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Roberto saviano debate 1 1 el puero 2 9


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Hollywo od



En Casal di Principe, a Don Peppino Diana le han dedicado u «Centro de Acogida Inmediata y Temporal para Menores Tutelados un centro organizado en una villa embargada a un miembro del c de los Casalesi, Egidio Coppola. Una villa fastuosa, de la que ha si4 posible recuperar un montón de habitaciones. La Agencia Itahazi para la Renovación, el Desarrollo y la Seguridad en el Territori (AGRORINASCE), que reúne a los municipios de Casapesenna Casal di Principe, San Cipriano d’Aversa yVilla Literno, ha logrado transformar algunos bienes de los camorristas en estructuras útiles a la gente de la tierra. Las villas de los boss embargadas, hasta que no son verdaderamente reutiizadas, continúan ostentando la marca de quien las ha edificado y habitado. Aunque abandonadas, conservan el símbolo del dominio. Al atravesar la campiña aversana uno parece te— ner ante sí una especie de catálogo resumen de todos los estilos arquitectónicos de los últimos treinta años. Las villas más imponentes, de constructores y propietarios de terrenos, son las que marcan la pauta para las otras, más reducidas, de empleados y comerciantes. Si las primeras se hallan presididas por cuatro columnas dóricas de cemento armado, las segundas tendrán solo dos, y serán la mitad de altas. El juego de imitación hace, pues, que todo el territorio esté salpicado de conjuntos de villas que rivalizan en imponencia, complejidad e inviolabilidad, en una especie de búsqueda de lo raro y lo singular; como, por ejemplo, haciendo reproducir las líneas de un cuadro de Mondrian en la valla exterior.
Las villas de los camorristas son perlas de cemento ocultas en las calles de los pueblos de la provincia de Caserta, protegidas por muros y cámaras de vigilancia. Hay montones de ellas. Mármol y parquet, columnatas y escaleras, chimeneas con las iniciales de los boss grabadas en el granito... Pero hay una especialmente célebre, la más fastuosa de todas, o simplemente aquella en torno a la cual se han creado más leyendas. En el pueblo todos la conocen como «Hollywood». Basta pronunciar su nombre para saberlo. Hollwo0d es la villa de Walter Schiavofle, hermano de Sandokan, durante muchos años responsable del ciclo del cemento en nombre del clan. Intuir el origen de ese nombre no resulta dificil: basta con imaginarse los espacios y el fasto. Pero no es ese el verdadero motivo: la villa de Walter Schiavone tiene que ver de verdad con HollOOd. En Casal di Principe se cuenta que el boss le había pedido a su arquitecto que le construyera una villa idéntica a la de aquel gánter cubano de Miami,Tony Montana, que aparecía en El precio del poder. Había visto una y otra vez la película que le había conmocionado hasta el punto de llegar a identificarSe con el personaje interpretado por Al Pacino; y efectivamente, con algo de fantasía podía superponerse su horadado rostro al del actor. Toda la historia tiene tintes de leyenda. Según cuentan en el pueblo, el boss le entregó directamente el vídeo de la película a su arquitecto: el proyecto había de ser el de El precio del poder, y ningún otro. Me daba la impresión de ser una de aquellas historias que adornan la ascensión al poder de todo boss, un aura que se empapa de leyenda, de auténticos mitos metropolitanos. Cada vez que alguien nombraba HollywOOd había siempre otro que de pequeño había ido a ver los trabajos de construcción: todos en fila, montados en bicicleta, a contemplar la villa de Tony Montana que poco a poco se iba alzando en mitad de la calle, surgida directamente de l pantalla. Algo que, por lo demás, resultaba muy poco habitual, ya que en Casale las obras de las villas no suelen iniciarse hasta que no se han alzado sus elevados muros exteriores.Y0 no había creído nunca en la historia de HOIIYwOOd.Vista desde fuera, la villa de Schiavone es un búnker, rodeada de gruesos muros coronados por verjas amenazadoras. Todos los accesos están protegidos por vallas blindadas. No se vislumbra lo que puede haber al otro lado de los muros, aunque, en vista de su estructura defensiva, uno piensa en algo precioso.
Existe una única señal externa, un silencioso mensaje, que se halla precisamente en la entrada principal. A ambos lados de la verja, que parece la de una casa de labranza, se hallan dos columnas dóricas rematadas por un tímpano. No guardan armonía alguna con la disciplinada sobriedad de las casitas del entorno, con los gruesos muros, con la valla roja. En realidad es la marca de la familia: el tímpano neopagano, como un mensaje destinado a quien ya conoce la villa. Solo verla me había dado la certeza de que aquella construcción sobre la que se fabulaba desde hacía años existía realmente, y había pensado en entrar decenas de veces para observar Hollywood con mis propios ojos. Pero parecía imposible. Incluso después del embargo estaba vigilada por los gorilas del clan. Una mañana, antes de que se decidiera su futuro uso, me armé de valor y me dispuse a entrar. Pasé por un acceso secundario, al abrigo de miradas indiscretas que habrían podido ponerse nerviosas por la intrusión. La villa aparecía imponente, luminosa, la fachada infundía la misma clase de respeto que uno siente ante un monumento. Las columnas sostenían dos pisos con tímpanos de distinto tamaño, organizados en una estructura vertical decreciente, que exhibían un semicírculo truncado en el centro. La entrada era un delirio arquitectónico: dos enormes escalinatas se remontaban como dos alas de mármol hasta el primer piso, que asomaba en forma de galería sobre el salón de abajo. El atrio era idéntico al de Tony Montana. Estaba también la terraza con una entrada central que daba al despacho, el mismo donde termina El precio del poder entre una lluvia de proyectiles. La villa es un derroche de columnas dóricas enlucidas de rosa por la parte interior y de verde aguamarina por el exterior. Los lados del edificio están formados por dobles columnatas con preciosos acabados de hierro forjado. La propiedad tiene en conjunto 3.400 metros cuadrados, con una construcción de 850 metros cuadrados dispuesta en tres niveles.A finales de la década de 1990, el valor del inmueble era de cerca de 5.000 millones de liras; hoy la misma construcción tendría un valor comercial de cuatro millones de euros. En el primer piso hay habitaciones enormes, en cada una de las cuales, inútilmente, hay al menos un baño. Algunas son enormes y lujosas; otras, en cambio, pequeñas y modestas. Está la habitación de los hijos, donde todavía hay pósters

de cantantes y futbolistaS colgados en las paredes, un cualalto ennegrecido con dos pequeños angelotes, que probablemente estaba en la cabecera de la cama. Un recorte de periódico: «El Albanova atila SUS armas». El Albanova era el equipo de Casal di Principe y San Cipriano d’Aversa, disuelto por la Antimafla en 1997, creado con el dinero del clan, un equipo títere de los boss.Aquellos recortes chamuscados adheridos al enmohecido revoque eran lo único que quedaba del hijo de Walter, muerto en un accidente de tráfico cuando todavía era un adolescente. Desde el balcón se veía el jardín de delante, salpicado de pa1meras y había también un pequeño lago artifidal con un puentecito de madera que llevaba a un pequeño islote de plantas y árboles rodeado por un muro. En esta zona de la casa, cuando todavía la habitaba la familia Schiavone, jugueteaban los petc0S los molosos, enésimo símbolo de la puesta en escena del poder. En la parte trasera se extendía un prado con una elegante piscina ¿iseñaia como una elipse torcida a fin de permitir que las palmeras dieran sombra durante las jornadas estivales, Esta parte de la villa se había copiado del Baño de Venus, verdadera perla del Jardín Inglés del Palacio Real de Caserta. La estatua de la diosa se acomodaba a la supeCe del agua con la misma gracia que la deVanvitelli. La villa estí abandonada desde la detención del boss, acaecida en 1996 precisalllelite en esas estancias.Walter no había hecho como su hermano Sandoh1, que, al verse perseguido por la justicia, había mandado cons ir debajo de su enorme villa, en el centro de Casal di Principe, un refugio tan profundo como principesco. Cuando era un prófugo, Sand0 se refugiaba en un fortín sin puertas ni ventanas, con galeIías y grutas naturales capaces de proporcionar vías de escape en caso de emergencia, pero también con un apartamento de cien metros cuadrados perfectamente organizado.


