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Figuras de pensamiento ensayos sobre la visión tradicional o «normal» del arte


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CAPÍTULO VI




MOBILIARIO SHAKER




S 1 destaca la significación espiritual de la artesanía perfecta y, como observa el autor, «la relación entre un modo de vida y un modo de trabajo inviste al presente estudio de un interés especial». Un interés verdaderamente humano, puesto que aquí el modo de vida y el modo de trabajo (el   de la  ) son una y la misma vía; y como la   nos dice igualmente en relación con el mismo punto, «El hombre alcanza la perfección por la intensidad de su devoción hacia su propia tarea natural», es decir, no trabajando para sí mismo o para su propia gloria, sino solamente «por el bien de la obra que ha de hacerse». «Es suficiente», como dice Marco Aurelio (VI.2), «hacer un trabajo bien hecho». El modo de vida shaker era un modo de orden; un orden o regla que puede compararse al de una comunidad monástica. Al mismo tiempo, «la idea de rendir culto con el trabajo era a la vez una doctrina y una disciplina diaria… Se expresaba de diversas maneras el ideal de que los logros seculares debían estar tan “libres de error” como la conducta, que la labor manual era un tipo de ritual religioso, y que la devoción debía iluminar la vida en todos los puntos».
En esto eran mejores cristianos que muchos otros. Todas las tradiciones han visto en el Maestro Artesano del Universo el ejemplo del artista o «hacedor por arte» humano, y a nosotros se nos ha dicho «sed perfectos,  vuestro Padre en el cielo es perfecto». El que los shakers fueran doctrinalmente perfeccionistas, es la explicación final de la perfección de la artesanía shaker; o, como nosotros podríamos haber dicho, de su «belleza». Decimos «belleza», a pesar del hecho de que los shakers desdeñaban la palabra en sus aplicaciones mundanales y fastuosas, pues es una cuestión evidente que quienes mandaron que aquellas «guarniciones, molduras, y cornisas, que son meramente para la fantasía, no pueden ser hechas por creyentes» eran consistentemente mejores carpinteros que los que se encuentran en el mundo de los increyentes. A la luz de la teoría medieval nosotros no podemos sorprendernos de esto; pues en la perfección, el orden, y la iluminación, que se hicieron la prueba de la vida buena, nosotros reconocemos precisamente esas cualidades (    ) que son para Santo Tomás de Aquino los «requisitos de la belleza» en las cosas hechas por arte. «El resultado fue la elevación de carpinteros anteriormente desprovistos de inspiración y completamente provincianos a la posición de artesanos finos, movidos por tradiciones venerables y por un sentido del gremio… La peculiar correspondencia entre la cultura shaker y la artesanía shaker debe verse como el resultado de la penetración del espíritu en toda la actividad secular. En la United Society era corriente el proverbio: “Cada fuerza desarrolla un forma”2… Como hemos observado, el resultado eventual de esta penetración de la religión en el taller fue el desecho, en el diseño, de todos los valores vinculados a la decoración de la superficie, en favor de los valores inherentes a la forma, a la armoniosa relación de las partes, y a la acabada unidad de la forma».
De hecho, el arte shaker está mucho más próximo a la perfección y a la severidad del arte primitivo y «salvaje» (del que los shakers probablemente no sabían nada y que no habrían comprendido) que las «numerosas creaciones modernas sagazmente reticentes», en las que se imitan conscientemente los aspectos exteriores del arte primitivo y funcional. El arte shaker no es en ningún sentido un arte «artero» o un «arte de misión», deliberadamente «rústico», sino un arte del más elevado refinamiento, que logró «un efecto de temperada elegancia, incluso de delicadeza… a la vez preciso y diferenciado». Una cosa que hizo posible esto fue el hecho de que, dado el contexto en el que debía usarse el mobiliario, «los carpinteros no fueron forzados a anticipar la negligencia y el abuso».
El estilo del mobiliario shaker, como el de sus vestidos, era impersonal; una de las «leyes milenarias» era, ciertamente, que «Nadie debe escribir o imprimir su nombre en ningún artículo de manufactura, de manera que otros puedan conocer en el futuro la obra de sus manos»3. Y este estilo shaker fue casi uniforme desde el comienzo hasta el fin; es una expresión colectiva, y no individualista. La originalidad y la invención aparecen, no como una secuencia de modas o como un fenómeno estético, sino siempre que había que servir a nuevos  el sistema shaker coincidía con y no resistía a «la transferencia histórica de las ocupaciones de la casa a la tienda o a la pequeña factoría; y se gestionaron nuevas industrias a una escala que requería invenciones para ahorrar trabajo y métodos progresivos. La versatilidad de los trabajadores shaker está bien ilustrada por las incontables herramientas inventadas para técnicas sin precedentes».
No podemos privarnos de observar cuan estrechamente se corresponde la posición shaker con la posición medieval cristiana en esta cuestión del arte. Los fundadores de la orden shaker difícilmente pudieron haber leído a Santo Tomás de Aquino; sin embargo, podría haber sido uno de ellos mismos quien hubiera dicho que si se hace del ornamento () el fin principal de la obra, ello es pecado mortal, pero si es sólo una causa secundaria, entonces puede estar completamente en orden o ser meramente una falta venial; y que el artista es responsable como hombre por todo lo que emprende hacer, a la vez que es responsable como artista por hacer lo mejor de acuerdo con su capacidad (  II-II.167.2C y II-II.169.2  4): o que «Todo se dice para que sea  en la medida en que es perfecto, pues sólo de esa manera es deseable… Las perfecciones de todas las cosas son otras tantas similitudes del ser divino» ( I.5.5C, I.6.1  2) —«todas las cosas» incluyen también, por supuesto, las escobas y los azadones y demás «artículos útiles» hechos     El shaker habría comprendido inmediatamente lo que al esteta moderno le parece obscuro, «la luz de un arte mecánico» de San Buenaventura.
