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Roberto saviano debate 1 1 el puero 2 9


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—Y nosotros, en cuanto tocamos la basura, hacemos que se convierta en oro»—, mostraba que todas y cada una de las fases del ciclo de los residuos recibía su parte de beneficios.
Cuando iba en el coche con Franco tenía ocasión de escuchar sus llamadas telefónicas. Daba asesoramiento inmediato acerca de cómo y dónde había que verter los residuos tóxicos. Hablaba de cobre, arsénico, mercurio, cadmio, plomo, cromo, níquel, cobalto o molibdeno; pasaba de los residuos de curtiduría a los hospitalarios, de los desechos urbanos a los neumáticos; explicaba cómo tratarlos, sabía de memoria listas enteras de personas y lugares de vertido a los que dirigirse.Yo pensaba en los venenos, mezclados con compost, pensaba en las tumbas para barriles de alta toxicidad excavadas en las entrañas de los campos.Y me ponía pálido. Franco se daba cuenta de ello.
—Te da asco este oficio? Pero, Roberto, ¿sabes que los stake— holders han hecho entrar en Europa a este país de mierda? ¿Lo sabes o no? ¿Y sabes cuántos obreros han podido salvar el culo gracias a que yo he hecho que sus empresas no se gasten un carajo?
Franco había nacido en un lugar que le había entrenado bien, ya desde niño. Sabía que en los negocios o se ganaba o se perdía no había espacio para nada más—, y él no quería perder, ni hacer perder a aquellos para los que trabajaba. Lo que él se decía a sí mismo y me decía a mí, las excusas que se explicaba, eran, no obstaiit datos feroces, una lectura inversa respecto a cómo yo había visto has ta entonces la eliminación de residuos tóxicos. Uniendo todos 1 datos derivados de las investigaciones realizadas por la Fiscalía de Ná. poles y la Fiscalía de Santa Maria Capua Vetere desde finales de la década de 1990 hasta hoy, es posible calcular que la ventaja econ&4’ mica para las empresas que se dirigen a gestores de residuos de la Ca—, morra puede cuantificarse en quinientos millones de euros.Yo era consciente de que las investigaciones judiciales habían descubierto solo una parte de las infracciones, y, debido a ello, me entró una es-4 pecie de vértigo. Muchas empresas del norte habían podido crecer, contratar, hacer competitivo todo el tejido industrial del país hasta el punto de poderlo impulsar hacia Europa, gracias a haberse liberad del lastre representado por el coste de los residuos, que los clanes na- politanos y casertanos les habían aligerado. Schiavone, Mallardo, Moccia, Bidognetti, La Torre y todas las demás familias habían ofrecido un servicio criminal capaz de relanzar la economía y hacerla competitiva. La operación «Casiopea», en 2003, demostró que cada semana partían del norte hacia el sur de Italia cuarenta camiones TIR cargados de residuos, y, según la reconstrucción de los investigadores, se vertía, sepultaba, arrojaba y enterraba cadmio, cinc, restos de barniz, fangos de depuradoras, plásticos varios, arsénico, desechos de las acererías y plomo. La línea directriz norte—sur era la vía privilegiada por los traficantes. Muchas empresas vénetas y lombardas, a través de los stakeholders, habían adoptado su propio territorio en Nápoles o en Caserta, transformándolo en un enorme vertedero. Se calcula que en los últimos cinco años, en la Campania, se han vertido ilegalmente cerca de tres millones de toneladas de residuos de todo tipo, de las que un millón han ido a parar a la provincia de Caserta; una provincia que en el «plan urbanístico» de los clanes ha sido asignada al enterramiento de residuos.

Un papel relevante en la geografia del tráfico ilícito lo desempeña la región de la Toscana, la más ecologista de Italia. Aquí se concentran diversas clases de tráficos ilegales, de la producción a la mediación, todas ellas sacadas a la luz en al menos tres investigaciones: la operación «Rey Midas», la operación «Mosca» y la operación denominada «Agricultura Biológica», de 2004.


