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Índice Prólogo


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4. William Harvey

William Harvey había observado pacientemente la ac­ción del corazón y de la sangre. A cada contracción el corazón bombeaba cierta cantidad de sangre en las arte­rias. Al cabo de una hora había bombeado una cantidad que pesaba tres veces más que un hombre. ¿De dónde venía toda esa sangre? ¿A dónde iba? ¿Venía de la nada? ¿Se desvanecía en la nada?

A Harvey sólo se le ocurría una respuesta: la sangre que salía del corazón tenía que volver a él. La sangre tenía que circular por el cuerpo.

William Harvey nació el 1 de abril de 1578 en Folkestone, Inglaterra. Estudió en Cambridge, luego en Padua, Italia, que por aquel entonces era el centro del saber médico. Obtuvo su título de doctor en 1602 y fue médico de cámara de Jacobo I, y luego de Carlos I.

Su vida privada transcurrió sin grandes sobresaltos, porque aunque vivió en una época en que Inglaterra su­fría los trastornos políticos de una guerra civil, Harvey nunca mostró interés por la política. La afición que le absorbía era la investigación médica.

Galeno, el gran médico griego del siglo III d. C., pen­saba que la sangre iba y venía suavemente por las arte­rias y pasaba a través de orificios invisibles en la pared que dividía el corazón en dos mitades. La sangre iba primero en una dirección, luego en la contraria. La teo­ría de Galeno subsistió durante mil cuatrocientos años.

En tiempos de Harvey hubo muchos doctores que especularon acerca del movimiento de la sangre; Harvey, por el contrario, buscó dentro del cuerpo las claves que explicaban el misterio, siguiendo en esto los pasos de Andreas Vesalius, un gran médico belga que había en­señado en Padua una generación antes de que Harvey estudiara allí. Vesalio, que fue el primero en diseccionar cuerpos humanos, fue el padre de la anatomía.

Harvey estudió el corazón en animales vivos y obser­vó que las dos mitades no se contraían al mismo tiempo. Estudió las válvulas que se hallan entre los ventrículos y las aurículas (las pequeñas cámaras del corazón) y ad­virtió que eran válvulas unidireccionales. Estudió las válvulas de las venas y halló que también eran de una sola dirección; estas últimas las había descubierto el pro­fesor de Harvey en Padua, un médico llamado Fabricius, quien, sin embargo, no había comprendido su función.

Era claro que la sangre podía salir del corazón por las arterias y entrar en él a través de las venas. Las válvulas impedían que el movimiento se invirtiera.

Harvey ligó diversas arterias y observó que sólo se hinchaban del lado del corazón. Luego hizo lo propio con venas: la presión crecía del lado opuesto al del cora­zón. En 1616 estaba seguro de que la sangre circulaba.

La teoría sólo tenía una pega, y es que no había cone­xiones visibles entre arterias y venas. ¿Cómo pasaba la sangre de unas a otras? El sistema arterial era como un árbol en el que las ramas se dividen en ramitas cada vez más pequeñas. Cerca del punto donde las arterias pare­cían terminar surgían venas minúsculas que luego se ha­cían cada vez más grandes; pero no había ninguna cone­xión visible entre ambas.

Pese a esa laguna, Harvey dio por buena su teoría en 1628. Publicó un libro de 52 páginas con un largo títu­lo en latín, que se conoce generalmente con el nombre de De Motus Cordis («Sobre el movimiento del cora­zón»); fue impreso en un papel muy delgado y barato y contenía cantidad de erratas tipográficas; pero aun así derrocó la teoría de Galeno.

Los resultados no fueron al principio muy halagüeños para Harvey: disminuyó su clientela, sus enemigos se rieron de él y los pacientes no querían ponerse en ma­nos de un excéntrico. Se le puso el mote de «circulator», pero no porque creyera en la circulación de la sangre, sino porque en el latín coloquial significaba «charlatán», nombre que se les daba a los vendedores ambulantes que ofrecían ungüentos en el circo.

