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E. M. S. Anno II n. 3 Settembre-Dicembre 2010 Ricerche/Articles


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Jesús Astigarraga

HACIENDA PÚBLICA Y OPINIÓN PÚBLICA:

LA REFORMA FISCAL DE 1785, SUS PUBLICISTAS Y SUS CRÍTICOS*

1. Introducción
Si existe algún argumento económico que sobresale de una manera notoria en el conjunto del articulado de la Constitución de Cádiz de 1812, es, sin duda, la Hacienda Pública. Ésta fue objeto del único Título —concretamente el séptimo— con ese argumento específico que integraba el texto constitucional113. En los dieciocho artículos que lo componían se explicitaba un conjunto de principios genéricos —los propios de una Hacienda liberal— sobre la política de ingresos y gastos públicos114, sobre su encaje en la estructura constitucional, con el Rey y las Cortes en el vértice del sistema, y, por último, con un mayor detalle, sobre la estructura político-administrativa garante de su adecuada gestión. Es indudable que la presencia de este Título se justificaba en sí misma, a la luz del importante papel asignado a la estructura financiera y presupuestaria en el seno de la nueva Monarquía constitucional; pero no lo es menos que esa presencia era también un resultado muy elocuente, por un lado, de las audaces decisiones tomadas en el seno del programa hacendístico de la Junta Central —el poder opositor al invasor francés— ya desde agosto de 1809, cuando fueron suprimidas las rentas provinciales115 y se abrió definitivamente el camino a la configuración de una Hacienda Pública de naturaleza liberal116; y, por otro, del enorme impacto que había alcanzado el problema de la Hacienda pública en las discusiones parlamentarias, que culminarán, a este respecto, en 1813, poco después de aprobada la Constitución, con el establecimiento de la contribución directa117. El artículo que cerraba el Título mencionado reflejaba mejor que ningún otro estas difíciles circunstancias en las que se desarrolló el debate hacendístico entre esas dos fechas: en él se conminaba al nuevo poder político constitucional a reconocer la deuda pública como una de sus “primeras atenciones” y a velar por su “progresiva extinción” (Constitución política, op. cit., Título VII, Artículo 355). En realidad, a través del mismo los representantes gaditanos no hacían sino asumir la trascendencia de un problema que había venido ocupando un espacio central en la agenda de las prioridades políticas y en la esfera pública durante las tres décadas previas a las reuniones de Cádiz, el período durante el cual la Hacienda pública española había conocido un proceso de deterioro imparable, hasta situar a la Monarquía al borde de la bancarrota.

En efecto, resulta bien conocido que durante la década de los años ochenta del siglo XVIII se había dado inicio a una nueva etapa en la historia de la Hacienda española118. Las necesidades financieras crecientes exigidas por la participación de España en un nuevo y exigente ciclo de conflictos bélicos —fue abierto en 1779 por la guerra contra Inglaterra— y el relativo estancamiento que a partir de ese momento conocieron los ingresos públicos ordinarios —rentas provinciales, generales y estancadas—, así como el resto de fuentes principales de la Hacienda —los equivalentes de los territorios de la Corona de Aragón, las contribuciones eclesiásticas y las remesas de Indias—, situaron las arcas españolas ante una situación verdaderamente alarmante. Ese estancamiento era, en buena medida, una consecuencia del fin del extenso ciclo dieciochesco de crecimiento demográfico y económico —esencialmente agrario—, pero al mismo tiempo reflejaba de una manera muy elocuente que el ancestral problema de “desorganización e ineficacia de los sistemas fiscales y de la deuda pública” se había transformado ya en “estructural y permanente” (Fontana 1990: 114). Como consecuencia del mismo, el déficit público creció de una manera exponencial durante el último cuarto de siglo y ello obligó a un recurso continuo y creciente a los préstamos interiores y exteriores, a las donaciones extraordinarias (venta de títulos, empleos, etc.) y, sobre todo, a la deuda pública, en particular a través de los vales reales, cuya primera emisión se materializó ya en octubre de 1780. Esta circunstancia terminó por convertir el problema de la financiación del presupuesto en uno de los más apremiantes de cuantos hubieron de solventar los gobiernos que dirigieron el país durante la última década del reinado de Carlos III y todo el mandato de Carlos IV.

