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Los actos fallidos”, caps. II y III de las “Conferencias de introducción al Psicoanálisis” (1916) Lección II. Los actos fallidos


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¿Lo creéis así? Pues bien: para nosotros esto constituye aún un problema. Esta vez sí que creéis poder confundirme fácilmente: «He aquí vuestra técnica -os oigo decir- . Cuando una persona que ha sufrido una equivocación, dice, explicándola, algo que os conviene, declaráis que su testimonio es el supremo y decisivo. Mas si lo que dice la persona interrogada no se adapta a vuestros propósitos, entonces pretendéis que su explicación no tiene valor ninguno y que no es digna de fe.» En realidad, es esto lo que parece deducirse de mis palabras, pero puedo presentaros un caso análogo en el que sucede algo igualmente extraordinario. Cuando un acusado confiesa su delito, el juez acepta su confesión, no dando, en cambio, fe ninguna a sus negativas, sistema que, a pesar de posibles errores, hemos de aceptar obligadamente si no queremos hacer imposible toda administración de justicia.
Pero ¿podemos acaso considerarnos como jueces y ver un reo en la persona que ha sufrido la equivocación? ¿Es que ésta constituye un delito? Quizá no debamos rechazar por completo esta comparación. Mas ved las profundas diferencias que se revelan en cuanto profundizamos, por poco que sea, en los problemas, tan inocentes a primera vista, que surgen de la investigación de las funciones fallidas, diferencias que no sabemos todavía suprimir. Os propondré una transacción provisional fundada precisamente en esta comparación con el juez y con el acusado. Tenéis que concederme que el sentido de un acto fallido no admite la menor duda cuando es el analizado mismo quien lo admite. En cambio, yo os concederé que la prueba directa del sentido sospechado resulta imposible de obtener cuando el analizado rehúsa toda información o cuando no nos es posible someterle a un interrogatorio. En estos casos quedamos reducidos, como en los sumarios judiciales, a contentarnos con indicios que harán nuestra decisión más o menos verosímil, según las circunstancias. Por razones prácticas, el tribunal debe declarar culpable a un acusado, aunque no posea como prueba sino simples presunciones. Esta necesidad no existe para nosotros, pero tampoco debemos renunciar a la utilización de indicios parecidos. Sería un error creer que una ciencia no se compone sino de tesis rigurosamente demostradas y sería una injusticia exigir que así fuera. Tal exigencia es signo de temperamentos que tienen necesidad de autoridad y buscan reemplazar el catecismo religioso por otro de orden científico. El catecismo de la ciencia no entraña sino muy pocas proposiciones apodícticas. La mayor parte de sus afirmaciones presenta solamente ciertos grados de probabilidad, y lo propio del espíritu científico es precisamente saber contentarse con estas aproximaciones a la certidumbre y poder continuar el trabajo constructor, a pesar de la falta de últimas pruebas.
Mas en los casos en que el analizado mismo no puede suministrarnos información alguna sobre el sentido de la función fallida, ¿dónde encontraremos los puntos de apoyo necesarios para nuestra interpretación y los indicios que nos permitan demostrarla? Varias son las fuentes que pueden suministrárnoslo. En primer lugar, podemos deducirlos por analogía con otros fenómenos distintos de la función fallida, procedimiento que hemos utilizado ya antes de afirmar que la deformación de un nombre por equivocación involuntaria posee el mismo sentido injurioso que el que tendría una deformación intencional. Igualmente podemos hallar los puntos de apoyo y los indicios que precisamos en el conocimiento de la situación psíquica en la que se produce el acto fallido y en el del carácter de la persona que lo lleva a cabo y de las impresiones que la misma pudo recibir antes de realizarlo, pues dicho acto pudiera muy bien constituir la reacción del sujeto a tales impresiones. En la mayoría de los casos establecemos, desde luego, nuestra interpretación de la función fallida guiándonos por principios generales, y buscamos después la confirmación de tal hipótesis interpretativa por medio de la investigación de la situación psíquica. Algunas veces tenemos también que esperar para obtener la confirmación buscada a que se realicen determinados sucesos que el acto fallido parece anunciarnos.