Un apartamento surrealista, iluminado con luces de neón y Con suelos de cerámica blanca. El búnker estaba provisto de videófOno y tenía dos accesos, imposibles de identificar desde el exteti0 Al llegar prácticamente no se encontraban puertas. ya que estas solo se abrían tras descorrer unos muros de cemento armado que iban sobre raíles. Cuando había peligro de registro domiciliario, el boss, desde el comedor, y a través de una trampilla oculta, llegaba hasta una serie de galerías, nada menos que once, unidas entre sí, que formaban baj tierra una especie de «reducto», el último refugio, donde ‘
había mandado disponer tiendas de campaña: un búnker dentro del búnker. Para cogerle, en 1998, la DIA había tenido que vigilar la casa durante un año y siete meses, llegando a atravesar la pared con una sierra eléctrica para poder acceder al escondite. Solo después, cuando Francesco Schiavone ya se había rendido, había sido posible identificar el acceso principal en el trastero de una villa en la calle Saler— no, entre cajas de plástico vacías y herramientas de jardinería. En el búnker no faltaba de nada. Había dos frigoríficos, que contenían co- mida suficiente para alimentar al menos a seis personas durante unos doce días. Había una pared entera ocupada por un sofisticado equipo estéreo, con videograbadoras y proyectores. La policía científica de la jefatura de Nápoles había necesitado diez horas para controlar las instalaciones de alarmas y sistemas de cierre de los dos accesos. En el baño tampoco faltaba la bañera con hidromasaje.Y todo ello bajo tierra, viviendo como en una madriguera, entre trampillas y galerías.
Walter, en cambio, no se había ocultado bajo tierra. Cuando era un prófugo de la justicia venía al pueblo para las reuniones más importantes.Volvía a casa a pleno sol, con su cortejo de guardaespaldas y seguro de la inaccesibilidad de la villa. La policía le detuvo casi por casualidad. Estaba realizando los controles habituales. Ocho, diez o doce veces al día, policías y carabineros suelen presentarse en casa de las familias de los prófugos; controlan, reconocen, investigan, pero sobre todo tratan de romper los nervios y de hacer cada vez menos solidaria a la familia con la opción de clandestinidad de su pariente. La señora Schiavone recibía siempre a los policías con amabilidad y aplomo. Siempre serena, ofreciendo té y pastas que sistemáticamente eran rechazados. Una tarde, sin embargo, la mujer de Walter se había mostrado tensa al responder al portero automático; y por la lentitud con la que había abierto la puerta, los policías habían intuido de inmediato que aquel día había algo anormal. Mientras recorrían la villa, la señora Schiavone les seguía pegada a sus talones en lugar de hablarles desde la parte baja de la escalera dejando que sus palabra retumbaran por toda la casa, como hacía norma mente. Encontraron camisas de hombre recién planchadas formando una pila sobre la cama, de una talla demasiado grande para que las llevara el hijo. Walter estaba allí. Había vuelto a casa. Conscientes de ello, los policías se separaron, buscándole por todas las habitaciones de la villa. Le cogieron cuando trataba de franquear el muro: el mismo muro que había mandado construir para hacer su casa impenetrable le impidió escapar con agilidad, atrapado como un ladronzuelo que pata- lea buscando apoyos en una pared lisa. La villa fue embargada de inmediato, pero durante cerca de seis años nadie ha tomado realmente posesión de ella. Walter ordenó que se sacara de allí todo lo posible. Si ya no podía estar a su disposición, había de dejar de existir: o suya, o de nadie. Así, mandó desquiciar las puertas, desmontar las ventanas, arrancar el parquet, quitar el mármol de las escaleras, desmontar las preciosas chimeneas, arrancar incluso la cerámica de los baños, quitar los pasamanos de madera maciza, las lámparas la cocina, llevarse los muebles dieciochescos, las vitrinas, los cuadros... Dio órdenes de llenar la casa de lonas y luego prenderles fuego para destrozar las paredes y los revoques, y debilitar las columnas. También en este caso, no obstante, parece haber dejado un mensaje. Lo único inalterado, lo único que se dejó intacto, fue la bañera construida en el segundo piso, el objeto más preciado del boss. Una bañera principesca construida en el salón de la segunda planta; acomodada sobre tres gradas, y con la cara de un león por la que manaba el agua. Una bañera situada delante de una ventana en forma de arco que daba directamente al jardín de la villa. Una señal de su poder como constructor y como camorrista; como un pintor que hubiera borrado su lienzo, pero dejando su firma sobre la tela. Paseando lentamente por Hollywood, lo que yo creía que no eran más que las voces de una exagerada leyenda me parecían ahora, en cambio, corresponderse con la verdad. Los capiteles dóricos, lo imponente de las estructuras del edificio, el doble tímpano, la bañera en la habitación, y, sobre todo, la escalinata de la entrada, son un calco de la villa de El precio del poder.
Recorriendo aquellas estancias ennegrecida5 sentía hinchárse— me el pecho como si todos los órganos internos se hubieran convertido en un único y gran corazón. Lo oía latir en todas partes, y cada vez más fuerte. Se me secaba la garganta a fuerza de respirar hond para calmar el ansia. Si alguno de los gorilas del clan que todavía’ gilaban la villa me hubiese sorprendido, me habría llenado de golpe y ya hubiera podido chillar como un cerdo degollado: nadie me ha bría oído. Pero evidentemente nadie me había visto entrar, y tal ve nadie vigilaba ya la villa. Dentro sentí crecer una rabia oprimer me pasaron por la mente como un único collage de visiones fra mentadas las imágenes de los amigos emigrados, unos alistados en k clanes y otros en el ejército, las soñolientas tardes en estas tierras desierto, la ausencia de cualquier cosa ajena a los negocios, los polí ticos manchados por la corrupción y los imperios que se edificabai en el norte de Italia y en media Europa dejando aquí solo basura y dioxinas.Y me vinieron ganas de tomarla con alguien. Tenía que desahogarme. Así que no pude resistirlo: me encaramé hasta ponerme de pie en el borde de la bañera, y empecé a mear dentro. Un gestQ, idiota, pero cuanto más se vaciaba mi vejiga mejor me sentía. Aque— lla villa parecía la confirmación de un lugar común, la materialización concreta de una habladuría. Tenía la ridícula sensación de que de una de aquellas estancias estuviera a punto de salir Tony Montana, y saludándome con gesticulante y engallada arrogancia, estuviera a punto de decirme:
—Lo único que tengo en el mundo son mis pelotas y mi palabra.Y eso no me lo juego por nadie, ¿entiendes?
Quién sabe si Walter también habrá soñado e imaginado morir como Montana, cayendo desde lo alto al suelo de su vestíbulo acribillado por las balas antes que acabar sus días en una celda consumido por la enfermedad de Basedow, que le estaba corroyendo los ojos y disparando la presión arterial.
No es el cine el que escudriña el mundo criminal para captar los comportamientos más paradigmáticos. Sucede exactamente todo lo contrario. Las nuevas generaciones de boss no tienen una trayectoria típicamente criminal; no se pasan los días en la calle imitando al chulo del barrio, ni llevan un puñal en el bolsillo, ni tienen cicatrices en la cara. Miran la tele, estudian, van a la universidad, se gradúan, viajan al extranjero y, sobre todo, se dedican al estudio de los mecanismos de inversión. El caso de la película El padrino resulta muy elocuente. Nadie en el seno de las organizaciones criminales, ni en Sicilia ni en la Campania, había utilizado jamás el término italiano padrino, que es fruto, eñ cambio, de una traducción poco filológica del inglés godfather. La palabra empleada para designar a un capofamiglia o a un afiliado ha sido siempre la de compare (es decir, «compadre»). Después de la película, sin embargo, las familias mafiosas de origen italiano afincadas en Estados Unidos empezaron a utilizar el término padrino en sustitución de los —ahora pasados de moda— de compare y compariello (este último un diminutivo de «compadre»). Muchos jóvenes italoamericanos vinculados a las organizaciones mafiosas imitaron las gafas oscuras, los trajes de rayas, la expresión hierática... El mismo boss John Gotti quiso transformarse en una versión de carne y hueso de don Vito Corleone. Incluso Luciano Liggio, boss de la Cosa Nostra, se hizo fotografiar resaltando la mandíbula como el capofamiglia de El padrino.
Mario Puzo no se había inspirado en un boss siciliano, sino en la historia y el aspecto de un boss de la Pignasecca, el mercado del centro histórico de Nápoles, Alfonso Tieri, que, tras la muerte de Charles Gambino, pasó a estar al mando de las familias mafiosas italianas hegemónicas en Estados Unidos. Antonio Spavone «el Mal- hombre», el boss napolitano ligado a Tieri, había declarado en una entrevista a un periódico estadounidense que «si los sicilianos habían enseñado a estar mudos y en silencio, los napolitanos habían hecho entender al mundo cómo hay que comportarse cuando se manda; habían hecho entender con un gesto que mandar es mejor que joder». La mayor parte de los arquetipos criminales, lo más representativo del carisma mafioso, provenía de una zona de apenas un puñado de kilómetros de la Campania. Incluso el propio Al Capone era originario de allí. Su familia provenía de Castellammare di Stabia. Fue el primer boss que hubo de medirse con el cine. Su sobrenombre, «Scarface» —«cara cortada», debido a una cicatriz que tenía en la mejilla—, recuperado luego en 1983 por Brian de Palma para su película ya mencionada sobre el boss cubano (El precio del poder), había sido ya el título de un filme de Howard Hawks en 1932 (Scaface, el terror del hampa). Al Capone incluso se dejaba ver en los estudios de rodaje, llegaba con su escolta cada vez que había alguna escena de acción y a las tomas de exteriores a las que podía asistir. El boss qu controlar que Tony Camonte, el personaje de Scaface inspirado en no se banalizara.Y quería parecerse lo máximo posible a Tony C monte, seguro de que, tras el estreno de la película, el personaje convertiría en el emblema de Capone, dejando de ser este el mocj. lo de aquel.
El cine es también un modelo del que extraer modos de e:
sión. En Nápoles, Cosimo Di Lauro es un caso ejemplar. Observan do su vestimenta, a todos debería venirles a la mente El cuervo, d Brandon Lee. Los camorristas deben crearse una imagen crimin que a menudo no tienen, y que encuentran en el cine. Articulandi la propia figura sobre una máscara hollywoodense reconocible, toma una especie de atajo para hacerse reconocer como personajes a lo que hay que temer. La inspiración cinematográfica llega a condici. nar incluso opciones técnicas, como la empuñadura de la pistola y d modo de disparar. En cierta ocasión, un veterano de la policía c:::E fica de Nápoles me explicaba cómo los killers de la Camorra imitan a los de las películas:
¡Hoy, después de Tarantino, ya no saben disparar como Dios manda!Ya no disparan con el cañón recto. Lo tienen siempre inclinado, hacia abajo. Disparan con la pistola torcida, como en las películas, y esta ‘1 costumbre provoca desastres. Disparan al bajo vientre, a las ingles, a las piernas; hieren gravemente sin llegar a matar. Así, siempre se ven obligados a rematar a la víctima disparando en la nuca. Un charco de sangre gratuito, una barbarie del todo superflua a efectos de la ejecución.
Las guardaespaldas de las mujeres boss visten como UmaThurman en Kill Bill: melena rubia, y toda la ropa de color amarillo fosforescente. Una mujer de los Barrios Españoles napolitano,Vincenza Di Domenico, durante un breve período colaboradora con la justicia, tenía un elocuente sobrenombre, «Nikita», como la killer protagonista del filme del mismo título de Luc Besson. El cine, sobre todo el estadounidense, no se ve como el remoto territorio reino de la aberración, ni como el lugar donde se realiza lo imposible, sino como la más cercana de las proximidades.