Harvey guardó silencio y prosiguió con su trabajo; sa­bía que al final le darían la razón.

Y así fue. La prueba final vino en 1661, cuatro años después de morir Harvey. El médico Italiano Marcello Malpighi examinó tejido vivo al microscopio y encontró diminutos vasos sanguíneos que conectaban las arterias y venas en los pulmones de una rana. Los llamó capila­res («como cabellos») por sus pequeñísimas dimensiones. La teoría de la circulación estaba completa.

La importancia del trabajo de Harvey reside en los mé­todos que utilizó. Harvey suplió la «autoridad» con la observación y escrutó la naturaleza en lugar de hojear viejos manuscritos polvorientos. A partir de allí creció el monumental edificio de las ciencias de la vida que hoy conocemos.




5. Galileo Galilei

Lentamente, el anciano se postró de rodillas ante los jueces de la Inquisición. Con la cabeza inclinada hacia adelante, recitó con voz cansina la fórmula de rigor: negó que el Sol fuese el centro del universo y admitió que había sido un error enseñarlo así; negó que la Tierra girara en torno a su eje y alrededor del Sol, y admitió que había sido un error enseñarlo así.

Aquel día, el 22 de junio de 1633, los clérigos que for­maban el tribunal de la Inquisición en Roma sintieron que habían conseguido una victoria. Galileo Galilei, a sus sesenta y nueve años, era el científico más renombrado de Europa y famoso también por sus escritos, que expo­nían claramente sus ideas y ridiculizaban de manera efi­caz a sus oponentes.

Ahora le habían obligado a confesar que estaba equi­vocado. La Inquisición, temerosa de su fama, le había dispensado un trato cortés y le dejaba que volviera a Florencia, donde pasó los ocho últimos años de su vida, dedicado a problemas alejados de toda polémica. No volvió a importunar a la Iglesia con ideas heréticas. El 8 de enero de 1642 murió.

Galileo (universalmente se le conoce por su nombre de pila) nació en Pisa, el 15 de febrero de 1564. Desde el principio dio pruebas de un amplísimo círculo de inte­reses creativos, y siendo niño mostró ya una habilidad inusitada en el diseño de juguetes. De mayor tocaba el órgano y el laúd, escribió canciones, poemas y crítica literaria, e incluso destacó como pintor. Los primeros años de escuela, en un monasterio de Florencia, le dejaron una sensación de vaga infelicidad; su padre quería que fuese médico, pero la desazón de Galileo aumentó aún más cuando en 1581 fue a la Universidad de Pisa a estudiar Medicina.

En Pisa empezaron a interesarle otras cuestiones. Du­rante la misa en la catedral observó cómo las grandes lámparas oscilaban movidas por las corrientes de aire; unas veces lo hacían en grandes arcos, otras en arcos me­nores. La cosa no tenía nada de particular, pero Galileo, que por entonces contaba diecisiete años, observó algo que los demás no habían visto.

Se tomó el pulso y empezó a contar: tantas pulsaciones para una oscilación amplia y rápida, tantas otras para una pequeña y lenta. Lo curioso era que el número de pulsaciones era igual en ambos casos. Galileo había des­cubierto la ley del péndulo.

Ahora bien, si el péndulo oscilaba con perfecta cons­tancia y, por así decirlo, dividía el tiempo en pequeños fragmentos iguales, entonces constituía un método nue­vo y revolucionario de medir el tiempo. Galileo había utilizado el pulso para cronometrar un péndulo; por con­siguiente, también podía utilizarse el péndulo para medir el pulso humano. Galileo comunicó el hallazgo a sus profesores.

Galileo nunca llegó a obtener el título de médico. No tenía dinero bastante para proseguir sus estudios. Pero la verdadera razón era probablemente su falta de interés. Por casualidad asistió a una clase de geometría y descubrió que lo que realmente le importaba eran las mate­máticas y la física, no la medicina.