No me será fácil aportar muchas pruebas de estas últimas afirmaciones mientras permanezca limitado a los dominios de la equivocación oral, aunque en ellos podamos encontrar también algunos buenos ejemplos. El joven que deseando acompañar a una dama se ofreció a efectuar algo entre acompañarla y ofenderla es ciertamente un tímido, y de la señora cuyo marido podía comer y beber lo que ella quisiera, me consta que es una de aquellas mujeres enérgicas que saben mandar en su casa. Podemos citar también el caso siguiente: En una junta general de la asociación «Concordia», un joven socio pronunció un violento discurso de oposición, en el curso del cual interpeló a los miembros de la Comisión de gobierno interior (Ausschussmitglieder) con el nombre de miembros del Comité de préstamos (Vorschussmitglieder) . Hemos de presumir que su oposición tropezó en él con una tendencia perturbadora, relacionada probablemente con una cuestión de préstamo. Y, en efecto, supimos poco después que nuestro orador tenía constantes apuros monetarios y acababa de hacer a la sociedad una nueva demanda de este género. La intención perturbadora se hallaría, pues, fundada en la idea siguiente: «Harías bien en mostrarte moderado en tu discurso de oposición, pues te diriges a personas que pueden concederte o rehusarte el préstamo que has solicitado.» Más adelante, cuando lleguemos a abordar el vasto dominio de las restantes funciones fallidas, podré presentaros una numerosa selección de estas pruebas indiciarias.
Cuando alguien olvida o, a pesar de todos sus esfuerzos, no retiene sino muy difícilmente un nombre que, sin embargo, le es familiar, tenemos derecho a suponer que abriga algún resentimiento con el sujeto a que dicho nombre corresponde, y que, por tanto, no gusta de pensar en él. Ved, si no, en el ejemplo que sigue la situación psíquica en la que el acto fallido se produjo. «Cierto señor Y se enamoró, sin ser correspondido, de una muchacha que poco tiempo después contrajo matrimonio con el señor X. Aunque Y conoce a X hace ya mucho tiempo, y hasta tiene con él relaciones comerciales, olvida de continuo su nombre, y cuando quiere escribirle tiene que acudir a alguien que se lo recuerde.» Es evidente que Y no quiere saber nada de su feliz rival. «Nich gedacht soll seiner werden.». Otro caso: Una señora pide a su médico noticias de una amiga común, pero al hacerlo la designa con su nombre de soltera, pues ha olvidado por completo el apellido de su marido. Interrogada sobre este olvido, declara que ve con disgusto el matrimonio de su amiga, pues el marido le es profundamente antipático.
Como más adelante hemos de tratar con todo detalle de los numerosos problemas que suscita el olvido de nombres, nos consagraremos ahora a examinar lo que por el momento nos interesa más especialmente, esto es, la situación psíquica en la que el olvido, en general, se produce. El olvido de intenciones o propósitos puede atribuirse de una manera general a la acción de una corriente contraria que se opone a la realización de los mismos, opinión que no es privativa de los partidarios del psicoanálisis, sino que es la que profesa todo el mundo en la vida corriente, aunque luego, en teoría, se niegue a admitirla. Así, el personaje que para excusarse ante un demandante alega haber olvidado su pretensión y la promesa que dio de complacerle, hallará una completa incredulidad por parte del peticionario, el cual pensará siempre que no quieren cumplirle la promesa dada. A esta concepción del olvido obedece también que el mismo no nos sea tolerado en determinadas circunstancias de la vida, en las que la diferencia entre la concepción popular y la psicoanalítica de las funciones fallidas desaparece por completo. Imaginad una señora que recibiera a sus invitados con estas palabras: «¡Cómo! ¿Era hoy cuando usted debía venir? ¿Creerá usted que había olvidado haberle invitado para hoy?» O figuraos también el caso de un joven que tiene que dar explicaciones a su amada por haber olvidado acudir a una cita. Antes que confesar tal olvido inventará los obstáculos más inverosímiles, que después de haberle hecho imposible acudir exactamente a la hora convenida le han impedido hasta el momento excusarse o dar alguna explicación de su ausencia. Tampoco en la vida militar exime del castigo la excusa de olvido, cosa que todos encontramos plenamente justificada. Vemos, pues, que en determinados casos se admite por todo el mundo que las funciones fallidas tienen un sentido y se sabe muy bien cuál es éste. Mas siendo así, ¿por qué no somos suficientemente lógicos para ampliar esta manera de ver a las restantes funciones fallidas, sin restricción alguna? Naturalmente, también esto tiene su explicación.
