partiendo del origen histórico de las diferentes rentas reales, desde la formación del Real Patrimonio, hasta la etapa de Felipe V, cuando “tomaron las cosas otro nuevo semblante”, así como desde ella “hasta nuestros tiempos”. En estas primeras partes, Covarrubias incluía también una explicación sistemática de las reformas fiscales acometidas desde el tiempo de los Reyes Católicos, con el fin de explicar las “urgencias y apuros que ha padecido la Monarquía en varias épocas y de los medios o arbitrios que se discurrieron para salir de ellos”, con una especial atención a las de los dos últimos siglos, que habría de cerrarse con la “nueva planta de administración establecida el año 1785”. Por su parte, con el segundo enfoque, el Fiscal aspiraba a abordar, en ocho libros, una descripción sistemática de las diferentes rentas públicas y figuras fiscales españolas, incluyendo las rentas provinciales, generales y eclesiásticas, los estancos públicos y otras rentas particulares. La exposición incluía también capítulos relativos a los sistemas fiscales propios de los territorios forales (las provincias vascas y Navarra) y de la Corona de Aragón, sobre la organización administrativa de la Hacienda y sobre su legislación criminal. En suma, el Código era un proyecto sumamente ambicioso, que nunca fue culminado. Covarrubias sólo llegó hasta la tercera parte de la exposición histórica, dejando fuera la última etapa de ésta —sin duda, la más interesante, al referirse a las reformas fiscales de la actualidad—, así como todo el resto referido al Derecho positivo, si bien incorporó un volumen adicional de reales órdenes, reglamentos y todo tipo de documentos administrativos referidos a las rentas públicas descritas en los cinco volúmenes previos.

Más allá de su estructura precisa, el Código se abría con un “Discurso Preliminar” cuyo contenido era enormemente significativo: aun sin hacerlo expreso, su fuente era la obra de Smith (Covarrubias c. 1790: I, ff. 21-28)135. Una vez advertido el fundamento contractual y iusnaturalista de la Hacienda Pública, Covarrubias copiaba fragmentos muy relevantes de los capítulos I y II del libro V de la Wealth of Nations sobre “los gastos del soberano o de la república” y las “cuatro máximas con respecto a los impuestos en general”; estas segundas quedaban sin desarrollar de tal manera que el argumento de este “Discurso Preliminar” se ceñía al gasto público136, respetando básicamente la argumentación smithiana.

La primera obligación del soberano era establecer una “fuerza pública o militar”, necesaria para “proteger la sociedad contra la violencia y la invasión de las demás sociedades independientes”; Covarrubias, como Smith, planteaba que los gastos requeridos para ello diferían en función de la estructura socieconómica de las sociedades y de sus “periodos de adelantamientos”, hasta la aparición de la moderna expresión de los ejércitos profesionales, subvencionados con fondos públicos. En segundo lugar, el soberano debía de financiar la administración de la justicia, con el fin de “proteger en cuanto pueda a cada uno de los individuos de la sociedad contra las injusticias y la opresión de otro cualquiera individuo” (Covarrubias c. 1790: I, f. 23); como el escocés, Covarrubias relacionaba estrechamente esta función con la necesaria protección y seguridad que en las sociedades basadas en el “gobierno civil” requería la “adquisición de una preciosa y dilatada propiedad” (Covarrubias c. 1790: I, f. 24). En tercer lugar, el gasto público debía de emplearse en “obras y establecimientos públicos que pueden traer muchos beneficios a la sociedad” (Covarrubias c. 1790: I, f. 25) y que quedaban fuera del alcance financiero y empresarial de la iniciativa privada. Al igual que en la Wealth of Nations, esta obligación alcanzaba cuatro ámbitos: las infraestructuras y las obras públicas, necesarias para fomentar el comercio; la estructura escolar y de educación primaria; la instrucción en materias morales y, más en particular, religiosas; y, por último, los fondos destinados a la “dignidad” del soberano. También en esta última vertiente las coincidencias de Covarrubias con Smith eran muy elevadas, salvo en dos cuestiones: el Fiscal español entendía que el gasto de los maestros debía de ser sufragado por el Estado, en vez de únicamente por sus propios docentes; y, asimismo, defendía la canalización de la formación religiosa a través de los diezmos, primicias y una “multitud de fundaciones de beneficios y capellanías”, si bien reconocía que éstas “exceden en España el número que se requiere para tan laudable fin” (Covarrubias c. 1790: I, f. 26). Por fin, una vez expuesta la estructura óptima del gasto público, Covarrubias acometía una detallada exposición sobre qué tipo de tributos debía de financiar cada una de las partidas del mismo, bien los generales, locales o provinciales, o bien determinadas contribuciones particulares, en función a los sectores sociales beneficiados por el gasto público en cuestión. Una vez más, el Fiscal se limitaba a trasladar a su Código las conclusiones expuestas en el capítulo I del libro V de la obra de Smith137.