Ciertamente, sería perfectamente posible esbozar una teoría shaker de la belleza en completo acuerdo con lo que hemos llamado a menudo «la visión normal del arte». En las escrituras shaker encontramos, por ejemplo (pp. 20-21, 61-63), que «Dios es el gran artista o maestro constructor»; que sólo cuando se han  perfectamente todas las partes de una casa o de una máquina, «entonces son visibles la belleza de la maquinaria y la sabiduría del artista»; que «el orden es la creación de la belleza. Es la primera ley del cielo [cf. el griego , el sánscrito ) y la protección de las almas… La belleza se apoya en la utilidad»; e, inversamente, que «el declive de toda época espiritual ha estado marcado por la ascendencia de la estética []». Es notabilísima la afirmación de que la mejor belleza es la que «es peculiar a la flor, o al período generativo» y no la «que pertenece al fruto maduro y al grano»4. La cuestión no carece tampoco de una incidencia económica. Nosotros tratamos el «arte» como un lujo, que el hombre común difícilmente puede permitirse, y como algo que nos encontraremos en un museo más bien que en una casa o en una oficina: sin embargo, aunque el mobiliario shaker tiene una calidad de museo, «los administradores de New Lebanon contaban que el costo efectivo del amueblado de una de nuestras moradas para el acomodo confortable de 40 o 70 inquilinos no llegaría a la suma gastada a menudo en amueblar un simple locutorio en las ciudades de New York y Albany». Uno se siente movido a preguntar si nuestro «elevado nivel de vida» no es, en realidad, mucho más un elevado nivel de pago, y si alguno de nosotros está obteniendo realmente el equivalente de su dinero. En el caso del mobiliario, por ejemplo, ciertamente estamos pagando mucho más por cosas de una calidad muy inferior.
En todo esto parece haber algo que ha sido pasado por alto por nuestros culturalistas modernos, que están empeñados en la enseñanza del arte y de la apreciación del arte, y por nuestros expositores de la doctrina del arte como auto-expresión, o, en cualquier caso, como una expresión de emociones, o de «sentimientos». El desafío principal que suscita este espléndido libro, un ejemplo perfecto de pericia en el campo de la historia del arte, puede expresarse en la forma de una pregunta: ¿No es el «místico», después de todo, el único hombre realmente «práctico»?
Nuestros autores observan que «como los compromisos se hicieron con el principio, los oficios se deterioraron inevitablemente». A pesar de que son conscientes de esto, los autores consideran la posibilidad de una «reviviscencia» del estilo shaker5: el mobiliario «puede producirse de nuevo, nunca como la inevitable expresión del tiempo y de las circunstancias, sino como algo para satisfacer a la mente que está empachada de sobreornamentación y de mero exhibicionismo», producido —¿diremos en serie?— para «gentes con medios limitados pero de gusto educado… que busquen una unión de la conveniencia práctica y del encanto sereno». En otras palabras, ha de proveerse un nuevo mercado para la fantasía de la «cult»-ura burguesa cuando los demás mobiliarios contemporáneos han perdido su «encanto». Los museos estarán indudablemente ansiosos de ayudar al decorador de interiores. Nadie parece caer en la cuenta de que las cosas son bellas sólo en el entorno para el que se diseñaron, o como lo expresaba el shaker, cuando están «adaptadas a la condición» (p. 62). El estilo shaker no fue una «moda» determinada por el «gusto», sino una actividad creativa «adaptada a la condición».
Innumerables culturas, algunas de las cuales las hemos destruido nosotros, han sido más elevadas que la nuestra: sin embargo, nosotros no llegaremos al nivel de la humanidad griega construyendo partenones de imitación, ni al de la Edad Media viviendo en castillos seudo-góticos. Imitar el mobiliario shaker no sería ninguna prueba de una virtud creativa en nosotros mismos: su austeridad, imitada para nuestra conveniencia, económica o estética, deviene un lujo en nosotros: su evitación del ornamento deviene una «decoración» interior para nosotros. Sobre el estilo shaker, deberíamos decir más bien «  » que intentar copiarlo. Es una franca confesión de insignificancia resignarse a la actividad meramente servil de la reproducción; todo arcaísmo es la prueba de una deficiencia. En la «reproducción» no puede evocarse nada sino la apariencia de una cultura viva. Si nosotros fuéramos ahora tales como era el shaker, un arte nuestro propio, «adaptado a la condición», sería esencialmente igual, pero, con toda seguridad, accidentalmente diferente del arte shaker. Desafortunadamente, nosotros no deseamos ser tales como era el shaker; ni nos proponemos «trabajar como si tuviéramos un millar de años de vida, y como si fuéramos a morir mañana» (p. 12). Y de la misma manera que deseamos la paz pero no las cosas que trabajan por la paz, así también deseamos el arte pero no las cosas que trabajan por el arte. Ponemos la carreta delante del caballo.      el nuestro es el arte que merecemos. Si la vista de él nos avergüenza, es por nosotros mismos por donde la re-formación debe comenzar. Se requiere una drástica transvaluación de los valores aceptados. Con la re-formación del hombre, las artes de la paz cuidarán de sí mismas.

