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Roberto saviano debate 1 1 el puero 2 9


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tabique nasal; si cualquier esposa descubría una papelina de coca, bastaba con que hiciera llegar la voz a alguien del GAD para que al marido le quitaran las ganas de meterse a base de patadas y puñetazos en la cara, además de prohibir a los empleados de las gasolineras que le pusieran combustible si iba a Roma.
Un muchacho egipcio, Hassa Fajry, pagó duramente el hecho de ser 0inómano.Trabajaba guardando cerdos; eran cerdos negros casertanos, una raza rara, de ejemplares oscurísimos, más que las búfalas, pequeños y peludos, como acordeones de grasa de los que se sacaban salchichas magras, un gustoso salami y unas sabrosas chuletas. Un oficio infame, el de porquero. Siempre espalando estiércol, degollando lechones cabeza abajo y recogiendo la sangre en barreños. En Egipto era chófer, pero provenía de una familia campesina y, por tanto, sabía cómo tratar a los animales. Aunque no a los cerdos: era musulmán, y los gorrinos le provocaban doble repugnancia. Pese a ello, era mejor cuidar cerdos que tener que pasarse el día entero espalan- do la mierda de las búfalas, como hacen los indios. Los cerdos cagan la mitad de la mitad, y además las pocilgas tienen una superficie muchísimo más pequeña que los establos bovinos. Todos los árabes lo saben, y por eso aceptan cuidar puercos con tal de no acabar desmayado de cansancio por trabajar con los búfalos. Hassa empezó a me- terse heroína; cada vez que iba en tren a Roma, tomaba su dosis y volvía a la pocilga. Al convertirse en un auténtico toxicómano el dinero nunca le llegaba, de modo que su camello le aconsejó que pro- bara a vender en Mondragone, una ciudad sin mercado de droga. Aceptó, y empezó a vender delante del bar Domizia, hallando una clientela capaz de hacerle ganar en diez horas de trabajo lo que ganaba en seis meses como porquero. Bastó con una llamada telefónica del propietario del bar, hecha como se hace siempre por estos pagos, para que cesara la actividad. Se llama a un amigo, que llama a su primo, que se lo explica a su compadre, que le da la noticia a quien tiene que dársela. Un pasaje del que solo se conocen el punto inicial y final. A los pocos días, los hombres de los La Torre, los autoproclamados GAD, fueron directamente a su casa. Para evitar que se escapara entre los cerdos y las búfalas, y obligarles, de ese modo, a perseguirle a través del fango y de la mierda, llamaron al timbre de su cuchitril haciéndose pasar por policías. Lo metieron en un cocbe pusieron en marcha. Pero el coche no tomó la dirección de la co saría. En cuanto Hassa Fajry comprendió que le iban a matar t una extraña reacción alérgica. Como si el miedo hubiera desencad nado un shock anafiláctico, su cuerpo empezó a hincharse; para que alguien le estuviera insuflando aire violentamente. El Augusto La Torre, al relatar lo sucedido a los jueces, se mostraría a rrado ante aquella metamorfosis: los ojos del egipcio se hicieron núsculos, como si el cráneo los estuviera aspirando, por sus por emanaba un sudor denso, como de miel, y por la boca le salía ui baba que parecía requesón. Lo mataron entre ocho, pero solo fuerO siete los que dispararon. Un arrepentido, Mario Sperlongano, declar*i ría posteriormente: «Me parecía algo por completo inútil y est( do disparar a un cuerpo sin vida». Sin embargo, siempre era Augusto estaba como ebrio de su nombre, del símbolo de su nombjj Detrás de él, detrás de cada una de sus acciones, tenían que estar t dos sus legionarios, los legionarios de la Camorra. Homicidios qu& podían haberse resuelto con muy pocos ejecutores —uno, o, como máximo, dos— eran realizados, en cambio, por todos sus hombres de confianza.A menudo se requería que todos los presentes dispararan al menos un tiro aunque el cuerpo fuera ya cadáver. Uno para todos y todos para uno. Para Augusto, todos sus hombres debían participar, incluso cuando ello fuera superfluo. El continuo temor de que alguien se pudiera echar atrás le llevaba a obrar siempre en grupo. Podía suceder que los negocios de Amsterdam, Aberdeen, Londres o Caracas hicieran perder la razón a algún afiliado, convenciéndole de que podía actuar por sí mismo. Es aquí donde la crueldad es el verdadero valor del comercio: renunciar a ella significa perderlo todo. Después de haberle matado, el cuerpo de Hassa Fajry fue atravesado por centenares de jeringas de insulina, las mismas utilizadas por los heroinómanos. Un mensaje grabado en la piel que todos los mondragoneses de Formia habían de entender de inmediato.Y el boss no miraba a nadie a la cara. Cuando un afiliado, Paolo Montano, llamado «Zumpariello»
