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Lapsus [Cuento] F


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Lapsus 

[Cuento]


 

Fausto aspira hasta el fondo el humo del cigarrillo que sus dedos sostienen. El olor penetrante no deja dudas sobre su composición: 50 por ciento tabaco, 50 por ciento marihuana. Sus ojos miran fijamente hacia ninguna parte, como si tuviera el firme propósito de aislarse del mundo entero, como si quisiera estar a solas con él mismo.

El inmenso sol rojizo que divisa en el oriente le da la idea de un amanecer. Su estado de éxtasis no le permite, sin embargo, oír con atención el concierto de sonidos provenientes del monte tropical que rodea la pequeña laguna cuyas cristalinas aguas son contenidas en una superficie cóncava de piedra maciza, cuya formación a su vez es resultado de la caída de una cascada de veinte metros de altura durante miles de años.

El hombre, de unos cuarenta años de edad, piel canela y pelo rebelde y canoso, descansa sobre un tronco seco que se cayó de viejo hace mucho tiempo. El piso es de arenilla y en el cielo celeste y sereno cruzan de un lado a otro multitudes de pájaros de hermoso colorido y plumaje. Mientras Fausto continúa sedándose con el humo de la hierba, sobre su cabeza revolotean cientos de mariposas multicolores que, si quisiera, podría atrapar con las manos. El monte que rodea la pequeña laguna le da al lugar el aspecto de una isla remota. A un costado de la cascada se ve un caminito que se pierde entre árboles de todo tamaño, entre los cuales se distingue uno cuyas frutas se parecen a chirimoyas pero pequeñitas. También hay palmeras de marayah, un árbol de tarum y varios ejemplares de mara.

Vista desde un satélite geoestacionario, el sitio donde se encuentra Fausto es de una inmensidad semejante al océano. La verde vegetación literalmente se pierde en los cuatro puntos cardinales, dando la impresión de una alfombra global. También se puede ver un río que atraviesa el paisaje, pero el riachuelo donde se encuentra Fausto parece venir de una latitud desconocida.

Debido a los efectos narcóticos de la marihuana, a Fausto ni siquiera se le ocurre plantearse cómo es que llegó a ese sitio tan surrealista.

Tampoco se da cuenta de que una mujer ha llegado al arroyo por el caminito que parece conducir a las entrañas de la selva.



En la avenida del primer anillo de la gran metrópoli cruceña Fausto trata de abrirse paso entre decenas de vehículos motorizados y estaciona como puede su vieja peta plateada frente al Palacio de Justicia, un edificio de 22 pisos construido en los años 90.

Abogado de papel como tantos otros, hoy tiene que defender a un pichicatero de medio pelo al que encontraron cosechando hojas de coca en el Chore, reserva natural protegida por ley pero que debido a la permisividad del gobierno plurinacional se encuentra amenazada por la invasión de colonizadores. Son miles de hectáreas de montes las que han sido devastadas con el único fin de sembrar coca, mientras las autoridades entretienen a las multinacionales ecologistas con circos mediáticos sobre el cambio climático.

—Mi cliente, Señoría, no estaba elaborando pasta base de cocaína sino cosechando hojas de coca y, como usted quizás lo sepa, coca no es cocaína, argumenta el abogado defensor.

—Objeción, Señoría, aquí no está en debate si la coca es cocaína o es Coca Cola, lo que estamos discutiendo es la destrucción del medio ambiente, y el Chore es un área protegida por el Estado, replica el fiscal acusador.

—Ha lugar, determina el juez.

—El caso, Señoría, prosigue el fiscal, es que la ley prohíbe tajantemente la tala de árboles con fines agrícolas en esa zona, y el acusado ha sido encontrado en flagrante, además, la coca del Trópico no es apta para consumo humano, así que no es difícil imaginar adónde va tanta coca.

—Objeción, Señoría, la segunda parte de esa frase es sólo una presunción, protesta el abogado.

—No ha lugar, interfiere el juez.

