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Roberto saviano debate 1 1 el puero 2 9


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Un viaje al imperio econúmico y al sueño de poder de la Camorra
ROBERTO SAVIANO
DEBATE



1



1


EL PUERO 2


9


Angelina Jolie 9

El Sistema 19

La guerra de Secondigliano
29


Mujeres
67


SEGUNDA PARTE Kaláshnikov 77

Cemento armado
90


Don Peppino Diana 107

Hollywo od
117

Tierra de los fuegos


135









EL PUERO


El contenedor se balanceaba mientras la grúa lo transportaba hacia el barco. Como si estuviera flotando en el aire, el spreader, el mecanismo que engancha el contenedor a la grúa, no lograba controlar el movimiento. Las puertas mal cerradas se abrieron de golpe y empezaron a llover decenas de cuerpos. Parecían maniquíes. Pero en el suelo las cabezas se partían como si fueran cráneos de verdad.Y eran cráneos. Del contenedor salían hombres y mujeres.También algunos niños. Muertos. Congelados, muy juntos, uno sobre otro. En fila, apretujados como sardinas en Jata. Eran los chinos que no mueren nunca. Los eternos que se pasan los documentos de uno a otro. Ahí es donde habían acabado. Los cuerpos que las imaginaciones más calenturientas suponían cocinados en los restaurantes, enterrados en los huertos de los alrededores de las fabricas, arrojados por la boca del Vesubio. Estaban allí. Caían del contenedor a decenas, con el nombre escrito en una tarjeta atada a un cordón colgado del cuello. Todos habían ahorrado para que los enterraran en su ciudad natal, en China. Dejaban que les retuviesen un porcentaje del sueldo y, a cambio, tenían garantizado un viaje de regreso una vez muertos. Un espacio en un contenedor y un agujero en un pedazo de tierra china. Cuando el hombre que manejaba la grúa del puerto me lo contó, se tapó la cara con las manos y siguió mirándome a través del espacio que había dejado entre los dedos. Como si aquella máscara de manos le infundiera valor para hablar. Había visto caer cuerpos y ni siquiera había tenido que dar la voz de alarma, que avisar a nadie. Simplemente había depositado el contenedor en el suelo, y decenas de personas surgidas de la nada los habían metido todos dentro y habían retirado los restos con un aspirador. Así era como funcionaban las cosas. Todavía no acababa de creérselo, esperaba que füese una alucinación debido al exceso de horas extraordinarias Juntó los dedos para taparse la cara por completo y prosiguió su relato gimoteando, pero yo ya no entendí lo que decía.
Todo lo que existe pasa por aquí. Por el puerto de Nápoles. No hay producto manufacturado, tela, artículo de plástico, juguete, martillo, zapato, destornillador, perno, videojuego, chaqueta, pántalón, taladro o reloj que no pase por el puerto. El puerto de Nápoles es una herida. Ancha. Punto final de los interminables viajes de las mercancías. Los barcos llegan, entran en el golfo y se acercan a la dársena como cachorros a las ubres, con la diferencia de que no tienen que succionar sino, por el contrario, ser ordeñados. El puerto de Nápoles es el agujero del mapamundi por donde sale lo que se produce en China, o Extremo Oriente, como todavía se divierten en llamarlo los cronistas. Extremo. Lejanísimo. Casi inimaginable. Si uno cierra los ojos ve kimonos, la barba de Marco Polo y una pierna levantada de Bruce Lee dando una patada. En realidad, ese Oriente está más unido al puerto de Nápoles que ningún otro lugar. Aquí, el Oriente no tiene nada de extremo. El cercanísimo Oriente, el vecino Oriente deberían llamarlo. Todo lo que se produce en China es vertido aquí. Como volcar un cubo lleno de agua en un hoyo hecho en la arena:
el agua, al caer, erosiona todavía más el hoyo, lo ensancha, lo ahonda. El puerto de Nápoles mueve el 20 por ciento del valor de las importaciones textiles de China, pero más del 70 por ciento de su volumen pasa por aquí. Es una peculiaridad dificil de entender, pero las mercancías tienen una extraña magia, consiguen estar sin que estén, llegar aunque no lleguen nunca, ser caras para el cliente aun siendo de mala calidad, resultar de poco valor para el fisco aun siendo valiosas. Lo cierto es que en el textil hay mercancías de muchas categorías, y basta hacer una marca con el bolígrafo en el impreso correspondiente para bajar radicalmente los costes y el IVA. En el silencio del agujero negro del puerto, la estructura molecular de las cosas parece descomponerse para reagruparse después, una vez fuera del pe sucede tan deprisa que mientras está aconteciendo desaparece.
