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1. estudios arabes-islámicos contemporáneos -“Posición Hegemónica Norteamericana y la Imposición de la Democracia en Irak en beneficio particular para el país del norte”


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Sobre el nombre y por qué de Don Quijote
Para Godoy213, son “cuatro las posibilidades más ciertas que se han esgrimido [sobre el origen del nombre de don Quijote]: una que alude a posibles modelos reales, otra de corte positivista que alude a la pieza de la armadura que cubría el muslo, una tercera que toma en cuenta una derivación fonética que la derivaría en Camilote del Primaleón y Polendos, y una cuarta de carácter simbólico que la relaciona con una poesía de Juan Álvarez Gato en que un amante describe las armas con que entrará al combate frente a su amiga.”214. Nosotros abordaremos otras dos posibilidades; una de ellas nombrada en el trabajo de Godoy, aunque tangencialmente y que corresponde a la relación que se establece entre el nombre Quijote y el Lanzarote, aunque con algunas otras aristas importantes; la segunda se relaciona con la alimentación de don Quijote, que adelantaremos aquí, pero ampliaremos en el apartado siguiente.

En nuestro primer acercamiento, Paradejordi nos guía al decirnos que “un pequeño detalle nos permite asociar a don Quijote con Lanzarote. El nombre de este último parece estar formado por el verbo ‘lanzar’ y el sufijo ‘ote’. Algo parecido ocurre con el Ingenioso Hidalgo; si recurrimos al hebreo, veremos que el verbo que se utiliza para designar el acto de lanzar (una flecha, por ejemplo) es kaxat o kashat. Lanzarote, en hebreo, sería Kisote o Kixote, palabras de las cuales, probablemente, el ingenio de Cervantes hizo derivar Quijote o Quixote, como se escribía en su época.”215. En este caso, como se ha visto, el autor establece una relación entre Quixote y el hebreo kaxat, más el sufijo ridiculizante ‘ote’. Preliminarmente vemos cómo Oriente se ha hecho presente otra vez en la construcción del personaje cervantino. Pero no dejemos esto aquí. Martín de Riquer216, aunque por otro camino, parece haber llegado a esta misma conclusión: “El nombre Quijote es también un acierto de comicidad, pues mantiene la raíz del apellido del Hidalgo (Quijada o Quijano) y lo desfigura con el sufijo ‘ote’ que, en castellano siempre ha tenido un claro matiz ridículo (como se advierte en los consonantes de los verbos que escribe el protagonista en Sierra Morena, en los que su nombre rima con ‘estricote’, ‘pipote’, ‘azote’, ‘cogote’, etc.,”217. Sin embargo, continúa el mismo autor, “en el espíritu del hidalgo manchego, al buscarse un nombre caballeresco, debió de influir también el de gran caballero artúrico Lanzarote del Lago, cuya historia estaba tan divulgada en España por libros y romances [...] Y del mismo modo que los caballeros hacía seguir su nombre del de su patria: Amadís de Gaula, Palmerín de Inglaterra, don Quijote lo completó con el de la suya: La Mancha”218.

Nuestra segunda posibilidad a trabajar, relacionada con la alimentación de don Quijote, la plantearemos a través de una breve cita de El Quijote: Dice Dorotea a Sancho, en medio del capítulo 30 de la Primera Parte,: “… sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el remedio de mis males hallando a un caballero andante cuya fama en este tiempo se extendería por todo el reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote o don Gigote.”219.

Según Francisco Rico, “el Gigote era un plato de carne asada, picada y aderezada.”220, lo que hace relación con el capítulo primero de El Quijote, donde el narrador nos cuenta qué es lo que come el hidalgo manchego. Si notamos bien, podremos caer en cuenta que casi todo lo que come don Quijote es carne, sea de carnero, palomino, duelos y quebrantos, etc. Como sabemos, el comer carne, de cerdo especialmente, era un requisito necesario y suficiente para distinguir a moros de cristianos. Esta cita diría relación con la importancia que le da don Quijote a sus comidas y a ‘parecer’, ante los demás, un cristiano.

