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17. Thomas Alva Edison

A medida que avanzó la Revolución Industrial durante el siglo XIX, las casas y las ciudades del mundo occidental crecieron y se hicieron más prósperas. Pero durante las horas de oscuridad se necesitaba una luz mejor. Todo el alumbrado era de gas, y la llama inquieta que se obtenía por este sistema no proporcionaba luz suficiente. La llama abierta aumentaba además el peligro de fuego, y un escape de gas podía' ser fatal.

Otra fuente de energía era la electricidad, y nadie ig­noraba que los cables eléctricos se calentaban al pasar la corriente. ¿No podría calentarse un hilo hasta la in­candescencia y utilizarlo para alumbrar?

Durante los setenta y cinco primeros años del si­glo xix hubo muchos inventores que intentaron utilizar la electricidad para producir luz. Unos treinta invento­res o aprendices de inventores llegaron, lo intentaron y fracasaron. La teoría era clara y elemental, pero parecía imposible superar las dificultades prácticas.

Thomas Alva Edison, que a la sazón contaba trein­ta y un años, anunció en 1878 que iba a abordar el problema. Inmediatamente se propagó la noticia por todo el mundo. La fe que la gente tenía depositada en su capa­cidad era tan absoluta, que las acciones del gas de alum­brado bajaron en las Bolsas de Nueva York y Londres. Y es que Edison acababa de hacer hablar a una máquina. Sus prodigios habían convencido a la gente de que podía inventar cualquier cosa.

Thomas A. Edison nació en Milán, Ohio, el 11 de fe­brero de 1847. De pequeño no mostró ningún signo de genialidad; todo lo contrario: su curiosa manera de formular preguntas pasaba por una «rareza» entre los vecinos. Y su maestro de escuela le llamó en cierta oca­sión «cabeza de chorlito». La madre de Edison, que tam­bién había sido maestra, montó en cólera y sacó inme­diatamente al joven Tom de la escuela.

Tom Edison halló su verdadera escuela en los libros y en sus manos. Leía cuanto caía bajo su vista, fuese cual fuere el tema, y la naturaleza insólita de su mente em­pezó ya a despuntar. Retenía casi todo lo que leía, y poco a poco aprendió a leer a la misma velocidad con que pasaba las páginas.

Al mismo tiempo que empezó a frecuentar los libros de ciencias comenzó también a experimentar. Para des­esperación de su madre montó un laboratorio de quími­ca en su casa, pero los productos y los materiales eran caros y no tardó en convencerse de que tenía que ganar­se los cuartos por su cuenta.

En primer lugar intentó cultivar hortalizas para ven­der. Más tarde, a los catorce años, obtuvo un empleo de vendedor de periódicos en el tren que iba de Port Hurón a Detroit (el tiempo de parada en Detroit lo pasaba en la biblioteca); pero como los ingresos no le llegaban, compró una imprentilla de segunda mano y empezó a publicar un semanario. Muy pronto llegó a vender 400 ejemplares de cada número entre los pasajeros del tren.

Con el dinero que ganó instaló un laboratorio de química en el furgón de equipajes, donde podía experi­mentar a sus anchas. Pero las cosas se torcieron, porque un día, al pasar por un tramo algo irregular, se volcó un matraz lleno de fósforo y provocó un incendio. Aunque se logró apagar el fuego, el conductor, enfurecido, cogió a Edison por las orejas y le puso, junto con el laborato­rio, fuera del tren. Allí acabó la aventura.

Edison sufrió por aquella época otro golpe de mala suerte. En cierta ocasión intentó coger un tren en marcha, pero se quedó colgado del estribo, con peligro de caerse y matarse. Uno de los empleados del tren le agarró por las orejas y le subió. Edison salvó la vida, pero a costa del delicado mecanismo del oído interno, quedando par­cialmente sordo para siempre.

