COfl extrema precisión y sin previo avisO. (N. de los T)
expertos y menos expertos. Entre los detenidos está Ciro Di Lau uno de los hijos del boss. El contable del clan, dice alguien. Los cat bineros derriban las puertas, cachean a la gente y apuntan con los siles a los chiquillos. La única escena que consigo ver es a un cara nero gritándole a un chiquillo que lo apunta con una navaja:
jTírala al suelo! ¡Tírala al suelo! ¡Vamos, rápido! ¡Tírala al suel1 El chiquillo la deja caer. El carabinero aparta la navaja de patada, y al chocar el arma contra una pared, la hoja se mete en
mango. Es de plástico, una navaja de las tortugas ninja. Mientras tan to, los militares vigilan, fotografian, se mueven por todas partes. De cenas de fortines son abatidos. Echan abajo paredes de cemento ar mado levantadas en los sótanos de los edificios para hacer depósito de droga, derriban las verjas que cerraban tramos enteros de calle para organizar los almacenes de droga.
Cientos de mujeres bajan por la calle, queman contenedores,, arrojan objetos contra las patrullas de policía. Están deteniendo a sus hijos, a sus nietos, a sus vecinos. A sus empleadores. Sin embargo, r lograba ver en esos rostros, en esas palabras de rabia, en esas piernas enfundadas en pantalones tan ajustados que parecen a punto de explotar, el menor rastro de solidaridad criminal. El mercado de la droga es fuente de sustento, un sustento mínimo que para la mayoría de la gente de Secondigliano no tiene ningún valor de enriquecimiento. Los empresarios de los clanes son los únicos que obtienen un beneficio exponencial. Todos los que trabajan en la venta, el almacena— miento, la ocultación y la vigilancia reciben solo un sueldo corriente a cambio de exponerse a arrestos, a meses y años de cárcel. Esos rostros tenían máscaras de rabia. Una rabia que sabe a jugo gástrico. Una rabia que o bien es defensa del propio territorio, o bien una acusación contra quienes siempre han considerado aquel lugar inexistente, perdido, un lugar para ser olvidado.
Ese gigantesco despliegue de fuerzas del orden que se produce de improviso después de decenas de muertos, después de que se haya encontrado el cuerpo quemado y torturado de una chica del barrio, parece un montaje. Para las mujeres de aquí, huele a tomadura de pelo. Las detenciones, las excavadoras no parecen algo que vaya a modificar la situación, sino simplemente una operación que favore los que ahora tienen necesidad de efectuar detenciones y echar jo paredes. Como si de repente alguien cambiara las categorías de erpretaciófl y dijera que su vida no va desencaminada. Sabían de soque allí todo iba desencaminado, no hacía falta que fuesen heipteros y coches blindados para recordárselo, pero hasta ahora ese pror era su principal forma de vida, su fuerza de supervivencia. Ade, después de aquella irrupción que lo único que hacía era comarla, nadie intentaría de verdad cambiarla para mejor. Por eso, uellas mujeres querían proteger celosamente el olvido de aquel lamiento, de aquel error de vida, y echar a los que de repente se
jan percatado de la oscuridad.
Los periodistas estaban apostados en sus coches. Pero solo después de haber dejado actuar a los carabineros sin obstaculizar su la-
empezaron a filmar el blitz. Al final de la operación esposaron a incuenta y tres personas; el más joven era de 1985. Todos habían crecido en la Nápoles del Renacimiento, en el nuevo camino que debería haber cambiado el destino de los individuos. Mientras entran en los coches celulares de la policía, mientras son esposados por los carabineros, todos saben qué deben hacer: llamar a tal o cual abogado, esperar que el día 28 llegue a casa el sueldo del clan, los paquetes de pasta para sus esposas y madres. Los más preocupados son los hombres que tienen hijos adolescentes; no saben el papel que se les asignará después de su arresto. Pero en eso no pueden intervenir.