Salí de la villa poco a poco, liberando los pies del berenjenal de zarzas y hierbajos en que se había convertido el Jardín Inglés tan preciado del boss. Dejé la puerta abierta. Solo unos años antes acercarse a este lugar habría supuesto ser identificado por decenas de centinelas. Ahora, en cambio, había salido caminando con las manos en los bolsillos y la cabeza pegada al mentón, como cuando se sale del cine todavía trastornado por lo que uno acaba de ver.


En Nápoles es fácil darse cuenta de que el ifime El profesor, de Giuseppe Tornatore (cuyo título original italiano es Ii camorrista), es sin lugar a dudas la película que ha marcado, más que ninguna otra, el imaginario colectivo. Para ello basta con escuchar fragmentos de las conversaciones de la gente, que desde hace años se hacen eco constantemente de los diálogos del filme.
Por su parte, la música de la película se ha convertido en una especie de banda sonora de la Camorra, tarareada cuando pasa un jefe de zona, o a menudo solo para inquietar a algún comerciante. Pero el filme ha llegado incluso a las discotecas, donde se bailan nada menos que tres versiones mezcladas de las frases más célebres del boss Raifaele Cutolo, pronunciadas en la película por Ben Gazzara.
De memoria repetían también, imitándolos, los diálogos de El profesor dos muchachos de Casal di Principe, Giuseppe M. y Romeo P., representando auténticas escenas sacadas del filme.
No tenían todavía al carnet de conducir cuando empezaron a asediar a los muchachos de su misma edad de Casale y San Cipriano d’Aversa.Y no lo tenían porque ninguno de los dos llegaba a los dieciocho años. Pero ya eran dos matones. Fanfarrones y graciosos, comían dejando como propina el doble de lo que subía la cuenta. Con la camisa abierta sobre un pecho lampiño, paseaban declamando en voz alta, como si hubiera que reivindicar cada paso. El mentón alto, como ostentación de una seguridad y un poder reales solo en la mente de ambos. Iban siempre en pareja. Giuseppe hacía de boss, siempre un paso por delante con respecto a su compadre. Romeo hacía de guardaespaldas, el papel del brazo derecho, del hombre fiel. A menudo Giuseppe lo llamaba Donnie, como Donnie Brasco. Aunque este fuera un policía infiltrado, el hecho de que se convirtiera en un verdadero mafioso convencido lo salva, a los ojos de sus admiradores, de ese pecado original. En Aversa eran el terror de los conductores novatos. Preferían, sobre todo, las parejas de novios: chocaban expresamente con su ciclomotor contra el coche en cuestión, y cuando los ocupantes bajaban para tomar los datos del seguro, uno de los dos se acercaba a la chica, le escupía en la cara, y esperaban a que el novio reaccionara para poder machacarlo a golpes. Pero los dos desafiaban incluso a los adultos, incluso a los que contaban de verdad. Iban a su zona de influencia y hacían lo que querían. Ellos eran de Casal di Principe, y en su imaginación bastaba con eso. Querían hacer saber que eran de verdad personas temibles a las que había que respetar, y que cualquiera que se acercara a ellos tenía que andar con pies de plomo y no osar siquiera mirarles a la cara. Un día, sin embargo, llevaron demasiado lejos su bravuconería. Salieron a la calle con una metralleta, sacada quién sabe de qué armería de los clanes, y se presentaron ante un grupo de muchachos. Debían de haberse entrenado muy bien, ya que dispararon contra el grupo cuidando de no alcanzar a nadie, sino únicamente haciendo sentir el olor de la pólvora de los balazos y el silbido de los proyectiles. Antes de disparar, no obstante, uno de los dos había recitado algo. Nadie había entendido bien lo que mascullaba, pero un testigo dijo que se parecía a la Biblia, y había apuntado la hipótesis de que tal vez los chicos estuvieran preparándose para la confirmación. Sin embargo, a partir de unas cuantas frases entresacadas se hacía evidente que no se trataba de los pasajes de la confirmación. Era la Biblia, en efecto; pero aprendida no del catecismo, sino de Quentin Tarantino. Era el pasaje recitado por Jules Winnfield en Pulp Fiction antes de matar al muchacho que había hecho desaparecer el valiosísimo maletín de Marcellus Wallace:
Ezequiel, 25, 17: El camino del hombre timorato está amenazado por todas partes por la iniquidad de los seres egoístas y por la tiranía de los hombres malvados. Bendito sea el que en nombre de la caridad y de la buena voluntad conduce a los débiles a través del valle de las tinieblas porque él es en verdad el pastor de su hermano y el buscador de los hijos extraviados y mi justicia caerá sobre ellos con grandísima venganza y furiosísima indignación sobre los que pretendan corromper y destruir a mis hermanos y tú sabrás que mi nombre es el del Señor cuando haga caer mi venganza sobre ti.
Giuseppe y Romeo la repitieron como en la película, y luego dispararon. Giuseppe tenía un padre camorrista, primero arrepentido, y luego incorporado nuevamente a la organización de Quadrano De Falco derrotada por los Schiavone. Es decir, un perdedor. Pero había pensado que, recitando la parte precisa, la pelicula de su vida tal vez podría cambiar. Los dos se sabían de memoria los diálogos, las partes más notables de todas las películas de crímenes. La mayor parte de las veces se pegaban por una simple mirada. En tierras de la Camorra la mirada forma parte del territorio, es como una invasión de las propias habitaciones, como derribar la puerta de la casa de al— guien e irrumpir violentamente en su interior. Una mirada es incluso más que un insulto. Pararse a mirar a alguien a la cara representa ya, de algún modo, un abierto desafio:
—Tengo monos en la cara? ¡Digo que si tengo monos en la cara!
Y tras parafrasear el famoso monólogo de Taxi Driver, se liaban a bofetadas y a puñetazos en el esternóti, de esos que resuenan en la caja torácica y se oyen incluso a cierta distancia.
Los boss Casalesi se tomaron muy en serio el problema de aquellos dos muchachos. Riñas, pendencias y amenazas no eran fácilmente toleradas: demasiadas madres nerviosas, demasiadas denuncias. Así, se dispone que un jefe de zona les «aconseje», haciéndoles una especie de llamada al orden. Este se reúne con ellos en un bar y les dice que están haciendo perder la paciencia a los capos. Pero Giuseppe y Romeo continúan con su película imaginaria, pegándose con quien les apetece y meándose en los depósitos de las motos de los chicos del pueblo. Les «convocan» por segunda vez. Los boss quieren hablar directamente con ellos: el clan no puede soportar ya su actitud en el pueblo; la tolerancia paternalista, habitual en tierras, se transforma en el deber de castigar, y, en consecuend que darles un buen escarmiento, una violenta azotaina pública hacerles comportarse como es debido. Ellos desdeñan la invita siguen arrellanados en el bar, pegados a la máquina de videopó y por las tardes colgados de la televisión para ver los DVD de s_ lículas, horas y horas aprendiendo de memoria frases y gestos, n de hablar y zapatos que llevar. Los dos creen que pueden hacer te a cualquiera. Incluso a quien cuenta. O mejor dicho, sienten precisamente haciendo frente a quien cuenta de verdad p gar a ser verdaderamente temidos. Sin ponerse límite alguno, c Tony y Manny en El precio del poder. No pactan con nadie, contir con sus correrías, con sus intimidaciones, y poco a poco parece, convirtiéndose en los virreyes de Caserta. Los dos muchachos no bían decidido entrar en el clan. Ni siquiera lo habían intentado. . un camino demasiado lento y disciplinado, una discreta carrera e pezando desde abajo que no querían hacer. Desde hacía años, a más, los Casalesi metían a los que de verdad valían en los se económicos de la organización, y ciertamente no en su estructt1 militar. Giuseppe y Romeo representaban la verdadera antítesis de figura del nuevo soldado de la Camorra. Se sentían capaces de c gar sobre la ola de la peor fama de su pueblo. No eran afiliados, pe querían gozar de los privilegios de los camorristas. Pretendían q los bares les sirvieran gratis, la gasolina para sus ciclomotores era u tributo que se les debía, sus madres habían de tener la compra pa. gada, y cuando alguno osaba rebelarse se presentaban de improvis rompiendo cristales y repartiendo bofetadas a diestro y siniestro.Así en la primavera de 2004 algunos emisarios del clan les citan en la pe riferia de Castelvolturno, en la zona del llamado Parque del Mai Una zona de arena, mar y desperdicios, todo mezclado. Acaso se tra tara de una propuesta atrayente, de algún negocio o incluso de 1 participación en una encerrona. La primera emboscada de verdad en su vida.Ya que no habían logrado convencerlos a las malas, los boss trataban de ganárselos con alguna buena propuesta. Me los imagino en los ciclomotores a toda velocidad, repasando los pasajes más destacados de sus películas, los momentos en los que aquellos que

