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11. Joseph Henry

Uno de los momentos más dramáticos de la historia de los inventos norteamericanos ocurrió el 24 de mayo de 1844.

Desde Baltimore a Washington (unos 70 kilómetros) se había tendido una red eléctrica. En uno de los extre­mos, Samuel F. B. Morse, artista metido a inventor, apretaba y soltaba una palanca que cerraba y abría un circuito eléctrico; y lo hacía siguiendo un código de pun­tos y rayas que representaban las letras del alfabeto. A setenta kilómetros de allí, una barrita de hierro se alzaba y caía siguiendo exactamente las evoluciones del otro interruptor. La secuencia de puntos y rayas for­maba un mensaje: «What hath God wrought» (¿Qué ha creado Dios?).

Así nació el telégrafo.

A Morse hay que reconocerle cierto mérito, porque durante años trabajó para conseguir que el telégrafo fuese un instrumento práctico, viajó por toda Europa para conseguir patentes y soportó desánimos y desazones intentando que el Congreso financiara sus experimentos.

Pero lo cierto es que el mérito de haber inventado el telégrafo no es suyo. Joseph Henry había construido años antes el mismo instrumento.

Joseph Henry nació en Albany, Nueva York, el 17 de diciembre de 1797, seis años antes de que naciera Michael Faraday en Inglaterra. La vida de ambos fue muy paralela.

Henry, lo mismo que Faraday, era de familia pobre. Al igual que éste, recibió una educación muy precaria y tuvo que ponerse a trabajar desde muy joven. Si Fara­day había sido aprendiz de encuadernador, Henry lo fue a los trece años de relojero. Y en esto salió peor parado, porque no tenía el contacto con los libros que tuvo Fa­raday. O mejor dicho: no lo habría tenido, de no haber sido por un extraño accidente.

Cuenta la historia que a los dieciséis años, estando de vacaciones en la granja de unos parientes, Henry salió detrás de un conejo por los sótanos de una iglesia; fal­taban algunas de las maderas del suelo y Henry aban­donó la caza para explorar el templo.

Allí encontró una estantería con libros. Uno de ellos era de historia natural. Lleno de curiosidad comenzó a hojearlo. Bastó eso para encender en él la llama de la ambición, así que decidió volver a matricularse en la escuela.

Ingresó en la academia de Albany, obtuvo su título, enseñó en escuelas rurales y dio clases particulares para ganarse un sobresueldo. Estaba ya decidido a estudiar Medicina, cuando una oferta de empleo como supervi­sor le encauzó hacia la ingeniería. En 1826 estaba ya enseñando matemáticas y ciencias en la academia de Albany.

Henry empezó trabajando en el campo de la electri­cidad y el magnetismo, y ahí su vida vino a asemejarse aún más a la de Faraday. Descubrió por su cuenta el principio de la inducción electromagnética, independien­temente de Faraday, y es probable que también descu­briera la autoinducción antes que él. (La autoinducción es el voltaje inducido en una bobina, o en un alambre recto, justo después de cortar la corriente en el alambre. Esta «inercia» es consecuencia del colapso del campo magnético que acompaña a la corriente.) Pero el hecho es que Faraday publicó antes el descubrimiento, de ma­nera que es él quien se lleva el mérito.

Henry se apartó luego de la línea de investigación de Faraday y empezó a especializarse en el magnetismo formado por corrientes eléctricas. El físico danés Hans Christian Oersted había demostrado en 1820 que una bobina de alambre por la que circula una corriente ad­quiere las propiedades de un imán. En 1825, un zapa­tero inglés llamado William Sturgeon, que tenía por hobby la electricidad, enrolló dieciocho vueltas de alam­bre de cobre alrededor de una barra de hierro dulce doblada en forma de herradura. Al pasar una corriente por el alambre, el hierro actuaba como un imán. Sturgeon inventó el nombre de «electroimán» para este dispositivo.

El artilugio de Sturgeon no era más que un juguete. Joseph Henry, sin embargo, oyó hablar de él en 1829 y convirtió el juego en un instrumento muy importante. Vuelta tras vuelta enrolló un largo alambre de cobre al­rededor de la barra de hierro, y para obligar a la corriente a fluir por toda la longitud del alambre, sin pasarse de una vuelta a la siguiente, aisló todo el cable con una envoltura de seda.

Cada vuelta del alambre hacía más potente el imán. Utilizando la corriente de una batería ordinaria, consi­guió levantar en 1831, en Princeton, más de 300 kilos de hierro con un electroimán. Y ese mismo año logró izar más de una tonelada de hierro en Yale.