Después del blitz, la guerra prosigue sin tregua. El 18 de diciembre, Pasquale Galasso, homónimo de uno de los boss más poderosos de los años noventa, es liquidado detrás de la barra de un bar. El día 20 se cargan aVincenZo lorio en una pizzería.Y el 24 matan a Giuseppe Pezzella, de treinta y cuatro años. Intenta refugiarse en un bar, pero vacían un cargador entero disparando contra él. Por Navidad, descanso. Las baterías de fuego se detienen. Se reorganizan.Tratan de dotar de reglas y estrategias el menos regulado de los conflictos. El 27 de diciembre matan a Emanuele Leone de un tiro en la cabeza. Tenía veintiún años. El 30 de diciembre atentan contra los Españoles: matan a Antonio Scafuro, de veintiséis años, y hieren en una pierna a su hijo. Era pariente del jefe de zona de los Di Lauro en Casa vatore.
Lo más complicado era comprender. Comprender cómo los Lauro habían conseguido manejar un confficto como ganadores. Go pear y desaparecer. Camuflarse entre las personas, perderse en los b rrios. Lotto T, las Velas, Parco Postale, las Casas Celestes, las Casas los Pitufos y el Tercer Mundo se convierten en una especie de jur gla, una selva pluvial de cemento armado donde confundirse, dond desaparecer más facilmente que en otros sitios, donde es más facil p recer fantasmas. Los Di Lauro habían perdido a todos los dirigente y los jefes de zona, pero habían logrado desencadenar una guerra despiadada sin graves pérdidas. Era como si un Estado hubiera sufrid un golpe y el presidente destituido, para conservar el poder y defeni der sus propios intereses, hubiera armado a los niños de las escuelai. y convertido a los carteros, los funcionarios y los jefes de departa mento en los nuevos reemplazos militares. Permitiéndoles entrar en el nuevo centro del poder y no volviendo a relegarlos al rango de engranajes secundarios.
A Ugo De Lucia, incondicional de los Di Lauro acusado por la DDA de Nápoles de ser responsable del homicidio de Gelsomina Verde, le graban las conversaciones gracias a un micrófono escondido en su coche, tal como consta en la orden de diciembre de 2004:
—Yo sin órdenes no me muevo, yo soy así.
El perfecto soldado demuestra su total obediencia a Cosimo. Luego hace un comentario sobre alguien al que han herido:
—Yo lo mataba, nada de dispararle en una pierna. Si fuera yo, le machacaba las membranas, ya lo sabes... Vayamos a mi barrio, es tranquilo, allí podemos trabajar...
Ugariello, como lo llaman en su barrio, mataría, nunca se limi— taría a herir.
—Ahora, digo yo, estamos solo nosotros, metámonos... todos en un sitio... quedémonos en los alrededores, cinco en una casa... cinco en otra... y cinco en otra, y nos mandáis llamar solo cuando tengamos que bajar para volarle la tapa de los sesos.
Organizar grupos de choque de cinco personas, hacer que se es— condan en casas seguras, salir de los escondrijos solo para matar. No
acer otra cosa. A los grupos de choque los llaman paranze.* Pero
— rrone, su interlocutor, no está tranquilo:
—Sí, pero si uno de esos cabrones acaba encontrando una paran- za escondida en alguna parte, nos ven, nos siguen, nos saltan la tapa de los sesos.., ¡Por lo menos llevémonoS a un par por delante antes de morir, digo yo! ¡Por lo menos déjame liquidar a cuatro o cinco!
Lo ideal para Petrone es matar a los que no saben que han sido descubiertos:
—Lo más sencillo es cuando son compañeros les haces montar en el coche y te los llevas...
Ganan porque son más imprevisibles en el ataque, pero también porque ya prevén su destino. Con todo, antes del final deben infligir las máximas pérdidas al enemigo. Una lógica kamikaze sin explosiones. La única que en una situación de desventaja permite confiar en una victoria. Antes de organizarse en paranze empiezan rápidamente a atacar.