mo si nada hubiera pasado, como si todo hubiera sido un simple 8to. Un viaje inexistente, un’atraque falso, un buque fantasma, una ga evanescente. Como si nunca hubiera existido. Una volatiliza i La mercancía debe llegar a manos del comprador sin dejar raslo del recorrido, debe llegar a su almacén deprisa, inmediatamente, Ztes de que el tiempo pueda empezar a pasar, el tiempo que podría rmitir un control, Toneladas de mercancía se mueven como si fueun paquete contra reembolso entregado a domicilio por el carero. En el puerto de Nápoles, en sus 1.336.000 metros cuadrados
r 11,5 kilómetros, el tiempo presenta dilataciones únicas. Lo que uera de allí se tardaría una hora en hacer, en el puerto de Nápoles parece suceder en poco más de un minuto. La lentitud proverbial que en el imaginario hace lentísimos todos y cada uno de los gestos de un napolitano queda aquí invalidada, desmentida, negada. La aduana activa su control en una dimensión temporal que las mercancías chinas rebasan. Despiadadamente veloces. Aquí cada minuto parece asesinado. Una escabechina de minutos, una matanza de segundos hurtados al papeleo, perseguidos por los aceleradores de los camiones, empujados por las grúas, acompañados por las carretillas elevadoras que arrancan las entrañas de los contenedores.
En el puerto de Nápoles opera el mayor armador estatal chino, Cosco, que posee la tercera flota más grande del mundo y ha tomado el control de la mayor terminal de contenedores asociándose con MSC, propietaria de la segunda flota del mundo, con sede en Ginebra. Suizos y chinos se han asociado y han decidido realizar en Nápoles sus inversiones más importantes. Aquí disponen de más de 950 metros de muelles, 130.000 metros cuadrados de terminal de contenedores y 30.000 metros cuadrados exteriores, que absorben prácticamente todo el tráfico en tránsito por Nápoles. Es preciso llevar al límite la imaginación para comprender cómo la inmensidad de la producción china puede descansar sobre la débil plataforma del puerto napolitano. La imagen evangélica parece apropiada: el ojo de la aguja es el puerto y el camello que lo atraviesa son los barcos. Proas que chocan, enormes naves que esperan en fila india fuera del golfo poder entrar entre una confusión de popas que cabecean, emitiendo gruñidos de anclas, chapas y pernos que se introducen lentamente en el pequeño agujero napolitano. Como un ano de mar que se ensancha con gran dolor de los esfínteres.
Pero no. No es así. Ninguna confusión aparente. Todos los barcos entran y salen ordenada y regularmente, o al menos eso parece mirando desde tierra firme. Y sin embargo, ciento cincuenta mil contenedores transitan por aquí. En el puerto se levantan ciudades enteras de mercancías para ser transportadas a otros lugares. La virtud del puerto es la velocidad; la lentitud burocrática, el control meticuloso transforman el guepardo del transporte en un perezoso lento y pesado.
En el muelle siempre me pierdo. El muelle Bausan es exactamente igual que las construcciones de Lego. Una estructura inmensa, pero que parece no tener espacio sino más bien inventárselo. Hay un rincón del muelle que parece un retículo de avisperos. Panales bastardos que llenan una pared. Son miles de tomas de corriente para la alimentación de los contenedores reefer, los contenedores con los alimentos congelados y las colas unidas a este avispero. Todos los bocaditos de patata y las varitas de pescado del mundo están almacenados en esos contenedores helados. Cuando voy al muelle Bausan, tengo la sensación de ver por dónde pasan todas las mercancías producidas por la especie humana. Dónde pasan la última noche antes de ser vendidas. Como contemplar el origen del mundo. Por espacio de unas horas transitan por el puerto las prendas que vestirán los niños parisinos durante un mes, las varitas de pescado que comerán en Brescia durante un año, los relojes que ceñirán las muñecas de los catalanes, la seda de todos los vestidos ingleses de una temporada. Sería interesante poder leer en algún sitio no solo dónde se produce la mercancía, sino incluso qué trayecto ha seguido para llegar hasta las manos del comprador. Los productos tienen nacionalidades múltiples, híbridas y bastardas. Nacen a medias en el centro de China, se completan en alguna periferia eslava, se perfeccionan en el nordeste de Italia, se elaboran en Apulia o en el norte de Tirana para acabar en quién sabe qué almacén de Europa. La mercancía tiene en sí misma los derechos de circulación que ningún ser humano podrá tener jamás. Todos los tramos de carretera, los recorridos accidentales y oficiales desembocan en Nápoles. Cuando los barcos se aproximan al puerto, los enormes fullcontainers parecen animales ligeros, pero en Cuanto entran en el golfo lentamente, acercándose al muelle, se convierten en pesados mamuts de planchas y cadenas con suturas herrumbrosas en los costados que rezuman agua. Barcos en los que imaginas que viven tripulaciones numerosísimas, y en cambio descargan puñados de hombrecillos que te parecen incapaces de controlar esas bestias mar adentro.
