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14. Louis Pasteur

Louis Pasteur nació el 27 de diciembre de 1822. En la escuela no brilló como estudiante y en la universidad sólo se desenvolvió con cierta soltura en la asignatura de química. La ambición no prendió en él hasta después de licenciarse y asistir a las lecciones de Jean B. Dumas, gran químico francés. Fue entonces cuando decidió dedi­car su vida a la ciencia.

Pasteur inició sus investigaciones estudiando dos sus­tancias químicas: el ácido tartárico y el ácido racémico. Ambos parecían iguales en todo, menos en un aspecto: el ácido tartárico ejercía un extraño efecto de rotación sobre ciertas clases de luz; el ácido racémico no poseía ese efecto.

Los amigos de Pasteur se reían de él y le decían que para qué se preocupaba de un problema tan absurdo. Pero Pasteur siguió impertérrito. Obtuvo cristales de ambos ácidos y los estudió al microscopio. Los cristales de ácido tartárico eran todos idénticos; los de ácido ra­cémico eran de dos tipos. Uno de ellos se parecía a los cristales de ácido tartárico; los del otro tipo eran imágenes especulares del primero. (Era como mirar un mon­tón de guantes, unos de la mano derecha y otros de la izquierda.)

Pasteur, con paciencia infinita, separó los cristales de ácido racémico en dos montones. Los cristales que se parecían a los de ácido tartárico giraban la luz en la misma dirección que el ácido tartárico; los otros cristales también la giraban, pero en sentido contrario.

Pasteur había descubierto que las moléculas podían ser «dextrógiras» o «levógiras». Este descubrimiento con­dujo en último término a nuevas y revolucionarias ideas acerca de la estructura de las importantes sustancias quí­micas que componen los tejidos vivos.

El hallazgo de Pasteur encontró un reconocimiento in­mediato, pese a contar sólo veintiséis años: se le con-cedió la Legión de Honor francesa.

En 1854 fue nombrado decano de la Facultad de Cien­cias de la Universidad de Lille, en el corazón de la región vinícola, donde empezó a estudiar los problemas de la importante industria de vinos francesa. El vino y la cer­veza, al envejecer, se agriaban con facilidad, causando pérdidas de millones de francos. ¿No habría algún pro­ducto químico que, añadido al vino, evitara esa catás­trofe? Los viticultores y cerveceros acudieron al joven y famoso químico en busca de consejo.

Pasteur volvió a echar mano del microscopio. Estudió los posos de vino sano y los comparó con los del vino agriado. Ambos contenían células de levadura, pero la forma de las células era diferente. Había una clase es­pecial de levadura que avinagraba el vino.

La solución era matar esa levadura, dijo Pasteur: una vez formado el vino o la cerveza había que calentarlo suavemente hasta unos 48° C, matando así cualquier resto de levadura, incluida la indeseada que pudiera in­troducirse durante el proceso de fabricación. Sellando luego las cubas, el líquido no se agriaría.

Los fabricantes se horrorizaron ante la perspectiva de calentar el vino. Pasteur decidió convencerles. Calentó unas muestras, dejó sin calentar otras y pidió a los fabricantes que esperaran unos meses. Al abrir las muestras calentadas se vio que estaban en perfectas condiciones, mientras que algunas de las no calentadas se habían estropeado. Los viticultores retiraron sus objeciones.

Desde entonces se llama «pasteurización» al proceso de calentar lentamente un líquido para matar organismos microscópicos indeseables. Por eso pasteurizamos la le­che que bebemos.

Pasteur llegó en el curso de sus investigaciones a la conclusión de que toda fermentación y descomposición era obra de organismos vivos.

La gente se opuso a esa teoría, porque la carne, aun hervida para matar las bacterias, se pudre al cabo de un tiempo. Pasteur replicó que lo que ocurre es que hay gérmenes por todas partes y que éstos caen en la carne desde el aire.

Para demostrarlo tomó extracto de carne, lo hirvió y lo dejó expuesto al aire, pero disponiendo las cosas de manera que éste sólo pudiera entrar a través de un largo y estrecho cuello de botella en forma de S. Las partícu­las de polvo (y los gérmenes) se quedaban retenidos en el fondo del codo. La carne no se pudrió. En la carne hervida no había gérmenes, y el proceso de descomposi­ción no podía tener lugar en ausencia de ellos. Pasteur había refutado de una vez para siempre la teoría de la «generación espontánea» (la creencia de que los organis­mos vivos podían surgir de materia inanimada).