Así que marchó a Florencia, se buscó un mecenas y empezó a estudiar el comportamiento de objetos que flotan en el agua. El trabajo en el que describía sus con­clusiones era de tan buena factura que le convirtió en una «joven promesa» dentro del mundo académico de Italia. Cuando regresó a Pisa, en 1588, lo hizo como profesor de matemáticas de la universidad, donde procedió a estudiar la caída de los cuerpos.

Aristóteles pensaba (dos mil años antes) que la velo­cidad con que cae un cuerpo era proporcional a su peso, y desde entonces los sabios habían acatado la idea; las plumas caen muy lentamente, así que ¿por qué no dar crédito a lo que prueban los ojos?

Galileo pensaba que la resistencia del aire podía in­fluir en el sentido de retardar la caída de los cuerpos ligeros que tienen gran superficie. Cuenta la leyenda que, para demostrarlo, subió a lo alto de la torre incli­nada de Pisa con dos bolas de cañón de igual tamaño, una de hierro fundido y otra de madera; la primera era diez veces más pesada que la segunda. Si Aristóteles (y los profesores de Pisa) tenían razón, la bola de hierro debía caer diez veces más deprisa que la de madera. ¿Sería así? Abajo (prosigue le leyenda) se congregó una gran muchedumbre para observar el resultado.

Galileo dejó cuidadosamente caer las dos bolas al mis­mo tiempo por encima de la barandilla. ¡Zas! Las dos golpearon contra el suelo a una.

Difícilmente se podría haber rebatido a Aristóteles de una manera más drástica. Galileo, a sus veintisiete años, había destronado la autoridad (y también la dignidad de sus colegas universitarios). Tuvo que abandonar Pisa, pero en la Universidad de Padua le aguardaba un em­pleo mejor y también la verdadera gloria de su vida.

Rumores llegados de Holanda hablaban de un tubo con lentes que hacía que los objetos distantes parecieran estar al alcance de la mano. El gobierno holandés había estampado el sello de secreto militar sobre el invento pero aún así Galileo empezó a elucubrar acerca de cómo podría funcionar el aparato.

En el plazo de seis meses diseñó y construyó un teles­copio (después construyó muchos otros que se difundie­ron por toda Europa). Hizo una demostración pública en Venecia y causó verdadera sensación. Caballeros respe­tables resoplaban escaleras arriba hasta la cima de los edificios más altos para mirar por el tubo de Galileo y divisar a lo lejos navíos tan distantes que tardarían to­davía horas en tocar puerto.

Galileo, sin embargo, no pensaba ni en la guerra ni en el comercio. Dirigió el telescopio hacia los cielos y halló montañas y cráteres en la Luna y nuevas estrellas en Orión, que no eran visibles a simple vista. Y también comprobó que Venus tenía fases, como la Luna, y que el Sol poseía manchas.

El 7 de enero de 1610 hizo el descubrimiento crucial. Miró hacia Júpiter y al punto encontró cuatro pequeñas «estrellas» cerca de él. Noche tras noche las siguió; no podía haber error: eran cuatro lunas que giraban alrede­dor de Júpiter, cada una de ellas en su propia órbita. Lo cual refutaba definitivamente la vieja idea de que todos los cuerpos celestes giran en torno a la Tierra, porque allí había cuatro objetos que lo hacían alrededor de Júpiter.

En 1611 llevó su telescopio a Roma. Casi todos los miembros de la corte papal se quedaron anonadados, pero hubo quienes montaron en cólera: este hombre, que había destruido ya las ideas aristotélicas acerca de la caída de los cuerpos, ¿iba a destruir ahora también la doctrina de Aristóteles de que los cielos eran perfectos? ¿Cómo iba a haber rudas montañas sobre la faz celestial de la Luna y manchas en el rostro perfecto del Sol?