En 1862 comenzó otra fase de su vida. Un buen día el joven Tom, que tenía entonces quince años, viendo que un vagón de mercancías se abalanzaba sobre un niño que jugaba entre las vías, corrió como una centella hacia el infortunado y le puso fuera de peligro. El padre, lógi­camente agradecido, no tenía dinero con qué premiar a Tom, así que se ofreció para enseñarle telegrafía. Para Edison aquello valía más que cualquier fortuna.

Edison se convirtió en uno de los telegrafistas más rápidos de su tiempo. Cuentan que trabajaba de forma tan automática, que cuando recibió por telégrafo la no­ticia de que habían asesinado a Lincoln, tomó el mensaje mecánicamente, sin darse cuenta de lo que había suce­dido.

En 1868 marchó a Boston, donde se colocó de telegra­fista. Los demás empleados de la oficina quisieron pasar un buen rato a costa del joven provinciano y le pusieron a tomar los mensajes enviados por el teclista más rápido de Nueva York. Edison recogió sin fatiga todo cuanto salía del hilo. Al terminar, todos le vitorearon.

Edison patentó aquel mismo año su primer invento —un dispositivo para registrar mecánicamente los votos del Congreso—, pensando que así se abreviarían los trá­mites legislativos. Uno de los diputados le dijo, sin em­bargo, que no había ningún deseo de acelerar los trámi­tes; las votaciones lentas eran, a veces, una necesidad política. A partir de entonces, Edison decidió no inven­tar jamás nada sin estar seguro de que se necesitaba.

En 1869 marchó a Nueva York para buscar empleo. Mientras esperaba en la oficina de colocación a que le en­trevistaran se estropeó una de las máquinas del telégrafo. Era un aparato que transmitía los precios del oro y de él dependían verdaderas fortunas; de pronto había dejado de funcionar y nadie sabía por qué. La oficina era un verdadero galimatías, y ninguno de los mecánicos acer­taba con la avería. Edison inspeccionó la máquina y con toda calma dijo que sabía dónde estaba el fallo.

«Pues venga, arréglala», le gritó el jefe, fuera de sí. Edison lo hizo en cuestión de minutos y consiguió un empleo mejor pagado que ninguno de los que había te­nido hasta entonces. Pero no duró mucho tiempo, por­que al cabo de pocos meses decidió convertirse en in­ventor profesional. Para ello comenzó por un indicador de cotizaciones eléctrico y automático que había diseñado durante su estancia en Wall Street; el aparato servía para tener informados a los agentes de Bolsa de los pre­cios de las acciones.

Edison fue a ofrecer el invento al presidente de una gran empresa de Wall Street; pero dudaba entre pedir 3.000 dólares o arriesgarse a subir hasta 5.000. Cuando llegó el momento, perdió los nervios y dijo: «Hágame usted una oferta.» El hombre de Wall Street respondió: «¿Qué le parecen 40.000 dólares?»

A sus veintitrés años, Edison estaba metido de hoz y coz en los negocios. Durante los seis años siguientes trabajó en Newark, New Jersey, inventando, trabajando veinte horas al día, durmiendo a salto de mata y forman­do un grupo competente de ayudantes. Y, no se sabe cómo, encontró también tiempo para casarse.

El dinero le llegaba a espuertas, pero para Edison el dinero era sólo algo para invertir en nuevos experi­mentos.

En 1876 montó un laboratorio en Menlo Park, New Jersey, destinado a ser una «fábrica de inventos». Su idea era sacar un nuevo invento cada diez días. El «Mago de Menlo Park» (así se le llamaba) patentó antes de su muerte más de mil, proeza que ningún inventor ha igua­lado ni de lejos.

Desde Menlo Park, Edison mejoró el teléfono y lo transformó en un instrumento práctico. Y allí inventó lo que sería su creación favorita: el fonógrafo. Recubrió un cilindro con una lámina de cinc, colocó encima una aguja flotante y conectó un receptor para transportar las ondas sonoras a la aguja y desde la aguja. Finalmente, anunció que la máquina hablaría.