Si el sentido que presenta el olvido de propósitos no es dudoso ni aun para los profanos, no constituirá sorpresa ninguna para vosotros el observar que los poetas utilizan este acto fallido con la misma intención. Los que hayáis visto representar o hayáis leído la obra de B. Shaw titulada César y Cleopatra, recordaréis, sin duda, la última escena, en la que César, a punto de partir, se manifiesta preocupado por la idea de un propósito que había concebido, pero del que no puede acordarse. Por último, vemos que tal propósito era el de despedirse de Cleopatra. Por medio de este pequeño artificio, quiere el poeta atribuir al gran César una superioridad que no poseía y a la que él mismo no aspiró jamás, pues por las fuentes históricas sabemos muy bien que César había hecho venir a Cleopatra a Roma y que la bella reina habitó en esta ciudad con su hijo Cesarión hasta el asesinato de César, consumado el cual huyó a otros lugares.
Los casos de olvido de proyectos son, en general, tan claros que no podemos utilizarlos para el fin que perseguimos, o sea el de deducir de la situación psíquica indicios que nos revelen el sentido de la función fallida. Así, pues, dirigiremos nuestra atención a un acto fallido, particularmente oscuro y harto equívoco: la pérdida de objetos y la imposibilidad de encontrar aquellos que estamos seguros de haber colocado en algún lugar. Os parecerá inverosímil que nuestra intención desempeñe cierto papel en la pérdida de objetos, accidente que a menudo nos causa gran disgusto; mas existen numerosas observaciones como la siguiente: Un joven perdió un lápiz al que tenía gran cariño. La víspera había recibido de su cuñado una carta que terminaba con las siguientes palabras: «Además, no tengo ni ganas ni tiempo de favorecer tu ligereza y tu haraganería.» El lápiz era precisamente un regalo de tal cuñado, coincidencia que nos permite afirmar que la intención de desembarazarse del objeto perdido hubo de desempeñar un papel en la pérdida del mismo. Los casos de este género son muy frecuentes. Perdemos algo cuando regañamos con aquellos que nos lo han dado y no queremos ya que nada nos lo recuerde. O también cuando se desvanece el afecto que teníamos a tales objetos y queremos reemplazarlos por otros más nuevos o mejores. A esta misma actitud con respecto al objeto responde también el hecho de dejarlo caer, romperlo o estropearlo. De este modo, no podemos considerar como una simple casualidad el que un escolar pierda, rompa o destroce sus objetos de uso corriente, tales como su reloj o su cartera, la víspera precisamente del día de su cumpleaños.
Todo aquel que se haya encontrado con frecuencia en la penosa situación de no poder encontrar un objeto que sabe haber colocado en un lugar del que no logra acordarse, se resistirá a atribuir a una intención cualquiera tan molesto accidente, y, sin embargo, no son raros los casos en que las circunstancias concomitantes de una pérdida de este género revelan una tendencia a alejar provisionalmente o de un modo durable el objeto de que se trata. Citaré uno de estos casos, que es, quizá, el más acabado de todos los conocidos o publicados hasta el día. Un joven me contaba, recientemente: «Hace varios años tuve algún disgusto con mi mujer, a la que encontraba demasiado indiferente, y aunque reconocía sus otras excelentes cualidades, vivíamos sin recíproca ternura. Un día, al volver de paseo, me trajo un libro que había comprado por creer que debía interesarme. Le di las gracias por esta muestra de atención y lo guardé, siéndome después imposible encontrarlo. Así pasaron varios meses, durante los cuales recordé de cuando en cuando el libro perdido y lo busqué inútilmente. Cerca de seis meses después enfermó mi madre, a la que yo quería muchísimo y que vivía en una casa aparte de la nuestra. Mi mujer fue a su domicilio a cuidarla. El estado de la enferma se agravó y dio ocasión a que mi mujer demostrase lo mejor de sí misma. Agradecido y entusiasmado por su conducta, regresé una noche a mi casa y sin intención determinada, pero con seguridad de sonámbulo, fui a mi mesa de trabajo y abrí uno de sus cajones, encontrando encima de todo lo que contenía el extraviado y tan buscado libro.» Desaparecido el motivo de la pérdida, se hace posible hallar el objeto temporalmente extraviado.