Pero los electroimanes no eran sólo cuestión de fuerza bruta. Henry construyó algunos modelos pequeños, muy delicados, que servían para un control muy fino. Ima­ginemos que conectamos uno de estos electroimanes a un kilómetro de alambre, conectado a su vez a una ba­tería; y supongamos que podemos enviar una corriente por el hilo al cerrar un interruptor y cerrar el circuito. Mientras fluye la corriente, puede hacerse que el electroimán, a un kilómetro de distancia, atraiga una pequeña barra de hierro. Si luego abrimos el interruptor y el circuito, el electroimán dejará de ser un imán y la barrita de hierro quedará libre. Cerrando y abriendo el interrup­tor en una secuencia determinada podemos hacer que la barra de hierro suba y baje siguiendo la misma secuen­cia. Justamente eso era lo que estaba haciendo Henry en 1831.

Ahora bien, la electricidad se debilita al fluir por un cable largo, y para subsanar este inconveniente Henry inventó el «relé». La corriente que llegaba al electro-imán tenía justo potencia bastante para levantar un pe­queño interruptor de hierro. Este interruptor, al levan­tarse, cerraba un segundo circuito por el que pasaba una corriente mucho más intensa. La segunda corriente podía entonces activar un segundo electroimán que era capaz de realizar el trabajo que el primero no podía haber hecho.

Henry, sin embargo, no patentó sus electroimanes. Creía que las leyes de la ciencia y sus beneficios eran patrimonio de toda la humanidad y que no debían utili­zarse para provecho de un solo individuo. Eso permitió a los inventores utilizar libremente su electroimán para construir instrumentos que, ellos sí, patentaron.

Morse, por ejemplo, patentó su telégrafo de electro-imán, que funcionaba con el mismo principio que el de Henry. Y cuando otros intentaron utilizar el telégrafo de Morse sin su autorización, se justificaron diciendo que había sido Henry, y no Morse, quien lo había inven­tado. Pero los tribunales fallaron a favor de Morse.

Alexander Graham Bell utilizó también un pequeño electroimán en su teléfono. El invento de Bell habría sido imposible sin los descubrimientos de Henry.

Henry utilizó en 1829 el electroimán para hacer rotar rápidamente un disco entre polos magnéticos mientras pasaba la corriente, y en 1831 describió el aparato. Era como el generador que había inventado Faraday, sólo que a la inversa: en el generador, un rotor convierte fuerza mecánica en electricidad; en el dispositivo de Henry se utiliza ese rotor para convertir electricidad en fuerza mecánica. Henry había inventado el «motor» eléctrico.

Tanto los electroimanes como el motor de Henry se siguen utilizando hoy día con muy pocas modificaciones sustanciales.

Henry se convirtió en diciembre de 1846 en el pri­mer secretario de la Smithsonian Institution, recién for­mada en Washington con fondos donados por el inglés Smithson. Así se abrió una nueva etapa de su vida, por­que desde entonces Henry se convirtió en administrador científico. Y en este terreno también destacó. Hizo de la Institución un foco de intercambio de conocimientos científicos, promoviendo la comunicación científica de un extremo de la tierra al otro. Henry fue un hombre de ciencia norteamericano con reputación internacional, el primero de su especie desde Benjamín Franklin.

Dentro de las fronteras de su país también promovió el crecimiento de nuevas ciencias. Se interesó, por ejem­plo, en la meteorología, la ciencia de las condiciones cli­matológicas y de su predicción, y utilizó los recursos de la Smithsonian Institution para establecer un sistema de información meteorológica desde todos los puntos de la nación. (Henry fue el primero que utilizó el telégrafo —cuyo conocimiento él mismo había hecho posible— para este fin.) A partir de allí se creó la Oficina Meteo­rológica de los Estados Unidos.

La mayoría de la gente piensa que la guerra científica es un producto del siglo xx. Lo cierto es que ya en la Guerra Civil de los Estados Unidos el gobierno era consciente de la importancia de la ciencia. Y fue Joseph Henry quien encabezó la movilización científica de la Guerra Civil.

Diríase que Henry pasó gran parte de su vida viendo cómo otros se adjudicaban méritos que eran en parte suyos: Faraday, la inducción; Morse, el telégrafo; Bell, el teléfono. Incluso en el caso de la Oficina Meteoroló­gica fue otro, Cleveland Abbe, quien acabó llevándose su paternidad.