Aquello movió a risa a sus colaboradores, incluido el mecánico que había construido la máquina según las especificaciones de Edison. Pero fue éste quien rió el último. Mientras el cilindro recubierto de cinc giraba bajo la aguja, Edison pronunció unas palabras en el receptor; luego colocó la aguja al comienzo del cilindro y sa­lieron las palabras que había pronunciado: «Mary had a little lamb, its fleece was white as snow» (Mary tenía un corderito, de lana tan blanca como la nieve.)

«Gott im Himmel», exclamó el mecánico que había construido la máquina.

¡Una máquina que hablaba! El mundo entero quedó asombrado; no había duda de que Edison era un mago, así que cuando a continuación anunció que inventaría la luz eléctrica, todos le creyeron.

Pero esta vez Edison había subestimado las dificulta­des. Durante un tiempo pareció que iba a fracasar, pues le costó un año y 50.000 dólares comprobar que los hilos de platino no servían.

Tras cientos de experimentos halló lo que buscaba: un hilo que se pusiera incandescente sin fundirse ni rom­perse. Y para eso ni siquiera hacía falta un metal, bas­taba un hilo de algodón carbonizado; un frágil filamento de carbono.

El 21 de octubre de 1879 montó Edison uno de esos filamentos en una bombilla, que lució ininterrumpida­mente durante cuarenta horas. ¡Había nacido la luz eléc­trica! El día de Nochevieja de ese año se iluminó eléctri­camente la calle principal de Menlo Park, como demos­tración pública Periodistas de todo el mundo acudieron a cubrir el acontecimiento y a maravillarse ante el más grande inventor de la historia.

Aquel fue el auge de la vida de Edison. Nunca volvió a alcanzar cotas parecidas, aunque siguió trabajando du­rante más de medio siglo. Aun así patentó inventos cru­ciales que allanaron el camino del cinematógrafo y de toda la industria de la electrónica. Hasta su muerte a los ochenta y cuatro años, ocurrida el 18 de octubre de 1913, el taller de Edison fue un caudal inagotable de inventos.

Quizá no sea preciso decir que Edison no fue un cien­tífico; tan sólo descubrió un nuevo fenómeno, el efecto Edison, que patentó en 1883. El efecto consistía en el paso de electricidad desde un filamento a una placa metá­lica dentro de un globo de lámpara incandescente. El descubrimiento recibió poco eco en su tiempo, y ni si­quiera Edison prosiguió su estudio; pero fue el germen de la válvula de radio y de todas las maravillas electróni­cas de hoy.

El conocimiento abstracto no le interesaba; era un hombre práctico que quería transformar descubrimientos teóricos en artilugios útiles.

Pero quizá tampoco sean los inventos en sí lo que hay que destacar entre las aportaciones de Edison a nuestras vidas. Porque aunque es cierto que hoy disfrutamos del fonógrafo, del cine, de la luz eléctrica, del teléfono y de mil cosas más que él hizo posibles o a las que dio un valor práctico, hay que admitir que, de no haberlas in­ventado él, otro lo hubiera hecho, tarde o temprano; eran cosas que «flotaban en el aire».

No; Edison hizo algo más que inventar, y fue que dio al proceso de invención un carácter de producción en masa. La gente creía antes que los inventos eran golpes de suerte. Edison sacaba inventos por encargo y enseñó a la gente que no eran cuestión de fortuna ni de con­ciliábulo de cerebros. El genio, decía Edison, es un uno por ciento de inspiración y un noventa y nueve por cien­to de perspiración. Inventar exigía trabajar duro y pen­sar firme.

Y así es cómo la gente comenzó a habituarse a que los inventos y los perfeccionamientos fueran lloviendo en la vida cotidiana como el fenómeno más natural del mun­do; se hizo a la idea del progreso material y empezó a dar por descontado que los científicos, ingenieros e in­ventores no pararían de encontrar maneras nuevas y me­jores de hacer las cosas.

Es difícil decir cuál de los inventos de Edison fue su máxima aportación. Su contribución a la ciencia fue la idea general de un progreso continuo e inevitable, mate­rializado gracias a esforzados investigadores que trabajan en grupo o en solitario, con el objetivo de ensanchar el horizonte del hombre.