Así pues, el apretado “Discurso Preliminar” de Covarrubias consistía en una traducción selectiva, muy condensada y desnuda de referencias históricas y espaciales concretas de pasajes muy significativos del pensamiento smithiano sobre la estructura del gasto público y sus criterios de financiación. La intencionalidad política de estas páginas era lógicamente indudable: una vez acometida en 1785 la reforma de los ingresos públicos, parecía conveniente abordar la de su contrapartida presupuestaria. En este sentido, la obra de Smith se ofrecía como un modelo para la reorganización de la confusa y enmarañada estructura administrativa y financiera española, cuya descripción, siguiendo el doble criterio histórico y legislativo señalado, Covarrubias pasaba a realizar a continuación con enorme detalle.

En cualquier caso, no parece que estas razonadas posiciones de Covarrubias traspasaran los aledaños de la Hacienda, en los que habían sido concebidas. De hecho, no dejaron rastro en las siguientes etapas que cubrió la llegada a España de la Wealth of Nations: ni en la versión sintética de la obra elaborada por Carlos Martínez de Irujo siguiendo el Compendio de Condorcet138, ni en las dos posteriores, realizadas por José Alonso Ortiz139 y Ramón Campos140. Por tanto, la línea de futuro a la que apuntaba el Código de Covarrubias se debe relacionar con las diferentes obras recopilatorias sobre la Hacienda española que comenzaron a ser realizadas en su tiempo, desde la emprendida por Gallard, un ilustrado perteneciente al círculo de Alcalá Galiano (Valles 2008: 437), hasta las que proseguirán durante el siglo XIX de las manos de Gallardo (1805-1807), también buen conocedor de la obra de Smith, y, en especial, de Canga Argüelles. En cualquier caso, de lo expuesto se debe subrayar la intensa circulación que las ideas de Smith encontraron en los aledaños de Lerena, hasta el punto de que debemos considerar el ámbito de la Hacienda el primer terreno en el cual esas ideas trataron de aplicarse en España: “estado mínimo” en la vertiente del gasto (de la mano de Covarrubias) y composición “mixta” en la del ingreso (la tesis de Alcalá, partiendo de ideas neckerianas, smithianas y de los economistas españoles de los siglos XVII y XVIII).


5. Debate hacendístico en torno a la reforma de 1785
Las reformas de Floridablanca y Lerena resultan inseparables de la estrategia empleada para defenderlas ante la “opinión pública” ilustrada utilizando para ello a prestigiosos colaboradores, traductores y publicistas. Todo ello era lógico teniendo presente los antecedentes del siglo, es decir, la existencia de corrientes favorables a reformas hacendísticas mucho más audaces que la de 1785. Y, lo cierto, es que, una vez puesta en marcha esta última, pasó a ocupar el centro del debate hacendístico del tramo final del siglo. Las posiciones contrarias a la reforma oficial pueden estructurarse en cuatro corrientes principales: críticos expresos y radicales (Cabarrús o Arroyal); críticos tácitos (Foronda o Jovellanos); partidarios del impôt unique fisiócrata (Salas o Álvarez Guerra); y favorables a la Única Contribución (Caamaño)141.

Cabarrús no cejó en su particular cruzada en defensa de una transformación profunda del sistema fiscal castellano. En 1786, recién iniciada la reforma de Lerena, publicó su Elogio del Conde de Gausa. Éste no se reducía a una mera laudatio del anterior Ministro de Hacienda, sino que constituyó un ataque en toda línea a la reforma oficial, integrando sus planteamientos ya conocidos —su defensa de la imposición sobre la “propiedad real o artificial” y sus críticas a las rentas provinciales— en una historia completa de la Hacienda pública española del siglo XVIII. Ésta estaba concebida con una indudable intencionalidad política. Los únicos ministros que salían indemnes de sus censuras eran Ensenada y Múzquiz, a quienes Cabarrús comparaba con Colbert y Sully (Cabarrús 1786: 24). Lógicamente, detrás de sus elogios se encontraba su propósito de mantener viva la llama de la Única Contribución. En este sentido, insistía en que la reforma concebida en 1769-1770 por Múzquiz no pudo culminarse “por falta de tiempo o de vigor; o más bien por aquella fatalidad inexplicable que retarda en todas partes los progresos de la verdad”, si bien aún llegaría “el día de realizar este excelente sistema” (Cabarrús 1786: 30).