Pero tampoco es que a Henry se le ignorara. Cuando murió —el 13 de mayo de 1878, en Washington— asis­tieron al funeral altos cargos oficiales, entre ellos el pre­sidente Rutherford B. Hayes. Y en el Congreso Inter­nacional sobre Electricidad, celebrado en 1893 en Chica­go, se le reconoció oficialmente como el descubridor de la autoinducción. Oficialmente se decidió también lla­mar, en su honor, «henry» a la unidad de medida de la inductancia, unidad que sigue existiendo hoy día.

Los descubrimientos de Faraday permitieron producir electricidad a bajo coste y llevaron la Revolución In­dustrial de las fábricas a los hogares. Pero aun cuando ahora podía llevarse electricidad a las casas en cualquier cantidad imaginable, de nada hubiese servido de no ser por los electroimanes y motores de Henry. La energía del motor eléctrico es indispensable en los refrigeradores, lavadoras, secadoras, batidoras, máquinas de escribir eléctricas, máquinas de coser eléctricas y, en general, casi en cualquier máquina eléctrica que tenga partes móviles.

Hay veces en que sólo interviene el electroimán: ac­túa sobre una pieza de metal para controlar un circuito eléctrico. Es el caso del teléfono, por ejemplo.

El descubrimiento de Faraday nos proporcionó la elec­tricidad. El de Henry nos dio instrumentos y herramien­tas que funcionan con ella. Ambos fueron los padres del sinfín de adminículos que llenan nuestras casas y hacen que nuestra vida v nuestro ocio sean más interesantes.



12. Henry Bessemer

Henry Bessemer había inventado un tipo nuevo de proyectil que, al girar en vuelo, daba a las piezas de artillería un alcance mayor y una precisión hasta enton­ces desconocida.

Napoleón III, nuevo emperador de Francia, mostró interés en el invento y se ofreció para financiar nuevos experimentos. Bessemer (que era inglés, aunque hijo de francés) accedió, pero advirtió que el nuevo proyectil requeriría cañones de un material mejor que el hierro fundido que por entonces se conocía: un cañón de hierro fundido estallaría bajo la gran presión explosiva que hacía falta para disparar el nuevo proyectil.

Bessemer no sabía nada de la manufactura del hierro, pero decidió aprenderlo. Así fue como en 1854 terminó una era y comenzó otra nueva.

Henry Bessemer, que había nacido en Inglaterra el 19 de enero de 1813, contaba ya en su haber con una serie de inventos; pero al lado de la empresa que estaba a punto de atacar eran simples bagatelas.

Durante más de dos mil años, el hombre había utili­zado el hierro como el metal común más duro y resis­tente que conocía. Se obtenía calentando mineral de hierro con coque y caliza. El producto resultante con­tenía gran cantidad de carbono (del coque) y recibía el nombre de «hierro fundido» o «fundición». Era barato y duro, pero también quebradizo; bastaba un golpe fuer­te para partirlo.

El carbono era posible eliminarlo del hierro fundido a base de mezclarlo con más mineral de hierro. El oxí­geno del mineral se combinaba con el carbono del hierro fundido y formaba monóxido de carbono gaseoso, que se desprendía en burbujas y ardía. Atrás quedaba el hierro casi puro, procedente del mineral y del hierro fundido: es lo que se llamaba «hierro forjado» o «hierro pudelado». Esta forma del hierro era resistente y aguantaba golpes fuertes sin partirse. Pero era bastante blando y además caro.

Sin embargo, había otra forma de hierro que estaba a mitad de camino entre el arrabio y el hierro forjado: el acero. El acero podía hacerse más fuerte que el arrabio y más duro que el hierro forjado, combinando así las virtudes de ambos. Antes de Bessemer, había que con­vertir primero el arrabio en hierro forjado y añadir des­pués los ingredientes precisos para conseguir el acero. Si el hierro forjado era ya caro, el acero lo era el doble. Metal bastante escaso, se utilizaba principalmente para fabricar espadas.

La tarea que se propuso Bessemer fue la de eliminar el carbono del arrabio a precios moderados. Pensó que el modo más barato y fácil de añadir oxígeno al hierro fundido para quemar el carbono era utilizar un chorro de aire en lugar de añadir mineral de hierro. Pero el aire ¿no enfriaría el hierro fundido y lo solidificaría?