En 1865 se trasladó Pasteur al sur de Francia para estudiar una enfermedad del gusano de la seda que es­taba poniendo en peligro la industria entera de este teji­do; en juego había entonces millones de francos al año.

Pasteur volvió a utilizar su microscopio y localizó un diminuto parásito que infestaba a los gusanos y a las hojas de morera que les servían de alimento. El consejo de Pasteur fue destruir todos los gusanos y hojas infestados y empezar de nuevo con gusanos sanos y hojas limpias, atajando así la plaga. El consejo surtió efecto. Se había salvado la industria de la seda.

Quien estuvo a punto de no salvarse fue el propio Pasteur. En 1868 tuvo un ataque de parálisis y durante un tiempo pensó que le había llegado su hora. Por for­tuna se recuperó.

En 1870 surgieron hostilidades entre Francia y Prusia. El poderío militar de los prusianos había ido creciendo paulatinamente bajo una política de «sangre y hierro». La guerra cogió a los franceses faltos de preparación. Louis Pasteur acudió inmediatamente a alistarse. Pero su oferta fue rechazada enérgicamente.

«Señor Pasteur», le dijeron los oficiales, «tiene usted cuarenta y ocho años y ha sufrido un ataque de parálisis. A Francia la puede servir mejor fuera del ejército».

Francia sufrió una derrota desastrosa. Los vencedores impusieron una indemnización de cinco mil millones de francos a los franceses, pensando dejar así indefenso al país durante años. Pero Francia dejó asombrado al mundo entero al pagar la indemnización en el plazo de un año; el dinero salió en parte de la labor de Louis Pasteur, que había salvado y saneado varias industrias francesas vitales.

Algunos médicos empezaron a ver entonces la impor­tancia que tenían los descubrimientos de Pasteur y pen­saron que ciertas enfermedades humanas podían estar causadas por parásitos microscópicos.

En Inglaterra, el cirujano Joseph Lister veía con pre­ocupación que la mitad de los pacientes se le morían de infección después de una intervención feliz. En otros hospitales la cifra llegaba al 80 por 100. Lister pensó entonces en «pasteurizar» las heridas e incisiones qui­rúrgicas, matando así los gérmenes, lo mismo que Pasteur mataba la levadura en el vino.

En 1865 comenzó a aplicar ácido carbólico a las he­ridas. En tres años rebajó la tasa de mortalidad postope­ratoria en dos tercios: había inventado la «cirugía anti­séptica». Hoy día imitamos a Lister cada vez que apli­camos yodo a una cortadura.

Pasteur llegó a las mismas conclusiones que Lister en 1871, después de la guerra. Anonadado por la tasa de mortalidad de los hospitales militares, obligó a los médicos (a menudo contra su voluntad) a hervir los instrumentos y vendajes. Matad los gérmenes —insistía Pasteur—, matadlos. Y la tasa de mortalidad descendió.

(Aproximadamente veinticinco años antes, el médico austriaco Ignaz Semmelweis había tratado de imponer la desinfección a los médicos. Semmelweis opinaba que los médicos eran asesinos que portaban la enfermedad en sus manos y recomendó que se las lavaran con una solu­ción de cloruro de cal antes de acercarse al paciente. Fracasó en todos sus intentos y murió en 1865 tras con­traer él mismo una infección por accidente. No llegó a ver cómo Lister y Pasteur le daban la razón.)

Pasteur fue gestando poco a poco lo que él llamó la «teoría germinal de las enfermedades», es decir, que cualquier enfermedad infecciosa está causada por gérme­nes; y era infecciosa porque los gérmenes podían propa­garse de una persona a otra. Si se lograba localizar el germen y se hallaba un modo de combatirlo, la enfer­medad quedaría resuelta.