En sus posteriores Cartas sobre los obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública, Cabarrús recrudecía sus ataques al “impío y detestable código fiscal” y a los artífices de la reforma de 1785: “siempre me honraré de haber tenido por enemigos al estúpido ministro que autorizó este incomprensible monumento de ignorancia y de ferocidad y al escritor cien veces más vil y menos disculpable que tuvo el descaro de elogiarle”142. La necesaria reforma del sistema de rentas debía de estructurarse en torno a una doble estrategia, según se tratara de los impuestos municipales o los generales. Estos segundos debían de recaudarse a través de un método uniforme, recurriendo a encabezamientos municipales establecidos sobre el valor de las tierras y de acuerdo con un repartimiento equivalente al rendimiento de las rentas provinciales del último quinquenio. A su vez, los primeros debían de sufragarse también utilizando como criterio el valor de las tierras, prorrateando la carga fiscal sobre el repartimiento ya realizado. En las ciudades las casas debían de ser objeto de contribución municipal adicional y en los lugares con actividades industriales y pesqueras los artesanos debían encabezarse por un tanto convencional sobre el nivel habitual de sus actividades. Cabarrús dejaba abierta la posibilidad de establecer otros nuevos tributos generales —sobre el papel o sobre las actividades industriales, estos segundos a pesar de que resultara relativamente sencillo eludirlos—. También defendía la conveniencia de incrementar el equivalente de los territorios de la Corona de Aragón —injustamente castigados con la Nueva Planta, mientras se premiaba “de buena fe la honradísima lealtad de las Castillas”— y elogiaba el sistema tributario de esos territorios, “sino enteramente perfecto, a lo menos incomparablemente mejor que el de Castilla” (Cabarrús 1820: 204). Pero todo ello sin renunciar a su convicción primigenia de que “todo presenta inconvenientes, menos las tierras y las casas, únicas señales de la propiedad” (Cabarrús 1820: 225).

También en posiciones muy críticas con la reforma oficial se situó León de Arroyal. Sus conocidas Cartas económico-políticas —inéditas en su tiempo—, redactadas entre 1786 y 1795, tenían como principal destinatario precisamente al Ministro Lerena. La estrategia hacia la que se apuntaba en ellas era tan simple como contundente: la Monarquía española no admitía ya más reformas parciales; era necesario delinear una nueva constitución política que propiciara el ineludible saneamiento de sus instituciones políticas y económicas143. En el seno de esa refundación, que tomaba la forma de un despotismo monárquico enraizado en la tradición constitucional aragonesa, Arroyal inscribía su propuesta de establecer un sistema de rentas alternativo; una tarea que él entendía como inaplazable, a la luz del nivel de endeudamiento de la Hacienda real, la progresiva desatención de la agricultura y la industria, el trato desigual que recibían los reinos históricos de la Monarquía y las dificultades inherentes a un sistema fiscal construido sobre la superposición de diferentes figuras fiscales.

