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1. estudios arabes-islámicos contemporáneos -“Posición Hegemónica Norteamericana y la Imposición de la Democracia en Irak en beneficio particular para el país del norte”


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Una mirada anterior: El Conde Volney y Las ruinas de Palmira:

Gloria y decadencia de la civilización oriental

Es importante atraer aquí, como antecedente de los viajeros románticos, los escritos de un viajero francés como Volney, puesto que sus testimonios fueron muy influyentes e incluso inspiraron a Napoleón. Constantino Francisco Chasseboeuf, más conocido como Conde de Volney (1757-1820), también viajó por Oriente. Su Viaje por Egipto y Siria apareció en 1787. Estudió la lengua árabe y también aprendió costumbres propias de los árabes del desierto.

En las soledades de Las ruinas de Palmira282 Volney dice sentir un ‘recogimiento religioso’ y la comparación de estas ruinas de tiempos pasados, con el estado actual de las cosas, lo lleva a las ‘más sublimes reflexiones’. Su testimonio se hace típicamente romántico: “Sentado sobre el fuste de una columna, apoyando el codo sobre mi rodilla, sostenida la cabeza con la mano y dirigiendo mis miradas alternativamente al desierto y a las ruinas, me entregué a una profunda meditación”283. Al igual que Thesiger, Volney reflexionará, desde la ruina, sobre sus causas (la ‘civilización’ que pierde el control de sí misma) y efectos (la propia ruina de un pueblo devastado, de la ‘sociedad primitiva’ que deviene en ruina)

Su discurso comienza con la invocación de su canto a las ruinas, en las que ve una inspiración de conocimiento:


“¡Salve, ruinas solitarias, sepulcros sacrosantos, muros silenciosos! ¡Yo os invoco! ¡a vosotros dirijo mis plegarias! (…) ¡Cuántas útiles lecciones, cuántas reflexiones patéticas o enérgicas ofrecéis al espíritu que os sabe consultar! ¡Cuando la tierra entera esclavizada enmudecía delante de los tiranos, vosotros proclamabais ya las verdades que detestan; y confundiendo las reliquias de los reyes con las del último esclavo, atestiguabais el santo dogma de la IGUALDAD! En vuestro tétrico recinto es donde yo, amante solitario de la LIBERTAD, he visto aparecer su genio, no tal como se le representa el vulgo insensato, armado de antorchas y puñales, sino con el aspecto augusto de la justicia, teniendo en sus manos la balanza sagrada en que se pesan las acciones de los mortales en las puertas de la eternidad”284.
Como podemos ver, Volney atribuye a las ruinas esa capacidad de hacernos patente el paso inevitable del tiempo, que conduce a una ‘muerte igualadora’, y por lo tanto a la reflexión de la caducidad y limitación de los bienes terrenales: “¡Oh tumbas! ¡Cuántas virtudes poseéis! (…) vosotras en fin, dais al alma aquel justo equilibrio de fuerza y sensibilidad que constituye la sabiduría y la ciencia de la vida. Al considerar que es preciso restituíroslo todo, el hombre reflexivo evita sobrecargarse de vanas ostentaciones y de inútiles riquezas; contiene su corazón en los límites de la equidad; y como es preciso que llene su destino, emplea los instantes de su vida, y usa de los bienes que se le han concedido. De este modo, ¡oh tumbas respetadas! Ponéis un freno saludable sobre la vehemencia impetuosa de los apetitos. Vosotras calmáis el ardor febril de los placeres que perturban los sentidos, hacéis descansar el alma de la lucha fatigosa de las pasiones sobreponiéndola a los viles intereses que atormentan a la multitud; y puesto sobre vosotras, y abracando la escena de los pueblos y de los tiempos, no se despliega el espíritu sino a grandes afectos, y no concibe más que ideas sólidas de gloria y de virtud. ¡Ah! Cuando el sueño de la vida se termine, ¿de qué habrán servido sus agitaciones, si no dejan vestigios de alguna utilidad?”285. Estos mismo tópicos los veremos más adelante extensamente desarrollados asimismo en en los testimonios de los poemas de las ruinas y Wilfred Thesiger.