—uno de los hombres más fiables de sus baterías de fuego—, empezó a drogarse, mostrándose incapaz de desengancharse de la coca, hizo que un amigo suyo de confianza le llamara para reunirse con él en una casa de labranza. Al llegar, Ernesto Cornacchia tenía que haberle vaciado todo el cargador, pero no quiso disparar por miedo a darle al boss, que se encontraba demasiado cerca de la víctima. Al verle dudar, Augusto sacó su pistola y mató a Montano; pero los disparos alcanzaron de rebote en un costado a Cornacchia, que de ese modo prefirió recibir una bala en el cuerpo antes que correr el riesgo de herir al boss.Tambiéfl el cuerpo de Zumpariello fue arrojado a un pozo que luego se hizo explotar, a la mondragonesa. Los legionarios habrían hecho cualquier cosa por Augusto: incluso cuando el boss se arrepintió, ellos le siguieron. En enero de 2003, tras el arresto de su mujer, el boss decidió dar el gran paso y arrepentirse. Se acusó a sí mismo y a sus hombres de confianza de una cuarentena de homicidios, ayudó a encontrar en la campiña mondragonesa los restos de las personas que había destrozado en el fondo de los pozos, y se denunció a sí mismo por decenas y decenas de extorsiones. Una confesión, no obstante, que incidía más en los aspectos militares que en los económi— cos.Al poco tiempo, le siguieron sus hombres más fieles: Mario Sperlongano, Giuseppe Valente, Girolamo Rozzera, Pietro Scuttini, Salvatore Orabona, Ernesto Cornacchia y Angelo Gagliardi. Los boss, una vez que han terminado en la cárcel, tienen en el silencio el arma más segura para conservar su autoridad, para seguir ostentando formalmente el poder aunque el duro régimen de la cárcel les aleje de su gestión directa. Pero el caso de Augusto La Torre es especial: al hablar, y al seguirle todos los suyos, no había de temer ya, con su defección, que alguien matara a su familia; ni, de hecho, su colaboración con la justicia parece haber sido determinante para mermar el imperio económico del cártel mondragonés. Solo ha sido fundamental para comprender la lógica de las matanzas y la historia del poder en la costa de Caserta y del Lacio. Augusto La Torre ha hablado del pasado, como muchos boss de la Camorra. Sin arrepentidos, la historia del poder no podría haberse escrito. Sin arrepentidos, la verdad de los hechos, los detalles, los mecanismos, se descubren diez, veinte años después; un poco como si un hombre comprendiese solo después de su muerte cómo funcionaban sus órganos vitales.

El riesgo del arrepentimiento de Augusto La Torre y de su esta mayor es que puede suponer importantes rebajas de penas por relato de lo ya ocurrido, a cambio de la posibilidad de salir toc de la cárcel al cabo de unos cuantos años y conservar un pod


económico legal, habiendo transferido el poder militar a otros, bre todo a las familias albanesas. Como si a fin de evitar cadena perpetuas y luchas intestinas por la alternancia de poderes hubiø ran decidido emplear su conocimiento de los hechos, relatados c precisión y veracidad, como mediación para seguir viviendo única mente del poder legal de sus actividades. Augusto no soportaba 1 celda, no se veía capaz de resistir decenas de años de cárcel comc los grandes boss junto a los que había crecido. Había pretendidol que los comedores de la cárcel respetaran su dieta vegetariana, y dado que le gustaba el cine, pero no se podía tener un vídeo en l celda, pidió muchas veces al director de una emisora local de Um— bría, donde estaba encarcelado, que emitiera las tres partes de El padrino cuando a él le apetecía, normalmente por la noche antes de dormir.
