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Juan Cueto



1. Arquímedes

Cabría decir que hubo una vez un hombre que luchó contra todo un ejército. Los historiadores antiguos nos dicen que el hombre era un anciano, pues pasaba ya de los setenta. El ejército era el de la potencia más fuerte del mundo: la mismísima Roma.

Lo cierto es que el anciano, griego por más señas, combatió durante casi tres años contra el ejército ro­mano... y a punto estuvo de vencer: era Arquímedes de Siracusa, el científico más grande del mundo antiguo.

El ejército romano conocía de sobra la reputación de Arquímedes, y éste no defraudó las previsiones. Cuenta la leyenda que, habiendo montado espejos curvos en las murallas de Siracusa (una ciudad griega en Sicilia), hizo presa el fuego en las naves romanas que la asediaban. No era brujería: era Arquímedes. Y cuentan también que en un momento dado se proyectaron hacia adelante gi­gantescas garras suspendidas de una viga, haciendo presa en las naves, levantándolas en vilo y volcándolas. No era magia, sino Arquímedes.

Se dice que cuando los romanos —que, como deci­mos, asediaban la ciudad— vieron izar sogas y maderos por encima de las murallas de Siracusa, levaron anclas y salieron de allí a toda vela.

Y es que Arquímedes era diferente de los científicos y matemáticos griegos que le habían precedido, sin que por eso les neguemos a éstos un ápice de su grandeza. Arquímedes les ganaba a todos ellos en imaginación.

Por poner un ejemplo: para calcular el área encerrada por ciertas curvas modificó los métodos de cómputo al uso y obtuvo un sistema parecido al cálculo integral. Y eso casi dos mil años antes de que Isaac Newton in­ventara el moderno cálculo diferencial. Si Arquímedes hubiese conocido los números arábigos, en lugar de tener que trabajar con los griegos, que eran mucho más incó­modos, quizá habría ganado a Newton por dos mil años.

Arquímedes aventajó también a sus precursores en audacia. Negó que las arenas del mar fuesen demasiado numerosas para contarlas e inventó un método para ha­cerlo; y no sólo las arenas, sino también los granos que harían falta para cubrir la tierra y para llenar el uni­verso. Con ese fin inventó un nuevo modo de expresar cifras grandes; el método se parece en algunos aspec­tos al actual.

Lo más importante es que Arquímedes hizo algo que nadie hasta entonces había hecho: aplicar la ciencia a los problemas de la vida práctica, de la vida cotidiana. Todos los matemáticos griegos anteriores a Arquímedes —Tales, Pitágoras, Eudoxo, Euclides— concibieron las matemáticas como una entidad abstracta, una manera de estudiar el orden majestuoso del universo, pero nada más; carecía de aplicaciones prácticas. Eran intelectua­les exquisitos que despreciaban las aplicaciones prácti­cas y pensaban que esas cosas eran propias de merca­deres y esclavos. Arquímedes compartía en no pequeña medida esta actitud, pero no rehusó aplicar sus cono­cimientos matemáticos a problemas prácticos.

Nació Arquímedes en Siracusa, Sicilia. La fecha exacta de su nacimiento es dudosa, aunque se cree que fue en el año 287 a. C. Sicilia era a la sazón territorio griego. Su padre era astrónomo y pariente de Hierón II, rey de Siracusa desde el año 270 al 216 a. C. Arquímedes estudió en Alejandría, Egipto, centro intelectual del mundo mediterráneo, regresando luego a Siracusa, donde se hizo inmortal.

En Alejandría le habían enseñado que el científico está por encima de los asuntos prácticos y de los problemas cotidianos; pero eran precisamente esos proble­mas los que le fascinaban a Arquímedes, los que no podía apartar de su mente. Avergonzado de esta afi­ción, se negó a llevar un registro de sus artilugios mecá­nicos; pero siguió construyéndolos y a ellos se debe hoy día su fama.