Al igual que von Schack, Volney imagina lo que en otro tiempo se alzó allí, una ‘ciudad opulenta’ y majestuosa, pero que inevitablemente cae en la ruina, ya que en la tierra el paso del tiempo es irrevocable e igualador: “Aquí, me dije, aquí se alzó en otro tiempo una ciudad opulenta; aquí existió un imperio poderoso. (…)Pero ahora, he aquí lo que resta de una ciudad tan poderosa, ¡un lúgubre esqueleto! (…) Al concurso estrepitoso que se reunía bajo estos pórticos, ha sucedido la soledad de la muerte. El silencio de las tumbas reemplaza ahora el bullicio de las plazas públicas. La opulencia de una ciudad mercantil, se ha cambiado en una miseria horrorosa. (…)¡Ah! ¡cómo se ha eclipsado tanta gloria!... ¡Cómo se han perdido tantos afanes!... ¡Así perecen las obras de los hombres! ¡Así sucumben los imperios y las naciones!”286.

Volney también imagina la vida que se llevaba en aquellas ruinas, y asimismo se pregunta ‘¿Dónde está?’ toda esa vitalidad pretérita, de la que sólo quedan huellas, patentes en la triste devastación de la ruina: “Y la historia de los tiempos pasados representándose al vivo en mi mente (…) Esta Siria, decía yo, hoy día casi despoblada, contaba entonces con cien ciudades poderosas. (…) Por todas partes veíanse tierras cultivadas, caminos concurridos y habitantes diligentes. ¡Ah! ¿dónde están esas épocas de abundancia y de vida? ¿Cuál es la suerte de esas brillantes creaciones de la mano del hombre? ¿Dónde existen aquellos baluartes de Nínive, aquellos muros de Babilonia, aquellos palacios de Persépolis, aquellos templos de Balbek y de Jerusalén? (…) Y aquellos labradores, y aquellas cosechas, y aquellos rebaños, y toda aquella creación inmensa de seres animados, de que se envanecía la superficie de la tierra, ¿dónde están?...287. Volney tiene una mirada -y vive una experiencia- mucho más ‘catastrófica’ de la ruina. El viajero no es capaz de explicarse las razones de esta devastación, y en su lamento llega a preguntárselo a Dios. “¡Ah! ¡Yo he recorrido esta tierra devastada!... Yo he visitado los lugares que fueron el teatro de tantas grandezas y sólo he visto en ellos desolación y soledad... He buscado los antiguos pueblos y sus obras magníficas y sólo he visto rastros parecidos a los que deja el pie del caminante sobre el polvo movedizo: los templos cayeron, los palacios se desmoronaron, los puertos desaparecieron los pueblos no existen, y la tierra, desnuda de habitantes, no es más que un espacio desolado cubierto de sepulcros... ¡Gran Dios! ¿De dónde vienen tan funestos trastornos? ¿Por qué causas se ha mudado tanto la suerte de estas regiones? ¿Por qué han desaparecido tantas ciudades? ¿Por qué no se ha reproducido y conservado su antigua e inmensa población?”288.

Luego de esto, Volney hace una importante consideración: atribuye a la religión, a los pueblos ‘creyentes y santos’ (los cristianos) la ruina de los pueblos ‘infieles’ (fenicios, caldeos) que en otro tiempo habitaban esplendorosamente estas ruinas. La eternidad de esas construcciones ha sido negada por los cristianos, que irrumpieron en tan magna civilización. Al igual que en la poesía hispanoárabe de las ruinas, son los cristianos quienes hacen caer en la ruina. En el testimonio de Wilfred Thesiger, son los ‘colonizadores’, los ‘civlizadores’ los responsables.

Volney hace una acusación y juicio directo a estos injustos e irreparables hechos que han traído ‘desierto y esterilidad’ a estas tierras, antaño fértiles: “Este Musulmán, este Cristiano, este Judío, no son por ventura los pueblos elegidos del cielo, colmados de gracias y milagros? ¿Por qué, pues, no gozan de los mismos favores estas castas privilegiadas? ¿Por qué estas tierras, santificadas con la sangre de los mártires, se ven ahora privadas de los beneficios precedentes? ¿Por qué han sido expelidos y como transportados a otras naciones y a otros países, tantos siglos hace?”289.