La primera vez que vi arribar un barco chino me pareció que estaba ante toda la producción del mundo. Mis ojos no conseguían contar, cuantificar los contenedores presentes. No conseguía llevar la cuenta. Puede parecer imposible no conseguir manejar los números, pero perdía la cuenta, las cifras se elevaban demasiado, se mezclaban.
En la actualidad, en Nápoles se descarga casi exclusivamente mercancías procedentes de China: 1.600.000 toneladas. Las declaradas. Al menos otro millón pasa sin dejar rastro. Según la Agencia de Aduanas, en el puerto de Nápoles el 60 por ciento de la mercancía escapa a la inspección de la aduana, el 20 por ciento de los recibos de aranceles no se comprueban y hay cincuenta mil falsificaciones: el 99 por ciento es de procedencia china, y se calculan doscientos millones de euros de impuestos evadidos al semestre. Los contenedores que deben desaparecer antes de ser inspeccionados se encuentran en las primeras filas. Todos los contenedores están numerados, pero hay muchos con la misma numeración. De este modo, un contenedor inspeccionado da vía libre a todos sus homónimos ilegales. Lo que se descarga el lunes, el jueves puede venderse en Módena o Génova, o acabar en los escaparates de Bonn y Mónaco. Gran parte de la mercancía que es introducida en el mercado italiano solo debería haber estado de paso en el país, pero la magia de las aduanas permite que el punto de paso se convierta en punto de llegada. La gramática de las mercancías tiene una sintaxis para los documentos y otra para el comercio. En abril de 2005, en cuatro operaciones puestas en marcha casi por casualidad, a poca distancia unas de otras, el Servicio de Vigilancia Antifraude de la Aduana se incautó de veinticuatro mil pantalones vaqueros destinados al mercado francés; de cincuenta y un mil objetos procedentes de Ba1g1adesh con el sello «made in Italy»; y de alrededor de cuatrocientos cincuenta mil muñecos —Barbie, Spiderman—, más otros cuarenta y seis mil juguetes de plástico, por un valor total de aproximadamente treinta y seis millones de euros. En unas pocas horas estaba pasando una fina loncha de economía por el puerto de Nápoles.Y del puerto al mundo. No hay hora o minuto en que eso no suceda.Y las lonchas de economía se convierten en chuletones, y después en cuartos de buey y en bueyes enteros de comercio.
El puerto está separado de la ciudad. Un apéndice infestado que nunca ha degenerado en peritonitis, que siempre ha permanecido en el abdomen de la costa. Hay partes desérticas encerradas entre el agua y la tierra, pero que parecen no pertenecer ni al mar ni a la tierra. Un anfibio terrestre, una metamorfosis marina. Humus y basura, años de restos llevados a la orilla por las mareas han creado una nueva formación. Los barcos vacían sus letrinas, limpian las bodegas dejando que la espuma amarilla caiga al agua, las lanchas y los yates purgan motores y ponen orden echándolo todo al cubo de la basura marino.Y todo se concentra en la costa, primero como masa blanda y luego como corteza dura. El sol crea el espejismo de mostrar un mar hecho de agua. En realidad, la superficie del golfo se asemeja al brillo de las bolsas de basura. Las negras.Y más que de agua, el mar del golfo parece una enorme balsa de lixiviados. Los muelles con miles de contenedores multicolores parecen un límite infranqueable. Nápoles está rodeada de murallas de mercancías. Murallas que no defienden la ciudad; al contrario, la ciudad defiende las murallas. No hay ejércitos de descargadores ni románticas poblaciones populares portuarias. Uno se imagina el puerto como un lugar ruidoso, de incesante ir y venir de hombres, de cicatrices y de lenguas imposibles, un frenesí de gente. En cambio, impera un silencio de fábrica mecanizada. Se diría que en el puerto ya no hay nadie; los contenedores, los barcos y los camiones parecen desplazarse animados por un movimiento perpetuo.Velocidad sin estruendo.