Ese nuevo sistema de rentas debía respetar tres principios básicos: el equilibrio presupuestario, la simplificación en la administración de los tributos y su racionalización, tratando que la imposición recayera “sobre el fundamento de unas rentas sólidas, claras y justas” (Arroyal 1971: I, 4). Ahora bien, Arroyal creía improbable que estos principios pudieran materializarse en el marco de las reformas institucionales de su época y también, incluso, en el de las alternativas vigentes más críticas con el sistema fiscal español. Por un lado, desconfiaba de los planes de financiación de las necesidades públicas a través del Banco de San Carlos y los vales reales: en su opinión, éstos estaban generando un incremento exagerado del precio del dinero, con la consiguiente elevación de las “usuras”. Por otro, su intención no era resucitar la Única Contribución. De hecho, cargaba contra algunos de sus más preclaros defensores: Zavala, de quien sólo elogiaba sus cálculos sobre las posibilidades de recaudación de un sistema de rentas alternativo; Ensenada, cuyo catastro consideraba costoso e inútil, además de poco operativo (López Castellano 1995: 45-46); o Loynaz, quien era expresamente criticado por él. Su alternativa consistía en abolir las rentas provinciales, los quintos, las sisas y los estancos públicos —salvo la sal y el tabaco, y siempre y cuando fuesen suprimidas las aduanas interiores—, creando como contrapartida tres nuevos impuestos: la “contribución” o gravamen de carácter general establecido sobre el valor de los bienes raíces —no sobre su producto, para así fomentar las mejoras agrícolas, que estarían exentas de contribución— y destinado a financiar los gastos del Estado; el “tributo regio” o capitación general, que habría de recaer sobre los “pudientes menos útiles al Estado” y serviría para sufragar las necesidades del monarca y su gobierno; y, por último, el “impuesto”, destinado a “servir a la magnificencia, la conveniencia y el decoro público” (Arroyal 1971: I, 5), que habría de gravar el lujo y la obtención de hidalguías.

Esta novedosa articulación de la Hacienda española era una muestra más de que Arroyal apuntaba hacia una estrategia de reforma alternativa a la de Floridablanca y Lerena. A la convicción de éstos de que una mejora en la administración de las rentas propiciaría una recomposición del conjunto de la Monarquía, aquél oponía su certeza de la estricta imposibilidad de que esa mejora pudiera materializarse de seguir considerando la Hacienda aislada del conjunto del sistema socioeconómico y a través de un conjunto de “remiendos” similares a los que, según él, habían sido aplicados por Necker en Francia o Lerena en España. Es lógico que el ilustrado valenciano juzgara con dureza el prudente reformismo de este último; no obstante, la posible lucidez de sus críticas quedaba oscurecida por el dudoso valor de sus propuestas alternativas. Éstas eran carentes de cualquier base empírica y de información acerca de cómo serían implantadas, razones por las cuales parecían propias de la denostada tradición “arbitrista”. Además, su realización era más que incierta, y prueba de ello es que, en pleno período de expansión de la deuda pública, Arroyal descartaba recurrir a esa fuente de financiación, en el caso de que su reforma fuera desarrollada. Así pues, a diferencia de lo sostenido por Maravall (1967) o Elorza (1970), es muy probable que el ideario económico de Arroyal, “aunque de voluntad reformista en algunos terrenos importantes”, distara mucho “de ser tan avanzado como su bagaje político” (Cervera 2001: 608).


Pasando ahora al caso de Foronda, se ha de subrayar que sus ideas fiscales se resienten de los mismos rasgos que el conjunto de su obra: su gran recorrido doctrinal y su variabilidad. En sus escritos de juventud, Foronda era consciente de que una adecuada política de ingresos públicos exigía una reforma al unísono de las aduanas y los impuestos, y, respecto a estos últimos, haciendo suyos los argumentos de Arriquíbar, era uno más de los economistas españoles que censuraba las rentas provinciales, debido a su incidencia negativa sobre los salarios, el desarrollo industrial y el empleo (Foronda 1781; 1787: 166).

En su etapa de madurez no abandonó esta línea de crítica expresa al “opio mortal” que suponían los tributos castellanos, para cuyo análisis remitía a las obras de Uztáriz, Ulloa, Zavala o Arriquíbar (Foronda 1788-1789: I, 62 y 203), si bien desarrollando una sistematización mucho más completa de sus ideas fiscales. Respecto a los principios hacendísticos, Foronda defendía que los impuestos garantizaran el equilibrio presupuestario, mantuvieran una cierta relación con la capacidad de pago y con las ventajas que los contribuyentes obtenían de la actividad del gobierno, no distorsionaran el uso de los factores productivos y no implicaran coacción en su forma de exacción. Estos principios eran desarrollados después en torno a una serie extensa de normas prácticas, en la que, como muestra Barrenechea (1984: 249-250), se percibía el influjo de Saavedra, Montesquieu, Bielfeld, Filangieri, Plumard de Dangeul, Hume, los fisiócratas franceses y Smith; de este último asumía la idea de que los impuestos recayeran con igualdad sobre las distintas fuentes de ingresos y se establecieran de manera que no afectaran a la asignación de los factores a sus diversos empleos. Por su parte, en relación con el análisis de los diferentes impuestos, Foronda valoraba con detalle cuatro tributos distintos: el diezmo real de Vauban, el tributo personal, las contribuciones sobre el consumo y el impôt unique fisiócrata. Precisamente, la principal novedad de su exposición radicaba en el análisis de este último, sin duda el más completo entre los economistas españoles del siglo XVIII. Foronda, después de asumir los argumentos del antifisiócrata francés Graslin acerca del efecto nocivo del “impuesto único” sobre las mejoras agrícolas, los problemas derivados de su exacción y la dificultad de estimar con exactitud el produit net, así como los cálculos de Necker acerca de las escasas posibilidades recaudatorias de un impuesto de esa naturaleza, recomendaba no “dejarse deslumbrar de ciertos sistemas hermosos, elegantes, magníficos en su fachada, pero mezquinos y miserables en su interior” (Foronda 1788-1789: I, 216). Este rechazo de la política fiscal fisiócrata debe de ser destacado también en relación con la orientación global de su obra de madurez, dado que ésta se estructuraba en torno a los principios fisiocráticos de libertad, seguridad y propiedad.