Pudiera multiplicar hasta lo infinito los ejemplos de este género, pero debo imponerme un límite. En mi obra titulada Psicopatología de la vida cotidiana encontraréis una abundante casuística puesta al servicio del estudio de las funciones fallidas. Mas de todos los análisis de estos ejemplos se deduce idéntica conclusión. Todos ellos demuestran que las funciones fallidas tienen un sentido e indican los medios de llegar al conocimiento del mismo por el examen de las circunstancias que acompañan su aparición. Dado que nuestro propósito no es, por ahora, sino el de extraer del estudio de estos fenómenos los elementos de una preparación al psicoanálisis, he tratado de ser lo más sintético posible y sólo me resta hablaros de las observaciones referentes a los actos fallidos acumulados y combinados y de aquellas otras relativas a la confirmación de nuestras hipótesis interpretativas por sucesos posteriores. Los actos fallidos acumulados y combinados constituyen ciertamente la más bella floración de su especie. Si se hubiera tratado solamente de mostrar que los actos fallidos pueden tener un sentido, habríamos limitado desde un principio a éstos nuestro estudio, pues su sentido es tan evidente que se impone a la vez a la inteligencia más obtusa y al espíritu más crítico.
La acumulación de las manifestaciones revela una tenacidad muy difícil de atribuir al azar, pero que cuadra muy bien con la hipótesis de un designio. Por último, la sustitución de determinados actos fallidos por otros nos muestra que lo importante y lo esencial de los mismos no debe buscarse en su forma ni en los medios de que se sirve sino en la intención a cuyo servicio están, intención que puede ser alcanzada por los más diversos caminos. Voy a citaros un caso de olvido repetido: E. Jones cuenta que por razones que ignora, dejó una vez, durante varios días, sobre su mesa de despacho una carta que había escrito. Por fin se decidió a expedirla, pero le fue devuelta por las oficinas de Correos, pues había olvidado escribir las señas. Habiendo reparado este olvido, volvió a echar la carta al correo, pero esta vez olvidó poner el sello. Tal repetición del acto fallido le obligó a confesarse que en el fondo no quería expedir la carta de referencia. En el caso que a continuación exponemos hallamos combinado un acto de aprehensión errónea de un objeto con un extravió temporal del mismo. Una señora hizo un viaje a Roma con su cuñado, un célebre pintor. Este fue muy festejado por los alemanes residentes en dicha ciudad, y, entre otros regalos, recibió una antigua medalla de oro. La señora observó con disgusto que su cuñado no sabía apreciar el valor de aquel artístico presente. Días después llegó a Roma su hermana para reemplazarla al lado de su marido y ella volvió a su casa. Al deshacer la maleta vio con sorpresa que, sin darse cuenta, había introducido en ella la preciada medalla, e inmediatamente escribió a su cuñado comunicándoselo y anunciándole que al día siguiente se la restituiría, enviándosela a Roma.
Pero cuando quiso hacerlo halló que la había guardado tan bien, que por más que hizo no le fue posible encontrarla, dándose entonces cuenta de lo que significaba su «distracción», o sea del deseo de guardar para sí la bella medalla. Ya expuse anteriormente un ejemplo de combinación de un olvido con un error, ejemplo en el que el sujeto olvidaba primero una cita, y hallándose decidido a no olvidarla otra vez, acudía a ella, en efecto, pero a hora distinta de la señalada. Un caso totalmente análogo me ha sido relatado por el propio sujeto del mismo, un buen amigo mío que se interesa a la vez por las cuestiones científicas y las literarias: «Hace algunos años -me dijo- me presté a ser elegido miembro de cierta sociedad literaria creyendo que ésta me ayudaría a lograr fuese representado un drama del que yo era autor, y aunque no me interesaban gran cosa, asistía con regularidad a las sesiones que dicha sociedad celebraba todos los viernes. Hace algunos meses quedó asegurada la representación de uno de mis dramas en el teatro F., y desde entonces olvidé siempre acudir a las referidas sesiones. Cuando leí el libro de usted sobre estas cuestiones, me avergoncé de mi olvido, reprochándome haber abandonado a mis consocios ahora que ya no necesitaba de ellos, y resolví no dejar de asistir a la reunión del viernes siguiente. Recordé de continuo este propósito hasta que llegó el momento de realizarlo y me dirigí hacia el domicilio social.