«Miren ustedes mismos», les dijo Galileo. «Miren por mi instrumento.»

Muchos se negaron. Algunos dijeron que las lunas de Júpiter no podían verse a simple vista, que por tanto carecían de utilidad para el hombre y no podían haber sido creadas. Si el instrumento permitía verlas, es que el instrumento estaba mal. Un aparato maculado, dijeron algunos, un instrumento del demonio. Una fracción de la Iglesia apoyó a Galileo, otra le atacó.

El pisano escribió entonces diversos artículos sobre sus descubrimientos, en los cuales se defendía sarcásticamente de sus enemigos. Poco a poco fue tomando partido cada vez más abierto por las teorías de Copérnico.

Galileo tenía especial habilidad para ridiculizar a sus adversarios, y eso rara vez se lo perdonaron. Enfrente tenía esta vez a hombres de mucho poder en la Iglesia, por cuya influencia ésta declaró, finalmente, en 1616, que la creencia en el sistema copernicano era herejía. El Papa Pío V ordenó a Galileo que abandonara el copernicanismo.

Galileo obedeció durante quince años, al menos en público. Guardó silencio, trabajó en otros asuntos y es­peró a que la Iglesia adoptara una postura menos rígida. Pasado ese tiempo pensó que había llegado el momento. Sin prever, por lo visto, conflicto alguno, publicó, en 1632, su gran defensa del sistema copernicano, en la cual ridiculizó sin piedad a sus adversarios. La Inquisición le llamó a Roma.

El anciano científico hubo de pasar entonces por un juicio largo y agotador. Cuenta la historia que cuando se puso en pie después de jurar que la Tierra estaba quieta, musitó algo para su embozo. Según la leyenda, sus palabras fueron: «Y sin embargo se mueve.»

¿Por qué se le venera hoy a Galileo? Sus descubri­mientos e inventos rebasaron con mucho la imaginación de las gentes de Europa de su tiempo. Galileo fue un científico versátil y original, y por si fueran pocos los descubrimientos que ya hemos reseñado, consiguió otros muchos: halló una manera de medir el peso de los cuer­pos en el agua, diseñó un termómetro para medir la tem­peratura, construyó un reloj hidráulico para medir el tiempo, demostró que el aire tenía peso, y fue el primero en utilizar el telescopio en astronomía.

Pero no es sólo por eso por lo que Galileo ocupa un lu­gar tan alto en la jerarquía de la ciencia. Descubrió las leyes que gobiernan la fuerza y el movimiento y la velo­cidad de los objetos en movimiento, y después enunció estas leyes de la dinámica en fórmulas matemáticas, no en palabras. Y no es que fuese poco hábil con la pluma: fue el primer científico que abandonó el latín y escribió en su lengua materna, y su gracia y estilo atrajeron la atención en toda Europa. Incluso los príncipes acudían a Italia para asistir a sus clases.

En segundo lugar, Galileo demolió la actitud pedan­te ante la ciencia. Porque además de observar las cosas con sus propios ojos y basar sus deducciones en experi­mentos y pruebas reales (que eso lo habían hecho antes que él otros científicos que buscaron la verdad en la na­turaleza, no en viejos manuscritos polvorientos), Galileo fue el primero en llegar a sus conclusiones a través del método científico moderno de combinar la observación con la lógica; y esa lógica la expresó en las matemáticas, el claro e inconfundible lenguaje simbólico de la ciencia.


6. Antón van Leeuwenhoek
Antón van Leeuwenhoek fue un pañero que con sólo algunos años de escuela descubrió un nuevo mundo más asombroso que el de Colón. Su afición era fabricar pe­queñas lentes de vidrio. Un día, estudiando una gota de agua putrefacta con una de esas lentes, vio algo que nadie había visto ni imaginado hasta entonces: animales diminutos, demasiado pequeños para verlos a simple vista, bullían, se alimentaban, nacían y morían en una gota de agua, que para ellos era todo un universo.