De la Toscana no llegan solo ingentes cantidades de residuos gestionados ilegalmente. La región se ha convertido en una verdadera base operativa fundamental para toda una serie de sujetos dedicados a estas actividades delictivas: desde los stakeholders hasta los químicos conniventes, pasando por los propietarios de las instalaciones de compostaje que permiten realizar las mezclas. Pero el territorio de reciclaje de los residuos tóxicos está aumentando su perímetro. Otras investigaciones han revelado la implicación de regiones que parecían inmunes, como Umbría y Molise. Aquí, gracias a la operación «Mosca», coordinada por la Fiscalía de Larino en 2004, se ha descubierto el vertido ilícito de 120 toneladas de residuos especiales procedentes de industrias metalúrgicas y siderúrgicas. Los clanes habían logrado triturar 320 toneladas de asfalto desechado con una altísima densidad de alquitrán, y habían identificado una instalación de compostaje disponible para mezclarlo con tierra, y, por tanto, ocultarlo en la campiña de Umbría.
El reciclado llega a metamorfosis capaces de ganancias exorbitantes en cada una de sus fases. No bastaba con ocultar los residuos tóxicos: además, se podían transformar en fertilizantes, recibiendo así dinero por vender los venenos. Cuatro hectáreas de terreno al abrigo del litoral de Molise se cultivaron con abono extraído de los residuos de las curtidurías. Se encontraron nueve toneladas de cereal que contenían una elevadísima concentración de cromo. Los traficantes habían elegido el litoral de Molise —concretamente, el tramo entre Termoli y CampomariflO para verter abusivamente residuos especiales y peligrosos procedentes de diversas empresas del norte de Italia. Sin embargo, según las investigaciones coordinadas en los últimos años por la Fiscalía de Santa Maria CapuaVetere, el Véneto es el verdadero centro de almacenaje, que desde hace años alimenta los tráficos ilegales en todo el territorio italiano. Las fundiciones septentrionales hacen eliminar sus escorias sin tomar precauciones, mezclándolas en el compost utilizado para abonar centenares de campos de cultivo.

Los stakeholders de la Campania utilizan a menudo las rutas del narcotráfico que los clanes ponen a su disposición para encontrar nuevos terrenos que excavar, nuevas tumbas que llenar.Ya en la investigación «Rey Midas», diversos traficantes estaban entablando relaciones para organizar el tráfico de residuos en Albania y en Costa Rica. Pero hoy cualquier canal es posible: tráfico hacia el Este, hacia Rumanía, donde los Casalesi tienen cientos y cientos de hectáreas de terreno; o en los países africanos: Mozambique, Somalia y Nigeria. Todos ellos países donde los clanes tienen apoyos y contactos desde siempre. Una de las cosas que más me alteró fue ver los rostros de los colegas de Franco, las caras tensas y preocupadas de los stakeholders de la Campania, el día del tsunami. En cuanto observaban las imágenes del desastre en la televisión, se ponían pálidos. Era como si todos ellos tuviesen mujeres, amantes e hijos en peligro. Pero, en realidad, el peligro afectaba a algo más preciado: sus negocios. En efecto, a causa de la ola provocada por el maremoto se encontraron en las playas de Somalia, entre Obbia y Warsheik, cientos de barriles llenos hasta arriba de residuos peligrosos y radiactivos enterrados en las décadas de 1980 y 1990.Ahora la atención de los medios podría bloquear sus nuevos tráficos, las nuevas válvulas de escape. Pero ese riesgo pronto quedó conjurado. Las campañas de beneficencia para los refugiados desviaron la atención de aquellos bidones de veneno surgidos de la tierra que flotaban junto a los cadáveres. El propio mar se estaba convirtiendo en territorio de constantes vertidos. Cada vez más traficantes llenaban de residuos las bodegas de barcos que luego, simulando un accidente, echaban a pique. La ganancia era doble: la aseguradora pagaba por el accidente, y los residuos se hundían en el mar hasta el fondo.


