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Roberto saviano debate 1 1 el puero 2 9


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SEGUNDA PARTE Kaláshnikov

Había pasado los dedos por encima. Incluso había cerrado los ojos. Dejaba deslizar la yema del índice por toda la superficie. De arriba abajo. Luego, al pasar sobre el orificio, se me enganchaba la mitad de la uña. Lo hacía en todos los escaparates.A veces el índice entraba del todo en el orificio; otras veces solo entraba a medias. Luego aumenté la velocidad; recorría la lisa superficie de manera desordenada, como si mi dedo fuera una especie de gusano enloquecido que entraba y salía de los agujeros, superando los baches y corriendo de un lado a otro sobre el cristal. Hasta que me hice un limpio corte en la yema. Seguí deslizándola por el cristal, dejando un halo acuoso de color rojo púrpura. Luego abrí los ojos. Un dolor sutil, inmediato. El orificio se había llenado de sangre. Dejé de hacer el idiota y empecé a chupar la herida.


Los orificios del kaláshnikov son perfectos. Se estampan violentamente sobre los cristales blindados, horadan, mellan, parecen termes que mordisquearan y luego dejaran la galería. Desde lejos, los disparos de metralleta dan una impresión extraña, como si se formaran decenas de bolitas en el corazón del cristal entre las diversas capas blindadas. Después de una ráfaga de kaláshnikovs, ningún comerciante cambia los cristales. Hay quien mete pasta de silicona por dentro y por fuera; hay quien los cubre con cinta adhesiva negra, pero la mayoría lo deja todo tal como está. Un escaparate blindado de una tienda puede llegar a costar hasta cinco mil euros, de modo que es mejor mantener estas violentas decoracíones.Y en el fondo, hasta resultan atractivas para los clientes, que se detienen con curiosidad, preguntándose qué habrá pasado, explayándose con el dueño del comercio, y, en suma, acaban comprando algo más de lo nece rio. Lejos de sustituir los cristales blindados, lo que se espera es ti bien que la próxima ráfaga los haga estallar. En ese caso la — dora paga, ya que, si uno llega por la mañana temprano y hace de parecer la ropa, la ráfaga de ametralladora pasa a clasificarse de rol
Disparar a los escaparates no es tanto un acto de intii un mensaje que las balas han de transmitir, como más bien una zi cesidad militar. Cuando llegan nuevas partidas de kaláshnikovs ha que probarlas.Ver si funcionan, comprobar si el cañón está bien mc tado, familiarizarse, verificar que los cargadores no se encasquille] Podrían probar las ametralladoras en el campo, con los cristales viejos coches blindados, comprar planchas para poder destrozan con toda tranquilidad. Pero no lo hacen. En lugar de ello disparai a los escaparates, a las puertas blindadas, a las persianas metálicas, modo de recordatorio de que no hay nada que no pueda ser suyo de que todo, en el fondo, no es más que una concesión momentáne un poder delegado de una economía que solo ellos gestionan. Una concesión, nada más que una concesión que en cualquier moment puede ser revocada.Y además, supone, asimismo, una ventaja indirecta, ya que las cristalerías de la zona que tienen los mejores precios en cristales blindados están todas ellas vinculadas a los clanes; luego, cuantos más escaparates arruinados, más dinero para las cristalerías.
La noche anterior habían llegado una treintena de kaláshnikovs procedentes del Este. De Macedonia. De Skopje a Gricignano d’AverSa, un viaje rápido y tranquilo que había llenado los garajes de la Camorra de ametralladoras y fusiles. En cuanto cayó el telón socialista, la Camorra se reunió con los dirigentes de los partidos comunistas en descomposición. Se sentó a la mesa de negociaciones en representación del Occidente potente, capaz y silencioso. Sabedor de su crisis, los clanes compraron extraoficialmente a los estados del Este —Rumania, Polonia, la antigua Yugoslavia— depósitos enteros de armas, pagando durante años el sueldo a los vigilantes, a los guardias, a los oficiales encargados de la conservación de los recursos militares. En suma, pues, una parte de la defensa de aquellos países pasó a estar costeada por los clanes. El mejor modo, en el fondo, de ocultar las armas y de tenerlas en los cuarteles. Así, durante años, y pese a la alternancia

“rigenteS, los conflictos internoS y las crisis, los boss han manteflicomo referencia, no el mercado negro de armas, sino los depóside los ejércitos del Este a su entera disposición. Aquella vez las


tralletas las habían cargado en camiones militares que ostentaban sus flancos el símbolo de la OTAN. Camiones TIR robados de los rajes estadounidenses, que gracias a aquel anagrama podían rodar anquilameflte por media Italia. En Gricigflano d’Aversa, la base de 1 OTAN es un pequeño coloso inaccesible, como una especie de coLmna de cemento armado situada en medio de una llanura. Una esuctura construida por los Coppola como todo lo demás en esta ona. Casi nunca se ven estadounidenses. Son raros los controles. Los miones de la OTAN gozan de máxima libertad, y así, una vez que
ras armas han entrado en el país, los conductores se detienen y se toman su cruasán con su capuchino, mientras preguntan en el bar dón‘e pueden encontrar a «un par de negros para descargar ropa urgentemente». Y todos saben qué significa eso de «urgentemente». Las cajas de armas pesan solo un poco más que las cajas de tomates; los muchachos africanos que quieren sacarse un dinero extra después de haber trabajado en los campos se llevan dos euros por caja, el cuádruple de lo que les dan por una cajita de tomates o de manzanas.
En cierta ocasión leí en una revista de la OTAN _dedicada a los familiares de los militares destinados en el extranjero— un pequeño artículo dirigido a los que tenían que venir a Gricigflano d’Aversa.Trad.je el pasaje y me lo apunté en una agenda para recordarlo. Decía: «Para entender dónde vais a vivir, tenéis que pensar en las películas de Sergio Leone. Es como el Lejano Oeste, está el que manda, hay tiroteos, reglas no escritas e inatacables. Pero no os preocupéis: para con los ciudadanos y militares estadounidenses habrá el máximo respeto y la máxima hospitalidad. En cualquier caso, salid de la zona militar únicamente en caso necesario». Aquel articulista yanqui me ayudó a comprender mejor el lugar donde vivía.
Aquella mañana encontré a Mariano en el bar presa de una extraña euforia. Estaba frente a la barra sumamente excitado, cargándose de martinis de buena mañana.
—Qué ocurre?
Todos le preguntaban lo mismo. Incluso el camarero se r llenarle el cuarto vaso hasta saberlo. Pero él no respondía, como si demás pudieran comprenderlo perfectamente por sí mismos.
—Quiero ir a conocerle, me han dicho que todavía está vi pero ¿será verdad?
—Será verdad el qué?
—Cómo es posible? Yo me cojo vacaciones y me voy a con cene...
—Pero ¿a quién?, ¿qué...?
—LOs dais cuenta? Es muy ligero, preciso, puede disparar vei te o treinta tiros, y no han pasado ni cinco minutos... ¡es un invex to genial!
Estaba en éxtasis. El camarero lo miró como quien mira a u muchacho que ha penetrado a una mujer por primera vez y e en el rostro una expresión inconfundible, la misma de Adán. Enton ces entendí de dónde venía la euforia. Mariano había probado po primera vez un kaláshnikov, y se había quedado tan favorableme impresionado por aquel chisme que quería ir a conocer a su inven tor, Mijaíl Kaláshnikov. Jamás había disparado a nadie; había entraj do en el clan para controlar la distribución de algunas marcas de en distintos bares del territorio. Extremadamente joven, licenciado en economía y comercio, era responsable de un montón de millones de euros, puesto que los bares y las empresas cafeteras que querían en— trar en la red comercial del clan se contaban por decenas. Sin embargo, el jefe de zona no quería que sus hombres, licenciados o no, soldados o directivos comerciales, no fueran capaces de disparar, y por ello les había puesto la metralleta en la mano. Por la noche, Mariano había descargado unas cuantas balas en varios escaparates, eligiendo los bares al azar. No era una advertencia, si bien, en resumidas cuentas, aunque él no supiera el verdadero motivo por el que disparaba sobre aquellos escaparates, sin duda los propietarios encontrarían un motivo válido. Siempre hay una causa para sentirse en falso. Mariano denominaba a la metralleta con tono fiero y profesional:
AK-47. El nombre oficial de la ametralladora más célebre del mundo. Un nombre bastante simple, donde AK son las siglas de Avtomat