Así pues, no es ninguna casualidad que la preocupación por la reforma financiera surgiera como un argumento recurrente entre los protagonistas de la generación tardía de ilustrados españoles. Ésta convirtió las tres décadas previas a la convocatoria de las Cortes de Cádiz en uno de los períodos más fértiles de todo el setecientos respecto a la cuestión de la Hacienda. Sus planteamientos poseían puntos en común indudables con los de las décadas previas del siglo, muy conectados a su vez con la literatura arbitrista de la centuria precedente119. Ahora bien, los del tramo final del Siglo poseyeron rasgos distintivos indiscutibles. Ante todo, la centralidad que en el debate de ese período ocupó la importante reforma hacendística de 1785, preparada políticamente por Floridablanca y materializada por Lerena a su llegada al Ministerio de Hacienda. Y junto a ello, la gran huella que en ese debate dejaron las ideas de insignes ilustrados y economistas europeos, algo lógico al tratarse del período de mayor intensidad en cuanto a la circulación en España de la literatura político-económica extranjera. Ese debate, planteado esencialmente en la esfera pública, estuvo marcado por la pluralidad doctrinal: en él afloraron las principales corrientes del pensamiento económico de ese tiempo, entre ellas las de autores tan influyentes como Necker, Smith o los fisiócratas, en torno a una dinámica que en buena medida explica en esa misma pluralidad doctrinal las posiciones de los sectores partidarios o contrarios a la reforma fiscal de Lerena.

Ahora bien, teniendo presente el notable peso relativo que fueron adquiriendo las posiciones críticas, resulta útil analizar ese debate hacendístico a la luz de la amplitud que la esfera pública española había ido alcanzando a medida que transcurría el siglo XVIII —en particular durante el reinado de Carlos III— y, más en concreto, de la consolidación gradual de una “opinión pública” de naturaleza económica no sólo ajena al poder político, sino muy crítica con él. Diversos teóricos del concepto de “opinión pública”, entre ellos particularmente Baker (1987: 230-237), han destacado la importancia que los debates económicos, incluidos precisamente los relativos a la Hacienda y la Administración públicas, tuvieron en la Francia del último cuarto del siglo XVIII en la eclosión de la opinión pública como una categoría conceptual clave en una vertebración sociopolítica alejada de los patrones característicos del Antiguo Régimen. El caso español, durante las dos últimas décadas del siglo XVIII, vendría a reflejar una dinámica no muy diferente, en ese sentido. La reforma hacendística de Lerena y el debate que ella suscitó contribuyeron decisivamente a la progresiva maduración de esa “opinión pública” de naturaleza económica, concebida, en palabras de Ozouf (1987: 425), como una especie de “contrapoder” o de “tribunal impersonal y anónimo”, al menos, en esa etapa inicial, como ocurrió en la mayoría de los países europeos, en lo que atañe a las elites ilustradas y cultas. Asimismo, es posible caracterizar ese debate hacendístico con la naturaleza de una versión previa del desarrollado entre 1809-1813 entre, básicamente, los partidarios y los opositores a la imposición directa, eso sí en un contexto político abiertamente distinto y que, a diferencia del suscitado por las reformas de Lerena, maduró en una reforma hacendística definitivamente orientada hacia los principios liberales.