Foronda no era en principio partidario de ninguno de los tributos mencionados —con excepción de los que gravaban el lujo, si bien era consciente de que resultarían insuficientes para las necesidades presupuestarias nacionales—; por ello, acabó proponiendo su propio plan de contribuciones. Éste, una vez más, estaba muy alejado de los fundamentos de la reforma fiscal oficial de 1785: consistía en un sistema de contribución personal, que se articulaba al dividir dos millones de contribuyentes —correspondientes a los diez millones de españoles—, en catorce clases distintas, conforme a sus respectivas actividades profesionales. La recaudación prevista tenía en cuenta las ganancias estimadas de acuerdo con una cuota que, contradiciendo sus principios teóricos, se imponía siguiendo un criterio básicamente proporcional, en vez de progresivo. Esta contribución personal estaba destinada a sustituir de “un solo golpe” esa “inmensidad de tributos, inventados por la fecundísima imaginación fiscal”, que formaba el sistema fiscal castellano (Foronda 1788-1789: I, 220). En el caso de existir necesidades adicionales, podía complementarse con el establecimiento de nuevos impuestos sobre las rentas de censos y bienes raíces, las ganancias de comerciantes y cambistas, diversas licencias profesionales y sobre el consumo suntuario.

En 1798, diez años después de difundir estas ideas, Foronda volvía a abordar el tema fiscal. Su propósito ahora era mostrar su discrepancia con la reforma tributaria elaborada por el funcionario gallego Caamaño, por orden de Godoy, ese mismo año. Como veremos, su tal reforma consistía en establecer una única contribución del 3,5% sobre los granos y otros productos agrarios, en sustitución de las rentas provinciales144. Foronda no discutía la oportunidad de cancelar éstas, pero consideraba que el planteamiento del gallego vulneraba principios hacendísticos cardinales, al gravar los bienes de primera necesidad y únicamente a los labradores y a una parte de sus productos, al tiempo que, siguiendo las estimaciones numéricas de Arriquíbar, discutía las estimaciones sobre el rendimiento esperado del nuevo impuesto y la eficiencia de los mecanismos de recaudación (Foronda 1788-1789: I, 224-243). Su alternativa consistía en un plan de contribuciones basado sobre tributos ya propuestos por él previamente —los impuestos sobre el vino y los bienes de lujo— junto a otros sobre el papel sellado y “el 6% sobre los propietarios”. Al mismo tiempo, en una de tantas contradicciones que impregnan su obra, presentaba la sorprendente novedad de resucitar el viejo plan fiscal de Loynaz, elaborado en 1749, consistente en gravar la molienda de granos, con lo que la carga fiscal se habría de extender finalmente también a los bienes de primera necesidad. Ésta es una prueba más de que el pensamiento fiscal de Foronda presentaba numerosos claroscuros. Mientras la actualizada información de que disponía sobre las ideas de los principales economistas de su tiempo le permitió realizar clarividentes análisis sobre la valía de los diferentes impuestos, sus planes concretos para la reforma del sistema fiscal español no parecían proyectos maduros, sino, como él mismo advertía, “un juguete político-económico que tendrá al menos la utilidad que envuelven en sí todos los pensamientos nuevos aunque sean disparatados” (Foronda 1788-1789: I, 216); eso sí, siempre desde posiciones de oposición a los fundamentos fiscales de la reforma de Lerena.