Kaláshnikova, es decir, «la automática de Kaláshnikov», y 47 se refiere al año en que fue seleccionada como arma para el ejército soviético. A menudo las armas tienen nombres cifrados, letras y números que deberían ocultar su potencia letal, símbolos de su carácter despiadado. Pero en realidad se trata de nombres banales puestos por algún suboficial encargado de anotar el depósito de nuevas armas no menos que el de nuevos tornillos. Los kaláshnikovs son ligeros y fciles de usar, y requieren solo un sencillo mantenimiento. Su fuerza estriba en su munición intermedia: ni demasiado pequeña como la de los revólveres, para evitar perder la potencia de fuego, ni demasiado grande, para evitar el retroceso y la escasa manejabilidad y precisión del arma. El mantenimiento y el montaje son tan sencillos qe los muchachos de la antigua Unión Soviética lo aprendían en los pupitres de la escuela, en presencia de un responsable militar, en un tiempo medio de dos minutos.


La última vez que había oído disparos de ametralladora había sido hacía unos años. Fue cerca de la Universidad de Santa Maria Capua Vetere, no recuerdo muy bien dónde, pero estoy seguro de que era en un cruce. Cuatro vehículos bloquearon el automóvil de Sebastiano Caterino, un camorrista desde siempre próximo a Antonio Bardellino, el capo de los capos de la Camorra casertana en las décadas de 1980 y 1990, y lo acribillaron con una orquesta de kaláshnikovs. Cuando Bardellino desapareció y cambiaron los dirigentes, Caterino había logrado huir, escapando a la matanza. Durante trece años no había salido de casa, había vivido escondido, solo asomaba la nariz de noche, camuflándose, saliendo del portal de su casa de campo en un coche blindado, y pasándose la vida fuera de su tierra. Después de tantos años de silencio creía haberse investido de una nueva autoridad. Confiaba en que el clan rival, ya olvidado del pasado, no atacaría a un viejo líder como él. Así, se había puesto a forjar un nuevo clan en Santa Maria CapuaVetere, y la antigua ciudad romana se había convertido en su feudo. El comandante de San Cipriano d’Aversa, la ciudad natal de Caterino, al llegar al lugar del atentado solo pronunció una frase: «iDe verdad que le han hecho daño!». De hecho, aquí el trato que te reservan se evalúa en función de los disparos que recibes. Si te matan con delicadeza, de un tiro en la cabeza o en la barriga, se interpreta como una operación necei ria, quirúrgica, sin rencores. En cambio, pegarle más de doscientosi ros al coche y más de cuarenta al cuerpo constituye un modo rotu do de borrarte de la faz de la tierra. La Camorra tiene una memoi larguísima y es capaz de una paciencia infinita. Trece años, ciel cincuenta y seis meses, cuatro kaláshnikovs, doscientos tiros, una’ por cada mes de espera. En algunos territorios, las armas poseen a mismo el rastro de la memoria, que conservan con odio en sí n mas; una condena que luego escupen en el momento oportuno.
Aquella mañana pasaba los dedos sobre los ornamentos de ametralladora con la mochila puesta. Estaba a punto de partir: tefl que ir a Milán, a ver a mi primo. Es extraño cómo, hables con hables, y cualquiera que sea el motivo, en cuanto dices que estás punto de irte pasas a ser objeto de buenos deseos, atenciones y cios entusiastas:
—Bien hecho! Haces muy bien, yo también lo haría.
No hay que dar detalles ni especificar qué es lo que vas a hacea Cualquiera que sea el motivo, siempre será mejor que el que encoi trarías para .seguir viviendo en esta zona. Cuando me preguntan dónde soy, nunca contesto. Me gustaría responder que del sur, pez me parece demasiado retórico. Cuando me lo preguntan en un trea miro hacia abajo y finjo no haberlo oído, puesto que siempre viene a la mente la novela Conversación en Sicilia, de Vittorini, y si abro la boca corro el riesgo de repetir las palabras de su protagonis ta, Silvestro FerratoY no se trata de eso. Los tiempos cambian; 1 voces son las mismas. En un viaje, sin embargo, me ocurrió que me encontré con una señora entrada en carnes embutida de mala mane- ra en el reducido asiento del Eurostar. Había subido en Bolonia cc un deseo increíble de hablar para sofocar el tiempo, además de su propio cuerpo. Insistía en saber de dónde venía, qué hacía, adónde iba... Tuve ganas de responderle simplemente mostrándole la herida de la yema del dedo y nada más. Pero me contuve. En lugar de ello le contesté:
—Soy de Nápoles.
Una ciudad que da tanto que hablar, que basta con pronunciar su nombre para escaparse de cualquier clase de respuesta. Un lugar donde el mal se convierte en todo el mal, y el bien en todo el bien. Luego me quedé dormido.
A la mañana siguiente, muy temprano, Mariano me telefoneó ansioso. Hacía en parte de contable y en parte de organizador de una operación muy delicada que algunos empresarios de nuestra zona estaban realizando en Roma. Juan Pablo II estaba muy mal, quizá incluso ya había muerto, pero todavía no habían dado oficialmente la noticia. Mariano me pidió que le acompaña Me bajé en la primera parada que pude y me volví atrás. Negocios, hoteles, restaurantes, supermercad0s tenían necesidad en muy pocos días de enormes y extraordinarios suministros de toda clase de productos. Había un mar de dinero a ganar: en muy poco tiempo, millones de personas inundarían la capital, viviendo en las calles, pasando horas y horas en las aceras, y teniendo que beber, que comer, en una palabra, que comprar. Se podían triplicar los precios, vender a todas horas, hasta de noche, sacar provecho a cada minutO. Llamaron a Mariano, él me propuso que le acompañara, y a cambio de mi amabilidad me daría algo de dinero. Nada es gratuito. A Mariano le habían prometido un mes de vacaciones para que pudiera realizar su sueño de ir a Rusia a conocer a Mijaíl Kaláshnikov; incluso tenía la garantía de un hombre de las familias rusas que le había jurado que lo conocía. Así, Mariano podría conocerle, mirarle a los ojos, tocar las manos que habían inventado la poderosa metralleta.
El día del funeral del Papa, Roma era un hervidero de gente. Imposible distinguir los rostros de las calles, ni los trazados de las aceras. Una única piel de carne había revestido el asfalto, las entradas de los edificios, las ventanas; una riada que se canalizaba a través de cualquier espacio disponible. Una riada que parecía aumentar su propio volumen, hasta hacer explotar los canales en los que confluía. Por todas partes había personas. Por doquier. Un perro aterrorizado se había escondido temblando debajo de un autobús, ya que había visto su espacio vital invadido de pies y piernas. Mariano y yo nos detuvimos en el umbral de un edificio, el único que quedaba al abrigo de un grupo que había decidido, a modo de voto, cantar durante seis horas seguidas una cancioncilla inspirada en san Francisco. Allí nos sentamQs a comer un bocadillo.YO estaba agotado. Mariano, en cambio, no se cansaba nunca: cualquier esfuerzo se le remuneraba, y e le hacía sentirse perennemente a pleno rendimiento.
De repente oí que alguien me llamaba. Antes de girarme ha adivinado ya de quién se trataba: era mi padre. Hacía dos años que nos veíamos; habíamos vivido en la misma ciudad sin cruzarnos nur,, ca. Era increíble que nos encontráramos precisamente en el laberint de carne romano. Mi padre se sentía muy violento. No sabía c saludarme, y acaso tampoco podía hacerlo como habría querido. Peri estaba eufórico, como en aquellas excursiones en las que dicen qu en pocas horas te pasarán cosas hermosas, las mismas que no pod repetirse durante al menos los tres meses siguientes, y por ello quierei absorberlas todas, sentirlas hasta el fondo, aunque velozmente, po,, miedo a perder las otras alegrías en el poco tiempo que te queda. Ha- bía aprovechado el hecho de que una compañía rumana había bajadc el precio de los vuelos a Italia debido a la muerte del Papa, y había pagado el billete a toda la familia de su pareja. Todas las mujeres dei grupo llevaban el cabello cubierto por un velo y un rosario arrollado en la muñeca. Era imposible saber en qué calle nos encontrábamos; solo recuerdo una enorme pancarta que ondeaba entre dos edificios:
«Undécimo mandamiento: no empujes y no te empujarán», escrito en doce lenguas. Los nuevos parientes de mi padre estaban contentos. Contentísimos de participar en un acontecimiento tan importante como la muerte del Papa. Todos soñaban con indulgencias para los inmigrantes. Sufrir por el mismo motivo, participar en una manifestación tan multitudinaria y universal, era para aquellos rumanos el mejor modo de adquirir la ciudadanía sentimental y objetiva de Italia, antes incluso que la legal. Mi padre adoraba a Juan Pablo II, le entusiasmaba la fascinación de aquel hombre que hacía que todos le besaran la mano. Le intrigaba cómo había llegado a alcanzar aquel inmenso poder de convocatoria sin coacciones evidentes ni estrategias claras. Todos los poderes se arrodillaban ante él. Para mi padre, eso bastaba para admirar a un hombre. Lo vi arrodillarse junto a la madre de su pareja para recitar un rosario improvisado en la calle. De entre el montón de parientes rumanos vi asomar a un niño. De inmediato comprendí que era el hijo de mi padre y de Micaela. Sabía que había nacido en Italia para poder tener la ciudadanía, pero que, por deseo