El 2 de enero de 2005 matan a Crescenzo Marino, el padre de los McKay. Lo encuentran en un coche insólito para un hombre de setenta años: un Smart. El más caro de la serie. Quizá creía que era suficiente para distraer a los vigilantes. Al parecer, un solo tiro lo alcanzó en medio de la frente. Nada de sangre excepto un reguero que le atraviesa la cara. Quizá creía que salir de casa un momento, apenas unos minutos, no sería peligroso. Pero fue suficiente. El mismo día los Españoles liquidan a Salvatore Barra en un bar de Casavatore. Ese día va a Nápoles el presidente de la República, Carlo Azeglio Ciampi, a pedir a la ciudad que reaccione, a pronunciar palabras de ánimo institucional, de cercanía del Estado. Se producen tres emboscadas solo en el tiempo que dura su intervención.
El 15 de enero disparan en plena cara a Carmela Attrice, madre del secesionista Francesco Barone, «o Russo», descrito en las investigaciones como íntimo de los McKay. La mujer no salía de casa des-
* En su acepción común, este tértyrino designa los motopesqUerOs que faenan en pareja, así como su tripulación. (N. de los T)
de hacía tiempo, así que utilizan a un chiquillo como cebo para e1
niinarla. Llama al timbre del interfono. La señora lo conoce, sa1
perfectamente quién es, no se le ocurre que haya ningún peligro. T
davía en pijama, baja, abre la puerta y alguien le acerca el cañón d
una pistola a la cara y dispara. Sangre y líquido cerebral salen de s
cabeza como de un huevo roto.
Cuando llegué al lugar del crimen, en las Casas Celestes, todavia no habían procedido al levantamiento del cadáver. La gente camina-, ba sobre su sangre y dejaba huellas por todas partes. Tragué saliva para calmar el estómago. Carmela Attrice no había huido. La h
avisado, sabía que su hijo estaba con los Españoles, pero la incertidumbre de la guerra de la Camorra es esa. No hay nada definido y claro. Todo se vuelve real solo cuando se cumple. En las dinámicas del poder, del poder total, no existe nada que vaya más allá de lo concreto. Así que huir, quedarse, escapar, denunciar se vuelven elecciones demasiado postergadas, inciertas, todo consejo encuentra siempre un argumento contrario, y únicamente algún acontecimiento concreto puede hacer tomar una decisión. Pero cuando sucede, la decisión solo se puede sufrir.
Cuando se muere en la calle, se acaba formando un estruendo horroroso alrededor. No es verdad que se muera solo. Se acaba con caras que no se conocen delante de las narices, personas que tocan piernas y brazos para averiguar si el cuerpo es ya cadáver o vale la pena pedir que vaya una ambulancia. Todos los rostros de los heridos graves, todos los semblantes de las personas que están a punto de morir parecen aunados por el mismo miedo.Y por la misma vergüenza. Parece extraño, pero un instante antes de acabar se siente una especie de vergüenza. Scuorno, dicen aquí.Algo así como estar desnudos entre la gente. La misma sensación se experimenta cuando a uno lo hieren de muerte en la calle. Nunca me he acostumbrado a ver a las perso— nas asesinadas. Enfermeros, policías, todos están tranquilos, impasibles, ejecutan los gestos aprendidos de memoria haya quien haya delante.
—Tenemos el corazón encallecido y el estómago forrado de cuero —me dijo un jovencísimo conductor de coche mortuorio.
Cuando llegas antes que la ambulancia es dificil apartar los ojos del herido, aunque quisieras no haberlo visto nunca. No haber com—
iido nunca que así es como se muere. La primera vez que vi a
iiombre asesinado debía de tener trece años. Recuerdo aquel día
- ctamente. Me desperté con un apuro tremendo porque el pija, que llevaba puesto sin calzoncillos, delataba claramente una erec— no deseada. La típica de la mañana, imposible de disimular. Rerdo ese episodio porque mientras me dirigía al colegio vi un
ver en la misma situación. Eramos cinco, con las mochilas carga—
• de libros. Habían acribillado un Alfetta y camino del colegio pamos por delante. Mis compañeros se precipitaron a mirar con cuad. Se veían los pies en alto sobre el asiento. El más temerario
nosotros preguntó a un carabinero cómo es que los pies estaban n el sitio donde se apoya la cabeza. El carabinero no dudó en res— ionder, como si no se hubiera dado cuenta de cuántos años tenía su terlocutor.