Mientras los clanes encontraban en todas partes espacio para los residuos, la administración de la región de Campania, después de diez años de intervención por infiltración camorrista, ya no lograba encontrar el modo de eliminar su propia basura. En la Campania terminaban ilegalmente los residuos de todas partes de Italia, mientras que la propia basura de la región, en las situaciones de emergencia, se enviaba a Alemania, a un precio de eliminación cincuenta veces superior al que la Camorra ofrecía a sus clientes. Las investigaciones señalaron que solo en la región de Nápoles, de dieciocho empresas de recogida de residuos, quince están directamente ligadas a los clanes camorristas.
El territorio está ahogado en basura, y parece imposible encontrar una solución. Durante años, los residuos de la Campania se han ido amontonando en forma de las denominadas «ecobalas», enormes balas cúbicas de basura triturada y embalada con bandas blancas. Solo para eliminar las acumuladas hasta ahora harían falta cincuenta y seis años. La única solución que parece proponerse es la de las incineradoras. Como en Acerra, donde se han generado revueltas y protestas feroces que han criticado incluso la mera idea de construir una posible incineradora en la zona. Con respecto a las incineradoras, los clanes tienen una actitud ambivalente Por un lado están en contra, puesto que les gustaría seguir viviendo de vertederos y hogueras, y además la actual situación de emergencia permite especular con los terrenos de vertido de las ecobalas, unos terrenos que ellos mismos arriendan. Sin embargo, en el caso de que se construyera la incineradora están listos para optar a las subcontratas de su construcción, y, posteriormeflte de su gestión. Pero allí donde las investigaciones judicialesno han llegado todavía, sí ha llegado ya la población.Aterro rizada, nerviosa, inquieta. La gente teme que la incineradora pueda convertirse en el horno permneflte de los residuos de media Italia a disposición de los clanes; y que, en ese caso, todas las garantías sobre la seguridad ecológica de la incineradora acabaran por desvanecerSe frente a los venenos cuya quema vendría impuesta por los clanes. Asimismo, miles de personas se ponen en estado de alerta cada vez que se dispone la reapertura de un vertedero agotado. Temen que puedan llegar de todas partes residuos tóxicos camuflados como desechos ordinarios, y, en consecuencia, resisten hasta el final antes que arriesgarse a convertir su propia tierra en un depósito incontrolado de nuevos desechos. En Basso dell’ Olmo, cerca de Salerno, cuando el comisario regional, en febrero de 2005, trató de reabrir el vertedero, empezaron a formarse espontáneamente piquetes de ciudadanos que impedían la llegada de los camiones y su acceso a dicho vertedero.

Una vigilancia continua, constante, a cualquier precio. Carmine Iuo rio, de treinta y cuatro años, murió congelado mientras hacía su tur. no de vigilancia durante una noche terriblemente fría. Por la maña na, cuando fueron a despertarle, tenía los pelos de la barba helados y los labios lívidos. Llevaba muerto al menos tres horas.