Van Leeuwenhoek nació en la ciudad de Delft, Holan­da, el 24 de octubre de 1632. Allí vivió los noventa años de su vida. Dejó la escuela a los dieciséis, al morir su padre, y se colocó de dependiente en una pañería. Más tarde consiguió el puesto de ujier en el ayuntamiento de Delft, conservándolo hasta el fin de sus días.

Pero luego estaba su hobby, el de pulir diminutas lentes perfectas. Algunas sólo tenían un octavo de pulga­da de ancho, pero aumentaban los objetos unas 200 veces sin distorsión.

Todo el mundo sabía, claro está, que las lentes aumen­taban el tamaño aparente de los objetos; pero la mayoría de los científicos trabajaban con lentes mediocres. Van Leeuwenhoek pulía lentes de calidad excelente. Las montaba en placas de cobre, plata u oro, fijaba un objeto a un lado de la lente y lo miraba durante horas. A menudo dejaba el objeto allí durante meses o incluso por tiempo indefinido. Cuando quería observar otro ob­jeto pulía otra lente. A lo largo de su vida fabricó en total 419.

Los objetos que observaba eran de lo más diverso: insectos, gotas de agua, raspaduras de diente, trocitos de carne, cabellos, semillas. Y cuanto observaba lo dibujaba y describía con precisión inigualable.

En 1665 observó capilares vivos. Estos minúsculos vasos que conectan las arterias con las venas los había descubierto cuatro años atrás un italiano, pero van Leeu­wenhoek fue el primero en ver cómo la sangre pasaba por ellos. Y en 1674 descubrió los corpúsculos rojos que dan a la sangre su color.

En 1683 hizo lo que quizá fue su descubrimiento más importante, las bacterias; pero eran demasiado pequeñas para que sus lentes dieran una imagen clara, aparte de que ignoraba la importancia del hallazgo.

Los descubrimientos no permanecieron secretos. El rey Carlos II reunió, en 1660, a unos cuantos hombres interesados en la ciencia y les invitó a que formaran una sociedad oficial; su nombre es muy largo y por lo gene­ral se la llama sencillamente la Royal Society.

Van Leeuwenhoek escribió largas cartas a la Royal Society, describiendo detalladamente sus lentes y todo lo que veía a través de ellas. La Sociedad estaba asombra­da, y es probable que no le diera crédito al principio. Pero en el año 1667 Robert Hooke, que era miembro de la Sociedad, construyó microscopios siguiendo las ins­trucciones de Leeuwenhoek y halló exactamente lo que éste dijo que hallaría. Después de eso no quedó ninguna duda, y menos aún cuando van Leeuwenhoek envió 26 de sus microscopios como regalo a la Sociedad para que todos los miembros pudieran observarlos personalmente.

Van Leeuwenhoek fue elegido miembro de la Royal Society en 1680. Un pañero sin apenas estudios pasó a ser así el miembro extranjero más famoso de la Sociedad. A lo largo de su vida envió un total de 375 artículos científicos a la Royal Society y 27 a la Academia Fran­cesa de Ciencias. Aunque jamás abandonó Delft, sus tra­bajos le hicieron famoso en todo el mundo.

La Compañía Holandesa de las Indias Orientales le envió insectos de Asia para que los colocara bajo sus maravillosas lentes; la reina de Inglaterra le giró una visita; y cuando Pedro el Grande, zar de Rusia, fue a Holanda para instruirse en la construcción naval, hizo un hueco para presentar sus respetos a van Leeuwenhoek. Al holandés le molestaba que le tocaran sus queridísi­mos microscopios, pero lo cierto es que dejó que la reina y el zar miraran por sus lentes.

Van Leeuwenhoek no fue el primero en construir un microscopio ni en utilizarlo; pero fue el primero en de­mostrar lo que podía hacerse con él y en emplearlo con tal pericia, que de golpe sentó la base para la mayor par­te de la biología moderna.