—Las ráfagas de lluvia lo han hecho capotar...
Era un crío, pero sabía que ráfagas de lluvia significaba ráfagas de tralleta. Aquel camorrista había recibido tantas que su cuerpo estaba al revés: la cabeza abajo y los pies arriba. Luego los carabineros abrieron la portezuela y el cadáver cayó al suelo como un carámbano derretido. Nosotros mirábamos sin trabas, sin que nadie nos dijese que aquello no era un espectáculo para niños. Sin ninguna mano moral que viniera a taparnos los ojos.
El muerto tenía una erección. Los vaqueros ajustados lo dejaban ver claramente.Y aquello me impresiofló. Se me quedó grabadala escena durante muchísimo tiempo. Me pasé días pensando cómo podía haber sucedido. En qué estaría pensando qué estaría haciendo antes de morir. Ocupé las tardes intentando conjeturar que tenía en la mente antes de palmaria; estuve obsesionado hasta que hice acopio de valor para pedir una explicación y me dijeron que la erección es una reacción común en los fallecidos por muerte violenta. Aquella mañana, Linda, una niña de nuestro grupo, en cuanto vio el cadáver deslizarse fuera del coche, empezó a llorar, contagiando a dos chiquillos más. Un llanto entrecortado. Un joven de paisano agarró el cadáver por el pelo, le escupió a la cara y, dirigiéndose a nosotros, dijo:
_aQué hacéis llorando? Este era escoria, no ha pasado nada, todo va bien. No ha pasado nada. No ioréis...
LA GURP. DE SECONDIGLEANO
GOMORRA
Desde entonces nunca más he conseguido creer en las escel de la policía científica con guantes, caminando sigilosamente, atel ta a no desplazar polvo y casquillos de bala. Cuando llego
los cuerpos antes que la ambulancia y observo ios últimos mom tos de vida de alguien que tiene conciencia de que se está muri do, siempre me viene a la mente el final de El corazón de las ti
cuando una mujer le pregunta a Marlow, de vuelta ya en su p por el hombre al que amó, le pregunta qué dijo Kurtz antes de m rir.Y Marlow miente. Responde que preguntó por ella, cuando realidad no había pronunciado ninguna palabra dulce, ninguna f se bonita. Kurtz solo había dicho: «El horror». Se cree que la últi palabra pronunciada por un moribundo es su último pensamient el más importante, el fundamental. Que muere pronunciando aq
lo por lo que ha valido la pena vivir. No es así. Cuando uno mu re no sale a la luz nada excepto el miedo. Todos, o casi todos, rep ten la misma frase banal, sencilla, inmediata: «No quiero morir Caras que se han superpuesto siempre a la de Kurtz, rostros que ex presan el tormento, la repugnancia y el rechazo que produce tei minar de un modo horrendo, en el peor de los mundos posibles. E el horror.
Después de haber visto decenas de personas asesinadas, mancha das de su propia sangre mezclada con la suciedad, desprendienc
olores nauseabundos, miradas con curiosidad o indiferencia profesio- nal, evitadas como residuos peligrosos o comentadas con gritos con- vulsos, he llegado a una sola conclusión, una idea tan elemental qu& raya en la idiotez: la muerte da asco.
En Secondigliano, los chavales, los chiquillos, los niños saben perfectamente cómo se muere y cómo es mejor morir. Me disponía a irme del lugar donde le habían tendido la trampa a Carmela Attrice, cuan- do oí hablar a un chiquillo con un amigo suyo. El tono de ambos era serenísimo:
—Yo quiero morir como esta señora. En la cabeza, pam pam... y se acaba todo.