Al recordar la pasada espectacularidad de los pueblos que habitaban esas ruinas, Volney dice que se vuelve a él un sentimiento de ‘patria’ y piensa también que esas grandes riquezas son ahora parte del esplendor de la Europa Moderna. Pero este ameno recuerdo se irrumpe de inmediato por otro que le hace sumirse nuevamente en la melancolía: “(…) ¿quién sabe, dije, si no será también igual dentro de algunos años el abandono de nuestras comarcas? ¿Quién sabe si a las orillas del Sena, del Támesis y del Zwiderzee, donde actualmente no bastan el corazón y los ojos para sentir y ver el torbellino de tantos placeres; quién sabe, digo, si un viajero como yo no se sentará algún día sobre las ruinas silenciosas y llorará solitario sobre las cenizas de esos pueblos y la memoria de su presente grandeza?”290, luego de esto confiesa haber llorado amargamente, achacando a Dios estas injusticias.

Sin embrago, en seguida se le presenta un ‘fantasma’, que en su discurso le abre los ojos a la verdad: hasta cuándo se le achacará injustamente a la divinidad la ruina humana; son los mismos hombres los responsables de la destrucción, y para hacerlo comprender lo invita a leer en esas ruinas las ‘verdaderas lecciones’ que en ellas se presentan. No es la naturaleza la que ha devastado el lugar, no es Dios quien ha motivado esa ruina, ni la fatalidad de un destino, sino el hombre. No es la infidelidad de esos pueblos los que los llevó a la ruina, ya que –como dice ‘el fantasma’- esos pueblos no fueron privados de ningún bien natural que estancara su desarrollo. “¿Qué infidelidad es esa que fundó los imperios por la prudencia, los defendió por el valor, los afirmó por la justicia: que levantó ciudades poderosas, formó puertos profundos, desecó marismas pestilentes, cubrió la mar de naves, la tierra de habitantes; y semejante al espíritu creador esparció el movimiento y la vida sobre el mundo? Si tal es la impiedad, ¿qué será la verdadera creencia? ¿La santidad consiste acaso en destruir? (…)¡He aquí, sin embargo, razas santas y fieles, cuáles son vuestras obras; he aquí los frutos de vuestra decantada piedad! Vosotros habéis asesinado los pueblos, quemado las ciudades, destruido las mieses, convertido la tierra en soledad, ¡y pedís ahora el premio de vuestras obras!”291. Para el fantasma, creer en el destino fatal e inevitable para el hombre es muestra de su mayor hipocresía.

‘El fantasma’ constituye un llamamiento a considerar al primer responsable de la grandeza y destrucción de las civilizaciones orientales: el hombre. Esta reflexión moral sobre la relación del hombre con la naturaleza que hace Volney en Las ruinas de Palmira tiene mucho que ver con la que realiza Thesiger, en Arabia. El francés encuentra ‘El origen de los males de la sociedades’ en la codicia del hombre ‘fuerte’ que se impone al ‘débil’, quebrantando las leyes de la naturaleza, violando la ley ‘moral individual’. “¡La codicia del hombre y su ignorancia!... he aquí los genios malignos que han perdido la tierra: he aquí los decretos del acaso, que han derrocado los imperios; he aquí los anatemas celestiales que han destruido estos muros en otros tiempos tan gloriosos, y convertido el esplendor de una ciudad populosa en soledad y ruinas”292. A lo largo de su estudio, Volney hace un recorrido crítico por la historia del hombre -a través de la historia del modelo colonizador que destruye la ‘ley natural’ de las sociedades primitivas- desde sus orígenes, en que se movía en una pacífica ‘igualdad’ social, pasando por el desmoronamiento de estas sociedades primitivas, roto este equilibrio por el sometimiento e imposición del codicioso ‘más fuerte’ (cristiano), hasta llegar a preguntarse si es posible sobreponerse a esta ‘ruina humana’.