La imagen de un vertedero, de un barranco, de una cantera, se hacen cada vez más sinónimos concretos y visibles de un peligro mortal para quien vive en sus alrededores. Cuando los vertederos están a punto de agotarse, se prende fuego a los residuos. Hay una zona en la región de Nápoles que hoy ha pasado a conocerse como la «tierra de los fuegos»: el triángulo Giugliano-Villaricca-Qualiano. Cuenta con 39 vertederos, de los que 27 contienen residuos peligrosos. Un territorio en el que los desechos aumentan en un 30 por ciento anual. La técnica funciona, y se pone en práctica a un ritmo constante. Los más hábiles a la hora de provocar los fuegos son los muchachos gitanos. Los clanes les dan cincuenta euros por cada montón quemado. Se trata de una técnica sencilla. Circunscriben cada uno de los enormes montones de residuos con cinta de vídeo, luego echan alcohol y gasolina sobre todos los residuos, y, convirtiendo la cinta en una enorme mecha, se alejan. Con un mechero prenden fuego a la cinta, y en pocos segundos todos se convierte en un bosque de llamas, como si hubiesen lanzado bombas de napalm. Luego echan al fuego restos de fundiciones, pegamentos y heces de nafta. El negrísimo humo y el fuego contaminan de dioxinas cada centímetro de tierra. La agricultura de estos lugares, que exportaba verdura y fruta hasta Escandinavia, ha caído en picado. La fruta crece enferma, la tierra se vuelve infértil. Pero la rabia de los campesinos y la ruina económica se convierten en el enésimo elemento ventajoso, puesto que los propietarios de tierras desesperados venden sus propios campos de cultivo, y de ese modo los clanes adquieren nuevas tierras, nuevos vertederos, a un precio, más que bajo, bajísimo. Mientras tanto, continuamente se producen muertes debidas a tumores. Una matanza silenciosa, lenta, dificil de controlar, puesto que se da un auténtico éxodo hacia los hospitales del norte por parte de quienes desean vivir lo máximo posible. El Instituto Superior de Sanidad italiano ha informado de que la mortalidad por cáncer en la Campania, en las ciudades próximas a los grandes vertidos de residuos tóxicos, ha aumentado en un 21 por ciento en los últimos años. Bronquios que se consumen, tráqueas que empiezan a enrojecer, y luego los TAC en los hospitales y las manchas negras que delatan la presencia del tumor. Al preguntar el lugar de procedencia de los enfermos de la Campania, a menudo sale a la luz toda la trayectoria de los residuos tóxicos.
En cierta ocasión decidí atravesar a pie la tierra de los fuegos. Me tapé la nariz y la boca con un pañuelo atado a la cara, tal como hacían también los muchachos gitanos cuando iban a quemar los residuos. Parecíamos bandas de cowboys caminando entre desiertos de basura quemada. Caminaba entre las tierras devoradas por las dioxi nas, llenadas por los camiones y vaciadas por el fuego a fin de que el agujero nunca se tapara del todo.
El humo que atravesaba no era denso; era más bien como una pátina pegajosa que se posaba sobre la piel dejando una sensación de mojado. No lejos de los fuegos había una serie de chalets que descansaban todos ellos sobre una enorme «X» de cemento armado. Eran casas construidas sobre vertederos clausurados.Vertederos ilegales que, después de haber sido utilizados hasta los topes, después de haber quemado todo lo que podía quemarse, se habían agotado, llenos hasta estar a punto de explotar. Pero los clanes habían logrado reconvertirlos en terrenos edificables, aunque, por lo demás, oficialmente seguían siendo zonas de pasto y cultivo.Y así habían construido encima atractivos conjuntos de chalets. El terreno, sin embargo, no era fiable: habrían podido producírse desprendimientos o abrirse barrancos de improviso, de modo que una serie de armaduras de cemento armado estructuradas en forma de resistentes «X» de refuerzo hacían seguras las viviendas. Los chalets se habían vendido, a bajo precio, aunque todos sabían que se alzaban sobre toneladas de residuos. Empleados, pensionistas y obreros, ante la posibilidad de tener un chalet, no iban a poner pegas por el terreno sobre el que se asentaban los pilares de sus casas.