Iba al puerto para comer pescado.



La proximidad del mar no garantiza la calidad de un restaurante; en el plato encontraba piedras pómez, arena y hasta alguna que otra alga hervida. Las almejas las echaban a la cazuela tal como las pescaban. Una garantía de frescura, una ruleta rusa de infección. Pero hoy día todo el mundo se ha resignado al sabor del criadero, que hace iguales una sepia y un pollo. Para encontrar el indefinible sabor de mar, en cierto modo había que arriesgarse.Y yo corría gustoso ese riesgo. Mientras estaba en el restaurante del puerto, pregunté dónde podía encontrar un alojamiento.
—No tengo ni idea. Aquí cada vez hay menos casas. Las estáil comprando los chinos...
En cambio, un tipo que destacaba en medio de la sala, corpulento, aunque menos de lo que se hubiera dicho por la voz que tenía, dijo mirándome:
—jA lo mejor todavía queda algo!
No añadió nada más. Después de que los dos hubiéramos terminado de comer, echamos a andar por la calle que bordea el puerto. Ni siquiera hizo falta que me dijese que lo acompañara. Llegamos al vestíbulo de un edificio casi fantasma, un bloque de pisos dorniitono. Subimos a la tercera planta, donde estaba el único piso de estudiantes que había sobrevivido. Estaban echando a todo el mundo para dejar espacio al vacío. En las casas no debía quedar nada. Ni armarios, ni camas, ni cuadros, ni mesillas de noche... ni siquiera paredes. Solo debía haber espacio, espacio para los fardos, espacio para los enormes armarios de cartón, espacio para las mercancías.
En el piso me asignaron una especie de habitación; más bien habría que decir un cuartito en el que apenas cabían una cama y un armario. No se habló de mensualidad, de facturas que hubiera que compartir, de conexiones telefónicas. Me presentaron a cuatro chicos, mis coinquilinos, y ahí acabó la cosa. Me explicaron que era el único piso realmente habitado del edificio y que servía para alojar a Xian, el chino que vigilaba «los edificios». No tenía que pagar ningún alquiler, pero me pidieron que trabajara todos los fines de sernana en los pisos-almacén. Había ido en busca de una habitación y encontré un trabajo. Por la mañana se derribaban las paredes; por la tarde se recogían los restos de cemento, papel pintado y ladrillos. Se metían los escombros en bolsas de basura normales. Echar abajo una pared produce ruidos insospechados. No de piedra golpeada, sino como de cristales que se rompen al caer. Cada piso se convertía en un almacén sin paredes. No me explico cómo puede seguir en pie el edificio en el que trabajé. Más de una vez derribamos varias paredes maestras, conscientes de estar haciéndolo. Pero hacía falta espacio para la mercancía, y la conservación 1e los productos importaba más que la de cualquier equilibrio de cemento.
El proyecto de almacenar los fardos en los pisos había sido ideado por algunos comerciantes chinos a raíz de que la autoridad portuaria de Nápoles presentara a una delegación del Congreso estadounidense el plan sobre la seguridad. Este último prevé dividir el puerto en cuatro zonas —para cruceros, para cabotaje, para mercancías y para contenedores— y determinar los riesgos en cada una de ellas.Tras la publicación de este plan de seguridad, para evitar que se pudiese obligar a la policía a intervenir, que los periódicos escribieran demasiado tiempo sobre la cuestión e incluso que algunas cámaras de televisión se colaran en busca de alguna escena jugosa, muchos empresarios chinos decidieron que había que cubrirlo todo de un mayor silencio. Debido, asimismo, a un incremento de los costes, había que hacer todavía más imperceptible la presencia de las mercancías. Hacerlas desaparecer en las naves alquiladas en rincones perdidos de la provincia, entre vertederos y campos de tabaco, presentaba el inconveniente de no eliminar el transporte por carretera. Por consiguiente, todos los días entraban al puerto y salían de él no más de diez furgonetas, cargadas de fardos hasta los topes. Solo tenían que recorrer unos metros para llegar a los garajes de los edificios situados frente al puerto. Entrar y salir, bastaba con eso.