Según los jueces, el arrepentimiento de La Torre siempre ha rezumado ambigüedad, sin que este haya llegado jamás a renunciar a su papel de boss.Y el hecho de que las revelaciones del arrepentido son una extensión de su poder lo demuestra una carta que Augusto hizo entregar a su tío, donde le aseguraba que le había «salvado» de cualquier implicación en las actividades del clan, si bien, como hábil redactor, no escatima una clara amenaza a él y a otros dos parientes suyos, conjurando la hipótesis de que en Mondragone pueda surgir una alianza contra el boss:
—Tu yerno y su padre se sienten protegidos por personas que pasean su cadáver.
El boss, aunque arrepentido, desde la cárcel dell’Aquila incluso pedía dinero; eludiendo los controles, escribía cartas de órdenes y demandas que entregaba siempre a su chófer Pietro Scuttini, así como a su madre. Esas demandas, según la magistratura, eran extorsiones. Una nota de tono cortés, dirigida al dueño de una de las principales queserías de la costa domicia, es la prueba de que Augusto seguía teniéndolo a su disposición:


«Querido Peppe:Te pido un gran favor porque estoy arruinado, si quieres ayudarme, pero te lo pido solo en nombre de nuestra vieja amistad y no por otros motivos, y aunque me digas que no qué- date tranquilo, ¡te protegeré siempre! Me bastan urgentemente diez mil euros, y luego tienes que decirme si puedes darme mil euros al mes, me bastan para vivir con mis hijos...».
El nivel de vida al que estaba habituada la familia La Torre se hallaba muy por encima de la ayuda económica que el Estado garantizaba a los colaboradores de la justicia. Solo llegué a comprender el volumen de negocio de la familia después de haber leído las cartas del «megaembargo» realizado por orden de la magistratura de Santa Maria CapuaVetere en 1992. Se embargaron bienes inmuebles por el valor actual de casi 230 millones de euros, diecinueve empresas por un valor de 323 millones de euros, a los que se añadían otros 133 millones correspondientes a instalaciones de producción y maquinaria. Se trataba de numerosas f5.bricas ubicadas entre Nápoles y Gaeta a lo largo de la costa domicia, entre ellas una quesería y una azucarera, cuatro supermercados, nueve villas a orillas del mar y edificios con terrenos anexos, además de automóviles de gran cilindrada y motocicletas. Cada fábrica tenía unos sesenta empleados. Los jueces dispusieron, además, el embargo de la sociedad adjudicataria de la recogida de los residuos en el municipio de Mondragone. Fue una operación gigantesca que venía a anular un poder económico exorbitante, aunque microscópico con respecto al verdadero volumen de negocio del clan. También se embargó una villa inmensa, una villa cuya fama llegaba incluso hasta Aberdeen. Cuatro plantas alzadas a pico sobre el mar, con una piscina decorada con un laberinto subacuático; construida en la zona de Ariana di Gaeta, y proyectada como la villa de Tiberio, no el patriarca del clan de Mondragone, sino el emperador romano que se retiró a gobernar a Capri. No he llegado a entrar jamás en esa villa, y la leyenda y los documentos judiciales han sido las lentes a través de las que he sabido de la existencia de este mausoleo imperial, emblema de las propiedades italianas del clan. Esta zona costera habría podido ser una especie de espacio infinito sobre el mar, capaz de conceder toda clase de fantasías a la arquitectura. Pero en lugar de ello, con el tiempo la costa casertana se ha convertido en un amasijo de casas y chalets construidos a toda locidad para estimular un enorme flujo de turismo del bajo LacL Nápoles. En la costa domicia no hay planes urbanísticos, ni licend Así que los chalets que se extienden desde Castelvolturno ha. Mondragone se han convertido en los nuevos alojamientos doik meter a decenas de africanos, y los parques proyectados, las tieil que debían alojar nuevos conjuntos de casas y chalets para los’
neantes y el turismo, se han transformado en vertederos inconidos. Ninguno de los pueblos de la costa cuenta con depuradora. L mar de color pardusco baña hoy unas playas llenas de basura. - cuestión de pocos años se ha eliminado hasta la más remota traza
belleza. En verano, algunos locales de la costa domicia se convert en auténticos burdeles; algunos de mis amigos se preparaban para 1 caza nocturna enseñando sus carteras vacías: no de dinero, sino ¿ esos pequeños personajes de látex con alma circular que son los preservativos. Mostraban así que ir a follar a Mondragone sin preserva., tivo no entrañaba ningún riesgo: «Esta noche se hace sin!».