e la madre, había vivido siempre en Rumania. El niño trataba de no se de la falda de su mamá.Yo no le había visto nunca, pero sabía


u nombre: Stefano Nicolae. Stefano, como el padre de mi padre; Nicolae, como el padre de Micaela. Mi padre le llamaba Stefano; su madre y sus tíos, Nico. Acabarían por llamarle Nico, pero el momento de la derrota de mi padre aún no había llegado. Evidentemente, el primer regalo que había recibido de su padre apenas había descendido la escalerilla del avión era una pelota. Era la segunda vez que mi padre veía a su hijito, pero lo trataba como silo hubiera tenido siempre ante sus ojos. Lo cogió en brazos y se acercó a mí.
—Ahora Nico viene a vivir aquí. En esta tierra. En la tierra de su padre.
No sé por qué, pero el niño puso una expresión triste y dejó caer la pelota al suelo; yo logré sujetarla con el pie antes de que se perdiese irremisiblemente entre la muchedumbre.
De repente me vino a la cabeza un olor a mezcla de sal y polvo, de cemento y basura. Un olor húmedo. Me acordé de cuando tenía doce años, en la playa de Pinetamare. Mi padre entró en mi habitación; yo acababa de despertarme. Posiblemente era domingo.
—aTe das cuenta de que tu primo ya sabe disparar? ¿Y tú? ¿Es que vas a ser menos que él?
Me llevó aVillaggio Coppola, en la costa domicia. La playa era un yacimiento abandonado de utensilios devorados por la sal y recubiertos de una costra caliza.Yo me habría pasado cavando días enteros, buscando paletas, guantes botas desfondadas, azadas rotas, picos despuntados... pero no me habían llevado hasta allí para rebuscar en la basura. Mi padre paseaba de un lado a otro buscando posibles blancos, preferiblemente botellas. Sus predilectas eran las de la cerveza Peroni. Luego puso las botellas sobre el techo de un 127 quemado, ya que el lugar estaba lleno de esqueletos de automóviles. Las playas de Pinetamare se utilizaban también para depositar todos los coches quemados previamente empleados en robos y atentados.T0 davía recuerdo la Beretta 92 FS de mi padre. Estaba toda rayada, como si fuera atigrada; una vieja y señora pistola. Todo el mundo la conoce como M9, no sé por qué. Siempre la oigo mencionar por nombre: «A que te meto una M9 entre ceja y ceja!», «Tendré sacar la M9?», «Demonios! Tengo que conseguir una M9». Mi
me puso la Beretta en la mano. La encontré pesadísima. La culatI la pistola es muy áspera, parece de papel de lija, se te engancha ai’ palma y cuando te quitas la pistola de la mano parece casi como
arañara con sus microdientes. Mi padre me indicó cómo debía - tar el seguro, cargar la pistola, extender el brazo, cerrar el ojo der cho si el blanco estaba a la izquierda, y apuntar.
—Roberto, el brazo relajado y firme a la vez, O sea, tranqu pero no fiáccido... usa las dos manos.
Antes de apretar el gatillo con toda la fuerza de los dos índiç que se presionaban el uno al otro, ¿erré los ojos y alcé los hombr como si quisiera taparme las orejas con los omóplatos.Todavía hoy ruido del disparo me pone enfermo. Debo de tener algún problem en los tímpanos, y después de oír un disparo me quedo sordo dui
te media hora.
En Pinetamare, los Coppola, una familia de empresarios mu poderosa, construyeron la mayor aglomeración urbana ilegal de O cidente. Ochocientos sesenta y tres mil metros cuadrados de cemen to,justamente elVillaggio Coppola. No se pidió autorización; no ha. cía falta: en esas tierras las licitaciones y los permisos son formas
aumentar vertiginosamente los costes de producción, puesto que ha
que «engrasar» demasiados trámites burocráticos. De modo que los Coppola pasaron directamente a las hormigoneras. Hoy, varios quin-. tales de cemento armado han ocupado el lugar de una de las pinedas marítimas más bellas del Mediterráneo. Se construyeron edificios por cuyos porteros automáticos se oía el mar.
Cuando finalmente di en el primer blanco de mi vida, experimenté una sensación de orgullo y sentimiento de culpa a la vez. Había sido capaz de disparar, finalmente había sido capaz.Ya nadie podría hacerme daño. Pero había aprendido a utilizar un instrumento terrible. Uno que, una vez que lo sabes utilizar,jamás puedes dejar de usarlo; es como aprender a montar en bicicleta. La botella no había estallado del todo. Mejor dicho, todavía seguía en pie; partida por la mitad, la mitad derecha. Mi padre se alejó hacia el coche.Yo me que dé allí con la pistola, aunque extrañamente no me sentía solo, rodeado como estaba de fantasmas de desperdicios y de metal. Tendí el brazo hacia el mar, y disparé dos balas al agua. No las vi salpicar, y quizá ni siquiera llegaron hasta el agua; pero disparar al mar me parecía un hecho valeroso. Mi padre volvió con un balón de cuero que llevaba dibujada la efigie de Maradona. Era el premio por mi buena puntería. Luego acercó como siempre su rostro al mío.Yo podía sentir su aliento a café. Estaba satisfecho: ahora su hijo no era menos que el hijo de su hermano. Así que recitamos la cantinela habitual, su catecismo:
—Roberto, ¿qué es un hombre sin carrera y con pistola?
—Un capullo con pistola.
—Bien! ¿Qué es un hombre con carrera y sin pistola?
—Un capullo con carrera.
—Bien! ¿Y qué es un hombre con carrera y con pistola?
—Un hombre, papá!
—1Muy bien, Robertito!
Nico caminaba todavía con inseguridad. Mi padre le hablaba a ráfagas. El pequeño no le entendía: era la primera vez que oía hablar en italiano, a pesar de que su mamá había sido lo bastante astuta como para hacerle nacer aquí.
—ENo crees que se te parece, Roberto?
Lo miré con detenimiento.Y me alegré por él: no se me parecía en absoluto.
—1Por suerte, no se me parece!
Mi padre me miró con su acostumbrada expresión de decepción; ¡cómo decirle que a aquellas alturas ya ni siquiera en broma me oiría decir lo que le hubiera gustado escuchar! Tenía siempre la impresión de que mi padre estaba en guerra con alguien. Como si hubiese de librar una batalla con alianzas, precauciones maquinaciones. Para mi padre, ir a un hotel de dos estrellas era como perder prestigio ante no se sabía quién. Como si hubiera de rendir cuentas a un ente que le habría castigado con violencia si no hubiese vivido en la riqueza y con un talante autoritario y extravagante.