Bessemer empezó a experimentar y no tardó en demos­trar que el chorro de aire cumplía su propósito. El aire quemaba el carbono y la mayor parte de las demás impu­rezas, y el calor de la combustión aumentaba la tempe­ratura del hierro. Controlando el chorro de aire, Bessemer consiguió fabricar acero a un coste bastante inferior al de los anteriores métodos.

En 1856 anunció los detalles del método. Los indus­triales siderúrgicos estaban entusiasmados e invirtieron fortunas en «hornos altos» para manufacturar acero por el nuevo sistema. Imaginaos su horror cuando descu­brieron que el producto era de ínfima calidad; Bessemer, acusado de haberles tomado el pelo, volvió a los expe­rimentos.

Resultó que en este método no se podía utilizar mineral que contuviera fósforo; el fósforo quedaba en el pro­ducto final y hacía que el hierro fuese quebradizo. Y ha­bía dado la casualidad de que Bessemer utilizara mineral de hierro libre de fósforo en sus experimentos.

Anunció este hallazgo, pero los industriales no pres­taban ya oídos: estaban hasta la coronilla de los hornos de Bessemer. Así que éste pidió dinero prestado e ins­taló sus propias acerías en Sheffield, Inglaterra, en 1860. Importó mineral sin fósforo de Suecia y comenzó a ven­der acero de alta calidad a 100 dólares menos la tonelada que ninguno de sus competidores. Aquello acabó con toda reticencia.

Hacia 1870 se hallaron métodos de resolver el pro­blema del fósforo, lo cual permitió aprovechar los vas­tísimos recursos norteamericanos de mineral de hierro. Bessemer fue ennoblecido en 1879 y murió en Londres, rico y famoso, en 1898.

El acero barato permitió construir obras de ingeniería que hasta entonces no se habían podido ni soñar. Las vigas de acero se podían utilizar ahora como esqueletos para sostener cualquier cosa imaginable. Los ferrocarriles comenzaron a recorrer continentes enteros sobre carriles de acero y grandes navíos de acero empezaron a surcar los océanos. Los puentes colgantes salvaban ríos, los rascacielos iniciaron su escalada a las alturas, los tracto­res eran ahora más fuertes, y no tardaron en aparecer los automóviles con bastidores de acero. Y en el mundo de la guerra empezaron a tronar cañones más potentes que ponían a prueba nuevos blindajes, más resistentes.

Murió así la Edad del Hierro y comenzó la del Acero. Hoy día el aluminio, el vidrio y el plástico han impuesto su ley allí donde la ligereza importa más que la resisten­cia. Pero cuando lo que interesa es este factor, seguimos viviendo en la Edad del Acero.



13. Edward Jenner

Corría el mes de julio de 1796 y Europa era un her­videro. Napoleón Bonaparte ganaba sus primeras batallas en Italia y la revolución irrumpía por doquier, arrum­bando viejas costumbres y maneras.

Por si fuese poco, un médico inglés llamado Edward Jenner estaba cometiendo lo que parecía una monstruo­sidad: transmitir deliberadamente la terrible enfermedad de la viruela a un niño de ocho años. Tomó un poco de supuración de las pústulas de un enfermo y raspó en la piel del muchacho. Aquello tendría que haber bastado para que el niño contrajera al poco tiempo la viruela.

Jenner esperó a ver qué pasaba. Con gran alivio com­probó que sus esperanzas eran fundadas. El niño no contrajo la viruela ni mostró absolutamente ningún signo de la enfermedad.

Jenner no fue un monstruo, sino un gran benefactor de la humanidad. Había demostrado que sabía cómo prevenir la viruela, y con ello influyó mucho más en el destino humano que Napoleón con todas sus victorias

Puede que éste también lo viera así. En 1802, tras estallar la guerra entre Inglaterra y Francia después de un breve período de paz, cayeron prisioneros algunos ciudadanos ingleses. Se pidió a Napoleón que los pusiera en libertad. Napoleón estaba a punto de negarse, cuando supo que entre los firmantes figuraba Edward Jenner. El futuro conquistador de Europa no se atrevió a desoír al conquistador de la viruela y liberó a los prisioneros.

Edward Jenner nació en Gloucestershire, Inglaterra, el 17 de mayo de 1749. A los veinte años comenzó a estudiar Medicina; pero como tantos otros pioneros de la ciencia, picó en muchos otros campos. Estudió geolo­gía, escribió poesía, tocaba instrumentos musicales, se interesó en el estudio de las leyes y construyó un globo. Por fortuna para el mundo rechazó, sin embargo, un empleo realmente apasionante: el de naturalista oficial en el segundo viaje del capitán Cook a los Mares del Sur. Decidió quedarse en Inglaterra y ejercer la medi­cina.