El preservativo mondragonés era Augusto La Torre. El boss había decidido velar también por su propia salud y por la de sus súbditos, y Mondragone se convirtió en una especie de templo para la total seguridad frente a la más temida de las enfermedades infecciosas. Mientras el mundo entero se infectaba deVIH, el norte de la provincia de Caserta se hallaba estrictamente bajo control. El clan era muy minucioso, y mantenía en observación los análisis de todo el mundo. En la medida de lo posible, llevaba una lista completa de los enfermos: el territorio no debía infectarse. De ese modo supieron de inmediato que un hombre próximo a Augusto, Fernando Brodella, se había contagiado deVIH. Podía resultar arriesgado, ya que frecuentaba a las chicas del lugar. No se les ocurrió confiárselo a un buen médico ni pagarle la cura adecuada: no hicieron como el clan Bidognetti, que pagaba las operaciones en las mejores clínicas europeas a sus miembros, poniéndolos en manos de los médicos más hábiles.A Brodella le abordaron y lo asesinaron a sangre fría. Eliminar a los enfermos para frenar la epidemia: esa era la orden del clan. Una enfermedad infecciosa, y encima transmitida mediante el acto menos controlable, el sexo, solo podía detenerse atajando para siempre a los infectados. La única forma de asegurarse de que los enfermos no contagiaran a nadie era privándoles de la posibilidad de vivir.

También las propias inversiones de capital en la Campania tenían que ser seguras. De hecho, habían comprado una villa situada en el territorio de Anacapri, una estructura que alojaba el cuartel local de carabineros. Cobrar el alquiler de los carabineros les daba la certeza de no incurrir en lamentables carencias. Pero los La Torre, cuando comprendieron que la villa rendiría más con el turismo, desalojaron a los carabineros, y, tras dividir la estructura en seis apartamentos con jardín y garaje, la transformaron en un centro turístico, antes de que llegara la Antimafia y lo embargara todo. Eran inversiones limpias, seguras, sin ningún riesgo especulativo sospechoso.


Tras el arrepentimiento de Augusto, el nuevo boss, Luigi Fragnoli, siempre fiel a La Torre, empezó a tener problemas con algunos afiliados como Giuseppe Mancone, llamado «Rambo». Con un vago parecido a Stallone y un cuerpo hinchado a base de gimnasio, estaba montando un mercado que en breve le llevaría a ser un importante referente, y luego podría dar una patada a los viejos boss, cuyo carisma se había hecho añicos tras el arrepentimiento. Según la Fiscalia Antimafia, los clanes mondragoneses habían pedido a la familia Birra de Ercolano que les prestara a algunos killers. Así, para eliminar a Rambo llegaron a Mondragone,. en agosto de 2003, dos ercolaneses. Llegaron con dos enormes motocicletas, de esas que son poco manejables, pero con un aspecto tan amenazador que resulta dificil resistirse a emplearlas en una emboscada. Ninguno de ellos había puesto jamás el pie en Mondragone, pero descubrieron fci1mente que la persona a la que habían de matar estaba en el Roxy Bar, como siempre. La moto se detuvo. Bajó un muchacho que con paso seguro se acercó a Rambo, le yació un cargador entero, y luego volvió al sillín de la moto.