Von Schack concluye su estudio con una imagen plástica de la nostalgia y del paso irremediable del tiempo, que encarna la desaparición total de la cultura árabe en España. El alemán relata la creencia popular oriental de la estrella Suhayl o Canopo, que posee fuerzas mágicas, que la hacen responsable del brillo y el esplendor del imperio árabe. En tiempos de Abd al-Rahman, dicha estrella aún brillaba en el horizonte y resplandecía con fuerte brillo sobre los palacios, “(…) pero, al compás que esta estrella va lentamente inclinándose hacia el sur, por la presesión de los equinoccios, los maravillosos edificios desaparecen uno a uno”293. Von Schack nos dice que la estrella aún se levanta en las costas del sur de Andalucía bañando las ruinas de sus palacios, pero día a día se extingue su fulgor en la zona, y “(…) cuando se pierda por completo para Europa, el palacio árabe será también un montón de ruinas”294.

En una última nota a su estudio, el alemán hace un llamado directo al restaurador, D. Rafael Contreras, a que detenga el maligno influjo de la estrella, esperando que no se cumpla esta predicción poética y astrológica. La estrella cela un tributo que debemos a la naturaleza. Ese tributo debemos pagarlo, dice von Schack, y detener de algún modo el sino de Suhayl o Canopo, conteniendo la venta de casas y torres de la Alhambra, que históricamente se ha visto amenazada por Ministros de Hacienda codiciosos y sin cuidado ni respeto alguno al arte arábigo, convirtiendo lugares históricos, en barrios modernos y triviales “acabando por transformar aquél edén en un cerro pelado como hay tantos en nuestra patria”295.

Finalmente, conocemos una fantástica confesión de von Schack: al volver a Granada, su lugar privilegiado, “Tenía la impresión de haber regresado a mi patria. Aquí me saludaban todos los lugares, como si reconociesen a un viejo amigo”296; tal como Thesiger, el viajero se funde con el medio que recorre, y al culminar su peregrinación se siente desterrado, ya que su verdadero origen no se concibe sino en el destino de su viaje. Mismo destierro que naturalmente sienten los hispanoárabes productores de esa poesía de ruinas que estudiaremos, al verse despojados perversamente de su patria.

Romanticismo y modernidad

Tras la Ilustración (siglo XVIII), la Revolución Industrial297 (1760-1840), y la Revolución Francesa (1789-1799), los románticos cuestionan las estructuras sociales e ideológicas imperantes. Se propone una sociedad que salve al hombre por sobre el desarrollo, y en este intento, los románticos se inspiran en lugares exóticos (entre ellos Medio Oriente y América) con el fin de rescatar al hombre y posicionarlo en un espacio natural. Hay un impulso de rebeldía en el hombre romántico, en el que se critica una sociedad que mutila al hombre, en un desequilibrio total entre el progreso (‘sin fin’) y la sensibilidad y espiritualidad propiamente humanas.

La gran lacra del hombre ‘moderno’ fue pensar sus ideales (fundamentados en la razón), como universalmente realizables. Esto desembocó en el equívoco en que cayó el proyecto de la modernidad: el hombre transformado en un colonizador que legitima su expansión arrasadora en base de la imposición de estos ‘valores civilizadores universales’; es cuando el occidental, el ‘hombre blanco’ asegura que su misión histórica es justamente exportar y aplicar estos valores a la ‘barbarie’ intocadada por la civilización: comienza a colonizar.

Como ya lo hemos esbozado, al dar una breve revisión al estudio de Albert Béguin, con la declinación de La Ilustración, comienza a menguar también la actitud que imponía a la razón como medio de conocimiento y como base de una ruta estética. Esta actitud racional y crítica de la realidad que cambia, va a mudar también la forma en que se presenta el paisaje al individuo. El viajero romántico del siglo XIX, aprehenderá el panorama que se presenta fundamentalmente desde las sensaciones y sentimientos y no ya desde su ‘descripción fiel y objetiva’. Habrá lugar para la recreación de un paisaje que irá más allá de lo ‘real’, para trascender hacia lo fantástico e ideal; el territorio que visita no será considerado como un ‘dominio’, sino que, por el contrario, él viajero se sentirá avasallado por esa ‘sublimidad’ (el dominado paisaje ‘real’ ilustrado y neoclásico, será reemplazado por este paisaje ‘sublime’, esotérico, indomable, en el que el hombre se siente infinitamente pequeño e indefenso frente a la magnitud del cosmos), que lo supera.