El médico alemán Robert Koch elaboró técnicas para cultivar gérmenes patógenos fuera del cuerpo. Junto con Pasteur halló la manera de combatir una enfermedad tras otra: franceses y alemanes unidos para servir a la humanidad. Los años ochenta del siglo pasado fueron los más espectaculares de la vida de Pasteur: descubrió cómo inocular contra las enfermedades animales del ántrax (que desolaba el ganado bovino y ovino) y el cólera de las gallinas, y también cómo proteger al hombre contra la temible enfermedad de los perros rabiosos, la hidro­fobia.

Pero esta época, con ser espectacular, no fue sino la consecuencia natural de la teoría germinal de las enfer­medades, cuyos inicios datan de sus primeros trabajos. Cuando Pasteur murió el 28 de septiembre de 1895, la medicina moderna era ya una realidad.

De todos los descubrimientos médicos de la historia, el más grande quizá sea el de la teoría germinal de Pas­teur. Una vez adoptada esa teoría fue posible combatir sistemáticamente las enfermedades. Podía hervirse el agua y tratarla químicamente; la eliminación de desper­dicios se convirtió en una ciencia; en los hospitales y en la preparación comercial de productos alimenticios se adoptaron procedimientos estériles; se crearon desinfec­tantes y germicidas; y a los portadores de gérmenes, como los mosquitos y las ratas, no se les dio ya tregua.

La adopción de estas medidas trajo consigo una dis­minución de la tasa de mortalidad y un aumento de la esperanza de vida. La esperanza de vida del varón nor­teamericano era de treinta y ocho años en 1850; hoy es de sesenta y ocho. A Louis Pasteur y a sus colegas cien­tíficos hay que agradecerles esos treinta y ocho años de regalo.

15. Gregor Johann Mendel

En el año 1900, tres científicos convergieron en una encrucijada de la investigación: cada uno de ellos, sin previo conocimiento de la labor de los otros dos, había hallado las reglas que gobiernan la herencia de caracteres físicos por los seres vivos. Los tres hombres eran Hugo de Vries, holandés; Carl Correns, alemán, y Erich Tschermak, austrohúngaro.

Los tres se aprestaron a anunciar al mundo su descu­brimiento, mas no sin hojear antes diversas publicacio­nes científicas y comprobar si había trabajos anteriores en ese campo. Su asombro fue mayúsculo cuando encon­traron un increíble artículo de un tal Gregor Johann Mendel, en un ejemplar de una oscura publicación de hacía treinta y cinco años. Mendel había observado en 1865 todos los fenómenos que los tres científicos se disponían a exponer en 1900.

Los tres tomaron la misma decisión, y con una hon­radez que es una de las glorias de la historia científica abandonaron toda pretensión de originalidad y llamaron la atención sobre el descubrimiento de Mendel. Los tres se limitaron a exponer su labor como mera confirmación.

Gregor Johann Mendel nació en 1822 en el seno de una familia campesina. Su vida transcurrió tranquila y sin grandes avatares (exceptuando su gran descubrimien­to); primero fue monje y más tarde abad en el monas­terio de agustinos de Bruenn, Austria. (La ciudad se llama hoy Brno y pertenece a Checoslovaquia.)

Mendel tenía dos aficiones, la estadística y la jardine­ría, y de la combinación de ambas sacó buen partido. Desde 1857, y durante ocho años, se dedicó a cultivar guisantes. Con sumo cuidado autopolinizó varias plantas, cerciorándose de que las semillas así obtenidas heredasen sólo las características de uno de los padres. Paciente­mente fue recogiendo las semillas producidas por cada planta autopolinizada, las plantó una por una y estudió la nueva generación.

Comprobó que si plantaba semillas de guisantes ena­nos sólo crecían guisantes enanos. Y las semillas produ­cidas por esta segunda generación también daban gui­santes enanos exclusivamente. Las plantas enanas del guisante se reproducían «fielmente», digámoslo así.

Las semillas de las plantas grandes de guisante no siempre se comportaban de esa manera. Algunas de ellas (aproximadamente un tercio de las que crecían en el jardín) se reproducían fielmente y daban plantas gran­des en todas las generaciones. Pero no así en el resto, que era la mayoría. Las semillas de algunas de ellas da­ban plantas grandes, mientras que las de otras engen­draban plantas enanas. Y estas semillas producían siem­pre tres veces más de las primeras que de las segundas.

