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Ies do castro


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Parte remota cercana al mar. Vista a lo lejos del Palacio de Elsingor.

     HAMLET.- ¿Adónde me quieres llevar? Habla, yo no paso de aquí.

     LA SOMBRA.- Mírame.

     HAMLET.- Ya te miro.

     LA SOMBRA.- Casi es ya llegada la hora en que debo restituirme a las sulfúreas y atormentadoras llamas.

     HAMLET.- ¡Oh! ¡Alma infeliz!

     LA SOMBRA.- No me compadezcas: presta sólo atentos oídos a lo que voy a revelarte.

     HAMLET.- Habla, yo te prometo atención.

     LA SOMBRA.- Luego que me oigas, prometerás venganza.

     HAMLET.- ¿Por qué?

     LA SOMBRA.- Yo soy el alma de tu padre: destinada por cierto tiempo a vagar de noche y aprisionada en fuego durante el día; hasta que sus llamas purifiquen las culpas que cometí en el mundo. ¡Oh! Si no me fuera vedado manifestar los secretos de la prisión que habito, pudiera decirte cosas que la menor de ellas bastaría a despedazar tu corazón, helar tu sangre juvenil, tus ojos, inflamados como estrellas, saltar de sus órbitas; tus anudados cabellos, separarse, erizándose como las púas del colérico espín. Pero estos eternos misterios no son para los oídos humanos. Atiende, atiende, ¡ay! Atiende. Si tuviste amor a tu tierno padre...

     HAMLET.- ¡Oh, Dios!

     LA SOMBRA.- Venga su muerte: venga un homicidio cruel y atroz.

     HAMLET.- ¿Homicidio?

     LA SOMBRA.- Sí, homicidio cruel, como todos lo son; pero el más cruel y el más injusto y el más aleve.

     HAMLET.- Refiéremelo (47) presto, para que con alas veloces, como la fantasía, o con la prontitud de los pensamientos amorosos, me precipite a la venganza.

     LA SOMBRA.- Ya veo cuán dispuesto te hallas, y aunque tan insensible fueras como las malezas que se pudren incultas en las orillas del Letheo, no dejaría de conmoverte lo que voy a decir. Escúchame ahora, Hamlet. Esparciose la voz de que estando en mi jardín dormido me mordió una serpiente. Todos los oídos de Dinamarca fueron groseramente engañados con esta fabulosa invención; pero tú debes saber, mancebo generoso, que la serpiente que mordió a tu padre, hoy ciñe su corona.

     HAMLET.- ¡Oh! Presago me lo decía el corazón, ¿mi tío?