Otro crítico notable de ella fue Jovellanos. Su análisis más exhaustivo sobre la cuestión tributaria se halla en su Informe de Ley Agraria145. Aunque en los primeros esbozos de esta obra no se prestara atención a esa cuestión, finalmente quedó incorporada en su redacción definitiva en 1795 como uno de los ocho “estorbos políticos” que entorpecían el desarrollo agrícola. Con esa expresión Jovellanos aludía al conjunto de obstáculos al crecimiento originados por la legislación, cuya solución consistía en la ampliación de la libertad económica individual, eliminando reglamentos, leyes y la estéril proliferación normativa vigente. El objetivo del asturiano era el estudio de las contribuciones “examinadas con relación a la agricultura”, el cual ponía de relieve su visión crítica con el sistema fiscal de su país. En efecto, Jovellanos era consciente de que las rentas provinciales eran un poderoso obstáculo para el desarrollo agrario, dado que coartaban la libre circulación de los productos de la tierra; impedían la plena expresión del interés individual de los propietarios; generaban efectos en cascada, especialmente perjudiciales para el comercio y el consumo; dañaban a los sectores pobres, al eximir el ahorro; gravaban en exceso los bienes necesarios frente a los de lujo; encarecían los salarios y dificultaban la creación del empleo agrícola; favorecían la exención de determinadas clases sociales; elevaban en excesos los gastos de recaudación; y, debido a la superposición de impuestos —los frutos civiles incluidos—, lesionaban la propiedad libre de la tierra (en particular, la pequeña), así como su transacción, frente a la amortizada.

Si todo esto fuera poco, el problema se complicaba aún más al comparar el diferente tratamiento fiscal y arancelario que recibían los productos de la industria española respecto a los agrícolas. La política de franquicias y de exenciones fiscales, así como unos aranceles concebidos “siempre con el comercio, casi siempre con la industria, y casi nunca con el cultivo”, no hacían sino confirmar a Jovellanos en su juicio de que las rentas provinciales y generales suponían no sólo “uno de los obstáculos más poderosos al interés de sus agentes, y por consiguiente a su prosperidad”, sino también un factor de discriminación de la agricultura respecto al resto de sectores productivos. Tributos y aranceles distorsionaban la asignación de capitales a las diferentes actividades productivas y desalentaban la capitalización agrícola y la formación de la propiedad inmobiliaria, algo particularmente grave debido a que la agricultura constituía la primera fuente de la riqueza, de tal manera que “sólo puede ser rico el erario cuando lo fueren los agentes del cultivo”. Jovellanos, sin explicitar su preferencia por figuras fiscales concretas, entendía que cualquier vía de solución de estos problemas pasaba por la acomodación del sistema fiscal español a diferentes principios tributarios, en particular, los de eficiencia en la recaudación, generalidad, proporcionalidad y mínimo exento en los tributos. Asimismo, abogaba por la implantación de un sistema uniforme en todas las provincias de la Monarquía, cuestión que apelaba particularmente a la posición de privilegio fiscal que aún mantenían los territorios forales vasconavarros.



Entrando ya en la tercera de las corrientes señaladas, en España existió un grupo, si bien minoritario, de partidarios del impôt unique fisiócrata. Su referente principal parece ser el profesor de la Universidad de Salamanca Ramón de Salas, autor de una exhaustiva réplica a las ideas políticas y económicas del napolitano Genovesi, que quedó inédita en su tiempo. En la sección de la misma referida a las ideas hacendísticas, se percibe el influjo de autores como Montesquieu, Necker, Filangieri o Locke, de quienes ese ilustrado aragonés derivó su visión contractualista, iusnaturalista y profundamente liberal de la Hacienda. Al abordar sus preferencias sobre el tipo de impuesto óptimo, Salas parecía inclinarse por la opción fisiócrata. Y esto ocurrió también con algunos de sus discípulos más preclaros, como el rioplatense Manuel Belgrano o el extremeño José Álvarez Guerra, quien, de todos ellos, fue quien realizó una exposición más abiertamente favorable a las ventajas de la posible aplicación de las ideas fiscales de los économistes en España146.