CAPÍTULO VII

EL SIMBOLISMO LITERARIO



«¡Cierto! Allah no desdeña acuñar ni siquiera la similitud de un cínife».

Corán II.26



Las palabras nunca son insignificantes por naturaleza, aunque pueden usarse irracionalmente para propósitos meramente estéticos y no artísticos: de primera intención, todas las palabras son signos o símbolos de referentes específicos. Sin embargo, en un análisis del significado, debemos distinguir entre la significación literal y categórica o histórica de las palabras y el significado que es inherente a sus referentes primarios: pues aunque las palabras son signos de cosas, también pueden escucharse o leerse como símbolos de lo que estas cosas mismas implican. Para lo que se llama los propósitos «prácticos» (los intercambios comerciales) la referencia primaria basta; pero cuando estamos tratando de teoría, la segunda referencia deviene la importante. Así, todos nosotros sabemos lo que se quiere decir cuando se nos ordena, «levante su mano derecha»; pero cuando Dante escribe «y por lo tanto la escritura condescendió a vuestra capacidad, asignando mano y pie a Dios, con otro significado…» ( IV.43, cf. Filón,   I.235), percibimos que en ciertos contextos «mano» significa «poder». De esta manera, el lenguaje deviene no meramente indicativo, sino también expresivo, y nosotros comprendemos que, como dice San Buenaventura, «el [lenguaje] nunca expresa excepto por medio de una semejanza» (  ,      18). Así Aristóteles, «incluso cuando uno piensa especulativamente, uno debe tener alguna imagen mental con la que pensar» (  III.8). Tales imágenes no son en sí mismas los objetos de la contemplación, sino «los soportes de la contemplación».
Sin embargo, la «semejanza no necesita implicar un parecido visual; pues al representar ideas abstractas, el símbolo está «imitando», en el sentido de que todo arte es «mimético», algo invisible. De la misma manera que cuando nosotros decimos «el hombre joven es un león», así en todas las figuras de pensamiento, la validez de la imagen es de verdadera analogía, más bien que de verosimilitud; como dice Platón, no es un mero parecido () sino una exactitud o adecuación real (  ) lo que nos recuerda efectivamente al referente propuesto ( 74 sigs.): pues la posición pitagórica es que la verdad y la exactitud (,  ) en una obra de arte es una cuestión de proporción (, Sextus Empiricus,   I.106); en otras palabras, la verdadera «imitación» no es una reproducción aritmética, sino que «por el contrario, una imagen, si ha de ser efectivamente una “imagen” de su modelo, debe ser enteramente “semejante” a él» ( 432B).
El simbolismo adecuado puede definirse como la representación de una realidad de un cierto nivel de referencia por una realidad correspondiente de otro: como, por ejemplo, en Dante, «Ningún objeto de los sentidos, en la totalidad del mundo, es más digno de ser hecho un tipo de Dios que el sol» ( III.12). Nadie supondrá que Dante fue el primero en considerar al sol como un símbolo adecuado de Dios. Pero no hay error más común que atribuir a una «imaginación poética» individual el uso de lo que son realmente los símbolos y los términos técnicos tradicionales de un lenguaje espiritual que trasciende toda confusión de lenguas y que no es peculiar a ningún tiempo o lugar. Por ejemplo, «una rosa, cualquiera que sea su nombre (ya sea inglés o chino), olerá siempre bien», o considerada como un símbolo puede tener un sentido constante; pero que ello sea así depende de la asumición de que hay realmente realidades análogas sobre niveles de referencia diferentes; es decir, que el mundo es una teofanía explícita, «como arriba, así abajo»6. En otras palabras, los símbolos tradicionales no son «convencionales» sino que «se dan» con las ideas a las que corresponden; por consiguiente, se hace una distinción entre el    y    , en la que el primero es el lenguaje de la tradición universal, y el segundo el de los poetas individuales y auto-expresivos a quienes a veces se llama «Simbolistas»7. De aquí también la necesidad primaria de la exactitud (, ) en nuestra iconografía, ya sea en la imaginería verbal o visual.
Se sigue que si nosotros hemos de comprender lo que la escritura expresiva intenta comunicar, no podemos tomarla sólo literal o históricamente, sino que debemos estar preparados para interpretarla «hermenéuticamente». Muy a menudo, acontece que en alguna secuencia de libros tradicionales se llega al punto en que uno se pregunta si tal o cual autor, cuya estimación de un episodio dado es confusa, ha comprendido su material o sólo está jugando con él, algo así como los literatos modernos juegan con su material cuando escriben lo que se llaman «cuentos de hadas», y a quienes pueden aplicarse las palabras de Guido d’Arezzo, «Nam qui canit quod non sapit, diffinitur bestia». Pues como Platón preguntaba hace mucho tiempo, «¿Sobre qué le hace a uno tan elocuente el Sophista?» ( 312E).
El problema se presenta al historiador de la literatura en conexión con las secuencias estilísticas del mito, la épica, el romance, y la novela y poesía moderna, cuando, como acontece a menudo, encuentra episodios o frases recurrentes, y similarmente en conexión con el folklore. Un error muy común es suponer que la forma «verdadera» u «original» de una historia dada puede reconstruirse por una eliminación de sus elementos milagrosos y supuestamente «fantásticos» o «poéticos». Sin embargo, es precisamente en estas «maravillas», por ejemplo en los milagros de la Escritura, donde están inherentes las verdades más profundas de la leyenda; la filosofía, como afirma Platón —a quien Aristóteles seguía en este respecto— comienza en la maravilla. El lector que ha aprendido a pensar en los términos de los simbolismos tradicionales se encontrará provisto de medios de comprensión, de crítica, y de delectación insospechados, y de un modelo por el que puede distinguir entre la fantasía individual de un literato y el uso exacto de las fórmulas tradicionales por un cantor instruido. Puede llegar a comprender que no hay ninguna conexión entre la novedad y la profundidad; que cuando un autor ha hecho una idea suya propia puede emplearla de manera completamente original e inevitablemente, y con el mismo derecho que el hombre a quien ella se presentó por primera vez, quizás antes de la aurora de la historia.