Arquímedes había adquirido renombre mucho antes de que las naves romanas entraran en el puerto de Sira­cusa y el ejército romano pusiera sitio a la ciudad. Uno de sus primeros hallazgos fue el de la teoría abstracta que explica la mecánica básica de la palanca. Imaginemos una viga apoyada sobre un pivote, de manera que la longitud de la viga a un lado del fulcro sea diez veces mayor que el otro lado. Al empujar hacia abajo la viga por el brazo más largo, el extremo corto se desplaza una distancia diez veces inferior; pero, a cambio, la fuerza que empuja hacia abajo el lado largo se multiplica por diez en el extremo del brazo corto. Podría decirse que, en cierto sentido, la distancia se convierte en fuerza y viceversa.

Arquímedes no veía límite a este intercambio que aparecía en su teoría, porque si bien era cierto que un individuo disponía sólo de un acopio restringido de fuer­za, la distancia carecía de fronteras. Bastaba con fabricar una palanca suficientemente larga y tirar hacia abajo del brazo mayor a lo largo de un trecho suficiente: en el otro brazo, el más corto, podría levantarse cualquier peso.

«Dadme un punto de apoyo», dijo Arquímedes, «y moveré el mundo.»

El rey Hierón, creyendo que aquello era un farol, le pidió que moviera algún objeto pesado: quizá no el mundo, pero algo de bastante volumen. Arquímedes eli­gió una nave que había en el dique y pidió que la carga­ran de pasajeros y mercancías; ni siquiera vacía podrían haberla botado gran número de hombres tirando de un sinfín de sogas.

Arquímedes anudó los cabos y dispuso un sistema de poleas (una especie de palanca, pero utilizando sogas en lugar de vigas). Tiró de la soga y con una sola mano botó lentamente la nave.

Hierón estaba ahora más que dispuesto a creer que su gran pariente podía mover la tierra si quería, y tenía su­ficiente confianza en él para plantearle problemas aparen­temente imposibles.

Cierto orfebre le había fabricado una corona de oro. El rey no estaba muy seguro de que el artesano hubiese obrado rectamente; podría haberse guardado parte del oro que le habían entregado y haberlo sustituido por plata o cobre. Así que Hierón encargó a Arquímedes averiguar si la corona era de oro puro, sin estropearla, se entiende.

Arquímedes no sabía qué hacer. El cobre y la plata eran más ligeros que el oro. Si el orfebre hubiese aña­dido cualquiera de estos metales a la corona, ocuparían un espacio mayor que el de un peso equivalente de oro. Conociendo el espacio ocupado por la corona (es decir, su volumen) podría contestar a Hierón. Lo que no sabía era cómo averiguar el volumen de la corona sin transfor­marla en una masa compacta.

Arquímedes siguió dando vueltas al problema en los baños públicos, suspirando probablemente con resigna­ción mientras se sumergía en una tinaja llena y obser­vaba cómo rebosaba el agua. De pronto se puso en pie como impulsado por un resorte: se había dado cuenta de que su cuerpo desplazaba agua fuera de la bañera. El volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volu­men de su cuerpo. Para averiguar el volumen de cualquier cosa bastaba con medir el volumen de agua que despla­zaba. ¡En un golpe de intuición había descubierto el principio del desplazamiento! A partir de él dedujo las leyes de la flotación y de la gravedad específica.

Arquímedes no pudo esperar: saltó de la bañera y, desnudo y empapado, salió a la calle y corrió a casa, gri­tando una y otra vez: «¡Lo encontré, lo encontré!» Sólo que en griego, claro está: «¡Eureka! ¡Eureka!» Y esta palabra se utiliza todavía hoy para anunciar un descubri­miento feliz.

Llenó de agua un recipiente, metió la corona y midió el volumen de agua desplazada. Luego hizo lo propio con un peso igual de oro puro; el volumen desplazado era menor. El oro de la corona había sido mezclado con un metal más ligero, lo cual le daba un volumen mayor y hacía que la cantidad de agua que rebosaba fuese más grande. El rey ordenó ejecutar al orfebre.

Arquímedes jamás pudo ignorar el desafío de un pro­blema, ni siquiera a edad ya avanzada. En el año 218 a. C. Cartago (en el norte de África) y Roma se declararon la guerra; Aníbal, general cartaginés, invadió Italia y pare­cía estar a punto de destruir Roma. Mientras vivió el rey Hierón, Siracusa se mantuvo neutral, pese a ocupar una posición peligrosa entre dos gigantes en combate.