18. Darwin y Wallace
Uno de los libros más asombrosos que jamás se hayan escrito apareció en 1859, hace más de un siglo. Sólo se tiraron 1.250 ejemplares, y al día siguiente de salir a la calle no quedaba ni uno en las librerías. Se hicieron reim­presiones y desaparecieron con la misma celeridad.

El libro desató una enconada batalla de polémicas, donde fue objeto de ataques y de defensas; pero, final­mente, se alzó con la victoria. El libro es científico y no fácil de leer, y en algunos puntos está ya anticuado, pero jamás perdió popularidad.

El título completo es Sobre el origen de las especies a través de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. Hoy día lo co­nocemos sencillamente por El origen de las especies. El autor era un naturalista inglés, de nombre Charles Robert Darwin.

Charles Robert Darwin nació en Inglaterra, el 12 de febrero de 1809 (el mismo día que, en una lóbrega choza de los bosques americanos, nació Abraham Lincoln). Dar­win, a diferencia de Lincoln, nació en el seno de una

distinguida familia, rodeado de comodidades. El padre y el abuelo de Darwin eran médicos, y su abuelo Erasmus Darwin era también poeta y naturalista.

La educación académica de Darwin apuntó en un prin­cipio hacia la Medicina, e incluso llegó a marchar a Edimburgo para iniciar su formación médica. Pronto com­probó que aquello no le interesaba. Sin embargo, fue en aquella época cuando conoció y trabó amistad con varios científicos y descubrió que quería ser naturalista, como su abuelo.

Su vida dio el giro decisivo en 1831, cuando se enroló en el Beagle, un buque que estaba haciendo un periplo de cinco años por todo el mundo para explorar diversas costas y engrosar los conocimientos geográficos de aquel entonces. Darwin se enroló en calidad de naturalista, en­cargado de estudiar la vida animal y vegetal de lugares remotos.

La primera escala fue Tenerife, en las islas Canarias, y Brasil la segunda. Darwin capturó allí insectos y ñandús (grandes aves que han perdido la capacidad de vuelo). A medida que fueron bajando hacia el Sur observó que con el cambio de clima también cambiaban los tipos de plantas y animales. En la costa occidental de Sudamérica, donde el clima es distinto del de la oriental, observó muchos tipos que sólo se daban allí, y no en la otra costa. Por otro lado, desenterró esqueletos de animales fósiles que no eran iguales que los de la actualidad.

Darwin observó una cosa curiosa acerca de las «es­pecies». (Una «especie» es una clase de planta o animal que sólo procrea entre individuos pertenecientes a ella. Los perros y los zorros son especies distintas, por ejem­plo; pero en cambio no lo son los collies y los terrier.) Darwin observó que en las islas Galápagos (un grupo de islas frente a la costa de Ecuador, en Sudamérica) cada isla tenía su propia especie de pinzón (hoy se les sigue llamando «pinzones de Darwin»). Encontró nada menos que 14 tipos, cada uno de ellos ligeramente distinto de los demás. Unos tenían pico largo, otros corto, poco fino algunos, curvado otros, etc.

¿Por qué cada islote tenía su propia especie? ¿Sería que en un principio había una sola especie y que al vivir en islas distintas se había ramificado en varias, cada una de ellas provista de un pico especialmente apto para cap­turar el alimento (semillas, lombrices o insectos) de que se nutría ese tipo concreto de pinzón? Una especie ¿po­día transformarse en otra?

Tras abandonar las islas Galápagos, el Beagle cruzó el Pacífico y recaló en diversos puertos e islas de Austra­lia. Darwin se preguntó por qué el canguro, el vombat y el valabi vivían sólo en Australia y en ninguna otra parte, y lo explicó de la siguiente manera: Australia es una isla muy grande que en tiempos formaba parte de Asia hasta que el nivel del mar subió y la separó del continente. Al quedar así aislada, cambiaron los seres vi­vientes de la isla y aparecieron nuevas especies. Darwin llegó así a la conclusión de que las especies sí cambian.