El paisaje de la tierra de los fuegos tenía el aspecto de un apocaw lipsis continuo y repetido, rutinario, como si en su disgusto hecho de percolado y neumático ya no hubiera nada de lo que asombrarse. F las investigaciones se identificaba un método para proteger el vertido de material tóxico de la interferencia de policías y agentes forestales, un método antiguo, utilizado por los guerrilleros, por los partisanos, en todas partes del mundo. Empleaban a pastores como vigilantes. Pastoreaban ovejas, cabras y algunas vacas. Se contrataba a los mejo— res pastores en activo para vigilar a los intrusos en lugar de a los montones de corderos. Apenas veían algún automóvil sospechoso, avisaban. La vista y el teléfono móvil eran armas invencibles. A menudo los veía dando vueltas con sus rebaños resecos y obedientes a los perros pastores. En cierta ocasión me acerqué a ellos: quería ver las carreteras por donde los pequeños gestores de vertederos aprendían a conducir camiones, ya que ahora los camioneros no querían llevar sus cargamentos hasta el lugar del vertido. La investigación «Eldorado», de 2003, había revelado que cada vez más se utilizaba a menores para estas operaciones. Los camioneros recelaban de entrar en contacto con los residuos tóxicos. Por lo demás, había sido precisamente un camionero el que había desencadenado la primera investigación importante sobre el tráfico de residuos en 1991. Mario Tamburrino había acudido al hospital con los ojos hinchados; las órbitas parecían yemas de huevo que los párpados eran ya incapaces de contener. Estaba completamente cegado, sus manos habían perdido la primera capa de epidermis, y le ardían como si hubiese quemado gasolina en las palmas. Se le había abierto un barril tóxico cerca de la cara, y con eso solo había bastado para cegarle y casi quemarle vivo; para quemarle en seco, sin llamas. Después de aquel episodio los camioneros pidieron que los barriles se transportaran en tráilers, manteniéndolos a distancia en los remolques y sin llegar siquiera a rozarlos. Los más peligrosos eran los camiones que transportaban el compost adulterado, fertilizantes mezclados con venenos. Solo con inhalarlos habría podido dañarles para siempre el aparato respiratorio. El último paso, cuando los TIR habían de descargar los barriles en alguna furgoneta que los transportaría directamente al foso del vertido, era el más arriesgado. Nadie quería llevarlos. En las furgonetas,



los barriles se cargaban unos encima de otros, y a menudo se golpeaban, provocando emanaciones de su contenido. De modo que, cuando llegaban los tráilers, los camioneros ni siquiera se bajaban. Esperaban a que los descargaran. Luego, unos muchachos llevaban la carga hasta su destino. Un pastor me indicó una carretera que hacía bajada, donde se ejercitaban en la conducción hasta que llegaba el cargamento. En la pendiente les enseñaban a frenar, con dos cojines bajo las posaderas para que llegaran a los pedales. Tenían catorce, quince o dieciséis años.A doscientos cincuenta euros el viaje. Los reclutaban en un bar; el propietario lo sabía y no se atrevía siquiera a rebelarse, aunque sí daba su opinión sobre los hechos a cualquiera que tuviera delante de los capuchinos y los cafés que servía.
—Esa ropa que les hacen llevar, cuanto más se la echen al cuerpo y la respiren, antes les hará reventar. A esos los mandan a morir, no a conducir.
Los pequeños conductores, cuanto más oían decir que la suya era una actividad peligrosa, mortal, más se sentían a la altura de una importante misión. Sacaban pecho y adoptaban una mirada desdeñosa detrás de sus gafas de sol. Se sentían bien; mejor dicho, cada vez mejor; ninguno de ellos podía imaginarse, ni siquiera por un instante, que al cabo de diez años estaría haciendo quimioterapia vomitando bilis, con el estómago, el hígado y las tripas deshechos.