Evidentemente, había dos clases de plantas grandes del guisante: las que se reproducían fielmente y las que no.

Mendel avanzó entonces otro paso. Cruzó plantas enanas con plantas grandes de las que se reproducían fielmente. Las semillas serían ahora el producto de dos progenitores desiguales. ¿Qué pasaría? Los descendien­tes ¿serían unos enanos v otros grandes?

Pues no; cada una de esas semillas «híbridas» engen­dró una planta grande. Parecía que la característica del enanismo había desaparecido.

Mendel autopolinizó luego cada una de las plantas híbridas y estudió los resultados: los descendientes eran todos ellos del tipo de reproducción infiel. Una cuarta parte de las semillas engendraron plantas enanas de re­producción fiel; otra cuarta parte dio lugar a plantas grandes de reproducción fiel; y la mitad restante en­gendró plantas grandes de reproducción infiel.

Es claro que las plantas grandes de reproducción infiel albergan en sí ambas características, la de planta grande y la de planta enana. Cuando se hallaban presentes am­bas características, sólo se ponía de manifiesto la del tamaño grande, que era, por tanto, «dominante». Pero el enanismo, aunque era «recesivo» y no visible, seguía estando allí y aparecía en la siguiente generación.

Mendel halló así su «primera ley de la herencia». Estudió también la herencia de otras características y elaboró las correspondientes reglas.

Pero Mendel era sólo un aficionado y no logró que ningún científico importante se interesara en su trabajo. Publicó un artículo en un pequeño periódico local y na­die le prestó atención. Y así pasó inadvertido durante treinta y cinco años.

Mendel murió en 1884, sin proseguir el trabajo que había terminado en 1865 y sin ver reconocida su labor.

La ciencia que fundó Mendel se llama hoy día «gené­tica». Es una ciencia joven, en la que quedan muchas cosas por descubrir. El estudio detenido de cómo se he­redan ciertas anomalías físicas ayudará algún día a los médicos a recomendar o desaconsejar ciertos matrimo­nios, así como a prever la posible aparición de enfermeda­des como la diabetes en una persona concreta.

La genética mira tanto hacia el pasado como hacia el futuro. El estudio, por ejemplo, de la distribución de los grupos sanguíneos heredados revela hasta cierto pun­to las rutas que siguió el hombre primitivo en sus migraciones. Por otro lado, la genética de los microorganismos ha adquirido una importancia singular. La ma­nera en que se hereda la capacidad de realizar ciertas síntesis químicas en diversos hongos y bacterias ha reve­lado a los bioquímicos los caminos exactos por los que se forman determinadas sustancias químicas del cuerpo. Por un trabajo de este tipo recibieron el Premio Nobel los doctores G. M. Beadle y E. L. Tatum.




16. Roentgen y Becquerel

El profesor Wilhelm Roentgen estaba fascinado con ese resplandor misterioso que salía del tubo de vacío (un tubo del que se había extraído el aire por bombeo) al producirse una descarga eléctrica.

La extraña luz en el interior del tubo parecía salir del electrodo negativo o «cátodo», por lo que el fenó­meno recibió el nombre de «rayos catódicos». Al golpear los rayos contra el vidrio del tubo, éste resplandecía con luz verdosa. Y algunas sustancias químicas, colocadas cerca del tubo, resplandecían con luz aún más brillante que la del vidrio.

Roentgen tenía especial interés en estudiar esa lumi­niscencia. El 5 de noviembre de 1895 metió el tubo de rayos catódicos en una caja de cartulina negra y os­cureció la habitación, con la idea de observar la luminis­cencia sin perturbaciones de luces exteriores.

Conectó la electricidad e inmediatamente observó un destello luminoso que no provenía del tubo. Fue a ins­peccionar y comprobó que a bastante distancia del tubo había una hoja de papel recubierta de platinocianuro de bario, que utilizaba en sus experimentos porque esta sus­tancia resplandecía al colocarla cerca del tubo de rayos catódicos. Pero en las condiciones en que estaba traba­jando ahora, con el tubo dentro de la caja de cartón, ¿por qué relucía?