Finalizado el viaje, Darwin dedicó muchos años a es­tudiar estos cambios en las especies. Hasta aquel momento eran muy pocos los que creían en la posibilidad de que una especie sufriera transformaciones, y nadie había encontrado una razón convincente que explicara el cam­bio. Darwin necesitaba hallar esa razón.

Hacia aquella época cayó en sus manos un libro famo­so escrito por un clérigo llamado T. R. Malthus. Malthus afirmaba que la población crecía siempre más deprisa que los recursos alimenticios, de manera que siempre habría algunos que morirían de hambre.

¡Claro! pensó Darwin. Todos los animales engendran muchas más crías de las que pueden vivir con los recur­sos alimenticios disponibles. Algunas tenían que morir para dejar el sitio a las demás. Y ¿cuáles morirían? Evi­dentemente, las que fuesen menos aptas para vivir en su medio.

Para aclararlo un poco más, supongamos que llevamos cierto número de perros a Alaska y otros tantos a Mé­jico. Los perros de Alaska que, por casualidad, tuvieran un pelaje más espeso sobrevivirían mejor en el gélido clima nórdico. Los perros de Méjico que hubiesen nacido con un pelaje ligero soportarían mejor el clima calu­roso. Al cabo de un tiempo sólo existirían perros muy lanudos en Alaska y perros de poco pelo en Méjico, amén de otros cambios debidos a otras diferencias am­bientales. Al cabo de miles de años habría tantas dife­rencias, que los dos grupos de perros ya no podrían cru­zarse entre sí. En lugar de una especie habría ahora dos. He ahí un ejemplo de lo que Darwin llamó «selección natural».

En 1858, Darwin seguía trabajando en un libro que había empezado en 1844. Los amigos le apremiaban, advirtiéndole que le iban a pisar la idea. Pero a Darwin no había quién le metiera prisa... y en efecto, hubo quien se le adelantó: Alfred Russel Wallace, inglés igual que Darwin, pero catorce años más joven.

La vida de Wallace fue muy parecida a la de Darwin: su afición a la naturaleza la tuvo desde pequeño y tam­bién participó en una expedición a islas lejanas.

Wallace estuvo en la Sudamérica tropical y en las In­dias Orientales. Aquí observó que las plantas y animales que vivían en las islas más al Este (las que continúan hasta Australia) eran completamente distintos de los de las islas del Oeste (las que prosiguen hasta Asia). La línea entre los dos tipos de vida era nítida y serpenteaba el archipiélago: hoy día se sigue llamando «línea de Wa­llace».

En 1855, durante su estancia en Borneo, le vino la idea de que las especies tenían que cambiar con el tiem­po. Y, en 1858, empezó a reflexionar también, igual que Darwin, sobre el libro de Malthus, llegando a la conclu­sión de que los cambios tienen lugar por selección natu­ral, que él llamó «la supervivencia de los más aptos».

Pero había una diferencia entre Darwin y Wallace: después de catorce años, el primero estaba trabajando aún en el libro, mientras que Wallace, de otro talante, con­cibió la idea, se sentó a escribir y lo despachó en dos días.

¿Y a quién diremos que envió Wallace el manuscrito para su lectura y crítica? Al famoso naturalista Charles Darwin, naturalmente.

Cuando éste lo recibió se quedó de piedra: eran exac­tamente sus mismas ideas, e incluso expresadas en un lenguaje parecido. Darwin era un auténtico científico: aunque había trabajado durante tanto tiempo en la teo­ría (y tenía testigos para demostrarlo), no trató de arro­garse el mérito. Inmediatamente pasó la obra de Wallace a otros científicos de talla. Y ese mismo año apareció en el Journal of the Linnaean Society un artículo firma­do por ambos.

Al año siguiente terminó finalmente Darwin su gran libro, El origen de las especies, que el público esperaba ya con impaciencia.

