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Hechos y perspectivas


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HECHOS Y PERSPECTIVAS


Dos poetas seleccionan su obra

LUIS JIMÉNEZ MARTOS



(I) Antonio Pereira: Antolo-a de la seda y el hierro (Colec-5n Provincia. Institución Fray jrnardino de Sahagún. Dipu-ción Provincial. León, 1986).


A


cierta altura de la edad y de la obra, hay poetas que deciden hacer una antología personal, un balance a su gusto. Los libros de poesía tienen, por lo común, ediciones muy cortas; van, como todos, agotándose, y estas recopila­ciones remedian el desconocimiento de un quehacer que, por otra parte, aparece marginado en su difusión. No hace mucho que una popular locutora decía en su programa: Hay que darle aire a los versos. Y a continuación leyó una rima de Bécquer. Supongo que así quedaría tranquila su conciencia.

Estos volúmenes panorámicos ofrecen la ventaja de permi­tir releer y reconsiderar en segunda vuelta la síntesis de unos poemarios. De ella responde el autor por partida doble: la materia reunida y lo que destaca de la misma. Está garanti­zado, previamente, el interés.



Antonio Pereira (Villafranca del Bierzo, 1924) editó su primer libro, El regreso, en 1964 (Adonais). Sus siguientes títulos son Del monte y los caminos (El Bardo, 1966), Cancio­nero de Sagres (Arbolé, 1969), Dibujo de figura (El Bardo, 1972) y Contar y seguir (1962-1963) (Plaza y Janes, 1972). Ahora, Antología de la seda y el hierro (I) supone, por tanto, una nueva tentativa en el propósito de un despliegue aquila­tado. Si en la anterior, Pereira había preferido la disposición cronológica, aquí recurre a otro método, que explica en nota preliminar: Este libro no ofrece el espectáculo de una evolu­ción a lo largo del tiempo. Tampoco quiere ser el conjunto de mis mejores poesías, y sí una antología personal, organizada con una libertad esquiva a la explicación y razonamiento.

La lírica leonesa contemporánea, desde Leopoldo Panero a Juan Carlos Mestre, pasando por Victoriano Crémer, bur-galés recriado en la paramera, Antonio Colinas y Julio Lla­mazares, ofrece una línea de fidelidad al paisaje nativo. En este punto, Eugenio de Nora y Antonio Gamoneda represen­tan visibles excepciones. Antonio Pereira sitúa a modo de contrapunto de ese entrañamiento una parábola del viaje



hacia otros territorios de fuera de su país. Lo primero que nos presenta es ese impulso itinerante. En la visión de Moscú, y después de transmitirnos la forma muy colectiva de admi­rarlo, coloca un cierre irónico: Sólo al final del día (es que no acaba/de anochecer) la tentación me vence/Y no sé lo que diera por la fiesta/de una naranja a solas. Mía. En Sagres evoca al rey don Sebastián como un ritornello entre las som­bras históricas. En Marraquech da en la diana: Y un tumulto de ciegos sin bastones/circulamos de prisa entre las torres/sin acertar jamás con los aromas. En el cementerio de Evora glosa el epitafio de un humilde hombre de imprenta. Ya den­tro de España, en Quesada, visita el museo de Rafael Zabaleta y escribe: Dejadlo en ese rostro/del color de la tierra y acei­tuna.

Estamos ante un poeta que mide cuidadosamente las palabras, que no las desperdicia, que apuesta por una sobrie­dad con pulpa. Y conoce la suma importancia de que un poema tenga principio y fin, lo que, por desventura, ha ido olvidándose por quienes hacen de aquél un simple conjunto de palabras. Como si imitasen al Hamlet del monólogo. Pereira, tras este periplo vario resuelto con expresividad de apunte, nos lleva a su mundo. Me inclino por esa delicia de El pequeño tren, como de costumbre bien rematada: Te alabo, breve tren irrelevante/pequeño tren, formado como tantos/ hombres con vocación a la modestia/y canto tu belleza sub­sidiaria. Pero hay que ir al conjunto que se centra en De la tierra y los caminos para aproximarnos a uno de los polos de esta antología: el hierro, base del oficio que es herencia fami­liar del padre —primer momento del tiempo que rehago—con ese final en que halla sentido la antítesis: Yo, degenerado/ hijo de las montañas,/tantas noches perdido/entre la seda. La memoria actúa visual y emocionadamente en esta suite, junto a la sustancia autobiográfica —Hijo, mira de ser creyente, por ejemplo— la atmósfera de guerra, y el trío de Meditaciones y preguntas. Está claro que en Dibujo de figura, Antonio Pereira recalcó, dentro de ese tono reflexivo, un suave pero evidente humor que caracteriza la obra en prosa de uno de los más interesantes cuentistas de este país, menos valorado de lo que le corresponde. Pues bien: en esa veta situemos Intermedio moral.