—El mejor, Roberto, no ha de necesitar a nadie; debe saber,’i cierto, pero también ha de inspirar miedo. Si no inspiras miedo a z die, ni nadie se siente cohibido al mirarte, entonces es que en el fo do no has llegado a ser auténticamente capaz.


Cuando íbamos a comer fuera, le fastidiaba el hecho de que menudo en algunos. Restaurantes los camareros servían primero a a gunos personajes locales aunque hubieran entrado una hora despu que nosotros. Aquellos boss se sentaban, y a los pocos minutos
nían toda la comida delante. Mi padre les saludaba. Pero entre dien tes murmuraba su deseo de gozar del mismo respeto. Un respetL que consistía en generar la misma envidia de poder, el mismo te mor, la misma riqueza.
—Ves a esos? Son los que mandan de verdad. ¡Son ellos quie nes lo deciden todo! Hay quien manda en las palabras y quien manda en las cosas.Tú debes averiguar quién manda en las cosas, y fin— gir que crees a quien manda en las palabras. Pero siempre has de saber la verdad en tu interior. Solo manda de verdad quien manda 1 en las cosas.
Aquellos mandatarios de las cosas, como les llamaba mi padre, estaban sentados a la mesa. Desde siempre habían decidido la suerte de estas tierras. Comían juntos y sonreían. Luego, con los años, se han ido matando entre ellos, dejando una estela de miles de muer— tos, como ideogramas de sus inversiones financieras. Los boss sabían bien cómo arreglar el desaire de que les sirvieran los primeros: invitaban a comer a todos los presentes en el local; pero solo después de que ellos se hubieran marchado, temerosos de recibir muestras de agradecimiento y adulación. Todos tenían la comida pagada, salvo dos personas: el profesor Iannotto y su esposa. No les habían saludado, y ellos no habían osado ofrecerles la comida. Aunque sí les habían obsequiado, a través de un camarero, con una botella de licor. Un camorrista sabe que debe cuidar incluso a los enemigos leales, puesto que estos son siempre más preciados que los ocultos. Cuando tenía que mostrarme un ejemplo negativo, mi padre me señalaba siempre al profesor Iannotto. Habían ido juntos al colegio. Iannotto vivía de quiler, había sido expulsado de su partidos no tenía hijos, e iba empre malcarado y mal vestido. Enseñaba en un instituto; lo recuerdo siempre bregando con los padres, y a estos preguntándole 1qué amigo suyo podían enviar a sus hijos a clases particulares para que aprobaran. Mi padre le consideraba un hombre condenado. Un
uerto andante.
—Es como quien decide ser filósofo y quien decide ser médico. Según tú, ¿cuál de los dos decide sobre la vida de una persona?
—El médico!
— Muy bien! El médico. Porque puede decidir sobre la vida de las personas. Decidir. Salvarlas o no salvarlas. Es así como se hace el bien, solo cuando puedes hacer el mal. Si en lugar de ello eres un fracasado, un payaso, uno que no hace nada, entonces solo puedes hacer el bien; pero eso es voluntariado, un bien de pacotilla. El auténtico bien es cuando eliges hacerlo porque también puedes hacer el mal.
Yo no respondía. Nunca llegué a entender qué era lo que realmente quería demostrarme.Y en el fondo ni siquiera ahora he llegado a entenderlo. Quizá sea también por eso por lo que me licencié en filosofia, para no decidir en el lugar de nadie. Mi padre había trabajado en el servicio de ambulancias, como joven médico, allá en la década de 1980. Cuatrocientos muertos al año. En zonas donde se llegaba a matar hasta cinco personas al día. Llegaban con la ambulancia; pero si el herido estaba en el suelo y la policía no había llegado aún, no se lo podían llevar. Y eso porque, si se corría la voz, los killers volvían atrás, seguían a la ambulancia, le cerraban el paso, entraban en el vehículo y terminaban el trabajo. Eso había pasado montones de veces, y tanto los médicos como los enfermeros sabían que ante un herido tenían que quedarse quietos y esperar a que los killers volvieran para acabar la operación. Una vez, sin embargo, mi padre llegó a Giugliano, un pueblecito situado entre las provincias de Nápoles y de Caserta, feudo de los Mallardo. El muchacho tenía dieciocho años, o tal vez menos. Le habían disparado en el tórax, pero una costilla había desviado la bala. La ambulancia llegó enseguida, ya que estaba en la zona. El muchacho agonizaba gritaba, perdía sangre. Mi padre lo subió a la ambulancia. Los enfermeros estaban aterrados.

Trataron de disuadirle; era evidente que los killers habían disp


sin mirar, y alguna patrulla los había puesto en fuga, pero no c
duda de que volverían. Los enfermeros intentaron calmar a mi p
—Esperemos.Vienen, terminan el trabajo, y nos lo llevamos Pero mi padre no lo aceptaba. La muerte, al fin y al cabo, t
su momento.Y a los dieciocho años no le parecía que fuera el n mento de morir, ni siquiera para un soldado de la Camorra. Así q lo subió a la ambulancia, se lo llevó al hospital y le salvó la vi Aquella noche, los killers que no habían dado en el blanco como bían fueron a su casa. A casa de mi padre.Yo no estaba: entonces vía con mi madre. Pero llegaron a explicarme tantas veces esta l ria, truncada siempre en el mismo punto, que la recuerdo como si también hubiera estado en casa y lo hubiese presenciado todo. Cr que a mi padre le dieron una brutal paliza. Durante al menos ¿ meses no se dejó ver, y durante los cuatro siguientes no se atrevi& mirar a la cara a nadie. Decidir salvar a quien debe morir signifi querer compartir su suerte, porque aquí con la voluntad no se cam bia nada. No es una decisión que logre sacarte de un problema, no una toma de conciencia, un pensamiento, una decisión, que de ver dad logren darte la sensación de estar actuando del mejor modo po. sible. Sea lo que sea lo que hagas, será siempre una equivocación ç un motivo u otro. Esa es la verdadera soledad.
El pequeño Nico volvía a reír. Micaela tiene más o menos mi misma edad. También a ella, al declarar su deseo de irse a Italia, de mar— charse, le habrán dado la enhorabuena sin preguntarle nada, sin saber si iba a hacer de puta, de esposa, de asistenta o de empleada. Sabiendo solo que se marchaba, condición suficiente para considerarla afortunada. Nico, sin embargo, obviamente no pensaba nada. Absorbía con fruición el enésimo batido que su madre le daba a engullir. Mi padre, para hacerle comer, le puso el balón en los pies, y Nico lo chutó con todas sus fuerzas. La pelota rebotó en las rodillas, las tibias y las puntas de los zapatos de decenas de personas. Mi padre corrió tras ella. Sabiendo que Nico le miraba, fingió torpemente que driblaba a una monja, pero el balón se le escapó de nuevo de entre los

s. El pequeño reía; los montones de tobillos que veía extenderse te sus ojos le hacían sentirse como en un bosque de piernas y san— jalias. Le gustaba ver a su padre, a nuestro padre, esforzándose en recuperar aquella pelota. Traté de alzar la mano para saludarle, pero ahora le bloqueaba una muralla de carne. Se quedaría allí atascado durante una buena media hora. Era inÚtil esperar; se había hecho tarde. Ni siquiera se intuía ya su silueta: el estómago de la multitud la había engullido.