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cuentan deben plegarse ante la obstinación de los nuevos héroes. Así como los jóvenes espartanos iban a la guerra teniendo en mente las gestas de Aquiles y de Héctor, en estas tierras se va a matar y a hacerse matar pensando en El precio del poder, Uno de los nuestros, Donnie Brasco o El padrino. Cada vez que paso casualmente por el Parque del Mar imagino la escena que han relatado los periódicos y que ha reconstruido la policía. Giuseppe y Romeo llegaron con sus ciclomotores mucho antes de la hora acordada, espoleados por la situación. Allí esperaron hasta que llegó un automóvil, del que salió un grupo de personas. Los dos muchachos se acercaron a ellos para saludarles, pero de inmediato sujetaron a Romeo y empezaron a pegar a Giuseppe. Luego, apoyándole el cañón de una automática en el pecho, abrieron fuego. Estoy seguro de que Romeo vería ante sí la escena de Uno de los nuestros en la que Tommy De Vito es invitado a incorporarse a la dirección de la Cosa Nostra en Estados Unidos, y en lugar de recibirle en una sala con todos los boss, le llevan a un cuarto vacío y le disparan en la cabeza. No es verdad que el cine es mentira, no es verdad que no se puede vivir como en las películas, y no es verdad que al apartar la cabeza de la pantalla te des cuenta de que las cosas son distintas. Solo hay un momento distinto: el momento en el que Al Pacino se levanta de la fuente en la que los disparos de metralleta han hecho caer a su doble, y se seca la cara, limpiándose la sangre; el momento en el que Joe Pesci se lava los cabellos y detiene la falsa hemorragia. Pero esto no te interesa saberlo, y, en consecuencia, no lo comprendes. Cuando Romeo vio a Giuseppe en el suelo, estoy absolutamente seguro —con una certeza que no podrá tener jamás ninguna clase de confirmación de que comprendió cuál era la diferencia exacta entre el cine y la realidad, entre la construcción escenográfica y la fetidez del aire, entre la propia vida y un guión. Era su turno. Le dispararon en la garganta y lo remataron con un tiro en la cabeza. Sumando la edad de ambos apenas llegaban a los treinta años. Así había resuelto el clan de los Casalesi aquella excrecencia microcrimiflal alimentada por el cine. Ni siquiera hicieron una llamada anónima para avisar a la policía o a una ambulancia. Dejaron que las manos de los cadáveres de los muchachos fueran picoteadas por las gaviotas y los labios y las narices mordisqueados por los perros vagabundos que deambulaban por aquellas playas de desper cios. Pero eso las películas no lo cuentan: se detienen siempre poco antes.

En tierras de la Camorra, no hay una verdadera diferencia entre 10 espectadores de las películas y cualesquiera otros espectadores. Pó todas partes se siguen los referentes cinematográficos como mitc


gías de imitación. Si en otros lugares te puede gustar Sca face y en
interior puedes sentirte como él, aquí puedes ser Scarface, pero te to serlo hasta el fondo.
Las tierras de la Camorra, sin embargo, son prolíficas también e
apasionados del arte y la literatura. Sandokan tenía en su villa—bún’. ker una enorme biblioteca con decenas de textos centrados exclusi4 vamente en dos temas: la historia del reino de las Dos Sicilias y Na. poleón Bonaparte. Schiavone se sentía atraído por el valor del Estadq borbónico, donde se jactaba de tener antepasados entre los funciona nos de Terra di Lavoro, y fascinado por el genio de Bonaparte, capaz! de conquistar media Europa partiendo de una mísera graduación militar, casi como él mismo, generalisimo de un clan que se contaba entre los más poderosos de Europa y en el que había entrado como soldado raso. Sandokan, con un pasado de estudiante de medicina, gustaba de pasar el tiempo en que se ocultaba de la justicia pintando iconos religiosos y retratos de Bonaparte y de Mussolini.Todavía hoy están a la venta, en las más insospechadas tiendas de Caserta, rarísimos retratos piadosos pintados por Schiavone, donde, en lugar del rostro de Cristo, Sandokan había puesto el suyo propio. A Schiavone le gustaba también la literatura épica. Homero, el ciclo del rey Arturo yWalter Scott eran sus lecturas preferidas. Precisamente la afición por Scott le llevó a bautizar a uno de sus hijos con el fiero y altisonante nombre de Ivanhoe.
No es raro, sin embargo, que los nombres de los descendientes se conviertan en claros indicios de la pasión de los padres. Giuseppe Misso, boss napolitano del clan del barrio de la Saniti, tiene tres nietos: Ben Hur,Jesús y Emiliano Zapata. Misso, que durante los juicios ha adoptado siempre maneras de líder politico, de pensador conser—

vador y rebelde, ha escrito recientemente una novela, El león de mármol. Con cientos y cientos de ejemplares vendidos en Nápoles en muy pocas semanas, el libro, de balbuceante sintaxis, aunque de estilo rabioso, trata de la Nápoles de las décadas de 1980 y 1990, donde se formó el boss y donde emerge su figura, descrita como la de un solitario combatiente contra la Camorra del crimen organizado y de la droga, en nombre de una especie de código caballeresco, no demasiado bien explicado, del atraco y el robo. Durante los diversos arrestos que ha sufrido en su larguísima carrera criminal, siempre se ha encontrado a Misso en compañía de los libros de Julius Evola y de Ezra Pound.