Movimientos inexistentes, imperceptibles, perdidos en las maniobras cotidianas del tráfico rodado. Pisos alquilados. Con los tabiques derribados. Garajes que se comunicaban unos con otros, sótanos abarrotados hasta el techo de mercancías. Ningún propietario se atrevía a quejarse. Xian les había pagado todo: alquiler e indemniza por los derribos ilegales. Miles de fardos subían en un ascensor convertido en un montacargas. Una jaula de acero metida dentro ¿e los edificios, que hacía deslizarse por sus raíles una plataforma que subía y bajaba continuamente. El trabajo se concentraba en unas horas. La elección de los fardos no era casual. Me tocó descargar a primeros de julio. Un trabajo que cunde, pero que no puedes hacer si rio estás entrenado. Hacía un calor tremendamente húmedo. Nadie se atrevía a pedir un aparato de aire acondicionado. Nadie.Y no por miedo a represalias o por una cuestión cultural de obediencia y sumisión. Las personas que descargaban procedían de todos los rincones del mundo. De Ghana, de Costa de Marfil, de China, de Albania... y también de Nápoles, Calabria o Lucania. Nadie pedía nada; todos constataban que las mercancías no pasan calor y eso constituía una razón suficiente para no gastar dinero en acondicionadores.
Amontonábamos fardos de cazadoras, gabardinas, chubasqueros, camisetas de hilo, paraguas. Estábamos en pleno verano; parecía una decisión descabellada proveerse de prendas otoñales en vez de acumular vestidos de tirantes, pareos y chanclas. Sabía que en los pisos— depósito no se acostumbraba a guardar productos como en un almacén, sino solo mercancías para sacar inmediatamente al mercado. Pero los empresarios chinos habían previsto que haría un agosto poco soleado. Nunca he olvidado la lección de John Maynard Keynes sobre el concepto de valor marginal: la diferencia, por ejemplo, entre el precio de una botella de agua en un desierto y el de la misma botella junto a una cascada. En consonancia con ello, ese verano el empresariado italiano ofrecía botellas junto a las fuentes, mientras que el chino construía manantiales en el desierto.
Al cabo de unos días de trabajo en el edificio, Xian vino a dormir a casa. Hablaba un italiano.perfecto, con la única peculiaridad de que transformaba ligeramente las «erres» en «uves». Como los nobles decadentes que imita Totó en sus películas. Xian Zhu se había cambiado el nombre por el de Nino. En Nápoles, casi todos los chinos que se relacionan con los nativos se ponen un nombre partenopeo. Es una práctica tan extendida que ya no sorprende oír a un chino presentarse como Tonino, Nino, Pino o Pasquale. Xian Nino, en lugar de dormir, se pasó la noche sentado a la mesa de la cocina, telefoneando y echando de vez en cuando un vistazo a la televisión.Yo estaba acostado, pero resultaba imposible dormir. La voz de Xian no se interrumpía nunca. Su lengua salía disparada de entre los dientes como una ráfaga de ametralladora. Hablaba sin siquiera respirar por la nariz, como en una apnea de palabras. Además, las flatulencias de sus guardaespaldas, que impregnaban la casa de un olor dulzón, habían apestado también mi cuarto. Lo desagradable no era solo el hedor, sino también las imágenes que el hedor suscitaba en tu mente. Rollitos de primavera en proceso de descomposición en sus estómagos y arroz a la cantonesa macerado en los jugos gástricos. Los otros inquilinos estaban acostumbrados. Una vez cerrada la puerta, no existía otra cosa que su sueño. Para mí, en cambio, no existía otra cosa que lo que estaba sucediendo detrás de mi puerta. Así que me presenté en la cocina, espacio común y, por lo tanto, parcialmente mío también. O así debería ser. Xian dejó de hablar y se puso a cocinar. Freía pollo.A mi mente acudían decenas de preguntas que hacerle, de curiosidades, de lugares comunes que quería rascar para ver qué se escondía debajo. Empecé a hablar de la Tríada. La mafia china. Xian seguía friendo.Yo quería pedirle detalles. Aunque solo fueran simbólicos; no pretendía, desde luego, confesiones sobre su afiliación. Le daba a entender que conocía en lineas generales el mundo mafioso chino, como si haber leído las diligencias sumariales equivaliera a poseer un calco de la realidad. Xian llevó el pollo frito a la mesa, se sentó y no dijo nada. No sé si le parecía interesante lo que yo decía. Nunca he sabido y sigo sin saber si formaba parte de aquella organización. Bebió cerveza y luego levantó medio trasero de la silla, se sacó la cartera del bolsillo de los pantalones, rebuscó con ios dedos sin mirar y extrajo tres monedas. Las puso sobre la mesa y las cubrió con un vaso boca abajo.
—Euro, dólar, yuan. Esa es mi tríada.
Xian parecía sincero. Ninguna otra ideología, ninguna clase de símbolo y de pasión jerárquica. Beneficio, negocio, capital. Nada más. Tendemos a considerar oscuro el poder que determina ciertas dinámicas y, en consecuencia, lo atribuimos a una entidad oscura:
mafia china. Una síntesis que tiende a excluir todos los términos intermedios, todos los traspasos financieros, todos los tipos de inversión, todo aquello que constituye la fuerza de un grupo económico criminal. Desde hacía al menos cinco años, todos los informes de la Comisión Antimafla señalaban «el peligro creciente de la mafia china», pero en diez años de investigación la policía solo se había incautado, en Campi Bisenzio,junto a Florencia, de seiscientos mil euros, de algunas motos y parte de una fábrica. Algo que no se correspondía con una fuerza económica capaz de mover capitales de cientos de millones de euros, según lo que escribían a diario los analistas estadounidenses. El empresario me sonreía.
—La economía tiene un arriba y un abajo. Nosotros entramos por abajo y salimos por arriba.
Antes de irse a dormir, Nino Xian me hizo una propuesta para el día siguiente.
—Te levantas temprano?
—Depende...
—Si mañana consigues estar en pie a las cinco, vienes con nosotros al puerto y nos echas una mano.
—Haciendo qué?
—Si tienes una sudadera con capucha, póntela, es mejor.
No me dijo nada más, y yo, demasiado interesado en participar en el asunto, tampoco insistí. Hacer más preguntas podría haber comprometido la propuesta de Xian. Me quedaban pocas horas para dormir. Y estaba demasiado nervioso para descansar.
A las cinco en punto estaba listo; en la entrada del edificio se reunieron con nosotros otros chicos.Además de uno de mis compañeros de piso y yo, había dos magrebíes de pelo canoso. Nos metimos en la furgoneta y entrañios en el puerto. No sé qué recorrido hicimos ni por qué recovecos nos metimos. Me dormí apoyado en la ventanilla de la fargoneta. Bajamos junto a unas rocas; un pequeño muelle se extendía en el entrante. Allí estaba atracada una lancha, con un enorme motor que parecía una cola pesadísima en relación con la estructura estrecha y alargada de la embarcación. Con las capuchas subidas, parecíamos una ridícula banda de cantantes de rap.Yo creía que la capucha era necesaria para no ser reconocido, pero su única utilidad era proteger de las salpicaduras de agua helada y tratar de y echando de vez en cuando un vistazo a la televisión.Yo estaba acostado, pero resultaba imposible dormir. La voz de Xian no se interrumpía nunca. Su lengua salía disparada de entre los dientes como una ráfaga de ametralladora. Hablaba sin siquiera respirar por la nariz, como en una apnea de palabras. Además, las flatulencias de sus guardaespaldas, que impregnaban la casa de un olor dulzón, habían apestado también mi cuarto. Lo desagradable no era solo el hedor, sino también las imágenes que el hedor suscitaba en tu mente. Rollitos de primavera en proceso de descomposición en sus estómagos y arroz a la cantonesa macerado en los jugos gástricos. Los otros inquilinos estaban acostumbrados. Una vez cerrada la puerta, no existía otra cosa que su sueño. Para mí, en cambio, no existía otra cosa que lo que estaba sucediendo detrás de mi puerta. Así que me presenté en la cocina, espacio común y, por lo tanto, parcialmente mío también. O así debería ser. Xian dejó de hablar y se puso a cocinar. Freía pollo.A mi mente acudían decenas de preguntas que hacerle, de curiosidades, de lugares comunes que quería rascar para ver qué se escondía debajo. Empecé a hablar de la Tríada. La mafia china. Xian seguía friendo.Yo quería pedirle detalles.Aunque solo fueran simbólicos; no pretendía, desde luego, confesiones sobre su afiliación. Le daba a entender que conocía en líneas generales el mundo mafioso chino, como si haber leído las diligencias sumariales equivaliera a poseer un calco de la realidad. Xian llevó el pollo frito a la mesa, se sentó y no dijo nada. No sé si le parecía interesante lo que yo decía. Nunca he sabido y sigo sin saber si formaba parte de aquella organización. Bebió cerveza y luego levantó medio trasero de la silla, se sacó la cartera del bolsillo de los pantalones, rebuscó con los dedos sin mirar y extrajo tres monedas. Las puso sobre la mesa y las cubrió con un vaso boca abajo.
—Euro, dólar, yuan. Esa es mi tríada.
Xian parecía sincero. Ninguna otra ideología, ninguna clase de símbolo y de pasión jerárquica. Beneficio, negocio, capital. Nada más. Tendemos a considerar oscuro el poder que determina ciertas dinámicas y, en consecuencia, lo atribuimos a una entidad oscura:
mafia china. Una síntesis que tiende a excluir todos los términos intermedios, todos ios traspasos financieros, todos los tipos de inversión, todo aquello que constituye la fuerza de un grupo económico