Para complementar esta visión religiosa del nombre de don Quijote, agreguemos que el primer apodo que da Dorotea al caballero es Azote. Para la RAE, la primera acepción de azote es “instrumento de suplicio formado con cuerdas anudadas y a veces erizadas de puntas, con que se castigaba a los delincuentes”, pero otra posibilidad de lectura es “persona que es causa o instrumento de este castigo, calamidad o aflicción”, y es esta segunda lectura es la que nos interesa. Esta aludiría al sacrificio y a la mortificación personal a la que se somete don Quijote, al comer carne o gigote. El azote se nos presenta como autoflagelación, como castigo auto inferido por algún pecado de carne o de espíritu. Siguiendo con esta elucubración, don Quijote pasaría a ser un individuo que debe ocultar su verdadera fe para no ser sancionado, y lo hace de distintos modos: comiendo excesiva carne, armándose caballero cristiano, y por todo esto el caballero se castiga, se azota, se martiriza, como muy bien ejemplifica la aventura de Sierra Morena y las dolorosas penitencias del caballero: cabriolas, saltos y caídas por entre las piedras.




Comidas y penurias de Don Quijote
Siguiendo esta misma idea, podemos suponer una posible conversión de don Quijote al cristianismo, e investidura de caballero, como reforzamientos de su (nueva?) cristiandad. Al respecto nos dice Luce López-Baralt221 que la alusión a las comidas diarias de don Quijote responde a una ‘rareza literaria’, en el sentido que se le otorga demasiada importancia en desprecio de datos más trascendentes que exigía la literatura caballeresca, como lo eran el linaje, el lugar de nacimiento o los bienes obtenidos por medio de la guerra. Recordemos que era de común hábito en la España de Cervantes, y hasta entrado el siglo XVII, poner a prueba a quien decía ser converso invitándolo a comer carne de cerdo. Quien no comiera de ella se consideraba un hereje y por tanto recibía el castigo correspondiente de parte del Santo Oficio. Conocidos son los casos en que incluso cristianos viejos, y hasta sacerdotes católicos fueron enviados a la hoguera por presentar, según decían, comportamientos propios de un falso cristiano. Por ello no era extraño ver a conversos asegurando a gritos que lo que más comían era carne y, muy en especial, carne de cerdo. Es posible extrapolar esta costumbre, conocida de seguro por Cervantes, a nuestro texto, e interpretar la exagerada mención a la ingesta de carne de don Quijote como un intento de ocultar la ‘mancha’ del hidalgo. Hidalgo además, como el máximo cargo nobiliario al que alguna vez podrían optar los conversos durante muchas generaciones. Pero revisemos el texto detenidamente: Don Quijote comía “Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”222

Lo que nos llama la atención, además del excesivo informe sobre la alimentación, es lo que ocurre en los días viernes y sábado. Si bien quienes no pueden comer carne los días sábados son los judíos, los musulmanes prefieren no ingerirla durante los viernes, por ser un día de limpieza como preámbulo a la celebración sagrada del sábado. El día viernes, conocido como yaum (Yom) al Juma'ah en el Islamismo, representa la voluntad del musulmán de santificar el día de descanso de Alá. Es en este día es en el cual los musulmanes deben realizar una dieta muy estricta de alimentación, aunque no es necesario ayunar. Esto se realiza en pos de la purificación del cuerpo y el espíritu para el día sagrado de descanso.

Vemos, así, cómo el día vienes don Quijote no come carne, sino lentejas, y cómo el sábado come ‘duelos y quebrantos’, haciendo alusión al recogimiento espiritual y al hecho censurable de estar comiendo carne de cerdo223: Es decir, don Quijote come ‘duelos y quebrantos’, en el sentido de sufrir ‘penas y castigos’. Elucubrando sobre esto, y la relación alimenticia que hemos podido establecer, se podría pensar que nuestro caballero, de ser un castellano cincuentón pasó a ser un musulmán converso, que come lo que el Al-Q’rán ordena224, pero intentando ocultar su religiosidad por miedo al escrutinio público. La cautela (de Cervantes y de don Quijote) es la fórmula mediante la cual El Quijote oculta los rasgos islámicos de sus personajes, y don Quijote, en este sentido, no sería la excepción.