Uno de los grandes problemas médicos de aquellos días era la viruela, quizá la enfermedad más temida de las que asolaban a la humanidad. De cuando en cuando brotaba una epidemia, y como había muy pocos cono­cimientos de higiene, la enfermedad se propagaba como un reguero de pólvora por las sucias ciudades superpo­bladas.

Un diez por ciento de los que contraían la enfermedad morían, y los que lograban sobrevivir quedaban «picados de viruela». Cada pústula causada por la enfermedad (y en los casos graves quedaba todo el cuerpo cubierto de marcas) dejaba una cicatriz en la piel después de des­aparecer. Mucha gente temía más la horrible desfigura­ción del rostro que la propia posibilidad de morir.

La viruela no respetaba a nadie. George Washington la contrajo en 1751 y se recuperó, pero en la cara le quedaron permanentemente las huellas de la enfermedad. El rey Luis XV cayó víctima de ella en 1774 y murió.

En aquellos tiempos era casi una excepción tener in­tacta la piel del rostro; una piel lisa bastaba para calificar de bella a su poseedora, aunque sólo fuese por con­traste con otras menos afortunadas.

La viruela sólo se podía contraer, como máximo, una vez en la vida. La persona que no la hubiese pasado la contraía fácilmente por contagio; pero una vez pasada la enfermedad y repuesto el paciente, no volvía a con­traerla por mucho que se expusiera a ella: era «inmune».

Este hecho dio lugar en 1718 a lo que por entonces parecía una fabulación. Una noble inglesa, Lady Mary Wortley Montagu, regresó de un viaje por Turquía e informó que los turcos tenían el hábito de inocularse deliberadamente con líquido tomado de casos leves de la enfermedad. La persona inoculada contraía entonces una forma benigna de viruela y se inmunizaba a un coste bien bajo. Lady Mary tenía fe en sus observaciones e inoculó a sus propios hijos.

Lady Mary era sin duda una mujer brillante, pero también una especie de mariposilla social; costaba to­marla en serio, y los médicos desde luego no lo hicieron. Aparte de que tampoco era fácil convencer a los ingleses de que los turcos sabían hacer algo digno de emular.

A Jenner empezó a interesarle la viruela nada más comenzar a ejercer la Medicina. Puede que oyera la his­toria de Lady Mary y puede que no. Lo que es seguro que llegó a sus oídos fue una vieja «superstición» muy difundida en su tierra natal de Gloucestershire, a saber, que la viruela bovina (una enfermedad del ganado que podían contraerla las personas) estaba «reñida» con la viruela humana. La persona que contraía una de ellas —decían los granjeros de Gloucestershire con un sabio movimiento de la cabeza— no contraía la otra.

Jenner se preguntó si sería o no realmente una supers­tición. Era proverbial, por ejemplo, la hermosura de las vaqueras, y por aquel entonces estaban de moda en Fran­cia las piezas de teatro en las que la protagonista era una vaquera o una pastora de singular belleza. ¿Quizá por la tersura de su rostro, rara vez marcado por la viruela? ¿O porque, al estar en contacto con el ganado, contraían la viruela bovina en lugar de la otra, menos benigna?

Jenner comenzó a observar de cerca los animales do­mésticos.

Los caballos padecían una enfermedad, llamada viruela equina, que cursaba con bultos y pústulas en las patas del animal. Los mozos de cuadra curaban a veces las pústulas y atendían luego a las vacas lecheras. La vaca no tardaba en contraer la viruela bovina. Al mozo o la moza le salían poco después algunas pústulas, pero casi siempre en las manos (que estaban en contacto con la vaca) y nunca en la cara, cuya desfiguración era lo más temido. Por otro lado, la gente que, por su profesión, tenía que estar en contacto con animales domésticos pa­recía realmente inmune a la viruela.

Jenner llegó a la conclusión de que la viruela equina y la bovina eran una forma de viruela. Su tesis era que la enfermedad, al pasar por un animal, se debilitaba en gran medida. Los granjeros tenían razón: unas cuantas pústulas de viruela bovina en las manos, y no hacía falta preocuparse ya de la muerte o desfiguración por la viruela.