Seguía lloviendo. En muy poco tiempo el agua empapó la tierra que ahora ya no lograba absorber nada más. Los pastores, impasibles, fueron a sentarse como tres santones demacrados bajo una especie de marquesina construida con planchas metálicas. Seguían vigilando la carretera mientras las ovejas se ponían a cubierto, amontonándose sobre una colina de basura. Uno de los pastores llevaba un bastón que empujaba contra la marquesina, inclinándola para evitar que se llenase de agua y se derrumbase sobre sus cabezas.Yo estaba completamente empapado, pero toda el agua que me caía encima no bastaba para sofocar una especie de picor que me salía del estómago y se extendía hasta la nuca. Trataba de comprender si los sentimientos humanos podían llegar a enfrentarse a una maquinaria de poder tan enorme, si era posible llegar a actuar de una manera, de alguna posible manera, que permitiera protegerse de los negocios, que permitiera vivir al margen de las dinámicas del poder. Me atormentaba tratando de entender si era posible intentar comprender, descubrir, saber, sin ser devorado, triturado. O si la elección era entre conocer y comprometerse, o ignorar, y, de ese modo, poder vivir tranquilamente.Acaso solo quedaba olvidar, no ver. Escuchar la versión oficial de las cosas, intuir solo de manera distraída y reaccionar con un lamento. Me preguntaba si podía existir algo que fuese capaz de posibilitar una vida feliz, o acaso había de limitarme a renunciar a los sueños de emancipación y de libertades anárquicas, y lanzarme a la arena, meterme una semiautomática en los calzoncillos y empezar a hacer negocios, negocios de los de verdad. Convencerme de que formo parte del tejido conectivo de mi tiempo, y jugármelo todo, mandar y ser mandado, convertirse en una bestia del beneficio, un rapaz de las finanzas, un samurái de los clanes; y hacer de mi vida un campo de batalla donde no se pueda sobrevivir, sino solo reventar después de haber mandado y luchado.
He nacido en tierras de la Camorra, en el lugar con más muertos por asesinato de Europa, en el territorio donde la crueldad se halla ligada a los negocios, donde nada tiene valor si no genera poder; donde todo tiene el sabor de una batalla final. Parecía imposible tener un momento de paz, no vivir siempre en el seno de una guerra donde todo gesto puede convertirse en una concesión, donde toda necesidad se transforma en debilidad, donde todo debes conquistarlo arrancando la carne al hueso. En tierras de la Camorra, combatir a los clanes no es lucha de clases, afirmación del derecho, reapropia— ción de la ciudadanía. No es la toma de conciencia del propio honor, la defensa del propio orgullo. Es algo más esencial, ferozmente carnal. En tierras de la Camorra, conocer los mecanismos de afirmación de los clanes, sus cinéticas de extracción, sus inversiones, significa comprender cómo funciona el propio tiempo en toda su proporción, y no solo en el perímetro geográfico de la propia tierra. Ponerse en contra de los clanes se convierte en una guerra por la supervivencia, como si la propia existencia, la comida que comes, los labios que besas, la música que escuchas, las páginas que lees, no lo graran darte el sentido de la vida, sino solo el de la supervivencia. Y así, conocer ya no es un indicio de compromiso moral. Saber, entender, se convierte en una necesidad. La única posible para conside— rarse aún hombres dignos de respirar.
Tenía los pies inmersos en el pantano. El agua me llegaba a los muslos. Sentía hundirse los talones. Ante mis ojos flotaba una enorme nevera. Me lancé sobre ella, la abracé, apretando fuerte los brazos, y me dejé llevar. Me vino a la mente la última escena de Papillon, la película protagonizada por Steve McQueen e inspirada en la novela de Henri Charriére. También yo, como Papillon, parecía flotar sobre un saco lleno de nueces de coco, aprovechando las mareas para huir de Cayena. Era una idea ridícula, pero en algunos momentos no tienes otra cosa que hacer más que entregarte a tus delirios como algo que no eliges, como algo que sufres y basta.Tenía ganas de chillar, quería gritar, quería desgarrarme los pulmones, como Papillon, con toda la fuerza del estómago, rompiéndome la tráquea, con toda la voz que la garganta aún podía bombear:
—Malditos bastardos, todavía estoy vivo!
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