Aspectos lingüísticos árabes en El Quijote
Muy brevemente, intentaremos sacar a la luz dos aspectos lingüísticos que la literatura y cultura árabes han aportado al español y, con ello, a la construcción de El Quijote. La primera de carácter morfológico y la segunda de índole léxica.

Según apunta Mengod, “La preocupación de elevar a poesía muchas funciones de la vida diaria forman parte del integralismo árabe. “Vivir la mañana”, “quebrar albores”, son metáforas de raigambre musulmana. Y el contenido humano del venerable Poema se da como resultado de un anhelo yacente en la conciencia de quienes empezaban a intuir los albores de lo que había des ser una nacionalidad”225. Estas construcciones gramaticales eran imposibles de realizar en español medieval por razones históricas internas de la lengua, antes de la llegada de los árabes a la Península. Lo importante acá es que El Quijote está repleto de expresiones de este tipo, además de los recursos estilísticos italianos que Cervantes tan bien conocía. Sería contraproducente citar cada frase en este momento, pero su detección no implica demasiado trabajo. Baste nombrar algunas presentes en la primera salida de don Quijote: “viene la noche”, “se acerca el alba”, “la noche que se iba”, etc.



Muchos aportes léxicos al español, presentes además en El Quijote, provienen del árabe226. Algunos de los utilizados por Cervantes en la obra en cuestión son referidos sobre todo a las armas y a las cabalgaduras: por ejemplo, adarga, mezquino, aljófar, azar, nuca, arroba, jineta, aldea, jubones, alquimista, ajedrez, zaga, albardas, alcalde, tarea, e innumerables ejemplos más que se dispersan por todo el corpus textual. Lo importante a destacar de esta influencia, es que Cervantes, de ser un maurófobo, hubiese evitado, en alguna medida, la inclusión de estas palabras árabes en sus escritos. Pero, muy por el contrario, parece muy natural y despreocupado a la hora de insertar arabismos en su obra. Con esto no damos por cierto una ‘maourofilia’ ni negamos una posible ‘maurofobia’ por parte de Cervantes, sino que ponemos de relieve cómo en El Quijote el lenguaje se encuentra ‘arabizado’, por efectos de evolución interna del castellano, sin duda, pero que aportan un dato importante a nuestra idea central: la presencia de la cultura árabe en la literatura española luego de su expulsión de la Península.
Fe de Don Quijote
Como bien sabemos, el código caballeresco del siglo XII en adelante, se caracteriza por dos premisas o dogmas fundamentales: primero la fidelidad hacia Dios y, segunda la lealtad al rey. Podría agregarse como tercer axioma básico el amor a la doncella. En nuestro personaje ocurre algo bastante inusual en un caballero: jamás se encomienda directamente a Dios. O al menos no al dios cristiano. Las numerosas veces que don Quijote podría haber invocado a Dios prefiere la opción de convocar a Dulcinea. Por ejemplo, leemos en el capítulo 3 de la Primera Parte:
“-¡Oh señora de la hermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo.”227.
Donde toda la fuerza de la fe se dirige hacia la dama y, en ningún momento, a Dios. Otro de los pasajes más interesantes de analizar con respecto a la fe de don Quijote, la encontramos en el capítulo 13, en donde caballero, escudero y caminantes se encaminan al funeral de Crisóstomo, el enamorado de Marcela. En ese momento, uno de los caminantes interpela a don Quijote y le dice:
“[…] una cosa entre otras muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es que cuando se ven en ocasión de acometer una grande y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de perder la vida, nunca en aquél instante de acometella se acuerdan de encomendarse a Dios, como cada cristiano está obligado a hacer en peligros semejantes, antes se encomiendan a sus damas, con tanta gana y devoción como si ellas fueran su Dios, cosa que me parece que huele a gentilidad.”228, poniendo en duda la real calidad de cristiano de don Quijote.
Ante tal invectiva, nuestro caballero responde:
“[…] eso no puede ser en ninguna manera229, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese, que ya está en uso y costumbre en la caballería andantesca que el caballero andante que al acometer algún gran fecho de armas tuviese su señora delante, vuelva a ella los ojos blanda y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca y ampare en el dudoso trance que acomete; y aun si nadie le oye, está obligado a decir algunas palabras entre dientes, en que de todo corazón se le encomiende, y de eso tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto que han de dejar de encomendarse a Dios, que tiempo y lugar les queda en el discurso de la obra.”230.
Luego de esta respuesta, el caminante vuelve a arremeter:
“- Con todo eso- replicó el caminante-, me queda un escrúpulo, y es que muchas veces he leído que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y, de una en otra, se les viene a encender la cólera, y a volver los caballos y tomar una buena pieza del campo, y luego, sin más ni más, a todo el correr de ellos, se vuelven a encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan a sus damas; […] Y no sé yo cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse a Dios en el discurso de esta tan acelerada obra.”231.