Así, cuando Blake escribe, «Yo te doy la punta de una cuerda de oro, Sólo enróllala en una bola; Ella te conducirá a la puerta del cielo Construida en la muralla de Jerusalén», no está usando una terminología privada sino una terminología cuyo rastro puede seguirse hacia atrás en Europa a través de Dante (     ,  I.116), los Evangelios («Ningún hombre viene a mí, excepto que el Padre… tire de él», San Juan 6:44, cf. 12:32), Filón, y Platón (con su «única cuerda de oro» a la que nosotros, las marionetas humanas, debemos agarrarnos y por la que debemos ser guiados,  644) hasta Homero, donde es Zeus quien puede tirar de todas las cosas hacia sí mismo por medio de una cuerda de oro ( VIII.18 sigs., cf. Platón,  153). Y no sólo es en Europa donde el símbolo del «hilo» ha sido corriente durante más de dos milenios; también se encuentra en contextos islámicos, hindúes, y chinos. Así leemos en , «Él me dio la punta de un hilo… “Tira”, dijo “para que yo pueda tirar: y no lo rompas en el tirón”», y en , «guarda tu punta del hilo, para que él guarde su punta»; en el  , ese Sol es el amarre al que todas las cosas están atadas por el hilo del espíritu, mientras que en la   la exaltación del contemplativo se compara al ascenso de una araña por su hilo; Chuang-tzu nos dice que nuestra vida está suspendida de Dios como si fuera por un hilo, que se corta cuando morimos. Todo esto se relaciona con el simbolismo del tejido y del bordado, los «juegos de cuerda», la cordelería, la pesca con sedal y la caza con lazo; y con el del rosario y el collar, pues, como nos recuerda la  , «todas las cosas están encordadas en Él como hileras de gemas en un hilo»8.
También podemos decir con Blake, que «si el espectador pudiera entrar en estas imágenes, acercándose a ellas en el carro de fuego del pensamiento contemplativo… entonces sería feliz». Nadie supondrá que Blake inventó el «carro de fuego» o que lo encontró en alguna otra parte que en el Antiguo Testamento; pero algunos pueden no haber recordado que el simbolismo del carro lo usa también Platón, y en los libros indios y chinos. Los caballos son los poderes sensitivos del alma, el cuerpo del carro nuestro vehículo corporal, el auriga el espíritu. Por consiguiente, el símbolo puede considerarse desde dos puntos de vista; si a los caballos, completamente indómitos, se les deja ir donde quieran, nadie puede decir donde será esto; pero si pueden ser dominados por el auriga, se llegará al destino que el auriga quiere. Justamente así, hay igualmente dos «mentes», una divina y otra humana; e igualmente así, hay también un carro de fuego de los dioses, y un vehículo humano, uno destinado para el cielo, el otro para la obtención de fines humanos, ­«cualesquiera que éstos puedan ser» (  V.4.10.1). En otras palabras, desde un punto de vista, la incorporación es una humillación, y desde el otro una procesión real. Consideremos aquí solamente el primer caso. Los castigos tradicionales (por ejemplo, la crucifixión, el empalado, la desollación) se basan en analogías cósmicas. Uno de estos castigos es el del acarreado: a quienquiera que, como un criminal, se lo acarrea por las calles de una ciudad pierde su honor y todos sus derechos legales; la «carreta» es una prisión móvil, y el «hombre acarreado» (,   IV.4) un prisionero. Por eso, en el  de Chrétien de Troyes, el Caballero de la Carreta retrocede y retrasa subir a la carreta, aunque es para llevarle en la vía del cumplimiento de su gesta. En otras palabras, el Héroe Solar retrocede de su tarea, que es la liberación de la Psyche (Guénévere, Ginebra), que está prisionera de un mago en un castillo más allá de un río que sólo puede cruzarse por el «puente de la espada». Este puente mismo es otro símbolo tradicional; no es un invento del cuentacuentos, sino el «Bergantín del Terror» y la «vía de filo espada» del folklore occidental y de la escritura oriental9. La «vacilación» corresponde a la de Agni a la hora de devenir el auriga de los dioses (   X.51), a la bien conocida vacilación del Buddha a la hora de poner en movimiento la Rueda de la Ley, y al «si es posible, pase de mí este cáliz» de Cristo; es la vacilación de cada hombre, que no quiere tomar su cruz. Y por  Guénévere, cuando Lancelot ha cruzado el puente del filo de la espada descalzo y la ha liberado, le reprocha amargamente por su tardanza y su demora aparentemente trivial en subir a la carreta.
Tal es la «comprensión» de un episodio tradicional, que un autor de conocimiento ha vuelto a contar, no para divertirse sino para instruir; contar historias sólo para divertirse pertenece a edades posteriores en las que se prefiere la vida del placer a la vida de la actividad o de la contemplación. De la misma manera, todo folklore y cuento de hadas genuino puede «comprenderse», pues las referencias son siempre metafísicas; el tipo de «Los Dos Magos», por ejemplo, es un mito de la creación (cf.   I.4.4., «ella devino una vaca, él devino un toro», etc.); John Barleycorn es el «dios que muere»; la manzana de Blancanieves es el «fruto del árbol»; sólo con las botas de siete leguas puede uno atravesar los siete mundos (como Agni y el Buddha); es a Psyche a quien el Héroe rescata del Dragón, y así sucesivamente. Posteriormente, todos estos motivos caen en las manos de los escritores de «novelas», literatos, y finalmente historiadores, y ya no se comprenden. Que estas fórmulas se hayan empleado de la misma manera por todo el mundo en el relato de lo que son realmente variantes y fragmentos del único Urmythos de la humanidad, implica la presencia en ciertos tipos de literatura de valores imaginativos (iconográficos) muchísimo más profundos que los de las fantasías del literato, o los tipos de literatura que se basan en la «observación»; y ello se debe sólo a que el mito es siempre verdadero (o en otro caso no es un verdadero mito), mientras que los «hechos» son sólo eventualmente verdaderos10.
Hemos señalado que las palabras tienen un significado simultáneamente en más de un nivel de referencia. Toda la interpretación de la escritura (en Europa, particularmente desde Filón a Santo Tomás de Aquino) se ha basado en esta asumición: nuestro error en el estudio de la literatura es haber pasado por alto que, de esta literatura y de estos , mucho más de lo que nosotros suponemos es realmente escriturario, y sólo puede criticarse como escritura; una inadvertencia que implica lo que es en realidad una diagnosis estilística incorrecta. La doble significación de las palabras, literal y espiritual, puede citarse en la palabra «Jerusalén» como la usa Blake, arriba: puesto que «Jerusalén» es (1º) una ciudad en Palestina y (2º) en su sentido espiritual, la Jerusalén «de oro», una ciudad celestial de la «imaginación». Y en relación con esto, también, como en el caso del hilo «de oro», debe recordarse que el lenguaje tradicional es preciso: el «oro» no es meramente el elemento  sino el símbolo reconocido de la luz, la vida, la inmortalidad y la verdad.