El poeta nos brinda otro plano de su realidad —los ante­riores responden, según veíamos, a la andadura y al vivir nutricio—: el de la honda desnudez. Tres verbigracias: Si yo supiera lo que vive dentro/de esta mesa de tabla donde escribo...; Mi muerte no la sabré...; Ese niño que miro y que me mira. Aquí se trasparece el Pereira que acude a la técnica tradicional y es, uniéndolo al entrañado, el que antepongo en mi valoración, y si la chispa maliciosa lo acompaña, más redondo aún. El crítico ha de mojarse.

Y luego hay que detenerse en la seda. Desnudo sobre raso puede servirnos para la ocasión. Es uno de los poemas inédi­tos que integran este volumen. El motivo es pictórico. Y este



Dos poetas seleccionan su obra

.) Rafael Alfaro: Escondida la (Instituto de Cooperación oamericana, Ediciones Cul-I Hispánica. Madrid, 1986).

Pereira, al contrario que suele, usa del versículo, combinado con ritmos más cortos, y de un lenguaje en que la estética sensualista, la acumulación de imágenes, crean climax deli­cioso: En los ojos detienen aceite de palmera que perfuma pañuelos con nostalgia de trenes... Un fulgor solitario de pie­dra aguamarina está cruzando la mejilla profunda/hasta alcanzar el borde del beso que no alcanza... Escapa, efectiva­mente, del hierro y de la economía verbal; describe y encanta. Es obvio que, en éste y otros casos semejantes, no se entrega. Acredita que no se atiene a un solo palo. Y que tan auténtico resulta como en la ya comentada variante de su poesía, en la que apreciamos el difícil don de la exactitud (cuando ahora tanto cunde lo opuesto) y de una emoción casi siempre pudo­rosa. Antonio Pereira ha hecho muy bien al ejemplificar las dos zonas por donde se mueve su creación lírica a través de veinte años y pico.

Rafael Alfaro (Cañavate, Cuenca, 1930) ha sido pródigo en sus publicaciones: El alma de la fuente (San José de Costa Rica, 1971), Voz interior (Barcelona, 1972), Vamos, Joñas (Salamanca, 1974), Cables y pájaros (Madrid, 1979), Música callada (Cádiz, 1981), Los cantos de Contrebia (Madrid, 1981) y Tierra enamorada (Madrid, 1986). Esta antología sólo excluye el último de los libros citados, que apareció en Ado-nais. Rafael Alfaro ha recibido no pocos premios: El Nacional de Cultura de San Salvador, Boscán, Alcaraván, Villa de Rota, Ciudad de Cuenca, entre otros.

Una veta contemplativa, religiosa, armónica y estética viene del fondo de la poesía española, desde Fray Luis de León y aún antes. De ella participa, a su modo, actualizán­dola y sin caer en el mimetismo este conquense. Su método al antologizar sigue el transcurso cronológico. Ello nos ilustra que, desde el principio, aparecen los rasgos constitutivos de un modo de entender y desarrollar la expresión poética: ritmo pausado, combinatorio a base de los heptasílabos y endecasí­labos, como un vaivén de olilla; mirada serena del mundo reconocible, que se transfigura más o menos; interioridad que resguarda el élan religioso sin perfiles problemáticos; ternura (hacia la madre, especialmente); apego enamorado a la tierra de origen: entusiasmo por la música de nombres conocidos y por la que se desprende del universo. Escondida senda (2) es un título frayluisiano. Otra connotación fielmente caracteriza-dora de la obra total.



Recorriendo esta trayectoria, que reúne dieciséis años de labor, se constata que la Breve poética responde a una con­ducta seguida inexorablemente. Ni equilibrismos, ni exhibi­ciones, ni quincalla, ni flores de papel, porque tu melodía es más bien una fiesta/interior a la sombra apetecible. Justo lo que se anuncia, Arde la voz de Dios en el desierto es como un emblema. Resulta indudable que desde Objeto de contempla­ción, Rafael Alfaro define su personalidad —Nada se pierde cuando se ha sembrado/con fe. Y siempre se retorna a la raíz: al sitio de la infancia. Raras veces, el poeta abandona su


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