Y es que sin la posibilidad de ver células y estudiarlas, el anatomista y el fisiólogo estarían hoy indefensos. Y sin la posibilidad de ver bacterias y estudiarlas y examinar sus ciclos vitales, la Medicina moderna se debatiría pro­bablemente aún en las tinieblas.

Todos los descubrimientos de los grandes biólogos, desde 1700 en adelante, arrancan, de un modo u otro, de las diminutas lentes de vidrio pulidas con todo mimo por el ujier del ayuntamiento de Delft.




7. Isaac Newton

Cuenta la leyenda que en 1666, cuando Isaac Newton contaba veintitrés años, vio caer una manzana de un árbol. No era la primera vez que lo veía, ni él ni muchas otras personas, por supuesto. Pero esa vez Newton miró hacia arriba: sobre la campiña inglesa, en medio del cielo diurno, se divisaba una media luna muy tenue. Newton se preguntó: ¿por qué la Luna no cae, igual que la manzana, hacia la Tierra, atraída por la fuerza de la gra­vedad?

Su razonamiento fue el siguiente: puede ser que la Luna sea atraída efectivamente por la Tierra, pero que la velocidad de su movimiento a través del espacio con­trarreste la atracción de la gravedad terrestre. Además, si la fuerza que tira de la manzana hacia la tierra tam­bién tira de la Luna hacia ésta, esa fuerza tiene que extenderse muy lejos por el espacio; y a medida que se extienda por el espacio, tiene que hacerse cada vez más débil.

Newton calculó la distancia de la Luna al centro de la Tierra y luego la velocidad que tendría que llevar la Luna en su órbita para equilibrar la atracción de la gra­vedad terrestre a esa distancia de la Tierra. La solución que halló cuadraba muy bien con las cifras halladas por los astrónomos para la velocidad de la Luna; pero no coincidían exactamente. Newton pensó que la teoría era falsa y la desechó.

Por aquel entonces empezaba ya Newton a destacar en las matemáticas, pese a que en la escuela había mostrado escasas dotes. Nació el día de Navidad de 1642 (el mis­mo año que murió Galileo), en Woolsthorpe, Inglaterra. Su padre, que fue granjero, había muerto el día antes de nacer Isaac. De pequeño fue Newton un estudiante poco aventajado, hasta el día (cuenta la leyenda) en que se cansó de que le ganara el primero de la clase; entonces se aplicó hasta que consiguió desbancarle.

A los dieciocho años empezó a llamar la atención su interés por las matemáticas. Mal granjero va a ser, dijo su tío, y convenció a la madre para que le enviara a la Universidad de Cambridge. Nueve años más tarde era profesor de matemáticas allí.

¡Pero qué años fueron ésos para Newton! Una de las cosas que estudió fueron los rayos luminosos. Dejaba que la luz del sol entrara en una habitación oscura a través de un orificio practicado en la cortina; el dimi­nuto rayo de luz pasaba luego por un prisma de vidrio triangular; y he aquí que la luz que caía luego sobre una pantalla aparecía en forma de arco-iris, no en forma de punto luminoso. Newton fue el primero en descubrir que la luz blanca está compuesta de varios colores que pueden separarse y recombinarse.

Por aquella misma época estableció nuevas fronteras en el campo de las matemáticas. Aparte de hallar el teo­rema del binomio para expresar ciertas magnitudes alge­braicas, descubrió una cosa mucho más importante: una manera nueva de calcular áreas limitadas por curvas. (El matemático alemán Wilhelm Leibniz descubrió lo mismo casi simultáneamente y de forma independiente). Newton llamó «fluxiones» a su nueva técnica. Nosotros lo lla­mamos «cálculo diferencial».