Augusto La Torre, capo de Mondragone, es un estudioso de la psicología y un lector voraz de Carl Gustav Jung, además de buen conocedor de la obra de Sigmund Freud. Echando una ojeada a los títulos que el boss ha solicitado en la cárcel destacan las largas biografias de estudiosos del psicoanálisis mientras que durante los juicios las citas de Lacan se entremezclan con reflexiones sobre la escuela de la Gestalt. Un conocimiento que el boss ha utilizado durante su trayectoria de poder, como una inesperada arma directiva y militar.
También hay un fiel seguidor de Paolo Di Lauro entre los camorristas amantes del arte y la cultura: Tommaso Prestieri es productor de un gran número de cantantes neomelódicos, además de un refinado conocedor del arte contemporáneo. Pero los boss coleccionistas son muchos. Pasquale Galasso tenía en su villa un museo privado con casi trescientas antigüedades, cuya joya era el trono de Francisco 1 de Borbón, mientras que LuigiVollarO llamado «el Califa», era propietario de una tela de su pintor predilecto: Botticelli.
La policía arrestó a Prestieri mientras disfrutaba de su amor por la música. De hecho, le cogieron en el napolitano Teatro Bellini cuando asistía a un concierto mientras pesaba una orden de búsqueda contra él. Tras una condena, Prestieri ha declarado: «Soy libre en el arte; no tengo necesidad de ser excarcelado». Un equilibrio hecho de cuadros y canciones que concede una imposible serenidad a un capo en desgracia como él, que ha perdido en campaña nada menos que a dos hermanos, asesinados a sangre fría.

El boss psicoanalista Augusto La Torre había sido uno de los predi lectos de Antonio Bardellino; de muchacho había ocupado el puesto de su padre, convirtiéndose en el líder absoluto del clan de lof Chiuovi, como se les conocía en Mondragone. Un clan hegemóni-4 co en la alta Caserta, en el bajo Lacio y a lo largo de toda la costa do— micia. Se habían alineado con los enemigos de Sandokan Schiavone, pero con el tiempo el clan había demostrado gran habilidad empresarial y capacidad de gestión del territorio, únicos elementos que pueden hacer cambiar las -relaciones conffictivas entre las familias de la Camorra. La capacidad de hacer negocios acercó a La Torre a los Casalesi, que le dieron la posibilidad de actuar conjuntamente, pero gozando a la vez de autonomía. El de Augusto no era un nombre elegido al azar. A los primogénitos de la familia La Torre se les solía dar nombres de emperadores romanos. Eso sí, habían invertido el orden histórico: la historia romana vio reinar primero a Augusto y luego a Tiberio; en cambio,Tiberio era el nombre del padre de Augusto La Torre.


En el imaginario de las familias de estas tierras, la villa de Esci— pión el Africano construida en las inmediaciones del actual lago Patria, las batallas capuanas de Aníbal, la fuerza imparable de los sanni— tas, los primeros guerrilleros europeos, que atacaban a las legiones romanas y luego huían a las montañas, todo ello está presente como historias populares, relatos de un pasado remoto del que, sin embargo, todos se sienten parte. Al delirio histórico de los clanes se contraponía el difuso imaginario que reconocía en Mondragone la capital de la mozzarella. Mi padre me obligaba a darme atracones de mozzarellas mondragonesas, pero resultaba imposible determinar cuál era el territorio que ostentaba la supremacía de la mejor mozzarella. Los sabores eran muy distintos: el dulzón y ligero de la mozzarella de Battipaglia; el salado y consistente de la mozzarella aversana, y luego aquel sabor tan puro de la mozzarella de Mondragone. Los maestros queseros mondragoneses, sin embargo, sí tenían una prueba para determinar la bondad de la mozzarella. Para ser buena, esta debe dejar en la boca cierto regusto, lo que los campesinos denominan «aliento de búfala». Si después de haber tragado ya el trozo no permanece ese sabor a búfala en la boca, es que la mozzarella no es buena. Cuando iba a Mondragone me gustaba pasear por el embarcadero. Recorrerlo de un lado a otro, antes de que fuera derribado, era una de mis ocupaciones estivales favoritas. Una lengua de cemento armado construida sobre el mar para que pudieran atracar las barcas; una estructura inútil y jamás utilizada.
Mondragone se convirtió de repente en el destino de todos los muchachos de la provincia de Caserta y de la campiña pontina que querían emigrar a Inglaterra. Emigrar como oportunidad vital, la de poder marcharse finalmente, pero no como camarero, como pinche en un McDonald’s o como camarero pagado con pintas de oscura cerveza. Se iba a Mondragofle para tratar de establecer contactos con las personas apropiadas, para obtener un trato de favor, la posibilidad de ser recibido con amabilidad e interés por los propietarios de los locales. En Mondragofle se podía encontrar a las personas adecuadas para hacerte contratar por una aseguradora o por una inmobiliaria, e incluso en el caso de que se presentaran braceros desesperados, parados crónicos, los contactos apropiados les permitirían encontrar empleo con contratos decentes y un trabajo digno. Mondragone era la puerta a Gran Bretaña. De repente, a partir de finales de la década de 1990, tener un amigo en Mondragone significaba poder ser evaluado por lo que valías, sin necesidad de presentación o de recomendación; cosa rara, rarísima, imposible en Italia, y aún más en el sur. Para ser considerado y valorado solo por lo que eres, por estos pagos siempre necesitas a alguien que te proteja, y cuya protección pueda, cuando no favorecerte, al menos hacer que te tomen en consideración. Presentarte sin protector es como ir sin brazos y sin piernas; en resumen: te falta algo. En Mondragone, en cambio, cogían tu c culum y miraban a quién podían enviarlo en Inglaterra. De ai - modo valía el talento, y aún más la manera en que habías decidia expresarlo. Pero solo en Londres o en Aberdeen; no en la Campan no en la provincia de la provincia de Europa.
En cierta ocasión Matteo, un amigo mío, había decidido inte tarlo: marcharse de una vez por todas. Había ahorrado algo de din ro, había logrado graduarse cum laude, y se había hartado de tra entre andamios y edificios en construcción para poder sobreviví Le habían dado el nombre de un muchacho de Mondragone que ayudaría a partir hacia Inglaterra, y una vez allí ya encontraría modo de presentarse a unas cuantas entrevistas de trabajo.Yo le acom pañé. Esperamos durante horas en una playa donde le había citado s contacto. Era verano. Las playas de Mondragone están abarrotadas veraneantes de toda la Campania, los que no pueden permitirse ir la costa amalfitana, los que no pueden alquilar una casa en el ma para todo el verano y, en consecuencia, van y vienen constantemen. te de la costa al interiór, y viceversa. Hasta mediados de la década c 1980 se vendía la mozzarella en estuches de madera llenos de leche de búfala hervida. Los veraneantes se la comían con las manos, prin-* gándose de leche, y los niños, antes de morder la pasta blanca, se pa— saban la lengua por la mano, que tenía un gusto salado. Luego ya na- die siguió vendiendo mozzarella, y llegaron las rosquillas y los trozos de coco. Aquel día, nuestro contacto se retrasó dos horas. Cuando por fin acudió a nuestro encuentro, se presentó bronceado y cubierto únicamente por un ajustado bañador, nos explicó que había desayunado tarde, y que, en consecuencia, se había bañado tarde y se había secado tarde. Esta fue su excusa; en suma, culpa del sol. Nuestro contacto nos llevó a una agencia de viajes. Eso fue todo. Nosotros creíamos que nos recibiría quién sabe qué intermediario, y en lugar de ello resultaba que solo hacía falta presentarse en una agencia, no especialmente elegante; ni siquiera era una de aquellas con cientos de folletos, sino un cuchitril cualquiera. Sin embargo, si te presentaba un contacto mondragonés podías acceder a sus servicios, mientras que si entraba una persona cualquiera se desarrollaban las prácticas habituales de cualquier agencia de viajes. Una muchacha jovencísima le pidió el currículum a Matteo y nos indicó cuál era el primer vuelo disponible. La ciudad donde iban a enviarle era Aberdeen. Le dieron un folleto con la lista de una serie de empresas a las que podría dingirse para mantener una entrevista de trabajo. Mejor dicho, la propia agencia, a cambio de algo de dinero, pidió cita a las secretarias de los encargados de la selección de personal en cada empresa. Jamás una agencia intermediaria había sido tan eficiente. Dos días después embarcamos rumbo a Escocia, un viaje rápido y económico para quienes provenían de Mondragone.
En Aberdeen se respiraba una atmósfera familiar.Y sin embargo, no había nada más alejado de Mondragone que aquella ciudad escocesa: el tercer centro urbano de Escocia; una ciudad oscura, grisácea, aunque no llovía tanto como en Londres. Antes de la llegada de los clanes italianos, la ciudad no sabía valorar sus propios recursos en cuanto a ocio y turismo, y todo lo relativo a restaurantes, hoteles y vida social se organizaba al triste modo inglés. Hábitos idénticos, locales abarrotados de personas en torno a la barra un solo día a la semana... Según las investigaciones de la Fiscalía Antimafla de Nápoles, fue Antonio La Torre, hermano del boss Augusto, quien desarrolló en Escocia una serie de actividades comerciales capaces, en pocos años, de imponerse como la flor y nata del mundo empresarial escocés. La mayor parte de las actividades en Inglaterra del clan La Torre son perfectamente legales: la adquisición y gestión de bienes inmobiliarios y de establecimientos comerciales, y el comercio de productos alimenticios con Italia. Un volumen de negocio enorme, dificil de valorar en cifras. En Aberdeen, Matteo buscaba todo lo que no se le había reconocido en Italia; caminábamos por las calles con satisfacción, como si por primera vez en nuestra vida el hecho de ser de la Campania fuera condición suficiente para valernos un área de afirmación. En el 27 y el 29 de Union Terrace me encontré frente a un restaurante del clan, el Pavarotti’s, registrado precisamente a nombre de Antonio La Torre y mencionado incluso en las guías turísticas onune de la ciudad escocesa. Para Aberdeen era el salón elegante, el local de moda, el sitio donde se podía cenar de la mejor de las maneras y el lugar idóneo para hablar de negocios importantes. Las empresas del clan han sido anunciadas incluso en París, como máxima expresión del «made in Italy», en la feria gastronómica Italissima, ce— lebrada en la capital francesa. Antonio La Torre, de hecho, ha presen- tado affi sus actividades de restauración y ha expuesto su propia marca. Un éxito que hace de La Torre uno de los primeros empresarios escoceses en Europa.
Antonio La Torre fue arrestado en Aberdeen en marzo de 2005; sobre él pesaba una orden de búsqueda de la policía italiana por aso— ciación para cometer delitos de índole camorrista y por extorsión.
Durante años había evitado tanto el arresto como la extradición, es— cudándose en su ciudadanía escocesa y en la falta de reconocimiento por parte de las autoridades británicas de los delitos de asociación que se le imputan. Escocia no quería perder a uno de sus empresarios más brillantes.
En 2002, el Tribunal de Nápoles emitió una orden de prisión preventiva que afectaba a treinta personas ligadas al clan La Torre. De la orden se deducía que la organización criminal ganaba ingentes sumas de dinero a través de las extorsiones y del control de las actividades económicas y de las contratas en su zona de competencia, que luego reinvertía en el extranjero, especialmente en Gran Bretaña, donde se había creado una verdadera colonia del clan. Una colonia que no había invadido, que no había provocado una competencia a la baja en la mano de obra, sino que había infundido savia económica, revitalizando el sector turístico, desarrollando una actividad de importación y exportación hasta entonces desconocida en la ciudad, y dando un nuevo impulso al sector inmobiliario.
Pero el poder internacional que partía de Mondragone estaba personificado también por Rockefeller, llamado así en su tierra por su evidente talento para los negocios y por la enorme liquidez que poseía. Rockefeller es Raifaele Barbato, de sesenta y dos años, nacido en Mondragone. Es posible que incluso él mismo haya olvidado su verdadero nombre. Con esposa holandesa, hasta finales de la década de 1980 gestionó negocios en Holanda, donde era propietario de dos casinos frecuentados por clientes de calibre internacional, desde el hermano de Bob Cellino, fundador de las salas de juego de Las Ve-