2. Una breve mirada sobre la reforma tributaria de 1785
La necesidad imperiosa de afrontar la profunda crisis fiscal que, a comienzos de los años ochenta, comenzaba a ser acuciante afloró con toda su crudeza en un primer y conocido debate que protagonizaron en 1783-1784 Cabarrús, Múzquiz y Floridablanca120. Tal debate fue precedido por diversos tanteos de Múzquiz, entonces Ministro de Hacienda, para calibrar la posibilidad de implantar la Única Contribución. No obstante, su auténtico instigador fue Cabarrús. Sus planteamientos fiscales formaban parte de un conjunto más amplio de proyectos financieros, comerciales y bancarios, concebido durante su vertiginoso ascenso en la administración borbónica española durante 1776-1783 (Tedde de Lorca 2000). Una vez restaurado el crédito público en 1780 a través de la primera emisión de vales reales y establecido dos años después por medio del Banco de San Carlos el mecanismo para garantizar su circulación y su descuento en metálico, como tercer elemento de este misma estrategia aparecía una reforma tributaria que él consideraba indispensable para garantizar la extinción futura de los vales reales (Cabarrús 1782: 2).

Precisamente, el principio vertebrador de una conocida Memoria que Cabarrús dirigió en 1783 a los responsables de la Hacienda española, establecía que “un Estado no debe realizar ningún empréstito sin establecer en el mismo acto nuevas contribuciones” (Cabarrús 1783: 320). El problema radicaba en que las rentas provinciales, no sólo contradecían los tres cánones fiscales que él consideraba inviolables —el equilibrio presupuestario, la justicia distributiva y la simplicidad de la percepción—, sino que cualquier pretensión de basar en ellas el necesario incremento de los ingresos fiscales establecería una sobrecarga más injusta aún que la vigente sobre el contribuyente pobre, mientras el rico seguía tributando únicamente por “una parte del superfluo”. En estas circunstancias la única estrategia posible era un cambio en profundidad del sistema fiscal. Cabarrús proponía derogar las rentas provinciales, el equivalente de los territorios de la Corona de Aragón y el subsidio eclesiástico, y reemplazar estos tributos por un impuesto nuevo y universal, que gravara con un 3% el valor de tierras y casas, manteniéndose el cobro de las alcabalas, junto a los derechos reales, para los géneros extranjeros en su introducción al reino. Esa figura tributaria permitiría amortizar la deuda en un plazo de veinte años, atender en ese tiempo el pago de los intereses y financiar un copioso fondo destinado al fomento económico121. Asimismo, presentaba la ventaja de introducir efectos redistribuidores y de establecer la necesaria relación de los tributos con la capacidad de pago, pues en la medida en que “la propiedad era sagrada y constituía un vínculo principal entre el individuo y la sociedad”, el propietario debía “aportar con relación a las fuerzas y a la propiedad” (Cabarrús 1783: 325). Como el propio Cabarrús reconocía, su planteamiento entroncaba con los propósitos de la Única Contribución, pero yendo más allá que ésta, al quedar exentas las actividades industriales y comerciales y al transferir íntegramente a “la propiedad verdadera y patente los derechos impuestos hasta ahora sobre los consumos” (Cabarrús 1783: 345).

Aún se deben destacar otros tres elementos de esta Memoria de Cabarrús. Éste aspiraba a extender su nueva figura impositiva a los territorios de la Corona de Aragón, entendía que no era necesario realizar un nuevo catastro —el patrimonio inmueble se conocería a través de una comunicación de los propietarios a las justicias y las autoridades locales, responsables del reparto interno y de la recaudación— y, por último, defendía una implantación de la reforma inmediata y a través de una sola operación —los encabezamientos municipales habrían de incrementarse en la parte proporcional al aumento de la presión fiscal general, que él estimaba en un 110%—. Esta cuestión es una muestra más de que su escrito contenía uno de los proyectos fiscales más radicales de todo el siglo XVIII español, si bien, como ha sido juzgado habitualmente (Artola 1982: 331), de dudosa viabilidad, debido a su naturaleza especulativa, el olvido de las dificultades suscitadas en los intentos previos de establecer la Única Contribución —en particular por Ensenada en 1749— y las enormes resistencias opuestas a ello por los sectores nobiliarios, precisamente los más perjudicados de llegar a desarrollarse sus planes. No obstante, la propuesta de Cabarrús llegó a Floridablanca ligeramente modificada, pues Múzquiz (1783), algo más cauto, optó en diciembre de 1783 por mantener los millones y sisas y suprimir las alcabalas y cientos a cambio de establecer el 3% sobre tierras y casas propuesto por Cabarrús —si bien rebajado en un punto en los territorios de la Corona de Aragón— y un 5% de gravamen arancelario a la importación de bienes extranjeros.