—Todo en orden? ¿Lo has hecho?
—Sí, lo he hecho. ¡Venga, vámonos!
Cerca del bar había un grupo de chicas que estaban planificando la festividad del 15 de agosto. Apenas vieron llegar al muchacho con paso apresurado, comprendieron lo que sucedía, y además sa diferenciar el ruido de una automática del de los petardos.Todas arrojaron al suelo ocultando la cara, temiendo que el asesino las vi ra y, por tanto, pudieran convertirse en testigos. Pero hubo una qu no agachó la cabeza. Una de ellas siguió mirando al killer sin bajar vista, sin aplastar su pecho contra el asfalto o cubrirse el rostro c las manos. Era una maestra de preescolar de treinta y cinco años. IV adelante aquella mujer declaró, participó en los reconocimientos 1 denunció la encerrona. Entre los múltiples motivos por los que po día haber callado, hacer como si nada, volver a casa y vivir com siempre, estaba el miedo, el terror de la intimidación y, aún más sensación de la inutilidad de hacer arrestar a un killer, uno de tant Pero en lugar de ello, la maestra mondragonesa supo hallar, frente al revoltijo de razones para callarse, un único motivo: el de la verdad2 Una verdad que tiene el sabor de la naturaleza, como un gesto habi. tual, normal, evidente, necesario como la propia respiración. Denun ció sin pedir nada a cambio. No exigió dinero, ni escolta; no puse precio a su palabra. Reveló lo que había visto, describió el rostro del killer, sus pómulos angulosos, su tupido entrecejo. Después de los disparos, la moto huyó por el pueblo equivocándose varias veces de calle, metiéndose en callejones sin salida y teniendo que volver atrás. Más que killers, parecían turistas esquizofrénicos. En el juicio derivado del testimonio de la maestra resukó condenado a cadena perpetua Salvatore Cefariello, de veinticuatro años, considerado un killer a sueldo de los clanes de Ercolano. El juez que ha recogido los testimonios de la maestra la ha definido como «una rosa en el desierto», surgida en una tierra donde la verdad es siempre la versión de los poderosos, donde se anuncia como una mercancía rara que se puede trocar por cualquier beneficio.
Y sin embargo, esta confesión le ha hecho la vida diflcil; es como si se le hubiese enredado un hilo en un gancho y toda su existencia se fuera deshilachando paralelamente al avance de su valeroso testimonio. Estaba a punto de casarse y su novio la ha dejado; ha perdido su trabajo; ha sido trasladada a otra localidad, protegida, y con un sueldo mínimo que le paga el Estado para sobrevivir; una parte de su familia se ha alejado de ella, y se le ha venido encima una soledad abis mal

Una soledad que estalla violentamente en la vida cotidiana cuando se tienen deseos de bailar sin tener con quién hacerlo, teléfonos móviles que suenan a vacío, y amigos que poco a poco se van distanciando hasta dejarse de oír del todo. No es la confesión en sí lo que da miedo; no es el haber señalado a un killer lo que provoca escándalo. La lógica de la omerta no resulta tan banal. Lo que hace escandaloso el gesto de la joven maestra ha sido la decisión de considerar natural, instintivo y vital el hecho de poder declarar. Tener esta actitud vital es como creer realmente que la verdad puede existir, y esto, en una tierra en la que la verdad es aquello que te hace ganar y la mentira aquello que te hace perder, se convierte en una decisión inexplicable. Así, sucede que las personas que te rodean se sienten en dificultades, se sienten descubiertas por la mirada de quien ha renunciado a las reglas de la propia vida, que ellos, en cambio, han aceptado del todo. Las han aceptado sin vergüenza, porque en suma así es como debe ser, porque así es como ha sido siempre, porque no se puede cambiarlo todo con las propias fuerzas, y, por tanto, es mejor reservarlas, seguir el camino marcado y vivir como a uno le dejan vivir.