Tras la muerte de Hierón ascendió al poder un grupo que se inclinó por Cartago. En el año 213 a. C. Roma puso sitio a la ciudad.

El anciano Arquímedes mantuvo a raya al ejército ro­mano durante tres años. Pero un solo hombre no podía hacer más y la ciudad cayó al fin en el año 211 a. C. Ni siquiera la derrota fue capaz de detener el cerebro incan­sable de Arquímedes. Cuando los soldados entraron en la ciudad estaba resolviendo un problema con ayuda de un diagrama. Uno de aquellos le ordenó que se rindiera, a lo cual Arquímedes no prestó atención; el problema era para él más importante que una minucia como el saqueo de una ciudad. «No me estropeéis mis círculos», sé limi­tó a decir. El soldado le mató.

Los descubrimientos de Arquímedes han pasado a formar parte de la herencia de la humanidad. Demostró que era posible aplicar una mente científica a los problemas de la vida cotidiana y que una teoría abstracta de la ciencia pura —el principio que explica la palanca— puede ahorrar esfuerzo a los músculos del hombre.

Y también demostró lo contrario: porque arrancando de un problema práctico —el de la posible adulteración del oro— descubrió un principio científico.

Hoy día creemos que el gran deber de la ciencia es comprender el universo, pero también mejorar las condi­ciones de vida de la humanidad en cualquier rincón de la tierra.



2. Johann Gutenberg

En 1454 se estaba preparando para su publicación la primera edición impresa del libro más vendido del pla­neta. El lugar, Alemania; el editor, Johann Gutenberg. Pero como los premios de este mundo son a veces ca­prichosos, sus esfuerzos le llevaron a la ruina un año después.

Johann Gutenberg venía experimentando con pequeños rectángulos de metal desde hacía veinte años. Todas las piezas tenían que ser exactamente de la misma anchura y altura para que encajaran perfectamente unas con otras. La parte superior de cada rectángulo estaba moldeada delicadamente en la forma de una letra del alfabeto, sólo que invertida.

Imaginémonos estas piezas de metal colocadas unas junto a otras formando filas y columnas muy apretadas; las entintamos uniformemente y apretamos con fuerza sobre ellas un pliego de papel.

Levantamos el papel: como por arte de magia, apa­rece cubierto de tinta con la forma de las letras, pero mirando en la dirección correcta. Las letras forman pa­labras, y de palabras se compone la página de un libro.

Las gentes de Europa y de Asia habían hecho ya lo mismo con anterioridad, sólo que tallando las palabras o caracteres en bloques de madera; la talla era a menudo muy tosca y sólo servía para una única «xilografía». La idea de Gutenberg fue fabricar elegantemente cada letra en un «tipo» metálico individual; una vez completada e impresa una página, podía utilizarse el mismo tipo para otra, y una pequeña colección de tipos móviles servía para componer cualquier libro del mundo. Esta innova­ción fue obra de Gutenberg, y aunque quizá habría que llamarla un triunfo de la tecnología y no de la ciencia, no deja de ser un descubrimiento importante.

Hoy día se conservan fragmentos de páginas que Gu­tenberg imprimió entre 1440 y 1450: parte de un calen­dario y un fragmento religioso. Pero fue en 1454 cuando construyó seis prensas y comenzó a componer el libro más grande de todos: la Biblia.

Trescientas veces se estampó la primera hoja de papel contra los tipos entintados, y de allí salieron otras tantas hojas impresas idénticas. Luego se reordenaron los tipos para componer la segunda página, después la tercera, et­cétera, hasta un total de 1282 páginas diferentes, con 300 ejemplares de cada una. Una vez encuadernadas, sa­lieron 300 ejemplares idénticos de la Biblia: la edición más importante de cuantas se han hecho de este libro, por ser la primera que se imprimió en el mundo occi­dental.

Hoy día sólo se conservan 45 ejemplares de la Biblia de Gutenberg. El valor de cada uno es incalculable, pero a Gutenberg no le reportaron ni un céntimo.

La mala fortuna persiguió a Gutenberg durante toda su vida. Nació alrededor de 1398 en la ciudad de Maguncia, Alemania, en el seno de una familia bien acomoda­da. Si las cosas hubiesen discurrido pacíficamente, es muy posible que Gutenberg hubiese podido realizar sus ex­perimentos sin ningún problema. Pero por aquel tiem­po había contiendas civiles en Maguncia, y la familia Gutenberg, que estaba del lado de los perdedores, tuvo que marchar precipitadamente a Estrasburgo, 160 kiló­metros al Sur. Esto ocurría seguramente hacia 1430.