Muchos de los términos del pensamiento tradicional sobreviven como clichés en nuestro lenguaje de cada día y en la literatura contemporánea, donde, como otras «supersticiones», ya no tienen ningún significado real para nosotros. Así, nosotros hablamos de un «dicho brillante» o de un «ingenio brillante», sin la menor consciencia de que tales frases se apoyan en una concepción original de la coincidencia de la luz y del sonido, y de una «luz intelectual» que brilla en toda la imaginería adecuada; nosotros apenas podemos entender lo que San Buenaventura entiende por «la luz de un arte mecánico». Ignoramos lo que todavía es el «significado según el diccionario» de la palabra «inspirado», y decimos «inspirado por» cuando queremos decir «estimulado por» algún objeto concreto. Usamos una única palabra «beam» («rayo») en sus dos sentidos de «rayo» y de «radio o viga» sin caer en la cuenta de que éstos son sentidos conexos, que coinciden en la expresión  , y de que nosotros estamos aquí «en el rastro de» (ésta misma es otra expresión que, como «acertar el blanco», es de antigüedad prehistórica) una concepción original de la inmanencia del Fuego en la «madera» de la que está hecho el mundo. Decimos que «me ha dicho un pajarito» sin reflexionar que el «lenguaje de los pájaros» es una referencia a las «comunicaciones angélicas». Decimos «en posesión de sí mismo» y hablamos de «gobierno de sí mismo» sin darnos cuenta de que (como lo señaló Platón hace mucho tiempo) tales expresiones implican todas que «hay dos en nosotros» y que, en tales casos, todavía se plantea la pregunta, cual sí mismo será poseído o gobernado por cual, el mejor por el peor o viceversa. Para comprender las antiguas literaturas no debemos pasar por alto la precisión con la que se emplean todas estas expresiones; o, si nosotros mismos escribimos, podemos aprender a hacerlo más claramente (aquí nos encontramos nuevamente con la coincidencia de la «luz» y del «significado —puesto que «argumentar» es etimológicamente «clarificar») y más inteligiblemente.
A veces se objeta que la atribución de significados abstractos es sólo una lectura de significados, posterior y subjetiva, en los símbolos, que se emplearon originalmente sólo con el propósito de la comunicación de hecho o sólo por razones decorativas y estéticas. A aquellos que adoptan una posición tal, primero de todo puede pedírseles que prueben que los «primitivos», de quienes nosotros hemos heredado tantas de las formas de nuestro pensamiento más elevado (por ejemplo, el simbolismo de la Eucaristía es canibalístico), estaban realmente interesados sólo en los significados de hecho o que estuvieran nunca influenciados sólo por consideraciones estéticas. Por otra parte, los antropólogos nos dicen que en sus vidas «las necesidades del alma y del cuerpo se satisfacían juntas». Puede pedírseles que consideren culturas supervivientes tales como la de los amerindios, cuyos mitos y arte son ciertamente mucho más abstractos que toda otra forma de contar o de pintar la historia por los europeos modernos. Puede preguntárseles, ¿  el arte «primitivo» o «geométrico» era formalmente abstracto, si no se debía a que se requería expresar un sentido abstracto? Puede preguntárseles, ¿ , si no era para hablar de algo completamente diferente de los meros hechos, el estilo escriturario (como observa Clemente de Alejandría) es siempre «parabólico»?
Estamos de acuerdo, ciertamente, en que nada puede ser más peligroso que una interpretación subjetiva de los símbolos tradicionales, ya sean verbales o visuales. Pero tampoco se sugiere que la interpretación de los símbolos se deje a la conjetura, de la misma manera que nosotros no intentaríamos leer la escritura minoana sólo con conjeturas. El estudio del lenguaje y de los símbolos tradicionales no es una disciplina fácil, primeramente debido a que nosotros ya no estamos familiarizados ni interesados en el contenido metafísico para cuya expresión se usan; y en segundo lugar, debido a que las frases simbólicas, como las palabras individuales, pueden tener más de un significado, según el contexto en el que se emplean, aunque esto no implica que pueda dárseles un significado al azar o arbitrariamente. Los símbolos negativos, en particular, detentan valores contrastados, uno «malo», el otro «bueno»; el «no ser», por ejemplo, puede representar el estado de privación de eso que todavía no ha llegado a ser, o, por otra parte, la liberación de las afirmaciones limitativas de eso que trasciende el ser. Quien quiere comprender el significado real de estas figuras de pensamiento, que no son meramente figuras de lenguaje, debe haber estudiado las vastas literaturas de muchos países en las que se explican los significados de los símbolos, y debe haber aprendido él mismo a pensar en estos términos. Sólo cuando se encuentra que un símbolo dado —por ejemplo, el número «siete» (siete mares, siete cielos, siete mundos, siete mociones, siete dones, siete rayos, siete soplos, etc.), o las nociones de «polvo», «vaina», «nudo», «eje», «espejo», «puente», «barco», «cuerda», «aguja», «escala», etc. — tiene una serie de valores genéricamente consistente en una serie de contextos inteligibles ampliamente distribuidos en el tiempo y en el espacio, uno puede «leer» con seguridad su significado en otras partes, y reconocer la estratificación de las secuencias literarias por medio de las figuras usadas en ellos. Es en este lenguaje universal, y universalmente inteligible, donde se han expresado las verdades más altas11. Pero aparte de este interés, que es extraño a la mayoría de los escritores y críticos modernos, que carecen de este tipo de conocimiento, el historiador y crítico de literatura y de estilos literarios, sólo puede distinguir por un trabajo de conjetura entre lo que, en la obra de un autor dado, es individual, y lo que es heredado y universal.