Roentgen desconectó la electricidad: el papel recu­bierto se oscureció. Volvió a conectarla: el papel volvió a relucir. Se trasladó a la habitación vecina con el papel en la mano, cerró la puerta y volvió a conectar la elec­tricidad: el papel seguía brillando mientras el tubo es­tuviera en funcionamiento. Había descubierto algo invi­sible que se dejaba «sentir» a través del cartón y de las puertas.

Otro científico le preguntó años más tarde sobre esa experiencia: «¿Qué pensabas?» Y Roentgen le contestó: «No pensaba. Experimentaba.» La respuesta de Roent­gen fue una respuesta a bocajarro, claro está, porque pensar sí que pensaba... y muy profundamente.

Wilhelm Conrad Roentgen nació el 27 de marzo de 1845 en Lennep, una pequeña ciudad de la región del Ruhr, al oeste de Alemania. Durante la mayor parte de su juventud vivió, sin embargo, fuera de Alemania; recibió su educación en Holanda y fue a la universidad en Zurich, Suiza.

El trabajo de su vida no lo halló hasta después de terminar sus estudios universitarios. En 1868 se licenció en ingeniería mecánica. Luego decidió cursar estudios superiores en Zurich, donde conoció al famoso físico August Kundt. A su lado Roentgen empezó a trabajar en física y se doctoró en este campo. Profesor y estu­diante trabajaron desde entonces durante seis años, hom­bro con hombro.

Kundt ocupó sucesivamente una serie de puestos en Alemania y Roentgen le acompañó. Poco después Roent­gen estaba ya enseñando e investigando por su cuenta.

Roentgen fue subiendo puestos dentro de su profe­sión. En 1888 se creó un nuevo instituto de física en la Universidad de Würzburg, en Baviera, y le ofrecieron el cargo de director. Fue allí donde descubrió los rayos pe­netrantes y donde adquirió fama mundial.

Los misteriosos rayos que hacían que ciertas sustancias químicas resplandecieran al otro lado de puertas y car­tones recibieron el nombre de «rayos Roentgen» en honor de su descubridor. Roentgen, en atención a la naturaleza ignota de los rayos, los designó con el símbolo de lo desconocido: «rayos X». Ese es hoy el nombre más usual.

Roentgen siguió experimentando con gran entusiasmo y trató de ver qué espesor de distintos materiales podían atravesar los rayos X. Descubrió que los rayos eran capa­ces de velar una placa fotográfica, igual que 1% luz del sol. Cuando publicó los resultados el 28 de diciembre de 1895, dejó asombrado al mundo científico.

Algunos físicos cayeron entonces en la cuenta de que en sus trabajos se habían cruzado alguna vez con estos rayos misteriosos. William Crookes, un científico inglés que había trabajado con rayos catódicos, había notado en varias ocasiones que se le velaban las placas fotográ­ficas cercanas. Pero pensando que era un accidente, no prestó mayor atención. Y el físico americano A. W. Goodspeed obtuvo, en 1890, lo que hoy llamamos una fotografía de rayos X; pero el fenómeno no le interesó lo bastante para estudiarlo y comprobar su naturaleza.

La labor de Roentgen prendió en la imaginación del científico francés Henri Antoine Becquerel, siete años más joven que aquél. Becquerel era hijo de un célebre cientí­fico que había estudiado cierto tipo de luminiscencia llamado «fluorescencia». Los materiales fluorescentes res­plandecían al exponerlos a la luz ultravioleta (o a la luz del sol, que también contiene rayos ultravioletas).

Becquerel se preguntó si esta fluorescencia no alberga­ría los misteriosos rayos X. En febrero de 1896 envolvió una placa fotográfica en papel negro, la colocó a la luz del sol y puso encima del papel un cristal de una sustan­cia fluorescente en la que su padre había mostrado espe­cial interés: un compuesto de uranio.

Al revelar la película, Becquerel vio que estaba velada. La luz del sol no podía atravesar el papel negro, pero los rayos X sí. Becquerel llegó a la conclusión de que la sal de uranio emitía rayos X al fluorescer.