En el año 1435, Gutenberg estaba metido en algún negocio. Los historiadores no saben a ciencia cierta de qué negocio se trataba; pero lo cierto es que se vio mez­clado en un pleito relacionado con el asunto y allí se mencionó la palabra «drucken», que en alemán quiere decir «imprimir».

En 1450 le volvemos a encontrar en Maguncia y dedi­cado definitivamente a la impresión, cosa que se sabe porque pidió prestados 800 florines a un hombre llamado Johann Fust para comprar herramientas. En total debie­ron de ser veinte años de experimentos, inversiones, tra­bajo y esperas, así como de fragmentos impresos que no reportaban ningún beneficio ni despertaban ningún in­terés.

Gutenberg comenzó, finalmente, en 1454 a componer su Biblia, en latín, a doble columna, con 42 líneas por página e iluminadas varias de ellas con estupendos dibu­jos a mano. Nada se omitió en este gran envite final: la cúspide de la vida de Gutenberg. Pero Fust le denun­ció por el dinero prestado.

Gutenberg perdió el pleito y tuvo que entregar a Fust herramientas y prensas en concepto de indemnización. Incluso es probable que no consiguiera terminar la Bi­blia y que esa empresa la completara la sociedad com­puesta por Fust y un tal Peter Schoeffer. Ambos adqui­rieron renombre en el campo de la impresión; Guten­berg se hundió en la oscuridad.

Más tarde logró dinero prestado en otra parte para seguir trabajando en la imprenta; pero aunque nunca arrojó la toalla, tampoco logró salir de deudas. Murió en Maguncia, hacia 1468, en medio de la ruina económica.

Lo que no fue un fracaso fue el negocio de las impren­tas, que se propagó con fuerza imparable. Hacia 1470 había prensas en Italia, Suiza y Francia. William Caxton fundó, en 1476, la primera imprenta de Inglaterra, y en 1535 el invento cruzó el Atlántico y se estableció en la ciudad de Méjico.

Europa era por aquel entonces escenario de una revolución religiosa. Martín Lutero inició en 1517 su dispu­ta con la Iglesia Católica, que terminó con el estableci­miento del protestantismo. Antes de Lutero había habido muchos otros reformadores, pero de influencia siempre escasa; sólo podían llegar a la gente a través de prédicas y sermones y la Iglesia tenía medios para silenciarlos.

Lutero vivió en cambio en un mundo que conocía la imprenta. Además de predicar, escribía sin descanso. Do­cenas de sus panfletos y manifiestos pasaron por la im­prenta y se difundieron copiosamente por toda Alema­nia. A la vuelta de pocos años toda Europa vibraba con el choque de ideas religiosas encontradas.

Gracias a la imprenta, las Biblias se abarataron, proliferaron y empezaron a editarse en el idioma que hablaba la gente, no en latín. Muchos buscaron directamente ins­piración en este libro, y por primera vez se pudo pensar en la alfabetización universal. Hasta entonces no había tenido sentido enseñar más que a unos cuantos a leer; los libros eran tan escasos que, quitando a un puñado de eruditos, hubiese sido una pérdida de tiempo.

En resumen: la imprenta creó la opinión pública. Un libro como el Common Sense, de Thomas Paine, podía llegar a cualquier granja de las colonias americanas y propagar la guerra de Revolución mejor que ningún otro medio.

La imprenta contribuyó al nacimiento de la democra­cia moderna. En la antigua Grecia, la democracia sólo podía existir en ciudades pequeñas donde las ideas pu­diesen difundirse por vía oral. La imprenta, por el con­trario, era capaz de multiplicar las ideas y ponerlas al alcance de cualquier ojo y de cualquier mente. Podía tener suficientemente bien informadas a millones de per­sonas para que participaran en el gobierno.