ABERDEEN, MONDRAGONE


gas, hasta importantes mafiosos eslavos con sede en Miami. Sus socios eran un tal Liborio, siciliano con contactos en la Cosa Nostra, y un tal Emi, un holandés que luego se trasladó a España, donde ha abierto hoteles, residencias y discotecas. Fue también Rockefeller una de las mentes —según las declaraciones de los arrepentidos Mario Sperlongaro, Stefano Piccirillo y Girolamo Rozzera— que concibieron la idea, junto a Augusto La Torre, de viajar a Caracas para tratar de encontrar a grupos de traficantes venezolanos que vendieran coca a precios competitivos con respecto a los colombianos, proveedores de los napolitanos y los Casalesi. Muy probablemente en materia de droga, La Torre había logrado tener cierta autonomía, raramente concedida por los Casalesi.Asimismo, Rockefeller había encontrado un lugar donde Augusto pudiera dormir y estar cómodo durante sus estancia en Holanda huyendo de la justicia: lo había acomodado en el club de tiro al plato. Así, aunque estuviera lejos de la campiña mondragonesa, el boss podía disparar a los platillos volantes para mantenerse en forma. Rockefeller contaba con una enorme red de relaciones, era uno de los hombres de negocios más conocidos no solo en Europa, sino también en Estados Unidos, ya que el hecho de gestionar salas de juego le había puesto en contacto con mafiosos italoamericanos que cada vez en mayor grado veían Europa como un mercado en el que invertir, arrinconados de manera lenta y progresiva por los clanes albaneses crecientemente hegemónicos en Nueva York, y cada vez más vinculados a las familias camorristas de la Campania; personas capaces de traficar con droga y de invertir su dinero en restaurantes y hoteles a través de la puerta abierta por los mondragoneses. Rockefeller es el titular de la playa llamada de Adán y Eva, rebautizada como La Playa,* un hermoso complejo turístico de la costa mondragonesa donde —según las acusaciones de la magistratura— les gustaba ocultarse a muchos afiliados perseguidos por la justicia. Cuanto más cómodo sea el refugio, menos aflorarán las tentaciones de arrepentimiento para escapar a una vida de continua huida.Y precisamente con los arrepentidos, los La Torre habían sido despiadados. Francesco Tiberio, primo de Agusto, había telefoneado
* En castellano en el original. (N. de los T)

a Domenico Pensa, que había declarado contra el clan Stolder, tándole claramente a abandonar la población.


—He sabido por los Stolder que tú has colaborado contra eilc y, en consecuencia, dado que aquí nosotros no queremos a los qt colaboran con la justicia, tienes que marcharte de Mondragone; lo contrario, alguien vendrá y te cortará la cabeza.
El primo de Augusto tenía talento para aterrorizar por teléfo a quien osaba colaborar o dejar que se filtrara información. C otro,Vittorio Di Tella, fue más explicito, invitándole a que se com4 prara la mortaja.
—Ya puedes ir comprándote camisas negras!, ¿eh, cornudo? ¡que te voy a matar!

Antes de que llegaran los arrepentidos al clan, nadie podía imaginar, el ilimitado perímetro de los negocios de los mondragoneses. Entre los amigos de Rockefeller se contaba también un tal Raifaele Ac— concia, mondragonés de nacimiento y también trasladado a Holanda, propietario de una cadena de restaurantes, que según el arrepentido Stefano Piccirillo sería un importante narcotraficante a escala internacional. Precisamente en Holanda sigue oculta, tal vez en algún banco, la caja del clan La Torre, millones de euros facturados a través de intermediaciones y comercios que los investigadores no han encontrado jamás. En Mondragone, esta supuesta caja fuerte de la banca holandesa se ha convertido en una especie de símbolo de riqueza absoluta, sustituyendo a cualquier otro referente de la riqueza internacional. Allí ya no se dice «Es que acaso me has tomado por el Banco de Italia?», sino «EMe has tomado por el Banco de Holanda?».