En esta conversación, en la que don Quijote elude cualquier respuesta que pueda parecer comprometedora, se pueden entrever o ilustrar algunas de las decisiones que don Quijote ha tomado frente a la religión y frente a Dios mismo, como por ejemplo, que confía más en Dulcinea que en Dios a la hora de encomendarse en una batalla; que en ‘su’ concepto de caballería está primero la dama y después la religión, al menos la cristiana; o que la religión está relegada a un segundo plano en un combate cuerpo a cuerpo, porque, a fin de cuentas, quien gana es el caballero y su espada.

Además de estas vacilaciones de don Quijote respecto a su fe, el caballero andante realiza numerosas veces invocaciones profanas, las cuales ponen otra vez en duda la verdadera cristiandad del investido manchego; por ejemplo, encontramos en el capítulo 25 de la Primera Parte:
“¡Oh vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas de este desdichado amante! […], ¡Oh vosotras napeas y dríadas, que tenéis por costumbre de habitar en las espesuras de los montes: […] que me ayudéis a lamentar mi desventura, o al menos no os canséis de oílla!”232. En este llamado a dioses no cristianos, que don Quijote realiza solo frente a Sancho, incapaz de juzgar a su amo, marca la posibilidad de desmarcar de una estrecha cristiandad al caballero andante.
Por otro lado, don Quijote, cuando inevitablemente debe referirse a Dios, lo hace indirectamente, como en esta oportunidad, que se repite numerosas veces en el texto: “-Mira, Sancho, que por el mismo que denantes juraste te juro – dijo don Quijote – que tienes el más corto entendimiento que tiene ni tuvo escudero en el mundo.”233, pero jamás jura en el nombre de Dios. En el capítulo 30 hallamos otra vez algo semejante:

“Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga; y a quien mal le ha parecido, salvo la santa dignidad del señor licenciado y su honrada persona, digo que sabe poco de achaque de caballería y que miente como un hideputa y mal nacido: y esto le haré conocer con mi espada, donde más largamente se contiene.”234.

En esta cita encontramos varios elementos interesantes; primero, que utiliza un objeto cristiano (rosario) para referirse a gente mohína y desdichada; segundo, que se refiere a ‘su’ religión, indefinidamente, y no a ‘la’ religión que como caballero debía regirlo; tercero, que glorifica a un ser humano, calificando de ‘santa’ la dignidad del ‘señor’ licenciado. Estas tres formas expresivas nos permiten conocer mejor la verdadera visión religiosa de don quijote, bastante distorsionada y alejada de los dogmas católicos fundamentales. Es decir, blasfemar, utilizar objetos de reverencia para descalificar, negar la religión católica como única y verdadera, elevar al hombre a calidad de Dios. En otro punto interesante, encontramos un diálogo entre Sancho y su amo:
“- Con esa manera de amor – dijo Sancho- he oído yo predicar que se ha de amar a Nuestro Señor, por sí solo, sin que nos mueva esperanza de gloria, o temor de pena, aunque yo le querría amar y servir por lo que pudiese.