CAPÍTULO VIII

INTENCIÓN

Mi significado es lo que yo  transmitir, comunicar, a alguna otra persona. Las intenciones son, por supuesto, intenciones de mentes, y estas intenciones  valores… Los significados y los valores son inseparables.

Wilbur M. Urban,   

(New York, 1929), p. 190.


Señores Monroe C. Beardsley

y W. K. Wimsatt, Jr.


Caballeros:
Ustedes, señores, en el    , al examinar la palabra «Intención», no niegan que un autor pueda o no conseguir su propósito, pero dicen que su éxito o su fracaso, en este respecto, son indemostrables. Ustedes proceden a atacar la crítica de una obra de arte en los términos de la relación entre la intención y el resultado; en el curso de este ataque dicen que pretender «que la meta del autor puede detectarse internamente en la obra incluso en el caso de que no esté realizada… es meramente un proposición auto-contradictoria»; y concluyen el párrafo como sigue: «Una obra puede, ciertamente, no corresponder con lo que el crítico considera que haya sido su intención, o con lo que estaba en el ánimo del autor hacer, o con lo que uno podría esperar que hiciera, pero no puede haber ninguna evidencia, interna o externa, de que el autor haya concebido algo que no haya ejecutado». En nuestra subsecuente correspondencia ustedes dicen que incluso si pudiera hacerse una crítica en los términos de la relación entre el propósito y el resultado, ésta sería irrelevante, debido a que la tarea principal del crítico es «evaluar la obra misma»; y dejan muy claro que esta «evaluación» tiene que ver mucho más con «lo que la obra deber ser» que con «lo que el autor tenía la intención de que ella fuera». En asociación con lo mismo ustedes citan el caso de una maestra de escuela que se propone corregir la composición de un alumno; el alumno mantiene que lo que escribió es lo que él «quería decir»; la maestra dice entonces, «Bien, si usted quiere decir esto, todo lo que puedo decir es que usted no debía haberlo querido». Ustedes agregan que hay «intenciones buenas e intenciones pobres», y que la intención   no es un criterio del  del poema.
No sólo disiento de todo excepto de la última de estas proposiciones, sino que siento también que ustedes no hacen justicia al principio de la crítica que ustedes atacan; y, finalmente, que ustedes confunden «crítica» con «evaluación», pasando por alto que los «valores» están presentes sólo en el fin hacia el que la obra está ordenada, mientras que la «crítica» se supone que es desinteresada. Mi «intención» es defender el método de la crítica en los términos de la relación intención/resultado, que yo debería expresar también como la de concepto/producto o forma/figura o arte en el artista/artefacto. Si, en los siguientes párrafos, cito a algunos de los escritores antiguos, ello no es tanto como autoridades por quienes el problema ha de ser zanjado para nosotros, como para dejar claro en qué sentido establecido se ha usado la palabra «intención», y para dar al método de la crítica correspondiente al menos su lugar histórico propio.
En el mundo occidental, la crítica que tiene en cuenta la intención comienza, pienso yo, con Platón, Él dice: «Si nosotros hemos de ser expertos en poemas debemos saber en cada caso en qué respecto ellos no yerran su blanco. Pues si uno no conoce la esencia de la obra, lo que ella intenta, y de lo que ella es una imagen, difícilmente será capaz de decidir si su intención () ha encontrado o no su blanco. Alguien que no sabe lo que sería correcto en ella (sino sólo lo que le agrada), será incapaz de juzgar si el poema es bueno o malo» ( 668C, con paréntesis de B). Aquí la «intención» cubre evidentemente «todo el significado de la obra»; tanto su verdad, belleza, o perfección, como su eficacia o utilidad. La obra ha de ser fiel a su modelo (la elección de un modelo no se plantea en este punto), y al mismo tiempo ha de estar adaptada a su propósito práctico — como el estilo de la escritura de San Agustín,    . Estos dos juicios por parte del crítico (1º) como un artista, y (2º) como un cliente, pueden distinguirse lógicamente, pero son de cualidades que coinciden en la obra misma. Ambos serán hechos un solo juicio en los términos de «buena» o «mala» por el crítico que no es meramente un artista o meramente un cliente, sino que ha sido educado como debe, y que es un hombre íntegro. La distinción entre significado y uso puede considerarse, ciertamente, «sofística»; de todos modos, Platón pedía que las obras de arte alimentaran al alma y al cuerpo a uno y el mismo tiempo; y podemos observar de pasada que el sánscrito, una lengua a la que no faltan términos precisos, usa una sola palabra, , para denotar a la vez «significado» y «uso»; compárese nuestra palabra «fuerza», que puede usarse para denotar al mismo tiempo «ánimo» y «entereza».
Ustedes, señores, dicen en nuestra correspondencia que están «interesados sólo en las obras poéticas, dramáticas y literarias». Todo lo que digo tiene la intención de aplicarse a tales obras, pero también a las obras de arte de cualquier tipo, puesto que sostengo con Platón que «las producciones de todas las artes son tipos de poesía (de “hechura”) y que sus artesanos son todos poetas» (  205C), y que el orador es como todos los demás artesanos, puesto que ninguno de ellos trabaja al azar, sino con miras a algún fin ( 503E). Yo no puedo admitir que diferentes principios de crítica se apliquen a diferentes tipos de arte, sino sólo que se requieren diferentes tipos de conocimiento si el método crítico común ha de aplicarse a obras de arte de diferentes tipos.
El caso más general posible del juicio de una obra de arte en los términos de la relación entre la intención y el resultado surge en conexión con el juicio de la obra misma. Cuando se dice que Dios consideró su obra acabada y la encontró «buena», el juicio se hizo ciertamente en estos términos: Lo que él había , eso había hecho. La relación en este caso es la del   y el  , la del modelo invisible y la imitación material. Justamente de la misma manera el hacedor humano «ve dentro lo que tiene que hacer fuera»; y si encuentra su producto satisfactorio (sánscrito , «ornamental» en el sentido primario de «complementado»)12, ello sólo puede deberse a que parece haber cumplido su intención. Ustedes, señores, en su artículo y en nuestra correspondencia han estado de acuerdo en que «en la mayoría de los casos el autor comprende su propia obra mejor que ningún otro, y en este sentido cuanto más se aproxima la comprensión del crítico a la del autor, tanto mejor será su crítica», y así ustedes están de acuerdo esencialmente con mi propia aserción de que el crítico debe «ponerse en la posición original del autor para ver y juzgar con sus ojos».
Por otra parte, si el crítico procede a «evaluar» una obra que cumple efectivamente la intención y la promesa de su autor, en los términos de lo que él considera que «debería haber sido», no es la obra sino la intención lo que él está criticando. Estaré de acuerdo con ustedes, en general, en que el crítico tiene un derecho e incluso un deber de evaluar en este sentido; ciertamente, es desde este punto de vista como Platón establece su censura ( 379, 401, 607, etc.). Pero esto es su derecho y su deber, no como un crítico de arte, sino como un crítico de moral; y por el momento estamos considerando sólo la obra de arte como tal, y no debemos confundir el arte con la prudencia. Al criticar la obra de arte  , el crítico no debe ir más allá de ella, no debe pedir que nunca hubiera sido emprendida; su competencia como crítico de arte es decidir si el artista ha hecho o no un buen trabajo en la obra que emprendió hacer. En cualquier caso, un juicio moral como éste sólo es válido si la intención está abierta realmente a la objeción moral, y si se presume que el crítico está juzgando por patrones más altos que los del artista. Será evidente hasta que punto puede ser impertinente una crítica moral cuando estamos considerando la obra de un artista que es admitidamente un hombre noble (  en el sentido de Platón y de Aristóteles) si consideramos la crítica del mundo que a menudo se expresa en la pregunta, ¿Por qué un Dios bueno no hizo un mundo sin mal? En este caso el crítico ha errado completamente la comprensión del problema del artista, y ha ignorado el material con el que trabaja; no ha comprendido que un mundo sin alternativas no habría sido un mundo, de la misma manera que un poema hecho todo de sonido o todo de silencio no sería un «poema». Una crítica igualmente impertinente de Dante se ha hecho en los siguientes términos: «Sólo en tanto que el artista se ha adherido firmemente a su grandeza en la descripción sensual, sin influencia por parte del contenido de su obra, ha sido capaz de dar al contenido cualquier otro valor secundario que posea. La significación real de la Comedia hoy es que es una obra de arte… su significado se aparta firmemente con el tiempo, cada vez más lejos de la pequeñez, de la estrechez de las presiones especiales de su significación dogmática… ¿La obra de Dante instruye o malforma hoy? Dante debe ser partido en dos y el artista rescatado del dogmático primitivo». No quiero avergonzar al autor de esta efusión mencionando su nombre, sino solo señalar que al hacer una crítica como ésta no está juzgando en absoluto la obra del artista (puesto que su intención es separar el contenido de la forma), sino sólo erigiéndose a sí mismo como la moral inferior del artista.