Luego se nubló el cielo durante unos días y Becque­rel no pudo proseguir sus experimentos. Hacia el 1 de marzo no aguantaba ya de impaciencia. Los cristales y las placas fotográficas envueltas yacían hacía días en el cajón de la mesa. Becquerel decidió revelar de todos mo­dos algunas de las películas: podía ser que persistiera un poco de la fluorescencia original, que hubiera un velado débil pese a que los cristales no habían estado expuestos a la luz solar durante días; al menos dejaba de estar con los brazos cruzados.

Su asombro fue grande al comprobar que la película estaba tan velada como en otras ocasiones. En seguida vio que la exposición a la luz del sol era innecesaria. Las sales de uranio emitían constantemente radiación, inclu­so más penetrante que los rayos X.

En 1897 quedó aclarada la naturaleza de los rayos ca­tódicos. J.J. Thomson, el físico inglés, demostró que los rayos eran partículas diminutas que se movían a veloci­dades de vértigo. Y además eran mucho más pequeñas que los átomos. Fueron las primeras «partículas subatómi­cas» que se descubrieron, y se les dio el nombre de «electrones».

Cuando estos electrones chocaban contra un átomo, liberaban una forma de energía parecida a la luz ordina­ria, sólo que más energética y penetrante. Estos velo­ces electrones (o rayos catódicos), al chocar contra el ánodo de un tubo de rayos catódicos, producían rayos X. Y los rayos X eran parte del espectro electromagnético, del que la luz visible es otra porción.

En cuanto a los rayos que Becquerel descubrió que emitía el uranio, resultó que consistían en tres partes. La porción más penetrante, llamada radiación gamma, era semejante a los rayos X, pero más energética. El res­to de la radiación estaba compuesto de electrones y nú­cleos de helio.

La física experimentó una revolución total. Hasta 1896 se pensaba que el átomo era una partícula diminuta e indivisible, la porción más pequeña de materia. De pronto se descubría que estaba compuesto de partículas aún menores, que poseían extrañas propiedades. Algunos átomos, como los de uranio, incluso se desintegraban motu propio en átomos más sencillos.

Esta prueba de que los átomos se desintegran y emiten electrones inauguró todo un mundo nuevo en la ciencia. Luego siguieron sesenta años de rápidos progresos que condujeron a la física nuclear y a la exploración del átomo.

Desde el punto de vista de la ciencia pura, el descubri­miento de Roentgen fue de inmensa importancia. Pero antes de que esto se le hiciera claro al hombre de la calle, hubo un avance inmediato en la medicina que afectó a casi todo hijo de vecino.

Los rayos X atraviesan fácilmente los tejidos blandos del cuerpo, pero son detenidos en gran parte por los hue­sos y totalmente por los metales. Los rayos X, al atra­vesar el cuerpo e impresionar una película fotográfica colocada detrás, dan un gris claro allí donde han sido in­terceptados por los huesos, y un gris más oscuro, en dis­tintas tonalidades, en los demás lugares.

.Los médicos hallaron aquí un medio de mirar dentro del cuerpo humano de una manera rápida, fácil y, sobre todo, sin necesidad de operar. Con los rayos X se podían descubrir pequeñas fisuras en los huesos, trastornos en las articulaciones, focos de tuberculosis en los pulmones y objetos extraños en el estómago; en resumen: el mé­dico tenía en sus manos algo así como un ojo mágico. Cuatro días después de llegar a América la noticia del descubrimiento de Roentgen, se utilizaron allí los rayos X para localizar una bala en la pierna de un paciente. Y también el dentista tuvo a partir de entonces un ojo mágico. Con la radiación invisible de Roentgen podía detectar el comienzo de una caries, por ejemplo.

Los rayos X (y los gamma) son capaces de matar tejido vivo; enfocados convenientemente pueden matar células cancerosas a las que no tiene acceso el bisturí del cirujano. Hoy día se sabe, sin embargo, que hay que utilizarlos con precaución y sólo en caso de necesidad.

Los rayos X encuentran también aplicación en la in­dustria. En estructuras metálicas son capaces de detectar defectos internos que de otro modo serían invisibles. En química se utilizan para investigar la estructura atómica de cristales y de moléculas proteínicas complejas. En am­bos casos abren nuevas ventanas a lo que hasta entonces permanecía oculto.

Aunque suene a paradoja, gracias a Roentgen pode­mos utilizar lo invisible para hacer visible lo invisible.


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