- ¡Válate el diablo por villano – dijo don Quijote-, y qué de discreciones dices a las veces! No parece sino que has estudiado”235.
Aquí, Sancho le está dando a entender a su amo aquel que, quien sirve verdaderamente a Dios, no debe buscar gloria ni sentir miedo, como él espera poder hacerlo. Don Quijote, como sabemos, busca la gloria desde un principio, cuando en el capítulo primero de la Primera Parte espera que un sabio encantador a su servicio escriba sus hazañas, “dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo futuro.”236. Paradójicamente, este sabio encantador se transfigura en un sabio árabe, Cide Hamete quien, efectivamente, escribe la historia de don Quijote y, aunque no la esculpe en mármoles, si la mantiene para su memoria en el futuro.

Con todo lo anterior, hemos podido sacar de la penumbra ese elemento árabe que por tanto tiempo – cuatro siglos ya – se ha acallado como voz poderosa dentro de El Quijote. Esperamos que este estudio, escueto e imperfecto, sirva como eslabón a una cadena de análisis posteriores que se ocupen de desentrañar el factor arábico en la obra cervantina, no para restarle el valor que en occidente posee, sino que para enriquecerlo aún más con lecturas polisémicas y siempre atentos a la inevitable presencia de Otro entre nos-otros.




Tres testimonios sobre las Ruinas
Por Daniela Picón Bruno
«No hay memoria de las primeras cosas, ni habrá tampoco recordación de las que sucederán después, entre aquellos que han de ser en lo postrero».
Rey Salomón

(Mítico alarife)

Hemos denominado como ‘testimonios’ los tres discursos de que nos ocuparemos durante el desarrollo del presente trabajo, porque es preciso rescatar el carácter ‘argumental’ que todos ellos tienen. En los tres se hace indispensable -más adelante ya veremos por qué- subrayar el hecho que su narrador sea, ante todo, un ‘testigo’. Esto significa, por una parte, que su narración tiene una base de veracidad. En estos discursos, algo se asevera, se a-testigua, y se da fe de unos hechos. Por esto, ‘testimonios’, porque soportan necesariamente la idea de ser una prueba, la justificación y certeza de que algo es de alguna manera, y esa manera se afirma en ellos.

En un interesante artículo, Leonidas Morales237 se propone aclarar la ‘ambiguedad conceptual’ en que ha devenido la clasificación y descripción del testimonio como discurso, para dar una determinación conceptual más clara acerca de este tipo de textos. En su opinión, la definición del testimonio ha tendido a subrayar su componente político e ideológico, convertido en “(…) un campo de relaciones de poder textualizadas”238. En ésta concepción, el testimonio se piensa como una clase de discurso que pone en juego determinadas relaciones de poder: un polo hegemónico versus la ‘voz’ del subordinado, que se instala en el centro del escenario discursivo. El testimonio sería la narración de la ‘voz de la resistencia’, que habla por una comunidad sometida, y que por lo tanto puede desconstruir la historia ‘oficial’, instalando una verdad reprimida. Por esto tendría el carácter de ‘ejemplar’.

Sin embargo, Morales observa que la lectura del testimonio así definido nada dice de él como una clase de discurso determinada, ya que “(…) sólo son variables de contenido que no afectan al testimonio como tal”239. Para el autor, el problema fundamental es concebir el testimonio como un género, definido a partir de su contenido. Sin duda, nos dice, el testimonio es una clase de discurso, y tiene como principales características el que sea siempre un relato en primera persona, que afirma haber vivenciado algo, que es un elemento de prueba, y que contribuye a instaurar una verdad.

Estas propiedades lo hacen perfectamente distinguible, pero como relato no contaría con las condiciones de ‘historicidad’ de los géneros, ya que no se puede fijar en un momento único del tiempo, sino que por el contrario, son formas que siempre son posibles; están siempre disponibles para el usuario que las requiera. Por esto, Morales afirma que el testimonio es un discurso ‘transhistórico’ (las condiciones históricas no afectan su contenido) De esta característica se deriva la segunda: es un discurso ‘parásito’, que debe ser actualizado dentro de una institución, ya que no puede serlo de forma independiente a ella ni a los géneros existentes. Por esto, es un discurso, ‘transgenérico’, que se actualiza obligadamente en los géneros ‘referenciales’, en los cuales se remite a una persona (autor) ‘real’. El ‘yo testimonial’ se hace imprescindible en géneros como la carta, las memorias, la autobiografía, la biografía, la entrevista, etc…

De este modo, Morales define el testimonio como un discurso ‘transhistórico’ y ‘transgenérico’, que depende de los géneros referenciales (que también requieren de los testimonios para actualizarse). Por el hecho de ser siempre un discurso subordinado a otro, el género ‘testimonio’ no existe.