Mariano había logrado conocer a Mijaíl Kaláshnikov. Había pasado un mes entero viajando por el este de Europa. Rusia, Rumania, Moldavia: unas vacaciones que el clan le había regalado como premio.Volví a verle precisamente en un bar de Casal di Principe. El mismo bar de siempre. Mariano llevaba un grueso paquete de fotograflas atadas con una goma como si fueran cromos dispuestos para el intercambio. Eran retratos de Mijaíl Kaláshnikov autografiados con dedicatorias. Antes de volver, se había hecho revelar montones de copias de una foto de Kaláshnikov retratado con el uniforme de general del Ejército Rojo, y con una ringlera de medallas en el pecho: la orden de Lenin, la medalla de honor de la Gran Guerra Patriótica, la medalla de la Orden de la Estrella Roja, la de la Orden de la Bandera Roja al Trabajo... Mariano lo había conseguido gracias a las indicaciones de algunos rusos que hacían negocios con los grupos de la provincia de Caserta, y precisamente ellos le habían presentado al general.
MijaílTimofé Kaláshnikov vivía en un piso de alquiler en una pequeña población situada al pie de los Urales, jzhevsk_Ustmfbv, que hasta 1991 ni siquiera aparecía en los mapas. Era uno de los numerosos lugares mantenidos en secreto por la URSS. KaláshnikoV constituía el único atractivo de la ciudad. Por él habían hecho una conexión directa con Moscú, y se había convertido en una especie de atracción para turistas de élite. Un hotel próximo a su casa, en el que había dormido Mariano, hacía el agosto alojando a todos los admiradores del general que esperaban en la ciudad su retorno de al— gún viaje por Rusia, o que simplemente aguardaban a ser recibidos.
Mariano había entrado con la videocámara en la mano en casa general Kaláshnikov y su esposa. El general se lo había permitido, diéndole solo que no hiciera público lo que filmara, y Mariano, c viamente, había aceptado, sabiendo sobre todo que la persona q había mediado entre Kaláshnikov y él conocía su dirección, su mero de teléfono y su cara. Mariano se presentó ante el general c un cubo de poliestireno cerrado con cinta adhesiva y lleno de ca de búfala estampadas en la tapa: había logrado conservar en el ma.. tero del coche aquella cajita llena de mozzarellas de búfala de campiña aversana bañadas en leche.
Mariano me mostró la filmación de su visita a la casa de Kalás$ nikov en el pequeño monitor que se abría a un lado de la videoc mara. El vídeo saltaba, las imágenes se agitaban, los rostros b el movimiento del zoom deformaba ojos y objetos, y el objetiv chocaba contra dedos y muñecas. Parecía el vídeo de una excursió escolar filmado mientras uno salta y corre. La casa de Kaláshnikov si parecía a la dacha de Gennaro Marino Marino, o quizá era simple4 mente una dacha clásica; pero el caso es que la única que yo había visto era precisamente la del boss secesionista de Arzano, razón por 1 que me parecían construcciones idénticas. La casa de la familia Ka— láshnikov tenía las paredes tapizadas de reproducciones de Vermeer, y los muebles estaban abarrotados de baratijas de cristal y de madera. El suelo estaba totalmente revestido de alfombras. En un determinado momento de la filmación, el general pone la mano delante del objetivo. Mariano me explicó que jugueteando con la videocámara, y provisto de una buena dosis de mala educación, había acabado por entrar en una habitación que Kaláshnikov no quería que saliera en el vídeo bajo ninguna circunstancia. En un bargueño metálico adosado a la pared, bien visible detrás del cristal blindado, se conservaba el primer modelo de kaláshnikov, el prototipo construido a partir de los dibujos que —según la leyenda— el anciano general (por entonces, un desconocido suboficial) había trazado en unas hojas de papel mientras estaba en el hospital, herido de bala y deseoso de crear un arma que hiciera invencibles a los ateridos y afamados soldados del Ejército Rojo. El primer AK-47 de la historia, escondido como el primer céntimo que había ganado el tío Paperone, la famosa number

one bajo la vitrina blindada, la «número uno» mantenida obsesivamente fuera del alcance de las manos de Amelia. Aquel modelo no tenía precio. Muchos habrían dado realmente cualquier cosa por poseer aquella especie de reliquia militar. En cuanto muera Kaláshni— kov, acabará vendida en una subasta de Christie’s, como las telas de Tiziano y los dibujos de Miguel Ángel.
Aquel día, Mariano pasó toda la mañana en casa del anciano Kaláshnikov. El ruso que les presentó había de ser verdaderamente influyente para que el general le otorgara tanta confianza. La videocámara filmó cuando se sentaron a la mesa y una viejecita menuda abría el poliestireno de la cajita de mozzarella, Comieron a gusto. Vodka y mozzarella. Mariano no quería perderse ni siquiera aquella escena, y puso la videocámara en la cabecera de la mesa para que lo captara todo. Quería una prueba cierta del general KaláshnikOv comiéndose la mozzarella de la quesería del boss para el que él trabajaba. El objetivo, colocado sobre la mesa, captó a lo lejos un mueblecito donde había fotos de niñoS enmarcadas. Aunque yo estaba deseando que el vídeo terminara de una vez, ya que sentía un insoportable mareo, no pude contener mi curiosidad:
—Oye, Mariano, ¿todos esos hijos y nietos tiene Kaláshnikov? narices de hijos! Son todos hijos de gente que le manda fotos de fliños que se llamarán COmO él, a lo mejor gente que se ha salvado gracias a su metralleta, o que simplemente lo admira...
Como los cirujanos que reciben las fotos de los niños a los que han salvado, curado u operado, y las enmarcan colocándolas en las estanterías de su despacho a modo de recordatorio del éxito en su profesión, así también el general Kaláshnikov tenía en la sala de estar las fotos de los niños que llevaban el nombre de su criatura. Por otra parte, un cronista italiano de Angola había entrevistado a un conocido guerrillero del Movimiento de Liberación, que había declarado:
«He llamado a tui hijo Kalsh, porque es sinónimo de libertad». Kaláshnikov es un anciano de ochenta y cuatro años, todavía activo y bien conservado. Lo invitan a todas partes, como una especie de icono móvil sustituto del fusil ametrallador más famoso del mundo. Antes de retirarse como general del ejército percibía un sa1ri fijo de quinientos rublos, que en aquella época equivalía aproxir
damente a una mensualidad de unos quinientos dólares. Si Kaláshni kov hubiese tenido la posibilidad de patentar su ametralladora Occidente, hoy seguramente sería unos de los hombres más ricos mundo. Se calcula —con cifras aproximadas— que se han fabricad más de ciento cincuenta millones de metralletas de la familia del ka, láshnikov, todas ellas a partir del proyecto originario del general. Ha bría bastado con que por cada una de ellas hubiese recibido un d6- lar para que ahora nadara en la abundancia. Pero esta trágica falta de dinero no le turbaba en absoluto: él había engendrado a la criaturaj le había infundido su soplo, y ello parecía ser condición suficiente para sentirse satisfecho. O quizá sí tenía en realidad un beneficio económico. Mariano me había contado que alguna que otra vez sus admiradores le enviaban dinero: acciones, miles de dólares en su cuenta, valiosos regalos de África, incluso se hablaba de una máscara tribal de oro regalada por Mobutu y de un dosel de marfil taraceado enviado por Bokassa; de China, en cambio, se decía que le había llegado nada menos que un tren, con su locomotora y sus vagones, regalo de Deng Xiaoping, que sabía de las dificultades del general para subir al avión. Pero eran solo leyendas, rumores que corrían en los cuadernillos de aquellos periodistas que, al no poder llegar a entrevistar al general —que no recibía a nadie sin una recomendación importante—, se dedicaban a entrevistar a los operarios de la fabrica de armas de Ízhevsk.
Mijaíl Kaláshnikov respondía automáticamente, siempre las mismas respuestas fuera cual fuese la pregunta, sirviéndose de un inglés llano, aprendido de adulto, que utilizaba como quien usa un destor— nillador para aflojar un tornillo. Mariano le hacía preguntas inútiles y genéricas —una manera de reducir su inquietud— sobre la metralleta:
—Yo no inventé el arma para que se vendiera con ánimo de lucro, sino única y exclusivamente para defender a la madre patria en la época en la que lo necesitaba. Si pudiera volver atrás, volvería a hacer lo mismo y viviría de la misma forma. He trabajado toda la vida, y mi vida es mi trabajo.

Una respuesta que repetía a todas las preguntas que le formulaba sobre su metralleta.