Por último, es obligado resaltar que las dos últimas décadas del siglo XVIII fueron un período de prolongación del “mito” de la Única Contribución (Fontana 1972). Ahora bien, ello no supuso recuperar la posible utilidad práctica del catastro castellano de 1745-1749, que, como señaló con razón Guasti (2000), paradójicamente, aunque “ya confeccionado y preparado para ser utilizado, era, sin embargo, rechazado por la mayoría de los economistas”. Como ya ocurriera en las décadas previas, la principal corriente de apoyo a la Única Contribución provino de los ilustrados de la Corona de Aragón, de autores como Normante, entre los aragoneses, o Sisternes y Beramendi, entre los valencianos147. No obstante, se trató más bien de un apoyo nominal, sin que se analizaran las posibilidades reales de su aplicación práctica. Esta cuestión resalta el interés del plan fiscal ya mencionado de J. Caamaño (1798), realizado en 1798 por orden de Godoy. Enfrentado a otros eminentes ilustrados gallegos, como Cornide o Somoza (Dopico 1978: 238), este ilustrado ferrolano defendía la sustitución de las rentas provinciales por una sola contribución “general, proporcional y equitativa”, bajo la forma de un impuesto proporcional sobre la producción de la mayoría de los frutos agrícolas —con una tasa del 3,5%, estimada sobre los datos del censo de Floridablanca de 1787—, que recayera sin excepción sobre todos los propietarios y colonos, y fuera recaudada antes de la aplicación de cualquier tipo de derecho que gravara la cosecha. Caamaño entendía que el sistema de recaudación más apropiado era el arrendamiento, y ello debido a que los encabezamientos eran aplicados injustamente, al perjudicar al pobre en el reparto de las cuotas y al mantenerse éstas invariables. Un proyecto sin duda ambicioso, pero, como ha explicado Fontana (1972: 112), de ejecución dudosa, debido al sistema de recaudación previsto y a las dificultades asociadas a la conversión monetaria de los cuantiosos excedentes agrarios recaudados; y el hecho es que tampoco fructificó. En cualquier caso, con él se cierran los proyectos reformistas más significativos elaborados en las dos últimas décadas del siglo XVIII teniendo, en buena parte, como telón de fondo la reforma hacendística oficial de 1785.



6. A modo de epílogo y conclusiones

Aunque concebida con un grado de realismo indiscutible sobre las posibilidades de transformación que ofrecía la Hacienda española, la reforma fiscal de Floridablanca y Lerena cosechó resultados insuficientes. Es cierto que con ella se logró recuperar temporalmente la recaudación tributaria y aproximarse al equilibrio presupuestario, pero no sirvió para reducir el cuantioso nivel de deuda pública. Tampoco creó una herencia perdurable en el terreno de la administración, al menos con respecto a las transformaciones desarrolladas por Necker en Francia, hoy consideradas como un paso fundamental en la organización de la administración central de la Hacienda conforme a un moderno criterio de organización burocrática (Boscher 1970: 142-165 y 276-277). En suma, esa reforma no pudo corregir el proceso de deterioro de la Hacienda española y su irremediable irrupción, durante el primer tercio del siglo XIX, como un factor decisivo en la disolución de las estructuras socioeconómicas del Antiguo Régimen. Si mediada la década de 1790 ya era evidente el fracaso de los frutos civiles —y el hecho es que esa figura tributaria fue suprimida en 1794—, ello hizo aún más acuciante la necesidad de solventar los problemas a corto plazo (fondos con los que nutrir la Hacienda) y restó posibilidades a la elaboración de planes de futuro más precisos (un programa coherente de política y crecimiento económicos). La nueva serie de medidas hacendísticas planteadas con posterioridad —impuestos sobre sueldos del personal civil (1794) y sobre los legados y las herencias (1798); mejora de la gestión de los vales reales; aumento de la presión recaudatoria sobre la Iglesia y las provincias “exentas”; primeras medidas desamortizadoras; o nueva reforma administrativa (1799)— no lograron enderezar la situación, de tal manera que, con la capacidad de endeudamiento del Estado agotada hasta su límite máximo, a partir de 1800 los problemas financieros aún se agudizaron más.