Los tres discursos de que nos ocuparemos son ‘testimoniales’ por todas las razones que hemos esbozado anteriormente. El ‘yo testimonial’ en todos ellos, remite a un ‘autor’ real, que da prueba de ciertas vivencias, autobiográficamente en todos los casos, aunque parasitarios de distintos géneros (la poesía, la memoria de viaje). El testigo, que es el narrador, es al mismo tiempo también el personaje y el autor del discurso.

Este trabajo es un intento de representar cómo se observa -y se vive- el derrumbamiento de la cultura árabe, en tres momentos y contextos diferentes, a través de tres poderosos testimonios. Éstos han sido escogidos no sólo por su brío argumental, sino sobre todo, por la belleza que portan como pruebas de un capítulo tan sensible y perceptivo -en todo orden de cosas-, como es la ‘ruina’.

‘Ruina’ viene del latín ‘ruīna’, de ‘ruĕre’, caer. Sin embargo quisiera rescatar la ‘ruina’, no estrictamente como ‘Destrozo, perdición, decadencia y caimiento de una persona, familia, comunidad o Estado’, o como meros ‘Restos de uno o más edificios arruinados’ sino más bien como el quebranto que representa, en el sentido que porta como una pérdida grande de los bienes de fortuna’240, considerando, eso si, como esta ‘gran fortuna’, la cultura árabe, y, que por lo tanto, no es de carácter exclusivamente material, sino mas bien cultural y espiritual. Este es el alcance de la ‘ruina’ que se busca rescatar en las siguientes páginas: ‘la ruina del espíritu del hombre’, como dirá von Schack.

Instalados en este espacio sensitivo, ofrecemos un análisis de Tres testimonios sobre las ruinas, porque justamente se trata de ser testigos de tres discursos cuyos autores tienen condiciones bastante diversas. Los poetas hispanoárabes (siglos XI- XIII) son los ‘dueños de casa’, son quienes vivirán ‘en carne propia’ el desplome de eso que ellos mismos habían construido, material, cultural y espiritualmente. Tras las sucesivas invasiones de almorávides y almohades norteafricanos a las que se vieron sometidos, hasta que finalmente fueron expulsados de la península, este derrumbamiento, tal como apuntábamos anteriormente, significó la ruina de la espléndida cultura hispanoárabe que se desarrollaba en España. Pero, sin duda, son varios los pilares que de estas ruinas perviven, como magníficos vestigios de ella (recordemos la Alhambra); en estos importantes rastros se posicionará uno de nuestros viajeros, como testigo.

Adolf Friedrich Von Schack (alemán, entre 1852-1861) y Wilfred Thesiger (inglés, entre 1945-1950) son viajeros, y extranjeros (en territorio ajeno). Su condición básica es ser visitantes; el primero, de las ruinas mismas de la cultura hispanoárabe, en España; el segundo se posicionará (y posesionará) de lo que ‘se arruinará’, el desierto virgen y nómada de la península arábiga.

Es interesante adelantarnos un poco y observar que a pesar de las dispares circunstancias, escenarios y contextos en los que se producen estos testimonios sobre las ruinas, los tres acabarán de la misma manera: sus creadores se sumirán en un profundo y conmovedor desarraigo.

¿Cuál es la causa de esta asociación tan poderosa entre los discursos? Y situándonos en cada uno de ellos, ¿qué ocurre entonces con la dicotomía entre ser ‘uno mismo’ y ‘lo otro’? ¿Cómo se presenta este ‘otro’, que es capaz de producir esta especie de simbiosis entre el yo (extranjero) y el otro?