     LA SOMBRA.- Sí, aquel incestuoso, aquel monstruo adúltero, valiéndose de su talento diabólico, valiéndose de traidoras dádivas... ¡Oh! ¡Talento y dádivas malditas que tal poder tenéis para seducir!... Supo inclinar a su deshonesto apetito la voluntad de la Reina mi esposa, que yo creía tan llena de virtud. ¡Oh! ¡Hamlet! ¡Cuán grande fue su caída! Yo, cuyo amor para con ella fue tan puro... Yo, siempre tan fiel a los solemnes juramentos que en nuestro desposorio la hice, yo fui aborrecido y se rindió a aquel miserable, cuyas prendas eran en verdad harto inferiores a las mías. Pero, así como la virtud será incorruptible aunque la disolución procure excitarla bajo divina forma, así la incontinencia aunque viviese unida a un Ángel radiante, profanará con oprobio su tálamo celeste... Pero ya me parece que percibo el ambiente de la mañana. Debo ser breve. Dormía yo una tarde en mi jardín según lo acostumbraba siempre. Tu tío me sorprende en aquella hora de quietud, y trayendo consigo una ampolla de licor venenoso, derrama en mi oído su ponzoñosa destilación, la cual, de tal manera es contraria a la sangre del hombre, que semejante en la sutileza al mercurio, se dilata por todas las entradas y conductos del cuerpo, y con súbita fuerza le ocupa, cuajando la más pura y robusta sangre, como la leche con las gotas ácidas. Este efecto produjo inmediatamente en mí, y el cutis hinchado comenzó a despegarse a trechos con una especie de lepra en áspera y asquerosas costras. Así fue que estando durmiendo, perdí a manos de mi hermano mismo, mi corona, mi esposa y mi vida a un tiempo. Perdí la vida, cuando mi pecado estaba en todo su vigor, sin hallarme dispuesto para aquel trance, sin haber recibido el pan eucarístico, sin haber sonado el clamor de agonía, sin lugar al reconocimiento de tanta culpa: presentado al tribunal eterno con todas mis imperfecciones sobre mi cabeza. ¡Oh! ¡Maldad horrible, horrible!... Si oyes la voz de la naturaleza, no sufras, no, que el tálamo real de Dinamarca sea el lecho de la lujuria y abominable incesto. Pero, de cualquier modo que dirijas la acción, no manches con delito el alma, previniendo ofensas a tu madre. Abandona este cuidado al Cielo: deja que aquellas agudas puntas que tiene fijas en su pecho, la hieran y atormenten. Adiós. Ya la luciérnaga amortiguando su aparente fuego nos anuncia la proximidad del día. Adiós. Adiós. Acuérdate de mí.



Acto III,

Escena III

CLAUDIO, POLONIO, OFELIA


     POLONIO.- Paséate por aquí, Ofelia. Si Vuestra Majestad gusta, podemos ya ocultarnos. Haz que lees en este libro (95); esta ocupación disculpará la soledad del sitio... ¡Materia es, por cierto, en que tenemos mucho de que acusarnos! ¡Cuántas veces con el semblante de la devoción y la apariencia de acciones piadosas, engañamos al diablo mismo!

     CLAUDIO.- Demasiado cierto es... ¡Qué cruelmente ha herido esa reflexión mi conciencia! El rostro de la meretriz, hermoseada con el arte, no es más feo despojado de los afeites, que lo es mi delito disimulado en palabras traidoras. ¡Oh! ¡Qué pesada carga me oprime (96)!

     POLONIO.- Ya le siento llegar; señor, conviene retirarnos.

Escena IV

HAMLET, OFELIA (97)

     HAMLET.- Existir (98) o no existir, ésta es la cuestión. ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darlas fin con atrevida resistencia? Morir es dormir. ¿No más? ¿Y por un sueño, diremos, las aflicciones se acabaron y los dolores sin número, patrimonio de nuestra débil naturaleza?... Este es un término que deberíamos solicitar con ansia. Morir es dormir... y tal vez soñar. Sí, y ved aquí el grande obstáculo, porque el considerar qué sueños podrán ocurrir en el silencio del sepulcro, cuando hayamos abandonado este despojo mortal, es razón harto poderosa para detenernos. Esta es la consideración que hace nuestra infelicidad tan larga. ¿Quién, si esto no fuese, aguantaría la lentitud de los tribunales, la insolencia de los empleados, las tropelías que recibe pacífico el mérito de los hombres más indignos, las angustias de un mal pagado amor, las injurias y quebrantos de la edad, la violencia de los tiranos, el desprecio de los soberbios? Cuando el que esto sufre, pudiera procurar su quietud con sólo un puñal. ¿Quién podría tolerar tanta opresión, sudando, gimiendo bajo el peso de una vida molesta si no fuese que el temor de que existe alguna cosa más allá de la Muerte (aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante torna) nos embaraza en dudas y nos hace sufrir los males que nos cercan; antes que ir a buscar otros de que no tenemos seguro conocimiento? Esta previsión nos hace a todos cobardes, así la natural tintura del valor se debilita con los barnices pálidos de la prudencia, las empresas de mayor importancia por esta sola consideración mudan camino, no se ejecutan y se reducen a designios vanos. Pero... ¡la hermosa Ofelia! Graciosa niña, espero que mis defectos no serán olvidados en tus oraciones.