No existe nada en el mundo, orgánico o inorgánico, objeto metálico u elemento químico que haya causado más muertes que el AK47. El kaláshnikov ha matado más que la bomba atómica de Hiroshima y Nagasaki, que el virus del sida, que la peste bubónica, que la malaria, que todos los atentados de los fundamentalistas islámicos, que la suma de muertos de todos los terremotos que han sacudido la corteza terrestre. Un número exorbitante de carne humana imposible de imaginar siquiera. Solo un publicista logró, en un congreso, dar una descripción convincente: aconsejaba que para hacerse una idea de los muertos producidos por la metralleta llenaran una botella de azúcar, dejando caer los granitos por un agujero en la punta del paquete; cada grano de azúcar equivale a un muerto producido por el kaláshnikov.
• El AK-47 es un arma capaz de disparar en las condiciones más adversas. Es imposible que se encasquille, está lista para disparar aunque esté llena de tierra o empapada de agua, es cómoda de empuñar, tiene un gatillo tan suave que hasta un niño puede apretarlo. La fortuna, el error, la imprecisión: todos los elementos que permiten salvar la vida en los enfrentamientos parecen quedar eliminados por la certeza del AK-47, un instrumento que impide que el hado tenga papel alguno. Fácil de usar, fácil de transportar, dispara con una eficacia que permite matar sin ninguna clase de entrenamiento. «Es capaz de transformar en combatiente hasta a un mono», declaraba Ka— bila, el temible líder político congoleño. En los conflictos de los últimos treinta años, más de cincuenta países han utilizado el kaláshnikov como fusil de asalto de sus ejércitos. Se han producido matanzas con el kaláshnikov, según la ONU, en Argelia, Angola, Bosnia, Burundi, Camboya, Chechenia, Colombia, el Congo, Haití, Cachemira, Mozambique, Ruanda, Sierra Leona, Somalia, Sri Lanka, Sudán y Uganda. Más de cincuenta ejércitos regulares tienen el kaláshnikov, y resulta imposible hacer una estadística de los grupos irregulares, paramilitares y guerrilleros que lo utilizan.
Murieron por el fuego del kaláshnikov: Sadat, en 1981; el general Dalla Chiesa, en 1982; Ceaucescu, en 1989. En el chileno Palacio de la Moneda, Salvador Allende fue encontrado con proyectiles de kaláshnikov en el cuerpo.Y estos muertos eminentes constituye verdadera carta de presentación histórica de la metralleta. El A incluso ha acabado formando parte de la bandera de Mozambiqu se halla también en centenares de símbolos de grupos políticos, d de al-Fatah en Palestina hasta el MRTA en Perú. Cuando aparece1 vídeo en las montañas, Osama hin Laden lo utiliza como único s’ bolo amenazador. Ha acompañado a todos los papeles: al del liber dor, al del opresor, al del soldado del ejército regular, al del terro ta, al del secuestrador, al del guardaespaldas que escolta al por Kaláshnikov ha creado un arma sumamente eficaz, capaz de mej con los años; un arma que ha tenido dieciocho variantes y veinti nuevos modelos forjados a partir del proyecto inicial. Es el autér símbolo del liberalismo económico, su icono absoluto. Podría col vertirse incluso en su emblema: no importa quién seas, no import lo que pienses, no importa de dónde provengas, no importa qué r ligión tengas, no importa contra quién ni a favor de qué estés; bast con que lo que hagas, lo hagas con nuestro producto. Con cincuea ta millones de dólares se pueden comprar cerca de doscientas nr metralletas; es decir, que con cincuenta millones de dólares se pued crear un pequeño ejército. Todo lo que destruye los vínculos politi cos y de mediación, todo lo que permite un consumo masivo y u poder exorbitante, se convierte en vencedor en el mercado; y Mi Kaláshnikov, con su invento, ha permitido a todos los grupos de po der y de micropoder contar con un instrumento militar. Después de la invención del kaláshnikov, nadie puede decir que ha sido derrota-d do porque no podía acceder al armamento. Ha llevado a cabo una acción de equiparación: armas para todos, matanzas al alcance de cualquiera. La batalla ya no es ámbito exclusivo de los ejércitos.A escala internacional, el kaláshnikov ha hecho lo mismo que han hecho los clanes de Secondigliano a nivel local, liberalizando completa— mente la cocaína y permitiendo que cualquiera pueda convertirse en narcotraficante, consumidor o camello, liberando el mercado de la simple mediación criminal yjerárquica. Del mismo modo, el kaláshnikov ha permitido a todos convertirse en soldados, incluso niños y muchachitas esmirriadas; y ha transformado en generales del ejército a personas que no sabrían ni guiar a un rebaño de diez ovejas. Com pra metralletas, disparar, destruir personas y cosas, y volver a comprar. l resto son solo detalles. El rostro de Kaláshnikov aparece sereno en todas las fotos; con su angulosa frente eslava y sus ojos de mongol que, con los años, se vuelven cada vez más sutiles. Duerme el sueño de los justos. Se acuesta, si no feliz, al menos sereno, con las zapatillas bajo la cama, en orden; incluso cuando está serio tiene los labios tensos en forma de arco como el rostro del recluta Pyle en La chaqueta metálica. Los labios sonríen, pero el rostro no.
Cuando miro los retratos de Mijaíl Kaláshnikov pienso siempre en Alfred Nobel, famoso por el premio que lleva su nombre, pero en realidad padre de la dinamita. Las fotos de Nobel en los años posteriores a la elaboración de la dinamita —después de que comprendiera el uso que se haría de su mezcla de nitroglicerina y arcilla— lo retratan trastornado por la inquietud, con los dedos atenazando la barba. Tal vez sea impresión mía, pero cuando miro las fotos de Nobel, con el entrecejo fruncido y los ojos perdidos, parecen decir una sola cosa: «Yo no quería.Yo pretendía abrir montañas, desmigajar masas rocosas, crear galerías. No deseaba lo que ha sucedido». Kaláshni— kov, en cambio, tiene siempre un aire sereno, de viejo pensionista ruso, con la cabeza llena de recuerdos.Te lo imaginas con el aliento oliendo a vodka y hablándote de los amigos con los que vivió la época de la guerra, o sentado a la mesa susurrándote que de joven era capaz de resistir horas y horas en la cama sin detenerse. Siguiendo con el juego infantil de las impresiones, la cara de Mijaíl Kaláshnikov parece decir: «Todo va bien, no son problemas míos, yo solo he inventado una metralleta. Cómo la usen los demás, es algo que no me atañe». Una responsabilidad delineada en los límites de la propia carne, circunscrita por el gesto. Solo lo que la propia mano ha hecho compete la propia conciencia. Creo que este es uno de los elementos que ha hecho convertirse al viejo general en involuntario icono de los clanes de todo el planeta. Mijaíl Kaláshnikov no es un traficante de armas, no interviene para nada en la mediación para comprar metralletas, no tiene influencia política, ni posee una personalidad carismática; pero lleva consigo el imperativo cotidiano del hombre en la época del mercado: haz lo que debas hacer para vencer; lo demás no te importa.