En relación con la suerte de la reforma oficial de 1785, existe otro aspecto que no se debe olvidar. Con sus decisiones, Floridablanca y Lerena contribuyeron a una nueva victoria de los estamentos privilegiados. Éstos mantuvieron, con matices moderados, su condición de clases exentas y con un poder decisivo real para determinar la suerte de las reformas ilustradas. De hecho, la mencionada supresión en 1794 de los frutos civiles fue debida en particular a la oposición frontal que su implantación encontró entre la nobleza territorial. No es casual que, en este contexto, aumentaran las voces de quienes sostenían que la Monarquía española no admitía ya más “remiendos” similares a los de Necker o Lerena, y que no se podía proceder a la refundación de las rentas fiscales sin el acompañamiento paralelo de otros cambios profundos en el sistema, incluida una revisión de su estructura política. El prudente reformismo de Lerena y Floridablanca quedaba situado así en el centro de una controversia esencial (gradualismo versus cambio radical) sobre la estrategia más apropiada para la reforma de la Hacienda española. En cualquier caso, la dicotomía Cabarrús-Arroyal vs. Lerena-Floridablanca no debería ser examinada como una cuestión de elección entre luces y sombras, sino en el contexto de las opciones viables que las ideas ilustradas y la realidad socioeconómica de cada país ofrecían para implantar con éxito las reformas. Y, en este sentido, conviene recordar, por un lado, que no se puede realizar una identificación excluyente entre liberalismo económico y contribución directa; y, por otro, que la solución a los problemas de la Hacienda no tenía porqué verse precedida de una transformación socioeconómica radical. Como pone de relieve, por ejemplo, el caso británico, la recuperación de los ingresos públicos no siempre estuvo supeditada a esa transformación profunda de la Hacienda que limitara el peso de la imposición indirecta, pues una economía en crecimiento ampliaba notablemente las posibilidades recaudatorias y abría la vía a una modernización gradual de la Hacienda; un factor del que, sin embargo, tampoco pudo beneficiarse la maltrecha economía española durante las últimas décadas del Antiguo Régimen.

La reforma oficial de 1785 viene a subrayar la importancia que los debates económicos tuvieron en la España del siglo XVIII en la aparición de la “opinión pública”. Este hecho aconteció en el preciso momento en que a ese país comenzaron a llegar las obras de los autores centrales en el descubrimiento de esta categoría conceptual fundamental de las Luces europeas (Necker, Turgot, Filangieri, etc.). La manera en que la reforma hacendística de Floridablanca y Lerena fue defendida en la esfera pública española a través de un conjunto de altos funcionarios designados desde el poder político (Alcalá, Mantecón, De la Torre, Covarrubias, etc.) pone de relieve hasta qué punto éste creía necesario plantear una defensa pública y puntillosa de su reforma para lograr que ésta pudiera acabar siendo legitimada ante el “tribunal invisible” de la “opinión”. Se trataba de una estrategia relativamente novedosa en el siglo XVIII español, que revalorizaba la función social del adviser o el publicista; más aún si recordamos que el recurso a la “opinión” desempeñó un papel muy secundario en la otra gran reforma fiscal de ese siglo —la intentada sin éxito por Ensenada a finales de los años cuarenta—. Pero todo ello era lógico teniendo presente que la poderosa corriente partidaria de la imposición directa y la supresión de las rentas provinciales ganaba adeptos a medida que transcurría la centuria. Así que no es ninguna casualidad que esta corriente reapareciera con un impulso nuevo tras las leyes fiscales de 1785-1787, en el seno de un debate doctrinal plural, desarrollado básicamente en la esfera pública, muy notable en cuanto al uso de fuentes económicas extranjeras coetáneas y en el que emergió con fuerza una “opinión” autónoma, no ciertamente minoritaria, muy crítica con las decisiones adoptadas por el poder y exigente de planes de reforma más audaces. Algunas de las propuestas afloradas en este debate político-doctrinal llegarían hasta las Cortes de Cádiz, incluso las de los partidarios del sistema de contribución “mixta” de Floridablanca y Lerena —de la mano, precisamente, de Alcalá Galiano—. Pero, en ese caso, la diferencia con los intentos de renovación fiscal emprendidos con anterioridad no residía tanto en los modelos elegidos ni en las fuentes en las que se inspiraron —autores como Smith o Necker seguirán siendo fuentes de autoridad en esos debates parlamentarios—, cuanto en el hecho de que el nuevo orden tributario quedaba inserto en un cambio político profundo que otorgó una significación nueva a la implantación de la contribución directa como base de ese nuevo orden tributario (López-Castellanos, 1999: XXV y ss.).



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