Claro es que de la imprenta también podía abusarse. Un uso hábil de la propaganda a través de la palabra escrita podía hacer que las guerras fuesen más terribles y las dictaduras más poderosas. La difusión del alfabe­tismo no garantizaba que lo que la gente leía fuese bueno ni sabio. Pero aun así podemos decir que los beneficios han sido mayores que los males. La imprenta ha permi­tido poner nuestros conocimientos al servicio de las ge­neraciones futuras.

Antes de que Gutenberg fabricara sus pequeños rectán­gulos de metal, todos los libros eran escritos a mano. La preparación de un libro suponía muchas semanas de tra­bajo agotador. Poseer un libro era cosa rarísima, tener una docena de ellos era signo de opulencia. Destruir unos mantos libros podía equivaler a borrar para siempre el testimonio de un gran pensador.

En el mundo antiguo, el vastísimo saber y la abundan­te literatura de Grecia y Roma estaban depositados en unas cuantas bibliotecas. La mayor de ellas, la de Alejan­dría, en Egipto, quedó destruida por el fuego durante las revueltas políticas del siglo V. Otras desaparecieron a medida que las ciudades fueron cayendo víctimas de la guerra y las conquistas.

Al final sólo quedaron las bibliotecas de Constantinopla para preservar el legado de Grecia y Roma. Los Cruzados de Occidente saquearon la ciudad en 1204, y en 1453 —un año antes de que apareciera la Biblia de Gutenberg— cayó en manos de los turcos.

Los Cruzados y los turcos aniquilaron la gran ciudad, saquearon sus tesoros y destruyeron la mayor parte de los libros y obras de arte. La gente instruida, en su hui­da, se llevaron consigo los manuscritos que pudieron sal­var; pero era una porción ridícula del total.

Uno de los dramaturgos más grandes de todos los tiempos, el griego Sófocles, escribió unas cien tragedias. Sólo se conservan siete. De la poesía de Safo sólo quedan algunos fragmentos, y lo mismo ocurre con varios filó­sofos. Por fortuna se conserva casi todo Hornero, casi todo Herodoto y la mayor parte de Platón, Aristóteles y Tucídides; pero por pura suerte. Gran parte de la cultu­ra antigua murió en Constantinopla.

Semejante desastre es probable que no se pueda re­petir nunca jamás gracias a la imprenta. Cualquier per­sona puede tener en su casa cientos de libros en edicio­nes nada caras, y cualquier ciudad modesta puede poseer una biblioteca equiparable a la de Alejandría o Constantinopla por el número de volúmenes.

Los conocimientos del hombre son hoy día tan inmor­tales como él mismo, porque sólo pueden desaparecer con la destrucción total de la raza humana.

Gutenberg murió en la ruina, pero su obra fue uno de los grandes logros de la humanidad.



3. Nicolás Copérnico

En 1543, el anciano Nicolás Copérnico, heptagenario, yacía en el lecho de la muerte; mientras tanto, su gran libro libraba en la imprenta otra batalla contra el tiempo. El 24 de mayo, su mano enervada recibía, por fin, el primer ejemplar impreso del libro. Puede que sus ojos opacos lo vieran, pero la memoria y la mente estaban ya ausentes. Murió ese mismo día, sin saber que por fin había movido la tierra.

Mil setecientos años atrás, Arquímedes se había ofre­cido a mover la Tierra si le daban un punto de apoyo. Copérnico había cumplido ahora tan orgullosa promesa: había encontrado la Tierra en el centro del universo y, con el poder de la mente, la había lanzado lejos, muy lejos, a la infinitud del espacio, en donde ha estado desde entonces.

Nicolaus Koppernigk nació en Thorn (Polonia), el 19 de febrero de 1473. Los hombres de letras escribían por aquel entonces en latín y adoptaban nombres latiniza­dos, de manera que Koppernigk se convirtió en Copernicus o Copérnico, que es la forma que ha prevalecido hasta nuestros días.

Copérnico, el científico polaco más notable hasta los tiempos de Madame Curie, bebió ávidamente de las fuentes de saber de toda Europa, como tantos otros eru­ditos de su época. Comenzó estudiando en la universidad de Cracovia, donde se enfrascó en las matemáticas y en la pintura. En 1496 marchó a Italia, que por entonces era el epicentro del saber y permaneció allí por espacio de diez años, estudiando Medicina en Padua y Derecho en Bolonia.