criminal. Desde hacía al menos cinco años, todos los informes de la Comisión Antimafla señalaban «el peligro creciente de la mafia china», pero en diez años de investigación la policía solo se había incautado, en Campi Bisenzio, junto a Florencia, de seiscientos mil euros, de algunas motos y parte de una fábrica. Algo que no se correspondía con una fuerza económica capaz de mover capitales de cientos de millones de euros, según lo que escribían a diario los analistas estadounidenses. El empresario me sonreía.


—La economía tiene un arriba y un abajo. Nosotros entramos por abajo y salimos por arriba.
Antes de irse a dormir, Nino Xian me hizo una propuesta para el día siguiente.
—Te levantas temprano?
—Depende...
—Si mañana consigues estar en pie a las cinco, vienes con nosotros al puerto y nos echas una mano.
—Haciendo qué?
—Si tienes una sudadera con capucha, póntela, es mejor.
No me dijo nada más, y yo, demasiado interesado en participar en el asunto, tampoco insistí. Hacer más preguntas podría haber comprometido la propuesta de Xian. Me quedaban pocas horas para dormir. Y estaba demasiado nervioso para descansar.
A las cinco en punto estaba listo; en la entrada del edificio se reunieron con nosotros otros chicos.Además de uno de mis compañeros de piso y yo, había dos magrebíes de pelo canoso. Nos metimos en la furgoneta y entramos en el puerto. No sé qué recorrido hicimos ni por qué recovecos nos metimos. Me dormí apoyado en la ventanilla de la fürgoneta. Bajamos junto a unas rocas; un pequeño muelle se extendía en el entrante. Allí estaba atracada una lancha, con un enorme motor que parecía una cola pesadísima en relación con la estructura estrecha y alargada de la embarcación. Con las capuchas subidas, parecíamos una ridícula banda de cantantes de rap.Yo creía que la capucha era necesaria para no ser reconocido, pero su única utilidad era proteger de las salpicaduras de agua helada y tratar de conjurar la jaqueca que al amanecer, en mar abierto, se incrusta entre las sienes. Un joven napolitano puso en marcha el motor y Otro empezó a conducir la lancha. Parecían hermanos. O por lo menos tenían la cara idéntica. Xian no vino con nosotros. Después de una media hora de viaje, nos acercamos a un barco. Parecía que fuéramos a chocar con él. Era enorme. No conseguía estirar el cuello lo suficiente para ver dónde terminaba el costado. En el mar, los barcos profieren gritos de hierro, como el aullido de los árboles cuando son talados, y siniestros sonidos de vacío que te hacen tragar al menos dos veces una mucosidad salada.
Desde el barco, con una polea, hacían bajar a trompicones una red llena de grandes cajas. Cada vez que el bulto aterrizaba sobre las tablas de la embarcación, esta cabeceaba tanto que me preparaba para darme un chapuzón de un momento a otro. Sin embargo, no acabé en el agua. Las cajas no pesaban desmesuradamente. Pero, después de haber colocado en la popa una treintena, tenía las muñecas doloridas y los antebrazos rojos a causa del continuo roce con los cantos de cartón. Después, la lancha dio media vuelta hacia la costa. Detrás de nosotros, otras dos lanchas se acercaron al barco para recoger más fardos. No habían salido del mismo muelle que nosotros, pero de repente se habían puesto a seguir nuestra estela. Notaba que el estómago se me subía a la garganta cada vez que la lancha golpeaba la superficie del agua con la proa. Apoyé la cabeza sobre unas cajas. Intentaba imaginar por el olor qué contenían. Pegué una oreja para tratar de deducir por el ruido qué había allí dentro. Empecé a experimentar un sentimiento de culpa. Quién sabe en qué había participado sin saberlo, sin haber llevado a cabo una verdadera elección. Condenarme, vale, pero al menos de forma consciente. En cambio, había acabado descargando mercancía clandestina por curiosidad. Creemos estúpidamente que, por alguna razón, un acto criminal debe ser más premeditado y deliberado que un acto inocuo. En realidad, no hay diferencia. Los actos poseen una elasticidad de la que los juicios éticos carecen. Una vez de vuelta en el muelle, vi que los magrebíes eran capaces de bajar de la lancha con dos cajas sobre los hombros.A mí, por el contrario, para hacerme tambalear las piernas me bastaban y me sobraban. En las rocas nos esperaba Xian. Se acercó a una caja enorme con un cúter en las manos y cortó una cinta adhesiva anchísima que unía dos alas de cartón. Eran zapatillas. Zapatillas deportivas, originales, de las marcas más famosas. Modelos nuevos, los últimos, los que todavía no habían llegado a las tiendas italianas. Había decidido descargar en mar abierto por miedo a una inspección de Hacienda. Así, una parte de la mercancía podía ser introducida sin el lastre de los aranceles, los mayoristas la recibirían sin los gastos de aduana.A la competencia se la ganaba con los descuentos. Mercancía de la misma calidad, pero con un 4, un 6, un 10 por ciento de descuento. Porcentajes que ningún agente comercial habría podido ofrecer, y los porcentajes de descuento hacen crecer o morir un negocio, permiten abrir centros comerciales, tener ingresos seguros, y con los ingresos seguros, los avales bancarios. Los precios hay que rebajarlos.Todo debe llegar, moverse deprisa, a escondidas. Comprimirse cada vez más en la dimensión de la venta y de la compra. Un balón de oxígeno inesperado para lçs comerciantes italianos y europeos. Ese oxígeno entraba por el puerto de Nápoles.