En Aberdeen, mi vista se había estrellado contra la materia del éxito del empresariado italiano. Es extraño observar estas lejanas ramificaciones cuando se conoce su centro. No sé cómo describirlo, pero tener delante los restaurantes, las oficinas, las aseguradoras, los edificios, es como sentir que te cogen por los tobillos, te ponen cabeza abajo y luego te sacuden hasta hacer caer de los bolsillos las monedas sueltas, las llaves de casa y todo lo que pueda salir de los pantalones y de la boca, incluso el alma en el caso de que sea posible comercializarla. Los flujos de capital partían hacia todas partes, como radios que se alimentaran chupando le energía de su propio centro. Saberlo no es lo mismo que verlo.Yo había acompañado a Matteo a una entrevista de trabajo, y, evidentemente, le habían cogido. Él quería que también yo me quedara en Aberdeen.
—Aquí basta con ser lo que eres, Roberto...
Matteo únicamente había necesitado ser originario de la Cam— pania; le había bastado con eso solo para que se le valorara por su currículum, por su licenciatura, por sus ganas de hacer. El mismo gen que en Escocia le llevaba a ser un ciudadano con todos los rechos normales, en Italia le había limitado a que se le considera poco más que un desecho de hombre, sin protección, sin interés, ji derrotado ya de entrada porque no había hecho marchar su vida la vía correcta. De improviso le embargaba una felicidad que no
bía sentido nunca. Pero cuanto más eufórico se ponía él, más me ifl vadía a mí una amarga melancolía. Nunca he sido capaz de sen distante, lo bastante distante de donde he nacido; lejos de los com portamientos de las personas que odiaba, realmente distinto de la dinámicas feroces que aplastaban vidas y deseos. Nacer en ciertos lu gares significa ser como el cachorro de perro de caza que nace ya con el olor de la liebre en el hocico. Contra toda voluntad, de una forma u otra corres igual detrás de la liebre; aunque después de ha berla alcanzado puedas dejarla escapar abriendo los dientes.Y yo er capaz de entender los trazados, las calles, los senderos, con una obse— sión inconsciente, con una capacidad maldita para comprender has— ta el fondo los territorios de conquista.
Solo quería irme de Escocia, marcharme para no volver a poner el pie allí. Partí lo antes posible. En el avión era dificil conciliar el sueño; las turbulencias, la oscuridad al otro lado de la ventanilla, me apretaban directamente la garganta como si una corbata estrechara con fuerza su nudo precisamente sobre la nuez de Adán. Quizá la claustrofobia no se debiera a los asientos apretados y a las pequeñas dimensiones del avión, ni a las tinieblas de friera, sino a la sensación de sentirme arrollado por una realidad que se asemejaba a un gallinero de bestias afamadas y apiñadas, dispuestas a comer para ser comidas. Como si todo fuese un solo territorio con una sola dimenSión y una sola sintaxis comprensible en todas partes. Una sensación de que no hay salida; la constricción a formar o a no formar parte de la gran batalla.Volvía a Italia teniendo en mente las dos calles más rápidas de cualquier alta velocidad posible: las que vehiculan en un sentido los capitales que van a desembocar en la gran economía europea, y, en el otro, llevan hacia el sur todo lo que en otros lugares habría contaminado, haciéndolo entrar y salir por las redes forzadas de la economía abierta y flexible, logrando crear en otras partes, en

ABERDEEN, MONDRAGONE


un ciclo continuo de transformación, riquezas que jamás habría podido generar ninguna forma de desarrollo en los lugares en donde esa metamorfosis se originaba.
Los residuos habían hinchado la panza del sur de Italia, la habían extendido como un vientre grávido, cuyo feto no se desarrollaría jamás y que abortaría dinero para luego volver a embarazarse de inmediato, hasta abortar de nuevo, y luego nuevamente volver a llenarse hasta destrozar el cuerpo, sofocar las arterias, obturar los bronquios y destruir las sinapsis. Continuamente, continuamente, continuamente...
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