En todos los campos se desenvolvía Copérnico con sol­tura. Cuando, finalmente, regresó a Polonia en 1506, ejerció la Medicina profesionalmente, y a él acudían pobres y ricos. Era miembro del capítulo catedralicio de su diócesis y administraba dos de los distritos princi­pales.

Pero no fue ni en Derecho ni en Medicina ni en los asuntos de gobierno —pese a sobresalir en todos ellos— donde Copérnico dio la campanada, sino en astronomía. Y su afición a este campo también nació durante sus viajes italianos.

Italia era, en 1500, un torbellino intelectual: ideas nuevas flotaban en el aire y las antiguas estaban en de­clive. Pensemos, por ejemplo, en las teorías acerca del movimiento de los cuerpos celestes.

Todas las estrellas, así como el Sol, la Luna y los pla­netas, giraban cada día alrededor de la Tierra de Este a Oeste. Pero los hombres de ciencia coincidían en que aquello era pura apariencia: la Tierra era un globo que giraba en torno a su eje de Oeste a Este, y el movimien­to diario de los cielos era ilusorio.

Si la Tierra no girase, las estrellas aparecerían quietas en el mismo sitio. La Luna, sin embargo, cambia de posi­ción respecto a las «estrellas fijas». En el espacio de veintinueve días (ignorando la rotación de la Tierra), la Luna recorre un circuito celeste completo de Oeste a Este. El Sol hace lo propio, sólo que más despacio, y necesita trescientos sesenta y cinco días para efectuarlo

Era evidente que la Luna y el Sol giraban alrededor de la Tierra; hasta ahí la cosa iba bien; lo que no encajaba eran los planetas.

En tiempos de Copérnico se conocían cinco de ellos: Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno. Los cinco cambiaban de posición respecto a las estrellas, pero de una manera muy rara y complicada. Mercurio y Venus salían unas veces por la mañana, otras por la tarde; y nunca lucían en lo alto de los cielos, sino siempre cerca del horizonte (más Mercurio que Venus).

Por otro lado, Marte, Júpiter y Saturno aparecían en ciertas ocasiones sobre la cabeza del observador. Cada uno de ellos describía un círculo completo en el cielo, de Oeste a Este; pero sus movimientos no eran cons­tantes. En cada revolución había un momento en que Marte deceleraba, daba marcha atrás y viajaba durante un rato de Este a Oeste. Este desplazamiento hacia atrás se denominaba «movimiento retrógrado». Júpiter des­cribía un movimiento retrógrado doce veces en cada una de sus revoluciones (mayores que la de Marte) y Saturno treinta veces en cada vuelta (mayor que la de Júpiter).

Los antiguos griegos trataron de explicar este extraño movimiento. En primer lugar creían que el universo es­taba gobernado por la ley natural, de modo que no po­dían descansar hasta haber hallado la ley en que se basaba el movimiento planetario. En segundo lugar creían que el movimiento de los planetas influía en el destino humano, y pensaban que entendiendo a fondo los cielos podrían comprender el pasado y el futuro.

Claudio Ptolomeo, matemático y astrónomo griego, escribió hacia el año 150 d. C. un libro en el que daba fórmulas para calcular los movimientos de los planetas. Las fórmulas se basaban en la hipótesis de que todos los planetas giraban en trayectorias circulares alrededor de la tierra.

Para explicar el movimiento retrógrado suponía Pto­lomeo que cada planeta se movía en un pequeño círculo cuyo centro describía otro más grande, de Oeste a Este, en torno a la Tierra. Había momentos en que el planeta tendría que moverse de Este a Oeste en el círculo más pequeño, y la combinación de movimientos daría como resultado el movimiento retrógrado.

A medida que se fueron acumulando las observaciones celestes hubo que apilar círculos sobre círculos y los cálculos matemáticos se hicieron cada vez más complica­dos. Hacia 1500 el sistema ptolemaico era tan barroco que los hombres de ciencia empezaron a incomodarse; Copérnico, por supuesto, más que ningún otro.

Copérnico no ignoraba que cierto matemático griego, Aristarco de Samos, había defendido que era la Tierra la que giraba alrededor del Sol, y no al contrario; pero aquello no era más que una teoría y fue inmediatamente rechazada. Copérnico creía que Aristarco tenía razón; sin embargo, sabía que la gente se le echaría también enci­ma a menos que lograra demostrar que la teoría tenía sentido.