     OFELIA.- ¿Cómo os habéis sentido, señor, en todos estos días?

     HAMLET.- Muchas gracias. Bien.

     OFELIA.- Conservo en mi poder algunos obsequios vuestros, que deseo restituiros mucho tiempo ha, y os pido que ahora los toméis.

     HAMLET.- No, yo (99) nunca te dí nada.

     OFELIA.- Bien sabéis, señor, que os digo verdad. Y con ellas me disteis palabras, de tan suave aliento compuestas que aumentaron con extremo su valor, pero ya disipado aquel perfume, recibidlas, que un alma generosa considera como viles los más opulentos dones, si llega a entibiarse el afecto de quien los dio. Vedlos aquí (100).

     HAMLET.- ¡Oh! ¡Oh! ¿Eres honesta?

     OFELIA.- Señor...

     HAMLET.- ¿Eres hermosa?

     OFELIA.- ¿Qué pretendéis decir con eso?

     HAMLET.- Que si eres honesta y hermosa, no debes consentir que tu honestidad trate con tu belleza.

     OFELIA.- ¿Puede, acaso, tener la hermosura mejor compañera que la honestidad?

     HAMLET.- Sin duda ninguna. El poder de la hermosura convertirá a la honestidad en una alcahueta, antes que la honestidad logre dar a la hermosura su semejanza. En otro tiempo se tenía esto por una paradoja; pero en la edad presente es cosa probada... Yo te quería antes, Ofelia.

     OFELIA.- Así me lo dabais a entender.

     HAMLET.- Y tú no debieras haberme creído, porque nunca puede la virtud ingerirse tan perfectamente en nuestro endurecido tronco, que nos quite aquel resquemor original... Yo no te he querido nunca.

     OFELIA.- Muy engañada estuve.

     HAMLET.- Mira, vete a un convento, ¿para qué te has de exponer a ser madre de hijos pecadores? Yo soy medianamente bueno; pero al considerar algunas cosas de que puedo acusarme, sería mejor que mi madre no me hubiese parido. Yo soy muy soberbio, vengativo, ambicioso; con más pecados sobre mi cabeza que pensamientos para explicarlos, fantasía para darles forma, ni tiempo para llevarlos a ejecución. ¿A qué fin los miserables como yo han de existir arrastrados entre el cielo y la tierra? Todos somos insignes malvados; no creas a ninguno de nosotros, vete, vete a un convento... ¿En dónde está tu padre?

     OFELIA.- En casa está, señor.

     HAMLET.- Sí, pues que cierren bien todas las puertas, para que si quiere hacer locuras, las haga dentro de su casa. Adiós (101).

     OFELIA.- ¡Oh! ¡Mi buen Dios! Favorecedle.

     HAMLET.- Si te casas quiero darte esta maldición en dote. Aunque seas un hielo en la castidad, aunque seas tan pura como la nieve; no podrás librarte de la calumnia. Vete a un convento. Adiós. Pero... escucha: si tienes necesidad de casarte, cásate con un tonto, porque los hombres avisados saben muy bien que vosotras los convertís en fieras... Al convento y pronto. Adiós (102).

     OFELIA.- ¡El Cielo, con su poder, le alivie!

     HAMLET.- He oído hablar mucho de vuestros afeites y embelecos. La naturaleza os dio una cara y vosotras os hacéis otra distinta. Con esos brinquillos, ese pasito corto, ese hablar aniñado, pasáis por inocentes y convertís en gracia vuestros defectos mismos. Pero, no hablemos más de esta materia, que me ha hecho perder la razón... Digo sólo que de hoy en adelante no habrá más casamientos; los que ya están casados (exceptuando uno) permanecerán así; los otros se quedarán solteros... Vete al convento, vete.