—Pero le han dado en la cara, y en la cara es peor.
—No, no es peor, es un instante también. Delante o detrás da lo mismo, en los dos casos es la cabeza.
Me metí en la conVer5a1ó1, tratando de dar mi opinión y haIciendo preguntas.
—Es mejor que te den en el pecho, ¿no? —les dije a los chiquillos—. Un disparo en el corazón y se acabó.
Pero el chiquillo conocía mucho mejor que yo las dinámicas del dolor y empezó a contar con detalle los dolores que provoca el impacto del proyectil con una profesionalidad de experto.
—No, en el pecho hace daño, mucho daño, y tardas diez minutos en morir. Tienen que llenarse los pulmones de sangre, y además, el impacto es Como si te clavaran un alfiler de fuego y te lo removieran dentro. Hace daño hasta en los brazos y en las piernas. Ahí es como un mordisco fortísimo de serpiente. Un mordisco que no suelta la carne. En la cabeza es mejor; así no te nieas encima y no se te escapa la mierda. No te pasas media hora agitándote en el suelo...
Había Vsto.Y más de un cuerpo. Recibir un disparo en la cabeza evita temblar de miedo, orinarse encima y expulsar mal olor, el hedor de las entrañas por los agujeros de la barriga. Continué haciéndole preguntas sobre detalles de la muerte, sobre las embosCadas.T0 das las preguntas posibles excepto la única que debería haber hecho,
o sea, por qué a los catorce años pensaba en cómo morir. Pero esa idea no se me pasó ni por un momento por la mente. El chiquillo se presentó con su sobrenombre. Le venía de Pokémon, los dibujos animados japoneses. El chiquillo era rubio y chato, suficiente para llamarlo «Pikachu». Señaló, entre la muchedumbre que se había agolpado alrededor del cuerpo de la mujer asesinada, a dos tipos que estaban mirando el cadáver. Pikachu bajó la voz:
—Mira a esos de allí, ¿los ves? Esos son los que han matado a Pupetta.
A Carmela Attrice la llamaban «Pupetta».Traté de mirar a la cara a los chicos que Pikachu me había indicado. Tenían una expresión emocionada, pa1pitante apartaban las cabezas y los hombros para ver
mejor a los policías que cubrían el cuerpo. Habían matado a la t jer a cara descubierta, se habían sentado en los alrededores, bajo la e tatua de Padre Pío, y en cuanto se había congregado un poco gente alrededor del cadáver habían ido a ver. Unos días después echaron el guante. Un grupo nutrido para una emboscada a una ni jer inofensiva, asesinada en pijama y zapatillas. Un grupo en su ba tismo de fuego, el negocio de la venta de droga al por menor vertido en brazo armado. El más joven tenía dieciséis años; el maye veintiocho. El presunto asesino, veintidós. Cuando los arrestar uno de ellos, al ver los flashes y las cámaras de televisión, se pusol reír y a guiñar el ojo a los periodistas. Detuvieron también al sunto cebo, el chaval de dieciséis años que había llamado al timba del interfono para hacer bajar a la mujer. Dieciséis años, los misma que la hija de Carmela Attrice, que cuando oye los disparos se asoi al balcón y se echa a llorar porque enseguida se da cuenta de lo qu ha pasado. Según las investigaciones, los ejecutores habían vuelto a:
lugar del delito. Demasiada curiosidad. Como participar en la pe- Jícula de la propia vida. Primero en el papel de actor y después en el de espectador, pero dentro de la misma película. Debe de ser verdad que quien dispara no consigue tener un recuerdo preciso del ges to que realiza, porque aquellos chicos volvieron llenos de curiosidad para ver la que habían organizado y qué cara tenía su víctima. Le pregunté a Pikachu si aquellos tipos eran una paranza de los Di Lauro o si querían formar una. El chiquillo se echó a reír:
—Una paranza? ... Eso quisieran ellos.., pero son unos pelagatos.Yo he visto una paranza...