Para comenzar a explicarnos este hecho, se hace muy iluminador el concepto que Ralph Waldo Emerson241 acuña en su ensayo “Historia”242. Para Emerson “Existe una inteligencia común a todos los hombres (…) El registro de las obras de esta inteligencia en la Historia”243. Por esto, todo lo que en la Historia acontece, existe con anterioridad en el intelecto de los individuos; la Historia estaría, por lo tanto, completa en cada hombre y su experiencia individual. “Todo hombre es una mera encarnación de la inteligencia universal”244. De este hecho sobreviene que ningún individuo pueda mantenerse ajeno a ningún hecho acaecido en la Historia. El hombre no puede ser indiferente a los hechos de la Historia porque todo momento histórico tendría una correspondencia en nuestra existencia. Así, para Emerson, el hombre tiene la capacidad innata de comprender lo que ‘en cualquier tiempo’ le haya sucedido a ‘cualquier hombre’. Esto es fundamental ya que entronca directamente con la ‘simbiosis’ de que hablábamos anteriormente, y así logramos explicarnos la reunión entre los autores que estudiamos, porque tal como apunta Emerson, “(…) no existe propiamente la Historia, hay sólo biografía”245. Tal vez, pensando desde esta concepción de un ‘alma del mundo’ común a todos los hombres, podamos comprender algo tan misterioso, por ejemplo, como es el hecho que los cristianos, luego de la ‘reconquista’ de la península Ibérica, no sólo hayan traducido la poesía hispanoárabe de las ruinas, sino que la hayan imitado, a la manera de romances, en sus tópicos y lamentaciones, cual si vivieran en carne propia el dolor de aquellos a los que estaban sometiendo a la –brutal, en muchos de los casos- desgracia: “Lo cierto es que apenas se concibe que los cristianos españoles, que debían estar llenos de orgullo y de alegría por las victorias conseguidas sobre los infieles, se hiciesen eco, de una manera tan sentida, de los lamentos del pueblo vencido y despojado”246. Si seguimos a Emerson, este reconocimiento es esencial al hombre, porque el origen común de los obras de la Historia está en el pensamiento, y por lo tanto “la identidad radica en el espíritu, no en el hecho”247, Emerson está hablándonos de ‘verdades universales’.

Por otra parte, afirma Emerson, el viaje (del viajero propiamente tal, del investigador) que se remite al ‘pasado’ busca relacionarse íntimamente con el ‘presente’ de ese pretérito, teniendo “el deseo de borrar el cruel, bárbaro y prepóstero ‘allí’ o ‘entonces’ y reemplazarlo por el ‘aquí’ y el ‘ahora’”248, borrando también los límites temporales entre esos hombres, de distintas ‘épocas’, gracias al ‘alma del mundo’ universal y común a todo individuo. Por esto, perfectamente pueden convenir pensamientos, colores y sensaciones entre los hombres de cualquier época, sin necesidad de pertenecer al mismo contexto histórico- cultural. En este sentido, para Emerson ‘no hay tiempo’ que separe tales percepciones.

Viendo cómo se dejan de lado estos contrastes, suprimiendo lo ajeno que un hombre puede sentirse de otro, se nos presentan estos tres testimonios, aunados claramente en un mismo fenómeno y estremecimiento: la ruina. Esta unidad de la Historia, permitiría “(…) la comprensión de todo pasado y de toda obra y sentimiento humanos”249 y justamente serían los monumentos y todas la ‘reliquias visibles del pasado’ los que permitirían la identificación de los hombres con el pasado histórico común a todos ellos. De este modo, dice Emerson, “¡Cuántos no son los actos de un hombre en los que podemos reconocer el propio carácter!”250.

Tal vez pueda decirse que fijar este trabajo en un tema tan dolorido como es la ruina, es un acto de in-gratitud de mi parte. Sin embargo, quisiera que este ensayo se zanjase manifestando no la desazón de la ruina, sino por el contrario, la agraciada melancolía que recorre los textos, como testimonio de una realidad maravillosa y cada vez más sorprendente, que hoy por hoy, tal como lo intuyó Wilfred Thesiger, se nos hace cada vez más lejana e inabordable.

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