Acto IV

Escena IV

CLAUDIO solo



Salón de Palacio.

     CLAUDIO.- Le he enviado a llamar y he mandado buscar el cadáver. ¡Qué peligroso es dejar en libertad a este mancebo! Pero no es posible tampoco ejercer sobre él la severidad de las leyes. Está muy querido de la fanática multitud, cuyos afectos se determinan por los ojos, no por la razón, y que en tales casos considera el castigo del delincuente, y no el delito. Conviene, para mantener la tranquilidad, que esta repentina ausencia de Hamlet aparezca como cosa muy de antemano meditada y resuelta. Los males desesperados, o son incurables, o se alivian con desesperados remedios.



Escena V

CLAUDIO, RICARDO

     CLAUDIO.- ¿Qué hay? ¿Qué ha sucedido?

     RICARDO.- No hemos podido lograr que nos diga adónde ha llevado el cadáver.

     CLAUDIO.- Pero, él, ¿en dónde está?

     RICARDO.- Afuera quedó con gente que le guarda, esperando vuestras órdenes.

     CLAUDIO.- Traedle a mi presencia.

     RICARDO.- Guillermo, que venga el Príncipe.



Escena VI

CLAUDIO, RICARDO, HAMLET, GUILLERMO, CRIADOS

     CLAUDIO.- Y bien y Hamlet, ¿en dónde está Polonio?

     HAMLET.- Ha ido a cenar.

     CLAUDIO.- ¿A cenar? ¿Adónde?

     HAMLET.- No adónde coma, sino adónde es comido, entre una numerosa congregación de gusanos. El gusano es el Monarca supremo de todos los comedores. Nosotros (154) engordamos a los demás animales para engordarnos, y engordamos para el gusanillo, que nos come después. El Rey gordo y el mendigo flaco son dos platos diferentes; pero se sirven a una misma mesa. En esto para todo.

     CLAUDIO.- ¡Ah!

     HAMLET.- Tal vez un hombre puede pescar con el gusano que ha comido a un Rey, y comerse después el pez que se alimentó de aquel gusano.

     CLAUDIO.- ¿Y qué quieres decir con eso?

     HAMLET.- Nada más que manifestar, cómo un Rey puede pasar progresivamente a las tripas de un mendigo.

     CLAUDIO.- ¿En dónde está Polonio?

     HAMLET.- En el cielo. Enviad a alguno que lo vea, y si vuestro comisionado no le encuentra allí, entonces podéis vos mismo irle a buscar a otra parte. Bien que, si no le halláis en todo este mes, le oleréis sin duda al subir los escalones de la galería.

     CLAUDIO.- Id allá a buscarle (155).

     HAMLET.- No, él no se moverá de allí hasta que vayan por él.

     CLAUDIO.- Este suceso, Hamlet, exige que atiendas a tu propia seguridad, la cual me interesa tanto, como lo demuestra el sentimiento que me causa la acción que has hecho. Conviene que salgas de aquí con acelerada diligencia. Prepárate, pues. La nave está ya prevenida, el viento es favorable, los compañeros aguardan, y todo está pronto para tu viaje a Inglaterra.

     HAMLET.- ¿A Inglaterra?

     CLAUDIO.- Sí, Hamlet.

     HAMLET.- Muy bien.

     CLAUDIO.- Sí, muy bien debe parecerte, si has comprendido el fin a que se encaminan mis deseos.

     CLAUDIO.- Yo veo un ángel que los ve... Pero vamos a Inglaterra. ¡Adiós, mi querida madre!

     CLAUDIO.- ¿Y tu madre que te ama, Hamlet?

     HAMLET.- Mi madre... Padre y madre son marido y mujer; marido y mujer son una carne misma, conque... Mi madre... ¡Eh, vamos a Inglaterra!



Escena IX

UN CAPITÁN, HAMLET, RICARDO Y GUILLERMO, SOLDADOS

     HAMLET.- Caballero (158), ¿de dónde son estas tropas?