No sabía si Pikachu estaba contándome trolas o simplemente había juntado cosas que se oían por Scampia, pero su narración era precisa. Un chiquillo minucioso en sus relatos, exacto hasta el punto de hacer que cualquier duda pareciera irreal. Se alegraba de ver mi semblante atónito mientras hablaba. Pikachu me contó que tenía un perro llamado Careca, como el delantero brasileño del Nápoles campeón de Italia. Aquel perro salía a menudo al rellano de la escalera. Un día oyó a alguien detrás de la puerta del piso de enfrente, habitualmente vacío, y se puso a arañarla con las uñas de las patas. Al cabo de unos segundos, una ráfaga de metralleta disparada desde el
lado de la puerta le dio de lleno. Pikachu me contaba el episoreproduciendo todos los ruidos:
_Tra_tra_tra_tt Careca murió en el acto... y la puerta,
se abrió de golpe.
Pikachu se sentó en el suelo con los pies apoyados en una pared los brazos como si estuviera empuñando una metralleta. Me reodujo la postura en la que estaba el vigilante que le había matado perro. El vigilante seguía detrás de la puerta. Sentado, con un co‘n detrás de la espalda y las plantas de los pies apoyadas a ambos la •.o de la puerta. Una postura incómoda para evitar que a uno le enre sueño y sobre todo porque disparar de abajo arriba eliminaría rn toda seguridad a cualquiera que se plantase delante de la puerta, ,.in peligro para el vigilante. Pikachu me contó que, cuando mataron al perro, para disculParse dieron dinero a la familia y después lo invitaron a entrar en casa. En el piso donde estaba escondida una paran- za entera. Lo recordaba todo, las habitaciones vacías, solo con camas, una mesa y un televisor.
Pikachu hablaba deprisa, gesticulando mucho y reproduciendo posturas y movimientos de los miembros de la paranza. Nerviosos, tensos, y uno de ellos llevaba «piñas» colgadas del cuello. Las piñas son las bombas de mano que los hombres de las paranze llevan encima. Pikachu contó que al lado de una ventana había un cesto lleno de piñas. Los clanes camorristas siempre han tenido una particular predilección por las bombas de maño. En todas partes los arsenales de los clanes estaban a rebosar de bombas de mano y antitanque, todas procedentes del este de Europa. Pikachu contaba que en el piso se pasaban horas jugando a la playstation y que él había desafiado y ganado a todos los miembros de la paranza. Ganaba siempre, y le prometían que «un día de esos me llevarían con ellos a disparar de verdad».
Una de las leyendas del barrio cuenta que Ugo De Lucia jugaba obsesivamente a Winning Eleven, el videojuego de fútbol más famoso de la playstation. Parece ser —según las acusaciones— que en cuatro días no solo cometió tres homicidios sino que, además, terminó un campeonato de fútbol en el videojuego.
En cambio, lo que cuenta el arrepentido Pietro EspOsito, llamado «Kojac», parece que no es una leyenda. Había entrado en una casa donde Ugo De Lucia estaba tumbado en la cama delante de la te visión, comentando las noticias:
—Hemos hecho dos piezas más! Y esos otros han hecho ut pieza en el Tercer Mundo.
La televisión era la mejor manera de seguir en tiempo reala guerra sin tener que hacer llamadas telefónicas comprometedora Desde ese punto de vista, la atención mediática que la guerra hat atraído sobre Scampia suponía una ventaja estratégica militar. Pero que más me había impresionado era el término «pieza». Pieza era nueva manera de designar un homicidio. Hablando de los muerta de la guerra de Secondigliano, Pikachu también hablaba de las p zas que habían hecho los Di Lauro y las piezas que habían hecho b secesionistas. «Hacer una pieza»: una expresión tomada del trabajo destajo, el asesinato de un hombre equiparado a la fabricación de un cosa, cualquier cosa. Una pieza.