Al llegar ante la puerta del salón de actos me sorprendió verla cerrada. La reunión se había celebrado ya, y nada menos que dos días antes. Me había equivocado de día y había ido en domingo.» Sería harto atractivo reunir aquí otras varias observaciones de este género mas prefiero limitarme, por ahora, a las ya expuestas y presentaros otros casos de distinta naturaleza, o sea aquellos en que nuestra interpretación debe esperar a ser confirmada por sucesos posteriores. La condición principal de estos casos es, naturalmente, la de que la situación psíquica actual nos sea desconocida o se muestre inaccesible a nuestra investigación. Nuestra interpretación no poseerá entonces más valor que el de una simple hipótesis a la que ni aun nosotros mismos podemos conceder gran importancia. Pero posteriormente sucede algo que nos muestra cuán acertada fue desde un principio nuestra interpretación hipotética. Una vez me hallaba yo en casa de un matrimonio recién casado, y la mujer me contó riendo que al día siguiente de su regreso del viaje de novios había ido a buscar a su hermana soltera para, mientras su marido se hallaba ocupado en sus negocios, salir con ella de compras como antes de casada acostumbraba hacerlo. De repente había visto venir a un señor por la acera opuesta, y llamando la atención de su hermana, le había dicho: «Mira, ahí va el señor L.», olvidando que el tal era su marido desde hacía algunas semanas. Al oír esto sentí un escalofrío, pero por entonces no sospeché que pudiera constituir un dato sobre el porvenir de los cónyuges.
Años después recordé esta pequeña historia cuando supe que el tal matrimonio había tenido un desdichadísimo fin. A. Maeder cuenta que una señora que la víspera de su boda olvidó ir a probarse el traje nupcial y sólo se acordó de que tenía que hacerlo a las ocho de la noche, cuando ya la modista desesperaba de poder tener el traje por la mañana siguiente. Maeder ve una relación entre este hecho y el divorcio de dicha señora al poco tiempo. Por mi parte conozco a una señora, actualmente separada de su marido, que aun antes de su divorcio acostumbraba equivocarse y firmar con su nombre de soltera los documentos referentes a la administración de sus bienes. Sé también de otras muchas mujeres casadas que en el viaje de novios perdieron su anillo de boda, accidente al que sucesos posteriores han dado luego una inequívoca significación. Expondré, por último, un clarísimo ejemplo más. Cuéntase que un célebre químico alemán olvidó el día y la hora en que debía celebrarse su matrimonio y se encerró en su laboratorio en lugar de acudir a la iglesia. En este caso, el interesado obedeció esta advertencia interior, y contentándose con una única tentativa, continuó soltero hasta su muerte en edad muy avanzada.
Sin duda se os habrá ocurrido pensar que en todos estos ejemplos el acto fallido equivale a las ominao, presagios a que los antiguos daban tan gran importancia. Y, realmente, una gran parte de estos presagios no eran más que actos fallidos; por ejemplo, cuando alguien tropezaba o caía. Otros, sin embargo, tenían el carácter de suceso objetivo y no el de acto subjetivo; pero no os podéis figurar hasta qué punto se hace difícil determinar si un suceso pertenece a la primera o a la segunda de estas categorías. La acción sabe disfrazarse muchas veces de suceso pasivo. Cualquiera de nosotros que tenga tras de sí una experiencia algo larga ya de la vida, puede decir que, sin duda, se hubiera ahorrado muchas desilusiones y muchas dolorosas sorpresas si hubiera tenido el valor y la decisión de interpretar los pequeños actos fallidos que se producen en las relaciones entre los hombres como signos premonitorios de intenciones que no le son reveladas. Mas la mayor parte de las veces no nos atrevemos a llevar a cabo tal interpretación, pues tememos caer en la superstición pasando por encima de la ciencia. Además, no todos los presagios se realizan, y cuando comprendáis mejor nuestras teorías, veréis que tampoco es necesaria una tan completa realización.



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