     CAPITÁN.- De Noruega, señor.

     HAMLET.- Y decidme, ¿adónde se encaminan?

     CAPITÁN.- Contra una parte de Polonia.

     HAMLET.- ¿Quién las acaudilla?

     CAPITÁN.- Fortimbrás, sobrino del anciano Rey de Noruega.

     HAMLET.- ¿Se dirigen contra toda Polonia, o solo a alguna parte de sus fronteras?

     CAPITÁN.- Para deciros sin rodeos la verdad, vamos a adquirir una porción de tierra, de la cual (exceptuando el honor) ninguna otra utilidad puede esperarse. Si me la diesen arrendada en cinco ducados, no la tomaría, ni pienso que produzca mayor interés al de Noruega ni al Polaco; aunque a pública subasta la vendan.

     HAMLET.- Sin duda, ¿el Polaco no tratará de resistir?

     CAPITÁN.- Antes bien ha puesto ya en ella tropas que la guarden.

     HAMLET.- De ese modo el sacrificio de dos mil hombres y veinte mil ducados no decidirá la posesión de un objeto tan frívolo. Esa es una apostema del cuerpo político, nacida de la paz y excesiva abundancia, que revienta en lo interior; sin que exteriormente se vea la razón porque el hombre perece. Os doy muchas gracias de vuestra cortesía.

     CAPITÁN.- Dios os guarde (159).

     RICARDO.- ¿Queréis proseguir el camino?

     HAMLET.- Presto os alcanzaré. Id adelante un poco.


Escena X

HAMLET solo

     HAMLET.- Cuantos (160) accidentes ocurren, todos me acusan, excitando a la venganza mi adormecido aliento. ¿Qué es el hombre que funda su mayor felicidad, y emplea todo su tiempo solo en dormir y alimentarse? Es un bruto y no más. No. Aquél que nos formó dotados de tan extenso conocimiento que con él podemos ver lo pasado y futuro, no nos dio ciertamente esta facultad, esta razón divina, para que estuviera en nosotros sin uso y torpe. Sea, pues, brutal negligencia, sea tímido escrúpulo que no se atreve a penetrar los casos venideros (proceder en que hay más parte de cobardía que de prudencia), yo no sé para qué existo, diciendo siempre: tal cosa debo hacer; puesto que hay en mí suficiente razón, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla. Por todas partes halló ejemplos grandes que me estimulan. Prueba es bastante ese fuerte y numeroso ejército, conducido por un Príncipe joven y delicado, cuyo espíritu impelido de ambición generosa desprecia la incertidumbre de los sucesos, y expone su existencia frágil y mortal a los golpes de la fortuna a la muerte, a los peligros más terribles, y todo por un objeto de tan leve interés. El ser grande no consiste, por cierto, en obrar sólo cuando ocurre un gran motivo; sino en saber hallar una razón plausible de contienda, aunque sea pequeña la causa; cuando se trata de adquirir honor. ¿Cómo, pues, permanezco yo en ocio indigno, muerto mi padre alevosamente, mi madre envilecida... estímulos capaces de excitar mi razón y mi ardimiento, que yacen dormidos? Mientras para vergüenza mía veo la destrucción inmediata de veinte mil hombres, que por un capricho, por una estéril gloria van al sepulcro como a sus lechos, combatiendo por una causa que la multitud es incapaz de comprender, por un terreno que aún no es suficiente sepultura a tantos cadáveres. ¡Oh! De hoy más, o no existirá en mi fantasía idea ninguna, o cuántas forme serán sangrientas.

Acto V


Escena I

SEPULTURERO 1.º SEPULTURERO 2.º



Cementerio contiguo a una iglesia.

     SEPULTURERO 1.º.- ¿Y es la que ha de (192) sepultarse en tierra sagrada, la que deliberadamente ha conspirado contra su propia salvación?