Incluso los errores de Newton reportaron resultados fructíferos. Newton había elaborado una teoría para ex­plicar su descubrimiento de que la luz blanca se refrac­taba en el vidrio, formando un arco-iris. La teoría era errónea, como comprobaron después los científicos, pero parecía explicar por qué los primeros telescopios, que estaban construidos con lentes que refractaban la luz, for­maban imágenes rodeadas de pequeños halos de colores. A este fenómeno se le dio el nombre de «aberración cro­mática». La teoría de Newton —que era falsa, como ya dijimos— le indujo a creer que la aberración cromática jamás podría corregirse.

Por ese motivo decidió construir telescopios sin lentes, sustituyendo éstas por espejos parabólicos que recogieran y concentraran la luz por reflexión. El primero lo cons­truyó en 1668. Como es natural, los telescopios reflec­tores no tenían aberración cromática.

Poco después de morir Newton se construyeron te­lescopios con lentes especiales que carecían de aberra­ción cromática. Pero lo cierto es que los mayores y me­jores telescopios siguen utilizando hoy día el principio reflector. El de 200 pulgadas de Monte Palomar, en Cali­fornia, es un telescopio reflector.

Así y todo, el intento de Newton de aplicar la grave­dad terrestre a la Luna seguía siendo un fracaso. Pasaban los años y parecía que su muerte era definitiva.

Uno de los defectos de Newton era que no sabía en­cajar las críticas, lo cual le valió muchas querellas a lo largo de su vida. Una de ellas fue la polémica que sos­tuvieron Newton y sus seguidores con Leibniz y los suyos acerca de quién había inventado el cálculo, cuando lo cierto es que ambos merecían ese honor.

El gran enemigo de Newton dentro de la Royal Society (de la que Newton era miembro) era Robert Hooke. Hooke era un científico muy capaz, pero muy poco cons­tante. Empezaba una cosa y la dejaba, y empezó tantas a lo largo de su vida, que hiciesen lo que hiciesen los demás siempre podía decir que a él se le había ocurrido primero.

Hooke, junto con Edmund Halley, muy buen amigo de Newton, se jactó en 1684 de haber hallado las leyes que explican la fuerza que rige los movimientos de los cuerpos celestes. La teoría no parecía satisfactoria... y se desató la polémica.

Halley acudió a Newton y le preguntó cómo se mo­verían los planetas si entre ellos existiese una fuerza de atracción que disminuyera con el cuadrado de la distancia.

Newton contestó inmediatamente: «En elipses.»

«Pero, ¿cómo lo sabes?»

«Pues porque lo he calculado.» Y le contó a su amigo la historia de su intento de hacía dieciocho años y cómo había fracasado. Halley, excitadísimo, le instó a que vol­viera a intentarlo.

Las cosas eran ahora diferentes. Newton había su­puesto, en 1666, que la fuerza de atracción actuaba des­de el centro de la Tierra, pero sin poder probarlo. Ahora tenía la herramienta del cálculo diferencial. Con sus nue­vas técnicas matemáticas podía demostrar que la fuerza actuaba desde el centro. Por otra parte, durante los últi­mos dieciocho años se habían obtenido nuevas y mejo­res mediciones del radio de la Tierra, así como del tama­ño de la Luna y de su distancia a nuestro planeta.

La teoría de Newton encajaba esta vez perfectamente con los hechos. La Luna era atraída por la Tierra y reteni­da por ella a través de la gravedad, igual que la man­zana.

Newton expuso en 1687 su teoría en un libro titulado Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, en el cual enunció también las «Tres Leyes del Movimiento». La tercera de ellas afirma que para toda acción hay una reac­ción igual y contraria. Es el principio que explica el funcionamiento de los cohetes.

La Royal Society intentó publicar el libro, pero no había dinero bastante en tesorería. Hooke, por su lado, armó toda la gresca que pudo e insistió en que la idea era suya. Halley, que disfrutaba de una posición desahogada, corrió con los gastos de publicación.