Copérnico carecía de instrumentos apropiados para ese propósito, porque el telescopio no se inventaría hasta pasados setenta y cinco años. Pero contaba con la fuerza de la lógica.

En primer lugar, si la Tierra se moviese alrededor del Sol, quedaría explicado de inmediato el movimiento re­trógrado. Imaginemos que la Tierra y Marte están a un mismo lado del Sol, sólo que aquélla moviéndose más deprisa que éste; llegaría un momento en que la Tierra adelantaría a Marte, dando entonces la sensación de que éste se quedaba atrás y retrocedía. La Tierra sacaría cada año una vuelta de ventaja a los planetas exteriores —Mar­te, Júpiter y Saturno—, de manera que, año tras año, cada uno de estos planetas mostraría un movimiento retrógrado en un cierto momento.

Suponiendo que Mercurio y Venus se encontraran más cerca del Sol que la Tierra podría explicarse también su comportamiento. Con ayuda de diagramas Copérnico de­mostró que los planetas interiores tenían que seguir siempre al Sol. Desde la Tierra sería imposible verlos a más de una cierta distancia de él, de modo que Venus y Mercurio sólo podían aparecer por la mañana y al atardecer, cuando la potente luz solar estaba oculta tras el horizonte; y claro está, sólo podían asomar cerca de esta línea, tras la cual acechaba el Sol.

Las matemáticas necesarias para representar los movi­mientos planetarios resultaron ser mucho más sencillas en el sistema copernicano que en el ptolemaico. ¿Qué más podía pedirse?

Copérnico procedió sin embargo con cautela, porque sabía que entre los «eruditos» académicos se daban a veces las mentes más dogmáticas e intransigentes.

Hacia el año 1530 expuso su teoría en forma manus­crita y dejó que circulara libremente. Encontró seguidores entusiastas, pero también enemigos acérrimos. Uno de ellos fue Martín Lutero, quien dijo de Copérnico que era un necio que negaba la Biblia. Copérnico comprobó que su cautela no era injustificada.

En 1540, George Joachim Rheticus, fiel discípulo de Copérnico, publicó un resumen de la teoría copernicana. El Papa Clemente VII aprobó el popular resumen y pi­dió que se publicara íntegro el gran manuscrito. Copér­nico se avino; se lo dedicó al Papa, con un vigoroso ataque contra aquellos que utilizaban citas bíblicas para refutar demostraciones matemáticas.

El libro, De Revolutionibus Orbium Caelestium, cayó sobre Europa como un rayo. Copérnico, sin embargo, sufrió un ataque en 1542 y murió el mismo día en que se publicó aquél, ahorrándose la humillación de saber que habían debilitado su obra con un cobarde prefacio que negaba la verdad de la teoría copernicana y la pre­sentaba como una especie de truco o juego de manos matemático para simplificar el cálculo de los movimientos planetarios.

Parece ser que Rheticus tuvo luego problemas (quizá por sus ideas copernicanas) y hubo de abandonar la ciu­dad, dejando la publicación del libro de Copérnico en manos de su amigo Andreas Osiander, que era pastor luterano. Es posible que Osiander no quisiera que nadie le acusara de negar la Biblia y fue él quien insertó el prefacio, con el cual no tuvo nada que ver Copérnico.

Pero Copérnico hizo más que inventar una teoría, por­que modificó la relación del hombre con el universo. An­tes de él la Tierra lo era todo; ahora no era más que un cuerpo entre otros, en medio de un universo gigantesco.

La ciencia se halló por primera vez cara a cara con el desafío del infinito; se enfrentó de lleno con él y desde entonces ha venido ampliando el universo constante­mente. Después de encarar noblemente uno de los infi­nitos, cabía concebir una segunda especie, el mundo de lo infinitamente pequeño. El tiempo se amplió y alar­gó hasta el punto de poder pensar en la historia de la Tierra como un proceso de miles de millones de años.

La mente del hombre empezó a tantear y tantear en todas las direcciones. Y la persona que abrió el camino hacia el infinito fue Nicolás Copérnico, que murió el mismo día de su gran triunfo.

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