Esta crítica a la modernidad y el cuestionamiento acerca del nuevo proyecto ideológico se hace patente, algunos años más tarde, en el discurso de Wilfred Thesiger, ya que en esta época, Arabia (espacio ‘natural’) estaba siendo alcanzada ya por el espíritu ‘modernizador’ de las grandes potencias europeas y Norteamérica. El pensamiento romántico había influido en los movimientos nacionalistas del siglo XIX, en cuanto proponía una estrecha relación del individuo y la sociedad (frente al individualismo del racionalismo y la Ilustración) independiente para cada individuo. La sociedad, pueblo o nación, tiene, por lo tanto, una vida y misión histórica autónoma. Así, en el siglo XIX se va a abogar por las peculiaridades de cada pueblo o nación, y por el derecho que cada cual tiene de decidir libre e independientemente su destino. Al igual que sus antecesores, los viajeros románticos, Thesiger busca rescatar la identidad nacional en su ‘esencia original’, de la que necesariamente son las ruinas una estampa.

Así es que en un comienzo advertíamos la importancia de distinguir el doble carácter de la ‘ruina’: ésta se considera como símbolo del triunfo de la naturaleza sobre el espíritu creador del hombre298. En cambio, su destrucción será el emblema de la empresa avallasadora del hombre. Son dos aspectos contrarios, presentes ambos en la ruina. Por esto es que los testimonios que revisamos se posicionan en ella, para ensalzar heroicamente el primero y para aborrecer el segundo.

Este rechazo es una elegía, porque trágicamente el territorio que se visita está ‘ad portas’ de convertirse en una ruina. No en la que es testimonio de una naturaleza triunfante, sino justamente en la catástrofe causada por la destrucción humana. De ahí el fatalismo de la ruina: es testimonio del inevitable paso del tiempo, del destino que ineludiblemente entonces, está por venir.

El individuo que experimenta el paisaje va a expresar en él la oposición entre ‘civilización’ y ‘barbarie’, entre tecnología y naturaleza, lo industrializado y lo salvaje. Va a surgir el paisaje como el ‘paraíso perdido’, que se añora, del cual se desea todo, menos su destrucción. El romántico, así como el viajero moderno, va a buscar la comunión con la pura y originaria naturaleza.

Por esto es que podemos encontrar semejanzas tan impresionantes entre los testimonios que hemos estudiado, y tópicos como el ‘ubi sunt’ y el desprecio al ‘progreso sin fin’ igualmente tratados en textos que son distantes, pero testigos del mismo fenómeno.
La ruina de la modernidad: Wilfred Thesiger

Anhelaba el pasado, repudiaba el presente, temía el futuro”299.

Wilfred Thesiger comienza su testimonio con una advertencia: “Justo a tiempo llegué a Arabia del Sur”300; sí, porque otros irían también después de él, pero con fines materialistas muy distintos a los suyos301 (trazar mapas, a estudiar arqueología y geología, etc.) en automóviles y haciendo uso del telégrafo, y no encontrarían lo que él encontró en Arabia. Aunque tendrán resultados más interesantes que los suyos, dice Thesiger, no conocerán la verdadera grandeza y espiritualidad árabes.

El inglés siente que ha sido el primero y el último europeo que ha visitado Arabia en su verdadera condición, antes de que esta se derrumbara tras la llegada de la arrasadora, pero inevitable, modernidad. De hecho, permanentemente nos recuerda que él deseaba ir donde otros no habían ido, y tampoco lo harín jamás: “Si alguien va ahora en procura de la vida que yo llevé, no la encontrará, porque de entonces acá han estado los técnicos en busca de petróleo. Hoy, el desierto que atravesé lleva las cicatrices dejadas por filas de camiones y está sembrado con los deshechos de la importación de Europa y Norteamérica”302.