El 14 de mayo de 1796 tenía ya Jenner suficiente confianza en su teoría para aceptar sobre sí una respon­sabilidad escalofriante. Buscó primero una vaquera que tuviera la viruela bovina. Tomó luego un poco de líquido de una pústula de la mano y se lo inyectó a un niño. Dos meses después volvió a inocular al niño, pero esta vez no con viruela bovina, sino con viruela de verdad. El niño no enfermó. ¡Era inmune!

Jenner decidió repetir la prueba para cerciorarse. Tar­dó dos años en encontrar a una persona que presentara un caso activo de viruela bovina; imaginamos su impa­ciencia durante todo ese tiempo, pero se abstuvo de publicar prematuramente sus resultados y esperó. En 1798 encontró por fin el caso que buscaba, repitió el expe­rimento con otro paciente y comprobó exactamente lo mismo. Ahora ya podía publicar sus resultados y anun­ciar al mundo que había encontrado la manera de derro­tar a la viruela.

La viruela bovina se llama vaccinia en latín, así que Jenner acuñó la palabra «vacunación» para describir su método de inocular viruela bovina con el fin de crear inmunidad contra la viruela.

El trabajo de Jenner era tan meticuloso que sólo se atrevieron a rechazarlo algunos médicos conservadores. Culpables de verdaderos perjuicios fueron algunos des­aprensivos que empezaron a inocular sin tomar las debi­das precauciones y propagaron infecciones graves. Las vacunaciones se extendieron a todas las partes de Europa.

La familia real británica se vacunó, y en 1803 se fundó la Royal Jennerian Society (presidida por Jenner) para promover campañas de vacunación. El número de muer­tes por viruela se redujo a un tercio en dieciocho meses.

En Alemania, donde el aniversario del nacimiento de Jenner es día festivo, el estado de Baviera decretó la obligatoriedad de la vacuna en 1807. Otras naciones si­guieron su ejemplo, e incluso la atrasada Rusia adoptó la práctica. El primer niño que se vacunó allí recibió el nombre de Vaccinov y su educación corrió a cargo del Estado.

Inglaterra fue la más perezosa en honrar a Jenner. En 1813 se le propuso como candidato al Colegio de Médicos de Londres. Pero el Colegio se empeñó en examinarle de los clásicos, es decir, de las teorías de Hi­pócrates y Galeno. Jenner se negó; pensaba que su vic­toria sobre la viruela bastaba como recomendación. Los caballeros del Colegio no pensaban igual y no le eligieron.

Jenner murió el 24 de enero de 1823, sin ser miembro del Colegio, pero con toda la gloria que podía tener un médico.

La viruela es hoy día una enfermedad muy rara, gra­cias a las vacunas. En la mayoría de los países se vacuna a todos los niños desde edad muy temprana. Y basta que surja un solo caso de viruela en alguna ciudad (importada casi siempre por barco desde alguna región atrasada) para que se recomiende revacunar a todos los habitantes de la ciudad, evitando así cualquier riesgo de epidemia.

Pero esto es sólo parte de la historia, y quizá no la más importante; porque Jenner había descubierto una manera, no de curar la enfermedad, sino de prevenirla, y fue el primero que lo consiguió. El método consistía en utilizar la propia maquinaria del cuerpo para crear la inmunidad, fundando así la ciencia de la inmunología.

Desde entonces los médicos han tratado de hallar nue­vos medios de inducir al cuerpo a crear inmunidad con­tra enfermedades peligrosas, obligándole a que fabrique defensas químicas («anticuerpos») contra versiones be­nignas de la enfermedad. Los líquidos que causan esa enfermedad benigna siguen llamándose «vacunas», aunque ya no tienen nada que ver con las vacas.

Un ejemplo reciente es la vacuna Salk, conseguida por el doctor Jonas Salk. El virus que causa la parálisis infantil muere a manos de productos químicos para que no pueda seguir causando la enfermedad. Pero sigue reteniendo una parte suficiente de sus propiedades ori­ginales para hacer que el cuerpo produzca anticuerpos que sean efectivos contra el virus vivo. La inyección de la vacuna Salk aumenta la inmunidad a la parálisis infan­til sin que el sujeto tenga que pasar por la enfermedad propiamente dicha.

Las vacunas también ayudan a combatir enfermedades como la fiebre amarilla, la fiebre tifoidea, la gripe, la tuberculosis, etc.

La importancia de los trabajos de Jenner no estriba sólo en que acabara con la viruela. Señalaron el camino para acabar con otras enfermedades muy temidas por el hombre; y este camino quizá lleve algún día a eliminar todas las enfermedades infecciosas.

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