El clan La Torre, con apoyos en Sudamérica y bases en Holanda, tenía la intención de dominar el tráfico de coca en las calles romanas. Roma, para todas las familias empresariales—camorristas caserta— nas, constituye la primera referencia tanto en el narcotráfico como en las inversiones en bienes inmuebles. Roma se convierte, así, en una extensión de la provincia de Caserta. Los La Torre podían contar con rutas de aprovisionamiento que tenían su base en la costa domicia. Las villas de la costa eran fundamentales para el tráfico primero de tabaco de contrabando, y luego de cualesquiera mercancías. Por allí cerca estaba la villa de Nino Manfredi, a quien fueron a ver varios representantes del clan para pedirle que se la vendiera. Manfredi trató de oponerse por todos los medios posibles, pero su casa se hallaba en un punto estratégico para que pudieran atracar las lanchas, y las presiones del clan fueron en aumento.Ya no le pedían que vendiera: ahora le imponían que se la cediera a un precio establecido por ellos. Manfredi incluso acudió a un boss de la Cosa Nostra, divulgando la noticia, en enero de 1994, por la radio; pero los mondragoneses eran poderosos, y ningún siciliano trató de mediar con ellos. Solo saliendo en la televisión y atrayendo la atención de los medios nacionales, el actor logró hacer pública la presión a la que había estado sometido a causa de los intereses estratégicos de la Camorra.
El tráfico de droga venía a añadirse a todos los demás canales comerciales. Enzo Boccolato, un primo de los La Torre propietario de un restaurante en Alemania, había decidido invertir en la exportación de ropa. Junto con Antonio La Torre y un empresario libanés, compraban ropa en Apulia —dado que la producción textil de la Campania ya estaba monopolizada por los clanes de Secondigliano—, que luego revendían en Venezuela a través de un intermediario, un tal Alfredo, señalado en las investigaciones como uno de los más destacados traficantes de diamantes de Alemania. Gracias a los clanes camorristas de la Campania, los diamantes se convirtieron en poco tiempo, tanto por su alta variabilidad de precio como por el valor nominal que mantienen perenneménte en el bien preferido para el blanqueo de dinero negro. Enzo Boccolato era conocido en los aeropuertos de Venezuela y de Frankfurt, tenía contactos entre los encargados del control de mercancías, que muy probablemente no solo se preocupaban del envío y la llegada de la ropa, sino que se disponían también a tejer una gran red de tráfico de cocaína. Puede parecer que los clanes, una vez completada la acumulación de grandes capitales, interrumpen su actividad comercial, deshaciendo de algún modo su propio código genético y reconvirtiéndolo al ámbito legal. Como en el caso de la familia Kennedy en Estados Unidos, que durante el período de la prohibición había ganado enormes capitales con la venta de alcohol, y luego había puesto fin a cualquier relación con la delincuencia. Pero, en realidad, la fuerza del empresariado c minal italiano ha residido precisamente en seguir circulando por doble vía, en no renunciar nunca al origen criminal. En Aberde denominan scratch (»rayar») a este sistema. Como los raperos o disc-jockeys, que bloquean con los dedos el giro normal del d sobre el plato, así también los empresarios de la Camorra bloque por un momento la marcha del disco del mercado, «rayándolo», pa luego hacerlo avanzar de nuevo a mayor velocidad que antes.
A partir de las diversas investigaciones de la Fiscalía Antimafla c Nápoles sobre La Torre, se ponía de manifiesto que, cuando el cursc legal sufría una crisis, de inmediato se activaba la vía criminal. Si taba liquidez, se hacían acuñar monedas falsas; si se necesitaban cap tales en breve tiempo, se estafaba vendiendo bonos públicos falsiflcai dos. La competencia era aniquilada por las extorsiones, y se liberaban las mercancías importadas. «Rayar» el disco de la economía legal per. mite que los clientes puedan tener un nivel de precios constante nada esquizofrénico, que los créditos bancarios sean siempre satisfac-j torios, que el dinero siga circulando, y que los productos sigan consumiéndose. «Rayar» adelgaza la barrera que se alza entre la ley y el imperativo económico, entre lo que prohíbe la norma y lo que impone el beneficio.

Los negocios de los La Torre en el extranjero hacían indispensable la participación, en varios niveles en la estructura del clan, de representantes ingleses, que incluso llegaban a adquirir la categoría de afiliados. Uno de ellos es Brandon Queen, detenido en Inglaterra, que recibe puntualmente su mensualidad, incluidas las pagas extras, de Mondragone. En la orden de custodia cautelar de junio de 2002 se lee también que «Brandon Queen aparece sistemáticamente inscrito en la nómina del clan por deseo expreso de Augusto LaTorre».A los afiliados normalmente se les garantiza, además de la protección fisi— ca, la retribución, la asistencia legal y la cobertura de la organización en caso de necesidad. Sin embargo, para recibir estas garantías directamente del boss, Queen debía de desempeñar un papel vital en la maquinaria de los negocios del clan, convirtiéndose en el primer camorrista de nacionaiidad inglesa en la historia criminal italiana y británica.


Hacía muchos años que oía hablar de Brandon Queen. Pero nunca le había visto, ni siquiera en fotografia.Y una vez que hube llegado a Aberdeen no pude por menos de preguntar por él; por el hombre de confianza de Augusto La Torre, el camorrista escocés, el hombre que, sin hallarse en dificultad alguna y conociendo bien únicamente la sintaxis de las empresas y la gramática del poder, había disuelto sus pocos vínculos residuales con los antiquísimos clanes de las Highlands para entrar en los de Mondragone. En las inmediaciones de los locales de La Torre había siempre grupitos de muchachos del lugar. No eran raterillos ociosos, amontonados en torno a las pintas de cerveza a la espera de poder montar alguna bronca o dar un buen tirón; eran muchachotes avispados, incorporados en distintos niveles a las actividades de las empresas legales. Transportes, publicidad, marketing... Al preguntar por Brandon no recibí miradas hostiles o respuestas vagas, como si hubiera preguntado por un afiliado en un pueblo de Nápoles. Parecía que conocían a Brandon Queen desde siempre, o muy probablemente solo se había convertido en una especie de mito del que hablan todas las lenguas. Queen era el hombre que habia llegado. No solo un dependiente como los de los restaurantes, las compañías, los negocios, las agencias inmobiliarias, un empleado con un sueldo seguro. Brandon Queen era algo más; había realizado el sueño de muchos chicos escoceses: no limi— tarse a tomar parte en las actividades económicas legales, sino con— vertirse en parte del Sistema, en parte operativa del clan. Convertir- se en camorrista a todos los efectos, pese a la desventaja de haber nacido en Escocia y, por tanto, creer que la economía tenía una sola vía, la trivial, la de todos, la que trata de reglas y fracasos, de mera competencia y de precios. Me impresionaba que en mi inglés adobado con acento italiano ellos vieran no al emigrante, no a una inconsistente deformación de Jake La Motta, no al coterráneo de los invasores criminales que habían ido a verter dinero a su tierra, sino el rastro de una gramática que conoce el poder absoluto de la economía, capaz de decidir de cualquier cosa y sobre cualquier cosa, capaz de no ponerse límites aun a costa de la cadena perpetua o de la muerte. Parecía imposible, y, sin embargo, mientras hablábamos d ban signos de conocer muy bien Mondragone, Secondigliano, Ma rano, Casal di Principe, territorios de los que les habían hablado como la epopeya de un país lejano, todos los boss empresarios qu habían pasado por aquella zona y por los restaurantes en donde tra bajaban. Nacer en tierras de la Camorra, para mis coetáneos escoce- ses, significaba tener una ventaja, llevar consigo una marca grabada a fuego que te orientaba a considerar la existencia como una donde el empresariado, las armas, e incluso la propia vida son única y exclusivamente un medio para lograr dinero y poder: aquello pot lo que vale la pena existir y respirar, aquello que permite vivir en el centro del propio tiempo, sin tener que preocuparse de otra cosa. Brandon Queen había llegado a pesar de no haber nacido en Italia, a pesar de no haber visto nunca la Campania, a pesar de no haber re—. corrido kilómetros y kilómetros en automóvil bordeando edificios en construcción, vertederos y granjas de búfalas. Había llegado a convertirse en un verdadero hombre de poder, en un camorrista.
Y sin embargo, esta gran organización comercial y financiera internacional no había dado flexibilidad al clan en el control del territorio principal. En Mondragone, Augusto La Torre había administrado el poder con gran severidad. Para llegar a hacer al cártel tan poderoso como era, había sido despiadado. Las armas, a centenares, se las hacía traer de Suiza. De manera política, había alternado distintas fases:
primero una gran presencia en la gestión de las contratas, y luego solo alianzas, contactos esporádicos, dejando que se consolidaran sus negocios y que fuera, pues, la política la que se adaptara a sus empresas. Mondragone fue el primer municipio italiano disuelto por infiltración camorrista en la década de 1990. Pero con el paso de los años, política y clan realmente no han llegado a desligarse nunca. En 2005, un prófugo napolitano había hallado hospitalidad en casa de un candidato que figuraba en las listas electorales del alcalde saliente. En el concejo municipal estuvo presente durante largo tiempo, en el grupo mayoritario, la hija de un guardia municipal acusado de cobrar comisiones por cuenta de los La Torre.