Amontonamos todos los bultos en varias furgonetas. Llegaron las otras lanchas. Las furgonetas iban hacia Roma,Viterbo, Latina, For— mia. Xian mandó que nos llevaran a casa.
Todo había cambiado en los últimos años. Todo. De improviso. Repentinamente. Algunos intuyen el cambio, pero todavía no lo comprenden. Hasta hace diez años, el golfo era surcado por planeadoras de contrabandistas. Por la mañana iban montones de minoristas a abastecerse de cigarrillos. Calles abarrotadas, coches llenos de cartones de tabaco, esquinas con silla y mostrador para la venta. Las batallas se libraban entre la guardia costera, la policía aduanera y los contrabandistas. Se cambiaban toneladas de cigarrillos por un arresto no practicado, o uno se dejaba arrestar para salvar toneladas de cigarrillos amontonados en el doble fondo de una planeadora. Noches de guardia, pali* y silbidos para observar movimientos sospechosos
* Personas que vigilan mientras sus cómplices están realizando un acto delictivo, como robar, atracar, vender droga, etcétera. (N. de los T) de vehículos, walkie-talkies encendidos para dar la señal de alarma e hileras de hombres a lo largo de la costa pasándose deprisa las cajas. Coches saliendo disparados desde la costa apuliense hacia el interior y desde el interior hacia la Campania. Nápoles-Brindisi era un eje fundamental, la ruta de la economía boyante de los cigarrillos baratos. El contrabando, la FIAT del sur, el Estado del bienestar de los sin Estado, veinte mil personas trabajando exclusivamente en el contrabando entre Apulia y la Campania. El contrabando provocó la gran guerra de la Camorra de principios de los años ochenta.
Los clanes de Apulia y la Campania reintroducían en Europa los cigarrillos que ya no estaban sometidos a los monopolios estatales. Importaban miles de cajas al mes de Montenegro y facturaban por ellos quinientos millones de liras.Ahora todo eso se ha acabado, se ha transformado. A los clanes ya no les conviene. Pero, en la realidad, la máxima de Lavoisier tiene valor de dogma: nada se crea y nada se destruye, todo se transforma. En la naturaleza, pero también y sobre todo en las dinámicas del capitalismo. Los productos de uso cotidiano —y ya no el vicio de la nicotina— son el nuevo objeto del contrabando. Está naciendo la guerra, terriblemente despiadada, de los precios. Los porcentajes de descuento de los agentes, de los mayoristas y de los comerciantes determinan la vida y la muerte de cada uno de estos sujetos económicos. Los aranceles, el IVA y la carga máxima de los camiones son lastres para el beneficio, auténticas aduanas de cemento armado para la circulación de mercancías y de dinero. Ahora las grandes empresas trasladan la producción a los países del Este (Rumanía, Moldavia) y a Oriente (China) para tener mano de obra barata. Pero no es suficiente. La mercancía producida a bajo coste tendrá que ser vendida en un mercado al que cada vez más personas acceden con sueldos precarios, ahorros mínimos, mirando el céntimo. La producción no vendida aumenta, y entonces las mercancías, originales, falsas, semifalsas o parcialmente auténticas, llegan en silencio. Sin dejar rastro. De una forma menos visible que los cigarrillos, puesto que no tendrán una distribución paralela. Como si nunca hubieran sido transportadas, como si crecieran en los campos y una mano anónima las hubiera recogido. Si el dinero no apesta, la mercancía, en cambio, perfuma. Pero no trae el olor del mar que ha
Itravesado ni el de las manos que la han producido, ni tampoco desprende la grasa de los brazos mecánicos que la han montado. La mercancía huele a lo que huele. Ese olor no aparece hasta que llega al mostrador del vendedor, no desaparece hasta que llega a la casa del comprador.
Dejando el mar a nuestras espaldas, llegamos a casa. La furgoneta apenas nos dio tiempo para bajar. Luego volvió al puerto a recoger, recoger, recoger más fardos y mercancías. Subí medio desfallecido al ascensor—montacargas. Me quité la camiseta empapada de agua y de sudor antes de echarme en la cama. No sé cuántas cajas había transportado y colocado, pero la sensación que tenía era la de haber descargado zapatos para los pies de media Italia. Estaba tan cansado como si fuera el final de una jornada ajetreadísima y agotadora. En casa, los otros chicos estaban despertándose. Era primera hora de la mañana.
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