En este asunto puede ser útil examinar algunos ejemplos específicos de afirmaciones propias de autores sobre sus «intenciones». Avencebrol dice, en sus   (I.9), «Nostra  fuit speculari de materia universali et forma universali». Nuevamente (III.1) pregunta, «Quae est  de qua debemos agere in hoc tractatu?» y responde, «Nostra  est invenire materiam et formam in substantiis simplicibus». Por otra parte, el discípulo (aquí, en efecto, el «patrón», crítico, y lector del escritor) dice, «Jam  quod in hoc secundo tractatu loquereris de materia corporali… Ergo comple hoc et apertissime explana» (II.1). Aquí la «promesa» del maestro es ciertamente una adecuada «evidencia externa» de su intención; y es evidente que el maestro mismo podía considerar que había cumplido efectivamente su promesa en la obra existente, o de otro modo podría haber dicho, «Temo haberme quedado corto en cuanto a lo que emprendí». O, en respuesta a alguna cuestión planteada por el pupilo, podría haber dicho, «Yo no tengo nada que agregar, tú puedes considerarlo por ti mismo», o «quizás yo mismo no fui completamente claro sobre este punto». En este caso una expresión enmendada no implicaría, como ustedes sugieren, que ­«el autor ha pensado en algo mejor que decir», sino que ha encontrado una manera de expresar mejor lo que había intentado expresar originalmente. Por su parte, el discípulo podría haberse quejado justamente si el maestro hubiera fallado efectivamente «en el cumplimiento de su promesa y en la clarísima exposición» de la materia propuesta. Casi de la misma manera, cuando Witelo, al introducir su   , dice: «Summa in hoc capitulo nostrae intentionis est, rerum naturalium difficiliora breviter colligere», etc., será naturalmente incumbencia de la crítica, no la propiedad de la materia propuesta, sino el grado de éxito del autor al presentarla. Como es natural, Avencebrol prosigue diciendo que la tarea propia del lector es «recordar lo que se ha dicho bien, y corregir lo que se ha dicho menos bien, y así llegar a la verdad».
De hecho, siempre que un autor nos proporciona un prefacio, argumento, o preámbulo, se nos da un criterio por el cual juzgar su cumplimiento. Por otra parte, también puede decirnos   cual era la intención de la obra. Cuando Dante dice de la  que «el propósito de toda la obra es sacar del estado de miserabilidad a aquellos que están viviendo en esta vida y conducirlos al estado de bienaventuranza», o cuando  nos dice en unas pocas palabras al final de su  que el poema fue «compuesto, no en razón de dar placer, sino en razón de dar paz», una tal notificación es una «evidencia externa» perfectamente buena de la intención del autor (a no ser que asumamos que se trataba de un necio o de un mentiroso), y una noble advertencia de que nosotros no tenemos que esperar lo que Platón llama la «forma halagadora de la retórica», sino su forma verdadera, cuyo único fin es «aprehender la verdad» ( 517A,  260E, etc.). Quizás nuestros autores, en su sabiduría, preveían el surgimiento de críticos tales como Laurence Housman («La poesía no es la cosa dicha, sino una manera de decirla») o Gerard Manley Hopkins («La poesía es un lenguaje compuesto para la contemplación de la mente por la vía de la escucha o del habla, compuesto para ser escuchado en razón de sí mismo aparte del interés del significado») o Geoffrey Keynes (que lamenta que Blake tuviera ideas que expresar en sus composiciones de otro modo encantadoras) o  Lampert (¡que defiende un «arte por el arte» en interés de la religión!)13. Sin embargo, nuestros autores nos advierten que no esperemos figuras de lenguaje sino figuras de pensamiento; nosotros no buscamos  , sino  . El colofón de  se dirige a «escuchadores diferentemente mentados». Es muy probable que un crítico moderno esté «diferentemente mentado» que Dante o ; pero si un crítico tal procede a discutir los méritos de las obras meramente en los términos de sus propios prejuicios o gustos, o de los prejuicios y gustos vigentes, ya sean morales o estéticos, esto no es, hablando estrictamente, una crítica 
Ustedes, señores, consideran como muy difícil o incluso imposible distinguir la intención de un autor de lo que dice efectivamente. Ciertamente, si una obra es sin defecto, entonces la forma y el contenido serán una unidad tal que sólo puede separarse lógicamente y no realmente. Sin embargo, la crítica nunca presupone que una obra sea sin defecto, y yo digo que nosotros nunca podemos encontrar un defecto a menos que podamos distinguir entre lo que el autor quería decir y lo que dijo efectivamente. Ciertamente nosotros podemos encontrarlo a una escala menor si detectamos un desliz de la pluma; de la misma manera, también, en el caso de un error de imprenta, podemos distinguir lo que el autor quería decir de lo que se le ha hecho decir. O supongamos a un inglés escribiendo en francés: el lector francés inteligente puede ver muy bien lo que el autor quiere decir, por muy toscamente que lo diga, y si no puede, entonces puede ser tachado de falto de discriminación o de crítica.
Sin embargo, lo que nos interesa aquí no son sólo tales faltas menores, sino más bien la detección de un conflicto o inconsistencia real interno entre la materia y la forma de la obra. Yo afirmo que el crítico no puede saber si una cosa se ha dicho bien si no sabe lo que tenía que decirse. Ustedes, en su correspondencia, «niegan que sea siempre posible probar por una evidencia externa que el autor intentaba que la obra significara algo que de hecho no significa». ¿Qué entendemos entonces por «prueba»? Fuera del campo de las matemáticas puras, ¿hay alguna prueba absoluta? ¿No sabemos que las «leyes de la ciencia» en las cuales nos apoyamos tan implícitamente son sólo expresiones de una probabilidad estadística? Nosotros   que el sol saldrá mañana, pero tenemos razones suficientes para esperar que salga; nuestra vida está gobernada por garantías, nunca por pruebas. Es, entonces, una trivialidad afirmar que no puede haber ninguna prueba externa de la intención de un autor. Es completamente cierto que en nuestras disciplinas universitarias de la historia del arte, de la apreciación del arte, y de la literatura comparada, las preocupaciones estéticas (cuestiones de gusto) impiden la vía de una crítica objetiva; donde se nos está enseñando a considerar las superficies estéticas como fines en sí mismas, no se nos está enseñando a comprender sus razones. «Los expertos comprenden la lógica de la composición, los inexpertos, por otra parte, aprecian sólo lo que el placer proporciona»14. Así pues, la falta de dirección del crítico es una consecuencia de la imperfección de las disciplinas en las que se asume que el arte es una cuestión de sensaciones y de personalidades, donde la crítica tradicional había asumido que el «arte es una virtud intelectual» y que lo que nosotros consideramos ahora como figuras de lenguaje o como «ornamentos» eran realmente, o fueron originalmente, figuras de pensamiento.
Así pues, yo digo que el crítico  saber cual era la intención del autor, si quiere, dentro de los límites de lo que se entiende ordinariamente por certeza, u «opinión justa». Pero esto implica trabajo, y no una mera sensibilidad. «Wer den Dichter will verstehen, muss in Dichters Lande gehen». ¿Qué «tierra» es esa? Aunque a menudo ventajosamente, no se trata necesariamente un territorio físico, sino otro mundo de carácter y otro entorno espiritual. Para comenzar, el crítico debe conocer15 el tema del autor y deleitarse en él —    — sí, y creer también en él —  . Es risible que alguien que es ignorante e indiferente a la metafísica, cuando no manifiestamente contrario a ella, y que no está familiarizado con sus figuras de pensamiento, proceda a criticar a «Dante como literatura» o llame a los  «inanes» o «ininteligibles». ¿No es inconcebible que una «buena» traducción de Platón pueda hacerla un nominalista, o alguien que no esté tan vitalmente interesado en su doctrina como para ser capaz a veces incluso de «leer entre líneas» de lo que se dijo efectivamente? ¿No es precisamente esto lo que Dante pide cuando dice,
O voi, che avete gl’intelletti sani,