Pero los días grandiosos pasaron, y en 1692 empezó a fallar esa mente omnicomprensiva. Newton sufrió una crisis nerviosa y vivió retirado durante casi dos años. Para quemar sus inagotables energías mentales se dedicó a la teología y a la alquimia, como si la ciencia no le bastara. De este modo malgastó sus luces en la búsqueda de algún modo de fabricar oro.

Aunque jamás volvió a ser el mismo después de esa crisis nerviosa, siguió dando muestras de su antigua ge­nialidad. Así, por ejemplo, en 1696, cuando un matemá­tico suizo retó a los sabios de Europa a resolver dos problemas. Newton los vio y al día siguiente envió anóni­mamente las soluciones. El matemático suizo vislumbró inmediatamente quién se ocultaba tras la máscara: «Re­conozco la zarpa del león.»

Newton fue nombrado inspector de la Casa de la Moneda en 1696, encargándosele la acuñación de moneda. Renunció a su puesto docente y desempeñó con tanto celo su nuevo empleo que se convirtió en el terror de los falsificadores.

Formó también parte del Parlamento durante dos pe­ríodos, elegido en representación de la Universidad de Cambridge. Jamás pronunció un discurso. En cierta oca­sión se levantó y la sala se sumió en un silencio sepul­cral para escuchar al gran hombre. Lo único que dijo Newton fue que cerraran por favor la ventana, que había corriente.

La reina Ana le otorgó en 1705 el título de Caballero. El 20 de marzo de 1727, cuarenta años después de sus grandes descubrimientos, murió Newton.

La importancia de Newton, sin embargo, no se debe sólo a esos grandes descubrimientos. Es cierto que sus leyes del movimiento completaron la obra iniciada por Galileo y que sus leyes de la gravedad universal expli­caron la labor de Copérnico y Kepler así como el movi­miento de las mareas. Son sin duda conceptos muy im­portantes que aparecen hoy en cualquier rama de la me­cánica. Fundó la ciencia de la óptica, que nos ha permi­tido saber todo lo que sabemos acerca de la composición de las estrellas y casi todo lo que conocemos sobre la composición de la materia. Y el valor del cálculo di­ferencial e integral en cualquier rama de la ciencia es inapreciable.

Con todo, la máxima importancia de Newton para el avance de la ciencia puede que sea de orden psicológico. La reputación de los antiguos filósofos y sabios griegos se había resquebrajado malamente con los descubrimien­tos hechos por figuras modernas como Galileo y Harvey. Pero aun así los científicos europeos seguían teniendo una especie de sentimiento de inferioridad.

Entonces llegó Newton. Sus teorías gravitatorias inaugu­raron una visión del universo que era más grande y más grandiosa que lo que Aristóteles hubiese podido soñar. Su elegante sistema de la mecánica celeste puso los cielos al alcance de la inteligencia del hombre y demostró que los cuerpos celestes más remotos obedecían exactamente las mismas leyes que el objeto mundano más pequeño.

Sus teorías se convirtieron en modelos de lo que debía ser una teoría científica. Desde Newton, los autores y pensadores de todas las demás ciencias, y también de la filosofía política y moral, han intentado emular su elegante sencillez, utilizando fórmulas rigurosas y un nú­mero pequeño de principios básicos.

Aquella mente era tan portentosa como la de cual­quiera de los antiguos. Sus contemporáneos lo sabían y casi le idolatraban. A su muerte le enterraron en la Aba­día de Westminster, junto a los héroes de Inglaterra. El francés Voltaire, que se hallaba visitando Inglaterra por aquella época, comentó con admiración que ese país honraba a un matemático como otras naciones honraban a sus reyes.

Desde los días de Newton, la ciencia ha tenido una confianza en sí misma que jamás ha vuelto a decaer.

La gloria de Newton ha quedado recogida de forma insuperable en los versos de Alexander Pope:
La Naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche.

Dijo Dios: ¡Sea Newton! y todo se hizo luz.

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