     SEPULTURERO 2.º.- Dígote que sí, conque haz presto el hoyo. El juez ha reconocido ya el cadáver y ha dispuesto que se la entierre en sagrado.

     SEPULTURERO 1.º.- Yo no entiendo cómo va eso... Aun si se hubiera ahogado haciendo esfuerzos para librarse, anda con Dios.

     SEPULTURERO 2.º.- Así han juzgado que fue.

     SEPULTURERO 1.º.- No, no, eso fue se offendendo; ni puede haber sido de otra manera: porque... Ve aquí el punto de la dificultad. Si yo me ahogo voluntariamente, esto arguye por de contado una acción, y toda acción consta de tres partes, que son: hacer, obrar y ejecutar, de donde se infiere, amigo Rasura, que ella se ahogó voluntariamente.

     SEPULTURERO 2.º.- ¡Qué! Pero, oígame ahora el tío Socaba.

     SEPULTURERO 1.º.- No, deja, yo te diré. Mira, aquí está el agua. Bien. Aquí está un hombre. Muy bien... Pues señor, si este hombre va y se mete dentro del agua, se ahoga a sí mismo, porque, por fas o por nefas, ello es que él va... Pero, atiende a lo que digo. Si el agua viene hacia él y le sorprende y le ahoga, entonces no se ahoga él a sí propio... Compadre Rasura, el que no desea su muerte, no se acorta la vida.

     SEPULTURERO 2.º.- ¿Y qué hay leyes para eso?

     SEPULTURERO 1.º.- Ya se ve que las hay, y por ellas se guía el juez que examina estos casos.

     SEPULTURERO 2.º.- ¿Quieres que te diga la verdad? Pues mira, si la muerta no fuese una señora, yo te aseguro que no la enterrarían en sagrado.

     SEPULTURERO 1.º.- En efecto dices bien y es mucha lástima que los grandes personajes hayan de tener en este mundo especial privilegio, entre todos los demás cristianos, para ahogarse y ahorcarse cuando quieren, sin que nadie les diga nada... Vamos allá (193) con el azadón... Ello es que no hay caballeros de nobleza más antigua que los jardineros, sepultureros y cavadores, que son los que ejercen la profesión de Adán.

     SEPULTURERO 2.º.- Pues qué, ¿Adán fue caballero (194)?

     SEPULTURERO 1.º.- ¡Toma! Como que fue el primero que llevó armas... Pero, voy a hacerte una pregunta y si no me respondes a cuento, has de confesar que eres un...

     SEPULTURERO 2.º.- Adelante.

     SEPULTURERO 1.º.- ¿Cuál es el que construye edificios más fuertes, que los que hacen los albañiles y los carpinteros de casas y navíos?

     SEPULTURERO 2.º.- El que hace la horca, porque aquella fábrica sobrevive a mil inquilinos.

     SEPULTURERO 1.º.- Agudo eres, por vida mía. Buen edificio es la horca; pero, ¿cómo es bueno? Es bueno para los que hacen mal; ahora bien, tú haces mal en decir que la horca es fábrica más fuerte que una iglesia, con que la horca podría ser buena para ti... Volvamos a la pregunta.

     SEPULTURERO 2.º.- ¿Cuál es el que hace habitaciones más durables que las que hacen los albañiles, los carpinteros de casas y de navíos?

     SEPULTURERO 1.º.- Sí, dímelo y sales del apuro.

     SEPULTURERO 2.º.- Ya se ve que te lo diré.

     SEPULTURERO 1.º.- Pues vamos.

     SEPULTURERO 2.º.- Pues no puedo decirlo.

     SEPULTURERO 1.º.- Vaya, no te rompas la cabeza sobre ello... Tú eres un burro lerdo, que no saldrá de su paso por más que le apaleen. Cuando te hagan esta pregunta, has de responder: el Sepulturero. ¿No ves que las casas que él hace, duran hasta el día del juicio? Anda, ve ahí a casa de Juanillo y tráeme una copa de aguardiente.