De modo que la audiencia cautelar concluye con la detención preventiva del campesino en la cárcel de Palmasola, que para ese tiempo ha sido transformada en un centro de reclusión exclusivamente para delitos contra el medio ambiente.

La mujer que acaba de llegar a la pequeña laguna se llama Alba. Lleva un vestido tipoy de color beige con bordados chiquitanos, y está descalza. Ella se ha sumergido en la laguna hasta la cintura y con sus manos se desparrama agua en el rostro, como si jadeara de felicidad.

Al salir del agua la chica se topa con Fausto a tres metros de distancia.

—Hola, qué estás fumando.

—Yerba, de la más barata.

—Debería darte vergüenza, todo un abogado.

—¿Nos conocemos?

—¿Acaso ya te olvidaste de mí?

—Dónde, cómo y cuándo.

—El motel La Selva ¿te dice algo?

—¿La Selva? ¿Y dónde queda eso?

—No te hagas

—La verdad, no sé ni dónde estoy, y a vos no recuerdo haberte visto ni en sueños.

—Así son los hombres, creen que todas las mujeres somos unas putas desechables.

—¿Perdón?

—Por lo menos, yo nunca lo hice por plata.

—A ver ¿cómo es que nos encontramos en este lugar?, ¿dónde estamos?

—Para empezar, vos ni siquiera merecés estar aquí.

—Tomá, dale una fumada, está buena.

—Yo no me drogo, papito.

Alba se aleja unos metros más de Fausto. Ella aparenta unos 30 años de edad, no es necesariamente hermosa pero sus finos rasgos le dan el aspecto de una mujer intelectual, al revés de Fausto, cuyo semblante es de un vagabundo y no de alguien que ha estudiado leyes.

—Y por qué creés que yo no merezco estar aquí. ¿Qué hiciste vos para merecerlo?

—Yo hice las tres cosas fundamentales en la vida: tuve un hijo, escribí un libro y sembré un árbol.

—¿Pero quién te enseñó esas ideas?

—Lo que yo me pregunto es cómo diablos llegaste vos aquí.

—No tengo ni idea, pero ahora que lo pienso, este lugar yo no lo haba visto nunca, ni en los catálogos de Willy Kenning.

—Entonces ya lo vas entendiendo.

—Entender qué.

—Que no estamos aquí por casualidad.

—¿Qué querés decir?

—La gente como vos no tiene conciencia.

—No sé de qué hablás.

—Estoy hablando del mundo en el que ahorita estamos.

—¿Qué mundo?

—Este mundo que nos rodea.

—Yo sólo veo árboles y pájaros y este río que no para de sonar.

—Volvé al futuro, y hacé lo que yo hice.

—Volvamos, porque no puedo dejarte sola aquí.

—Yo ya he regresado del futuro.

—No entiendo nada.

—Cuando hagás lo que yo hice lo vas a entender.

—Ya que decís que me conocés, de esas tres cosas que dijiste, ¿hice alguna?

—Tu mujer ayer te abandonó porque vos nunca la pudiste empreñar. No has escrito nada en tu vida porque hasta la tesis te la vendieron y te has hecho famoso por defender a los que tumban los árboles en el Chore.

—La tengo fea entonces.

Se oye en eso el pitido de un teléfono celular; son esos ringtones que suenan como un teléfono antiguo. Fausto busca por inercia en el bolsillo de su pantalón jeans. No encuentra nada porque en ese instante el sonido del aparato lo ha devuelto al mundo real, de modo que cuando Fausto abre los ojos una niña intenta despertarlo para entregarle el celular. Es una casa cualquiera, de esas que dan lástima, en un barrio miserable de El Quior donde sólo hay polvo y bolsas negras que cuelgan en los alambrados.

—Papi, papi, es mami, grita la pequeña.

Es una llamada de España.



—Hola, mi amor, ya estoy volando de regreso a Santa Puej, con los 20 mil euros que junté en estos tres años ahora podremos tener esa casita llena de árboles y pájaros y a orillas del río Surut.

 

FIN


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