El dictamen de Floridablanca, de 15 de mayo de 1784122, fue sin embargo por otros derroteros. El Secretario de Estado, a pesar de las dificultades que concitaba la estimación del valor de las tierras y la producción, no se cerraba a la posibilidad de establecer determinados impuestos directos —por ejemplo, bajo la forma del “diezmo real” de Vauban—, pero sin por ello renunciar a los que gravaban el consumo. Así se evitaría que toda la carga fiscal recayera sobre el propietario. No obstante, sus discrepancias con Cabarrús y Múzquiz no se limitaban al plano de los principios. Las tradicionales resistencias suscitadas por la Única Contribución habrían de agudizarse en el caso de tratar de recaudar un monto que superaba en más de la mitad el que se había previsto recaudar con aquélla; además, existía el riesgo añadido de desconocer si el nuevo tributo rendiría lo suficiente, si el método de información sobre los bienes tributables sería efectivo y si, por último, no surgirían efectos colaterales, en particular entre los propietarios, quienes, ante el rigor de las nuevas obligaciones, podrían optar por abandonar sus cultivos. Es decir, los planes de Cabarrús le resultaban no sólo inviables, sino también indeseables, como origen de una posible “convulsión espantosa en el orden económico y en todo lo que de él depende e interesa al Rey y a la nación”.



Para Floridablanca, la necesaria reforma debía de articularse con un particular sentido pragmático y gradual. Su propuesta era crear un nuevo impuesto sobre los frutos y réditos civiles, que habría de gravar con un 5% el arrendamiento de tierras, casas y demás propiedades —es decir, a diferencia de Cabarrús, en vez de la propiedad en sí misma, las utilidades que se derivaban de ella—; al mismo tiempo, además de establecer diversos mecanismos para evitar que el propietario trasladara el nuevo impuesto al colono, debía procederse a una revisión sistemática de los encabezamientos y a una reducción —o en su caso eliminación— de los tipos teóricos pagados en concepto de alcabalas y cientos en determinadas transacciones comerciales. Ahora bien, con todo ello el Secretario de Estado no cerraba la puerta a modificaciones posteriores. En realidad, su auténtico propósito era que los frutos civiles, impuesto interino y de implantación gradual, constituyeran la punta de lanza de un proceso progresivo de eliminación de las rentas provinciales, hasta llegar a configurar “un general sistema de contribuir distinto del actual”. Otras dos particularidades diferenciaban su plan respecto a los de Cabarrús y Múzquiz. Él era partidario de conservar las tarifas arancelarias y el régimen fiscal de los territorios de la Corona de Aragón, si bien apoyaba un aumento de sus equivalentes en la misma proporción en que lo hiciera la presión fiscal en los territorios castellanos. De esta manera, la reforma de Floridablanca supuso un importante giro en la política fiscal española del siglo XVIII, por cuanto frustró, no sólo los planes de Cabarrús y Múzquiz, sino también la vieja aspiración de implantar la Única Contribución. Y ello a cambio de una transformación que contenía una de las innovaciones fiscales más meritorias de todo el siglo XVIII español (Artola 1982: 338), por cuanto, gracias a los frutos civiles, la estructura fiscal castellana dejaba de reposar únicamente sobre el consumo y el comercio. El plan fiscal de Floridablanca fue desarrollado a través de diferentes decretos e instrucciones promulgados en 1785-1787, por Lerena, Ministro de Hacienda entre 1785 y 1791, quien debía todo su ascenso político al Secretario de Estado, junto a un proceso paralelo de descentralización de la administración fiscal a través de la formación de “Juntas Provinciales”.

3. En defensa de la reforma hacendística de Lerena

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