Mariano llevaba un macuto en bandolera y vestía una sudadera co capucha: todo con la firma Kaláshnikov. El general había diversificas do sus inversiones y estaba haciendo de sí mismo un empresario talento. Nadie como él podía gozar de un nombre tan archiconoci4 do. Así, un empresario alemán había montado una fábrica de ropa con la marca Kaláshnikov, y el general le había tomado el gustó , distribuir su apellido, invirtiendo también en una empresa de extin_1 tores. Mientras Mariano proseguía su relato, de golpe paró la filma ción y se precipitó fuera del bar. Abrió el maletero de su coche y, tra coger un pequeño petate militar, lo puso sobre la barra del bar.Yc creía que su obsesión por la metralleta le había enloquecido deI9 todo. Temía que hubiese atravesado media Europa con una metralle-. i ta en el maletero, y que ahora quisiera exhibirla delante de todos. Pero en lugar de ello, sacó de aquel petate mihtar un pequeño ka-. láshnikov de cristal lleno de vodka. Era una botella muy kitsch, con un tapón en forma de punta de caña.Y en la campiña aversana, todos los bares que habían de abastecerse a través de Mariano tenían ahora como nueva propuesta comercial el vodka Kaláshnikov. Ya imaginaba la reproducción de cristal destacando detrás de todos los camareros entre Teverola y Mondragone. La película estaba terminando; los ojos —a fuerza de entrecerrarlos para compensar mi miopía— me dolían. Pero la última imagen valía la pena de veras. Dos viejecitos a la puerta de casa que, calzados con zapatillas, saludaban con la mano a su joven huésped mientras aún tenían en la boca el último pedazo de mozzarella. Mientras tanto, en torno a Mariano y a mí se había formado un grupo de muchachos que miraban al viajero como a un elegido, una especie de genio de la entrevista: alguien que había conocido a Mijaíl Kaláshnikov. Mariano me miró con una fingida complicidad que yo jamás había tenido con él. Quitó la goma elástica a las fotografias y empezó a pasarlas. Después de echar una ojeada a varias decenas, sacó una:


—Esta es para ti. Para que no digas que no me acuerdo. Sobre el retrato del viejo general aparecía escrito con rotulador
negro: «To Roberto Saviano with Best Regards M. Kaláshnikov».

Las instituciones internacionales de investigaciones económicas están constantemente sirviendo datos, que nutren cada día a los periódicos, las revistas y los partidos políticos; como, por ejemplo, el célebre índice «Big Mac», que considera más próspero un país cuanto más caro cuesta un bocadillo en los McDonald’s. En cambio, para evaluar la situación de los derechos humanos, los analistas observan el precio al que se vende él kaláshnikov. Cuanto más barata sea la metralleta, más se violan los derechos humanos, más corrompido se halla el Estado de derecho, y más podrido y arruinado está el armazón de los equilibrios sociales. En Africa occidental, el precio del arma puede llegar a los cincuenta dólares. EnYemen es posible encontrar AK-47 usados de segunda y tercera mano incluso a seis. El dominio del este, su impronta en los depósitos de armas de los países socialistas en descomposición han convertido a los clanes casertanos y napolitanos en el mejor referente para los traficantes de armas, junto a las bandas calabresas, con las que se hallan en permanente contacto.