Pikachu Y yo empezamos a pasear y me contó cosas de los chi quilos del clan, la verdadera fuerza de los Di Lauro. Le pregunt dónde se reunían y se ofreció a acompañarme; todos lo conocían quería demostrármelo. Había una pizzería donde se reunían por l noche. Antes de ir, pasamos a recoger a un amigo de Pikachu, uno d los que formaban parte del Sistema desde hacía tiempo. Pikachu
adoraba, lo describía como una especie de boss, era un referente en tre los chiquillos del Sistema porque le habían encomendado la tarea de alimentar a los prófugos y, según él, hacer la compra directamente a la familia Di Lauro. Se llamaba Toníno «Kit Kat» porque devoraba toneladas de chocolatinas. Kit Kat se las daba de pequeño boss, pero yo me mostraba escéptico. Le hacía preguntas a las que se cansaba de responder, así que se levantó eljersey.Tenía todo el tórax lleno de moretones redondos. En el centro de las circunferencias violáceas aparecían puntos amarillos y verduscos de capilares rotos.
—Pero ¿qué has hecho?
—El chaleco...
—El chaleco?
—Sí, el chaleco antibalas...
—Y el chaleco hace esos cardenales?
—Claro, las berenjenas son las balas que me han alcanzado...
Los moretones, las berenjenas, eran el fruto de los disparos de pisque el chaleco detenía un centímetro antes de llegar a entrar en
Carne. Para enseñar a no tener miedo de las armas, hacían ponerse i chaleco a los chiquillos y disparaban contra ellos. Un chaleco por
1o no bastaba para impulsar a un individuo a no huir ante un na. Un chaleco no es la vacuna contra el miedo. La única manera anesteSi1 todo temor era mostrar cómo podían ser neutralizadas armas. Me contaron que los llevaban al campo, nada ms salir de condiglia110. Les hacían ponerse los chalecos antibalas debajo de la Irniseta y descargaban medio cargador de pistola contra cada uno.
_Cuando llega la bala, caes al suelo y dejas de respirar abres la ca y tomas aire, pero no entra nada. No puedes más. Son como astañaZ05 en el pecho te parece que vas a estallar... Pero después te ,antas, eso es lo importante. Después del tiro, te levantas.
Kit Kat había sido adiestrado junto a otros para recibir disparos, entrenamiento para morir, mejor dicho, para casi morir. Los reclutan en cuanto son capaces de ser fieles al clan.Tienen tre doce y diecisiete años; muchos son hijos o hermanos de aflijasos, mientras que otros muchos proceden de familias de trabajadores con empleos precarios. Son el nuevo ejército de los clanes de la CaLorra napolitafla.e11en del centro histórico, del barrio de Saniti, de Forc ella, de de la barriada San Gaetano, de los Barrios Españoles, del Pallonetto, los reclutan mediante afiliaciones estructuradas en diversos clanes. Por su número, son un verdadero ej&cito. Las ventajas para los clanes son múltiples: un chiquillo cobra menos de la mitad del sueldo de un afiliado adulto de la categoría más baja, raramente debe mantener a los padres, no tiene las obligaciones que impone una familia, no tiene horarios, no necesita un salario puntual y, sobre todo, está dispuesto a estar permanentemente en la calle. las atribuciones son diversas y con diversas responsabilidades. Se empieza con la venta de droga blanda, sobre todo hachís. Los chiquillos se sitúan casi siempre en las calles rníis bulliciosas. Con el tiempo empiezan a vender pastillas y casi siempre les proporcionan un ciclomotor. Por último, la cocaína: la llevan directamente a las universidades, a los alrededores de los locales y los hoteles, a las estaciones de metro. Los grupos de jOS camellos son fundamentales en donde Ugo De Lucia estaba tumbado en la cama delante de la te visión, comentando las noticias:
—Hemos hecho dos piezas más! |