Augusto había sido severo incluso con los políticos. Quienes se oponían a los negocios de la familia debían, en cualquier caso, ser objeto todos ellos de castigos ejemplares y despiadados. La modalidad para la eliminación fisica de los enemigos de La Torre era siempre la misma, hasta tal punto que en la jerga criminal el método mi- litar de Augusto se conoce como hacerlo «a la mondragonesa». La técnica consiste en arrojar a los pozos de la campiña los cuerpos destrozados por decenas y decenas de tiros, y acto seguido, lanzar una bomba de mano; de ese modo el cuerpo queda destrozado, y la tierra se derrumba sobre los restos, que se hunden en el agua. Eso era lo que Augusto La Torre había hecho con Antonio Nugnes, teniente de alcalde democristiano desaparecido sin dejar rastro en 1990. Nugnes representaba un obstáculo para la voluntad del clan de gestionar directamente las contratas públicas municipales y de intervenir en todos los acontecimientos políticos y administrativos. Augusto La Torre no quería aliados; quería ser él mismo, en persona, el que gestionara todos los negocios posibles. Era una fase en la que las opciones militares no se sopesaban demasiado. Primero se disparaba y luego se razonaba. Augusto era muy joven cuando se convirtió en capo de Mondragone. El objetivo de La Torre era ser accionista de una clínica privada en construcción, la Incaldana, de la que Nugnes poseía un nutrido paquete de acciones. Sería una de las clínicas más prestigiosas entre el Lacio y la Campania, a un paso de Roma, que atraería a un buen puñado de empresarios del bajo Lacio, resolviendo el problema de la falta de instalaciones hospitalarias eficientes en la costa domicia y la campiña pontina. Augusto había impuesto un nombre al consejo de administración de la clínica, el nombre de un del- fin suyo, también empresario del clan, que se había enriquecido con la gestión de un vertedero. La Torre quería que fuera él quien re— presentara a la familia. Nugnes se oponía; había comprendido que la estrategia de Augusto no se limitaría solo a meter el pie en un gran negocio, sino que habría algo más. Entonces La Torre envió a un emisario al teniente de alcalde para que tratara de ablandarle, para que le convenciera de que aceptara sus condiciones en la gestión económica de los negocios. Para un político democristiano no resultaba nada escandaloso entrar en contacto con un boss, tratar con su poder empresarial y militar. Los clanes eran la primera fuerza econ mica del territorio; rechazar la relación con ellos habría sido coni un teniente de alcalde de Turín se hubiera negado a entrevistarse cC el gerente de la FIAT. Augusto La Torre no pensaba en adquirir a ciones de la clínica a un precio ventajoso, como habría hecho boss diplomático, sino que las quería gratis. A cambio, garantizar que todas sus empresas adjudicatarias de las contratas de servicie limpieza, comidas, transportes, vigilancia, etcétera, trabajarían có profesionalidad y a un precio muy ventajoso. Aseguraba que inclü sus búfalas producirían la leche más buena si la clínica pasaba a sel suya. A Nugnes le sacaron de su empresa agrícola con la excusa d una entrevista con el boss, y le llevaron a una casa de labranza situa4 da en el pueblo de Falciano del Massico. Según las declaraciones del boss, allí le esperaban el propio Augusto,Jimmy —es decir, Girolamo Rozzera—, Massimo Gitto, Angelo Gagliardi, Giuseppe Valente, M rio Sperlongano y Francesco La Torre. Todos esperaban a que se rea— lizase la emboscada. El teniente de alcalde, apenas bajó del coche, fue 1 al encuentro del boss. Mientras Augusto alargaba los brazos para saludarle, masculló una frase dirigiéndose a Jimmy, tal como el propio boss confesaría más tarde ante los jueces:
—Ven! Ha llegado el tío Antonio.
Un mensaje claro y definitivo.Jimmy se acercó a Nugnes por la espalda y le disparó dos tiros que se le clavaron en la sien; luego, el propio boss le dio el tiro de gracia. Echaron el cuerpo a un pozo de cuarenta metros de profundidad en pleno campo, y después arrojaron dentro dos bombas de mano. Durante años no se supo nada de Antonio Nugnes. Llegaban llamadas telefónicas de personas que le habían visto por media Italia, cuando en realidad estaba en un pozo cubierto por quintales de tierra. Trece años después, Augusto y sus más estrechos colaboradores indicaron a los carabineros dónde podían encontrar los restos del teniente de alcalde que había osado oponerse al crecimiento de la empresa de los La Torre. Sin embargo, cuando los carabineros empezaron a recoger los restos se dieron cuenta de que no pertenecían a un solo hombre. Cuatro tibias, dos cráneos, tres manos... Durante más de diez años el cuerpo de Nugnes había estado junto al deVincenzo Boccolato, un camorrista vincula ABERDEEN do a Cutolo, que luego, tras la derrota de este, se había aproximado a los La Torre.
Boccolato había sido condenado a muerte porque, en una carta enviada desde la cárcel a un amigo suyo, había ofendido profundamente a Augusto. El boss la había encontrado por casualidad, mientras curioseaba por la sala de estar de un afiliado: hojeando papeles, había reconocido su nombre, y, espoleado por la curiosidad, se había puesto a leer la caterva de insultos y críticas que Boccolato le dedicaba. Antes de terminar de leer la carta ya le había condenado a muerte. Envió a matarle a Angelo Gagliardi, ex cutoliano como él, una de las personas en cuyo automóvil subiría sin sospechar nada. Los amigos son los mejores killers, los que consiguen hacer un trabajo más limpio, sin tener que perseguir al propio objetivo cuando este sale corriendo dando gritos. En silencio, cuando menos se lo espera, se le apoya la punta del cañón de la pistola en la nuca y se abre fuego. El boss quería que las ejecuciones se realizaran en una amigable intimidad. Augusto La Torre no soportaba que se ridiculizara su persona, no quería que alguien, al pronunciar su nombre, pudiera asociarlo inmediatamente después a una carcajada. Nadie había de atreverse.
Luigi Pellegrino, conocido por todos como «Gigiotto», era, en cambio, una de esas personas a las que les gusta chismorrear sobre todo lo concerniente a los poderosos de su ciudad. Son muchos los chicos que en tierras de la Camorra murmuran sobre las inclinaciones sexuales de los boss, sobre las orgías de los jefes de zona, sobre las hijas zorronas de los empresarios de los clanes. Pero, en general, los boss lo toleran, ya que tienen otras cosas en que pensar y, además, es inevitable que se forme un auténtico cotilleo en torno a la vida de los que mandan. Gigiotto chismorreaba sobre la mujer del boss; iba por ahí explicando que la había visto encontrarse con uno de los hombres de mayor confianza de Augusto. La había visto, en los encuentros con su amante, acompañada del propio chófer del boss. Al número uno de los LaTorre, que lo gestionaba y controlaba todo, su mujer le ponía los cuernos ante sus mismas narices, y él no se enteraba. Gigiotto explicaba sus habladurías con variantes cada vez más detalladas y siempre distintas. Fuera invención o no, en la zona todos contaban la historia de la mujer del boss que se entendía con el brazo derecho de su i rido, y todos tenían buen cuidado de citar la fuente: Gigiotto. Un este iba andando por el centro de Mondragone cuando oyó el ru de una motocicleta que se acercaba a la acera un poco más de,, cuenta. Apenas intuyó la deceleración del motor, empezó a correr. la moto salieron dos tiros, pero Gigiotto, zigzagueando entre las far las y los transeúntes, consiguió hacer vaciar todo el cargador al - que iba en la moto de pasajero. El conductor, pues, se vio obligac perseguir a pie a Gigiotto, que se había refugiado en un bar tratan de ocultarse detrás de la barra. Sacó la pistola y le disparó a la cabe delante de un montón de personas, que un momento después homicidio se desvanecieron silenciosas y veloces. Según las investí ciones, el que quiso eliminarle fue el regente del clan, Giuseppe Fra noli, que sin pedir siquiera autorización decidió quitar de en me la mala lengua que tanto estaba infamando la imagen del boss.
En la mente de Augusto, Mondragone, sus campos, la costa, mar, habían de ser solo un taller comercial, un laboratorio a disposi ción suya y de sus empresarios asociados, un territorio del que extr material que exprimir en beneficio de sus empresas. Había impues to la prohibición absoluta de vender droga tanto en Mondragone como en la costa domicia: la máxima orden que los boss casertanos dieran tanto a sus subordinados como a los que no lo eran. La prohi- bición nacía de un motivo moral, el de preservar a los propios con- ciudadanos de la heroína y la cocaína; pero sobre todo, se trataba de evitar que en su territorio los peones del clan, a base de traficar con droga, pudieran enriquecerse en el seno del propio poder y hallar inmediata savia económica para oponerse a los líderes de la familia. La droga que el cártel mondragonés llevaba de Holanda a las calles del Lacio y de Roma estaba taxativamente prohibida. Así, los mondragoneses tenían que coger el coche y viajar hasta Roma para comprar hierba, coca y heroína que llegaba a la capital procedente de los napolitanos, de los Casalesi y de los propios mondragoneses; como gatos que persiguieran su propia cola adherida a un culo que se hubiera alejado. El clan creó un grupo que guardaba ciertas reminiscencias con las centralitas de la policía; eran unas siglas: el GAD, Grupo Antidroga. Si te cogían con un porro en la boca, te rompían el
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