Mirate la dottrina, che s’asconde

Sotto il velame degli versi strani?16
Yo afirmo, por experiencia personal, que uno puede identificarse con un tema y un punto de vista hasta tal punto de que puede prever lo que se dirá seguidamente, e incluso hacer deducciones con las que uno se encuentra después como expresiones explícitas en alguna otra parte del libro o en una obra perteneciente a la misma escuela de pensamiento17. De hecho, si uno no puede hacer esto, las enmiendas textuales sólo serían posibles sobre los terrenos gramaticales o métricos. Estoy plenamente de acuerdo en que la interpretación en los términos de lo que un autor «debe haber pensado» puede ser muy peligrosa. Pero ¿cuándo? Sólo si el crítico ha identificado, no a sí mismo con el autor, sino al autor con él mismo, y está diciéndonos, en realidad, no lo que el autor debe haber tenido la intención de decir, sino lo que a él le habría gustado que el autor dijera, es decir, lo que en su opinión el autor «debe haber querido decir». Esto último es una materia sobre la cual un crítico literario, como tal, no puede tener puntos de vista, porque lo que se propone es criticar una obra ya existente, y no sus causas antecedentes. Si el crítico se arroga decirnos lo que un autor debe haber querido decirnos, esto es una condena de las intenciones del autor, intenciones que existían antes de que la obra se hiciera accesible a nadie. Nosotros podemos, y tenemos derecho a criticar las intenciones; pero no podemos criticar una ejecución de hecho  .

Finalmente, en nuestra correspondencia, ustedes, señores, dicen que sus términos «evaluación» y «valor», «deberían» y «deben» referirse «no a las obligaciones morales sino a las obligaciones estéticas». Aquí, pienso yo, tenemos un buen ejemplo del caso en que la intención de un escritor es una cosa, y el significado transmitido por lo que dice efectivamente otra. Consideremos su propio ejemplo de la maestra de escuela: en este caso, sólo como instructora moral puede decir a su pupilo que, «Tú no deberías haber querido decir lo que quieres decir». Pero como crítico literario sólo podía haber dicho, «Tú no has expresado claramente lo que querías decir». En cuanto a esto, ella puede formarse un sano juicio en los términos de la intención y el resultado; pues si es una buena maestra, entonces no sólo conoce bien al pupilo, sino que será capaz de comprenderle cuando le explique qué era lo que él quería decir.


Por otra parte, si le dice lo que él «no debe querer decir» («¡malo, malo!»), eso equivale a una crítica de lo que el japonés llama «pensamientos peligrosos», y pertenece al mismo campo prudencial que estaría implícito si le hubiera dicho lo que él «no debe hacer»; pues el pensamiento es una forma de acción, pero no es una obra hasta que el pensamiento es investido en un vehículo material, por ejemplo de sonido si el pensamiento se expresa en un poema, o de pigmento si se expresa en una pintura. Ahora bien, estoy plenamente de acuerdo con ustedes en que la «intención  » no es un criterio del valor de un poema (incluso si hemos de tomar el «valor» amoralmente), de la misma manera que una buena intención no es una garantía de una buena conducta de hecho; en ambos casos debe haber no solo un querer, sino también un poder para realizar el propósito. Por otra parte, una mala intención no necesita resultar en una pobre obra de arte; si fracasa, puede ser ridiculizada o ignorada; si triunfa, el artista (ya sea un pornógrafo o un diestro asesino) se hace acreedor de castigo. La estrategia u oratoria de un dictador no es necesariamente mala como tal sólo porque nosotros desaprobemos sus fines; de hecho, puede ser mucho mejor que la nuestra, por muy excelentes que sean nuestras intenciones; y si es peor, nosotros no podemos llamarle un mal hombre por eso, sino sólo un mal soldado o un pobre orador.
Toda hechura o actuación tiene razones o fines; pero en uno y otro caso, por una gran variedad de razones, puede haber un fallo en el acierto del blanco. Sería absurdo pretender que no sabemos lo que intenta18 el arquero, o decir que no debemos llamarle un pobre arquero si falla. El «pecado» (definido adecuadamente como «toda desviación del orden hacia el fin») puede ser artístico o moral. En la presente discusión, pienso, nuestra intención común era considerar sólo la virtud o el error artístico. Precisamente desde este punto de vista yo no puedo comprender sus términos «lo que la obra de arte debe ser», o «debería ser», como un «debe» que hay que distinguir del gerundio —— implícito en la intención del autor de producir una obra que sea tan buena como sea posible   . El autor no puede tener en vista producir una obra que sea simplemente «bella» o «buena», porque toda hechura por arte es ocasional y sólo puede dirigirse a fines particulares y no a fines universales19. La única crítica literaria posible de una obra ya existente es la crítica en los términos de la relación entre la intención y el resultado. Ninguna otra forma de crítica puede llamarse objetiva, puesto que no hay grados de perfección, y nosotros no podemos decir que una obra de arte, como tal, es más valiosa que otra, si las dos son perfectas en su tipo. Sin embargo, podemos ir hacia atrás de la obra de arte misma, como si todavía no fuera existente, para investigar si debía o no haber sido emprendida, y así decidir también si es digna o no de ser conservada. Esa puede ser, y yo sostengo que es, una investigación muy apropiada20; pero no es una crítica literaria ni la crítica de una obra de arte  obra de arte, sino una crítica de las intenciones del autor.

CAPÍTULO IX




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