La Camorra —llevándose una eñorme tajada del mercado internacional de armas— determina el precio de los kaláshnikovs, convirtiéndose indirectamente en juez del estado de salud de los derechos humanos en Occidente, drenando así el nivel del derecho, lentamente, como una gota que baja por un catéter. Mientras los grupos criminales franceses y estadounidenses utilizaban el M—16 de Eugene Stoner, el grueso, voluminoso y pesado fusil de asalto de los marines, un füsil que debe engrasarse y limpiarse regularmente si uno no quiere que le estalle en las manos, en Sicilia y en la Campania, desde Cinisi hasta Casal di Principe, ya en la década de 1980 los kaláshnikovs corrían de mano en mano. En 2003, a partir de las declaraciones de un arrepentido —Raifaele Spinello, del clan Genovese, hegemónico en la ciudad y la provincia de Avellino, salió a la luz la noticia de la relación entre ETA y la Camorra. El clan Geno— vese es un aliado de los Cava de Quindici y de las familias casertanas. No es un clan de primer orden, y pese a ello estaba en condiciones de suministrar armas a uno de los principales grupos armados de Europa, que en el transcurso de treinta años había utilizado múltipi vías para aprovisionarse de armamento. Los clanes de la Campan:
no obstante, resultaban interlocutores privilegiados. Según las inve tigaciones de la fiscalía de Nápoles en 2003, dos etarras, los vasc( José Miguel Arreta y Gracia Morillo Torres, se alojaron durante d días en una suite de un hotel de Milán. Precio, itinerario, entre se pusieron de acuerdo en todo. ETA enviaría cocaína a través a los militantes de la organización para recibir armas a cambio, re ciría constantemente el precio de la coca que se procuraba a trav de sus contactos con los grupos guerrilleros colombianos y asumir el coste y la responsabilidad del transporte de la mercancía hasta It ha: todo con tal de mantener relaciones con los cárteles de la Caiw pania, probablemente los únicos capaces de proporcionar arsenaL, enteros. Pero ETA no quería solo kaláshnikovs: deseaba también ari mas pesadas, potentes explosivos y, sobre todo, lanzamisiles.
Las relaciones entre la Camorra y los grupos guerrilleros siem-, pre han sido prolíficas; incluso en Perú, segunda patria de los narcosl napolitanos. En 1994, el tribunal de Nápoles presentó un exhorto a las autoridades peruanas a fin de que iniciaran investigaciones des-. pués de que en Lima se cargaran a una decena de italianos; investigaciones orientadas a desvelar las relaciones que los clanes napolitanos habían mantenido —a través de los hermanos Rodríguez— con el MRTA, el grupo de guerrilleros del pañuelo rojo y blanco colo— cado en el rostro a modo de máscara. También ellos habían tratado con los clanes; incluso ellos: coca a cambio de armas. En 2002 se arrestó a un abogado, Francesco Magliulo, vinculado según la acusación al clan Mazzarella, la potente familia de San Giovanni a Teduc— cio con una fflial criminal en la ciudad de Nápoles, en el barrio de Santa Lucia e Forcella. Llevaban siguiéndole más de dos años, en sus negocios entre Egipto, Grecia e Inglaterra. Una llamada de teléfono interceptada proveniente de Mogadiscio, de la villa del general Aidid, el señor de la guerra somalí que, enfrentándose a las bandas de Alí Mahdi, había reducido Somalia a un cadáver arruinado y podrido destinado a ser sepultado junto a los residuos tóxicos de media Europa. Las investigaciones sobre la relación entre el clan Mazzarella y Somalia prosiguieron en todas direcciones, y seguramente el elemen del tráfico de armas se convirtió en una pista fundamental. Incluso los señores de la guerra se convirtieron en meros señoritos frente a la necesidad de abastecerse de armas por medio de los clanes de la Campanía.
Especialmente impresionante fue, en marzo de 2005, la potencia de fuego descubierta en Sant’Anastasia, un pueblo situado en la falda del Vesubio; un descubrimiento que fue en parte fruto de la casualidad y en parte debido a la indisciplina de los traficantes, que empezaron a pegarse en la calle porque compradores y transportistas no se ponían de acuerdo en los precios. Cuando llegaron los carabineros, procedieron a desmontar los paneles del interior de una furgoneta que había aparcada junto al lugar de la pelea, encontrando uno de los mayores polvorines móviles jamás vistos. Ametra adora5 Uzi provistas de cuatro recámaras, siete cargadores y 112 proyectiles del calibre 380, armas de origen ruso y checo capaces de disparar ráfagas de 950 disparos por minuto. Seminuevas, bien engrasadas y con el número de serie intacto, las metralletas acababan de llegar de Cracovia. Novecientos cincuenta disparos por minuto era la potencia de fuego de los helicópteros estadounidenses en Vietnam. Se trataba, pues, de armas concebidas para despanzurrar a divisiones de hombres y carros blindados, y no como baterías de fuego de familias camorristas de la región del Vesubio. La potencia de las armas se convierte, así, en la enésima posibilidad de hacerse con los resortes del verdadero poder del Leviatán que impone la autoridad en nombre de su potencial violencia. En las armerías se encuentran bazucas, bombas de mano, minas antitanque, ametralladoras... pero resulta que lo que se utiliza exclusivamente son los kaláshnikovs, las metralletas Uzi y las pistolas automáticas y semiautomáticas. El resto forma parte de la dotación empleada en la construcción del propio arsenal militar, que hay que exhibir sobre el terreno. Con esta potencialidad bélica, los clanes no se contraponen a la violencia legítima del Estado, sino que tienden a monopolizar ellos toda la violencia. En la Campania no hay ninguna obsesión de tregua, como la de los viejos clanes de la Cosa Nostra. Las armas son la extensión directa de las dinámicas de ordenación de los capitales y del territorio, la mezcla de grupos de poder emergentes y de familias rivales. Es como si poseyeran en exclusiva el concepto de violencia, la carne de la violencia, los insi mentos de la violencia. La violencia se convierte en su territor ejercerla equivale a ejercitarse en su poder, en el poder del sisteii Los clanes incluso han creado nuevas armas, diseñadas, proyecto realizadas directamente por sus afiliados. En Sant’Antimo —al nor de Nápoles—, en 2004, la policía encontró, oculto en un hoyo e vado en el suelo y cubierto de un montón de hierba, un fusil
ño, envuelto en una tela de algodón impregnada en aceite. Era t especie de mortífero fusil de fabricación casera que en el mercado encuentra a un precio de unos docientos cincuenta euros; muy pc en comparación a una semiautomática, cuyo precio medio es de di mil quinientos euros. El fusil de los clanes está formado por un efl caje de dos tubos que se pueden transportar por separado, pero q una vez montados se convierten en una mortífera escopeta de cañ corto cargada con cartuchos o con balas. Se proyectó según el mØ delo de un viejo fusil de juguete de la década de 1980, que dispara ba pelotas de ping-pong si se tiraba fuertemente de la culata h
do saltar un muelle en su interior, uno de aquellos fusiles dejuguet que adiestrarían a miles de niños italianos en las guerras de salón.
ahí, precisamente de aquellos modelos de juguete, proviene el q
hoy denominan simplemente «el tubo». Este está formado en reali, dad de dos tubos, el primero de ellos de mayor diámetro y de unoa cuarenta centímetros de largo, con una empuñadura. Dentro 11ev unido un grueso tornillo de metal, cuya punta hace de obturador. La segunda parte está formada por otro tubo de diámetro inferior, ca» paz de contener un cartucho del calibre 20, y una empuñadura lateral. Increíblemente simple y terriblemente potente. Este fusil tenía la ventaja de no crear complicaciones tras su utilización: después de un atentado no hacía falta salir corriendo a destruir el arma; bastaba con desmontarlo, y el fusil se convertía únicamente en un tubo cortado en dos, inocuo ante cualquier eventual pesquisa.
Antes del secuestro, oí hablar de este fusil a un pobre infeliz, un pastor, uno de aquellos demacrados campesinos italianos que todavía circulan, con sus rebaños, por los campos que rodean los viaductos de las autopistas y los caserones de la periferia. Con frecuencia este pastor encontraba a sus ovejas partidas en dos; desgarrados, antes que cortados, aquellos cuerpos fiaquísimos de ovejas napolitanas a través de cuyo pelaje se adivinan incluso las costillas, que mastican una hierba cargada de dioxinas que pudre los dientes y agrisa la lana. El pastor creía que tal vez se trataba de un aviso, de una provocación de sus miserables competidores de ganados igualmente enfermos. No lo entendía. En realidad sucedía que los fabricantes del tubo probaban la potencia de tiro sobre animales ligeros. Las ovejas eran el mejor blanco para comprobar de inmediato la fuerza de los proyectiles y la calidad del arma. Se comprendía, pues, que el impacto las hiciera saltar por los aires y partirse en dos como si fueran objetivos de un videojuego.
La cuestión de las armas se ha ocultado en las tripas de la economía, encerrada en un páncreas de silencio. Italia gasta 27.000 millones de dólares en armas; más dinero que Rusia, y el doble que Israel. La clasificación la ha hecho pública el Instituto Internacional de Investigación sobre la Paz de Estocolmo (SIPRI). Si a estos datos de la economía legal se añade el hecho de que, según el EURISPES, hay otros 3.300 millones de dólares que constituyen el volumen del negocio de armamento que gestionan la Camorra, la ‘Ndrangheta, la Cosa Nostra y la Sacra Corona Unita, eso significa que, siguiendo el rastro de las armas que gestionan tanto el Estado como los clanes, se llega a las tres cuartas partes de las armas que circulan en medio mundo. El cártel de los Casalesi es con mucho el grupo empresarial- criminal más capacitado para actuar como referente en el ámbito internacional no solo para grupos, sino para ejércitos enteros. Durante la guerra angloargentina de 1982, la llamada guerra de las Malvinas, Argentina vivió su más intenso período de aislamiento económico. Debido a ello, la Camorra entró en negociaciones con la defensa argentina, convirtiéndose en el embudo a través del cual se hicieron descender las armas que nadie le habría vendido oficialmente. Los clanes se habían equipado para una larga guerra, pero, en cambio, el conflicto se inició en marzo y en junio ya se adivinaba su conclusión. Pocos disparos, pocos muertos, y poco gasto. Una guerra que servía más a los políticos que a los empresarios, que servía más a la diplomacia que a la economía. A los clanes casertanos no les convenía malvender el género para acaparar un beneficio inmediato. El mismo día en que se decretó el final del confficto, el servicio s británico interceptó una llamada telefónica intercontinental entE Argentina y San Cipriano d’Aversa. Dos únicas frases, aunque suf cientes para comprender el poderío de las familias casertanas y su ca pacidad diplomática:
—Diga?
—Sí!
—Aquí la guerra ha terminado. ¿Qué hacemos?
—No te preocupes, ya habrá otra guerra...
La sabiduría del poder lleva implícita una paciencia que a menudo no tienen los empresarios más hábiles. En 1977, los Casalesi habían negociado la adquisición de carros blindados, y los servicios secretos italianos detectaron que había un Leopard desmontado y listo para su envío en la estación de Villa Literno. El comercio de carros blindados Leopard ha sido durante mucho tiempo un mercado controlado por la Camorra. En febrero de 1986 se interceptó una llamada telefónica en la que varios representantes del clan de los Nuvoletta negociaban la adquisición de algunos Leopard con la antigua Alemania del Este. Pese a la sucesión de los diversos capos, los Casalesi siguieron siendo un referente en el ámbito internacional no solo para grupos, sino para ejércitos enteros. Un informe de 1994 del SISMI y del centro de contraespionaje de Verona señala que Zeljco Raznatovic, más conocido como el «Tigre Arkan», mantuvo contactos con Sandokan Schiavone, capo de los Casalesi. A Arkan se lo cargaron en el año 2000 en un hotel de Belgrado. Había sido uno de los criminales de guerra serbios más despiadados, capaz de arrasar en sus incursiones las poblaciones musulmanas de Bosnia, y fundador de un grupo nacionalista, los Voluntarios de la Guardia Serbia. Los dos tigres se aliaron. Arkan pidió armas para sus guerrilleros, y, sobre todo, la posibilidad de eludir el embargo impuesto a Serbia, haciendo entrar capital y armas bajo la apariencia de ayuda humanitaria: hospitales de campaña, medicinas y equipamiento médico. Según el SISMI, no obstante, dichos suministros —de un valor global de varias decenas de millones de dólares— los pagaba en realidad la propia Serbia

mediante retiradas de fondos de sus propios depósitos en un banco austríaco, equivalentes a unos ochenta y cinco millones de dólares. Luego ese dinero se enviaba a una entidad aijada de los clanes de Serbia y la Campania, que habría procedido a encargar a las empresas pertinentes los bienes que había que enviar en concepto de ayuda humanitaria, pagando con dinero procedente de actividades ilícitas, y contribuyendo de ese modo al blanqueo de los propios capitales. Y es precisamente en ese momento cuando entra en escena el clan de los Casalesi. Son ellos quienes proporcionaron las firmas, los transportes y los bienes necesarios para efectuar la operación de blanqueo. Sirviéndose de sus intermediarios, Arkan, siempre según el informe, requirió la intervención de los Casalesi para silenciar a los mafiosos albaneses que habrían podido arruinar su guerra financiera, atacando por el sur o bloqueando el comercio de armas. Los Casalesi calmaron a sus aliados albaneses, dando armas y concediendo a Arkan una guerrilla tranquila. A cambio, los empresarios del clan adquirieron f.brícas, empresas negocios, casas de labranza y criaderos a un precio inmejorable, y la empresa italiana se diseminó por media Serbia. Así, antes de entrar en el fragor de la guerra, Arkan recurrió a la Camorra. Así pues, las guerras, de Sudamérica a los Balcanes, se li— bran con las garras de las familias de la Campania.


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