Escena II

HAMLET, HORACIO, SEPULTURERO 1.º



     SEPULTURERO 1. º.- 

Yo amé en mis primeros años (195),

                           




dulce cosa lo juzgué;







pero casarme, eso no,







que no me estuviera bien.




     HAMLET.- Qué poco (196) siente ese hombre lo que hace, que abre una sepultura y canta.

     HORACIO.- La costumbre le ha hecho ya familiar esa ocupación.

     HAMLET.- Así es la verdad. La mano que menos trabaja, tiene más delicado el tacto.

     SEPULTURERO 1.º.- 

La edad callada en la huesa (197)

                           




me hundió con mano cruel,







y toda se destruyó







la existencia que gocé.




     HAMLET.- Aquella calavera tendría lengua en otro tiempo, y con ella podría también cantar... ¡Cómo la tira al suelo el pícaro! Como si fuese la quijada con que hizo Caín el primer homicidio. Y la que está maltratando ahora ese bruto, podría ser muy bien la cabeza de algún estadista, que acaso pretendió engañar al Cielo mismo. ¿No te parece?

     HORACIO.- Bien puede ser.

     HAMLET.- O la de algún cortesano, que diría: felicísimos días, Señor Excelentísimo, ¿cómo va de salud, mi venerado Señor? Ésta puede ser la del caballero Fulano, que hacía grandes elogios del potro del caballero Zutano, para pedírsele prestado después. ¿No puede ser así?

     HORACIO.- Sí, señor.

     HAMLET.- ¡Oh! Sí por cierto, y ahora está en poder del señor gusano, estropeada y hecha pedazos con el azadón de un sepulturero... Grandes revoluciones se hacen aquí, si hubiera en nosotros, medios para observarlas... Pero, ¿costó acaso tan poco la formación de estos huesos a la naturaleza, que hayan de servir para que esa gente (198) se divierta en sus garitos con ellos?... ¡Eh! Los míos se estremecen al considerarlo.

     SEPULTURERO 1.º.- 

Una piqueta (199)

                                              




con una azada,







un lienzo donde







revuelto vaya,







y un hoyo en tierra







que le preparan:







para tal huésped







eso le basta.




     HAMLET.- Y esa otra, ¿por qué no podría ser la calavera de un letrado? ¿Adónde se fueron sus equívocos y sutilezas, sus litigios, sus interpretaciones, sus embrollos? ¿Por qué sufre ahora que ese bribón, grosero, le golpee contra la pared, con el azadón lleno de barro?... ¡Y no dirá palabra acerca de un hecho tan criminal! Éste sería, quizás, mientras vivió, un gran comprador de tierras, con sus obligaciones y reconocimientos, transacciones, seguridades mutuas, pagos, recibos... Ve aquí el arriendo de sus arriendos, y el cobro de sus cobranzas; todo ha venido a parar en una calavera llena de lodo. Los títulos de los bienes que poseyó cabrían difícilmente en su ataúd. Y, no obstante eso, todas las fianzas y seguridades recíprocas de sus adquisiciones no le han podido asegurar otra posesión que la de un espacio pequeño, capaz de cubrirse con un par de sus escrituras... ¡Oh! ¡Y a su opulento sucesor tampoco le quedará más!

     HORACIO.- Verdad es, señor.

     HAMLET.- ¿No se hace el pergamino de piel de carnero?

     HORACIO.- Sí señor, y de piel de ternera también.

     HAMLET.- Pues, dígote, que son más irracionales que las terneras y carneros, los que fundan su felicidad en la posesión de tales pergaminos. Voy a tramar conversación con este hombre. ¿De quién es esa sepultura, buena pieza? (200)

     SEPULTURERO 1.º.- Mía, señor (201).



                     

y un hoyo en tierra (202)

                    




que le preparan:







para tal huésped







eso le basta.



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