Thesiger comienza su discurso haciéndonos ver las heridas de Arabia y la ruina en que en ese momento está cayendo, “Pero esa profanación material carece de importancia comparada con la ruina moral que ha producido entre los propios bedu”303, reflexión que nos recuerda instantáneamente una de las últimas reflexiones que al terminar su estudio había plasmado von Schack. A esta osada raza, que vive por gusto en las condiciones más adversas, donde sólo el más fuerte se salva, ahora la amenaza algo mucho más aterrador que la sed y el hambre: la ‘civilización’. “Ahora no es la muerte la que les sale al paso, sino la degradación”304, dirá Thesiger. Como podemos ver, desde un comienzo el inglés instala su testimonio en la ruina; Europa es el foco de profanación material y moral, y trae vertiginosamente la devastación y ruina a Arabia.
Regreso a al-Andalus: Los poemas y las ruinas
Para comenzar una revisión a la poesía hispanoárabe de las ruinas, podemos decir que los siete siglos de enfrentamiento entre moros y cristianos tuvieron importantes ecos en la poesía. Son los llamados los ‘Cantos de Guerra’. Para efectos de nuestra investigación podemos caracterizar estos poemas, en su generalidad, como un canto desesperado de ‘lo que será ruina’, al modo de Thesiger. Muchas veces se enmarcan dentro de una petición de auxilio, de socorro y asistencia a los mandatarios de otras localidades, de parte de una ciudad (que se hace mujer305) en peligro de perderse, o sea, de convertirse en ruina.

En esta qasida se llora la pronta destrucción de Valencia306:


“(…)De penas abrumada, herida ya de muerte,

un cáliz de amargura el destino le da;

se marchitó su gloria, y sin duda la suerte

a sus hijos por víctimas ha designado ya.

El suelo se despuebla después de la conquista;

hasta los extranjeros le miran con dolor.

(…)salva de España, salva, el bajel destrozado;

no permitas que todos perezcamos allí.

Por ti renazca España de entre tanta ruina,

(…) Valencia, por mi medio, estas cartas te envía;

socorro te demanda; espera en tu virtud”307.

Así también, al correr apuros la ciudad de Valencia, canta un poeta sobre una de sus torres:

¡Valencia, Valencia mía,

cuán terrible es tu desgracia,

muy cerca estás de perderte;

sólo un milagro te salva.

(…)y los muros, que en las piedras

con majestad se levantan,

se cuartean y vacilan.

Porque el cimiento les falta.



A pedazos se derrumban

tus torres muy elevadas,

(…)ya para ti no hay remedio

los médicos te desahucian.

¡Valencia mía, Valencia!

al decir estas palabras,

el dolor me las inspira

y el dolor me parte el alma308.
La ciudad, vista como una mujer arrebatada, pierde su identidad. Esto es lo que lleva a Ibn Jafaya a terminar unas de sus composiciones, alegando, tras la invasión cristiana en Valencia:
Juguete son del destino

los que en tu seno moraban;

¿qué mal, qué horror, qué miseria

no traspasó tus murallas?

La mano del infortunio

hoy sobre tus puertas graba:



«Valencia, tú no eres tú,

y tus casas no son casas»309.
En estos últimos versos, podemos advertir por una parte, la visión clara de la ruina de Valencia, pero por otra también la misma problemática ‘identitaria’ que ésta presenta, lo que está claramente dicho en Las Arenas de Arabia: “Valencia, tú no eres tú(…)” ¿No es justamente lo que preocupará siglos más tarde a Wilfred Thesiger que ocurra con Arabia? Es exactamente la misma inquietud que lo conmueve: que ‘Las arenas’ dejen de ser lo que son, producto de la modernidad. Los hablantes tienen en común ser testigos desesperados de lo que se ‘arruinará’, son testigos de la pronta destrucción de aquello que les es tan preciado.
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