La mayor laguna en el razonamiento de Darwin es que no sabía exactamente cómo los padres transmitían sus caracteres a la descendencia, ni por qué los descen­dientes diferían entre sí. La pregunta la contestó Mendel en 1865, sólo seis años después de publicarse el libro de Darwin; pero la obra de Mendel permaneció inédita hasta 1900 (véase pág. 81). Darwin murió el 19 de abril de 1882 y nunca llegó a conocer bien las leyes de la heren­cia. Wallace vivió hasta 1913 y él sí conoció la obra de Mendel y de otros genetistas.

La gente suele decir que Darwin fue el creador de la «teoría de la evolución», la teoría de que la vida co­menzó en formas elementales, fue cambiando lentamente, se hizo más compleja y desembocó, finalmente, en las especies actuales.

Lo cierto es que él no fue su creador, porque muchos pensadores, entre los que no puede dejarse de señalar al francés Jean Baptiste de Lamarck, habían expuesto ya teorías parecidas (la de Lamarck es cincuenta años an­terior). Incluso el abuelo de Darwin tenía una de esas teorías, a la que dedicó un largo poema.

La gran aportación de Darwin y Wallace consistió en elaborar la teoría de la selección natural para explicar los cambios de las especies. Y quizá algo más importante aún: Darwin presentó una cantidad ingente de pruebas y razonamientos lógicos que respaldaban la teoría de la selección natural.

Una vez publicado el libro de Darwin, los biólogos tuvieron que rendirse a la evidencia. Los cambios de las especies habían sido hasta entonces simple especulación. A partir de 1859 hubo que aceptarlo como un hecho. Y así sigue siendo.

La idea de Darwin Wallace revolucionó la concepción de los biólogos: convirtió las ciencias de la vida en una sola ciencia. El hombre pasó a ocupar el lugar que le correspondía en el esquema de la vida, pues también él, como las demás especies, provenía de formas más ele­mentales.

19. Marie y Pierre Curie
La joven pareja, Pierre y Marie Curie, comenzó por hacerse con una tonelada de ganga de las minas de St. Joachimsthal, en Bohemia. Los dueños de la mina no opu­sieron ningún reparo, pero les advirtieron que tendrían que costear ellos el transporte hasta París.

La pareja pagó religiosamente y se quedó sin blanca.

El siguiente paso era encontrar un lugar dónde tra­bajar. Marie daba clases en una escuela femenina, en cu­yos terrenos había un cobertizo medio derruido y aban­donado. Preguntaron si podían utilizarlo y el director de la escuela, encogiéndose de hombros, contestó: «Por mí...»

El techo tenía goteras, prácticamente no había calefac­ción y tampoco manera de utilizar aparatos químicos decentes. Pero los Curie se instalaron.

Los trozos de roca negra eran muestras de un mineral llamado pechblenda, que contenía pequeñas cantidades de uranio. Hacía sólo dos años que Henri Antoine Becquerel había descubierto que el uranio emite radiaciones penetrantes.

Los Curie andaban, sin embargo, detrás de algo más que uranio. Disolvieron trozos de pechblenda en ácidos, lo trataron con diversos productos químicos y separaron algunos de sus elementos; de este modo dividieron la pechblenda en fracciones, conservando aquéllas que con­tenían el material que buscaban. Y lo que buscaban eran radiaciones más fuertes que las del uranio, mucho más fuertes.

Combinaron las fracciones deseadas de diferentes lotes de pechblenda y dividieron otra vez el material en frac­ciones más pequeñas.

Así pasaron semanas, meses, años... Un trabajo ago­tador. Pero las fracciones eran cada vez más pequeñas y las radiaciones que emitían, cada vez más fuertes.

En 1902, al cabo de cuatro años, la tonelada de pech­blenda había quedado reducida a un gramo de polvillo blanco: un compuesto de un nuevo elemento que jamás había visto nadie hasta entonces. Sus radiaciones eran tan intensas, que el recipiente de vidrio que lo contenía resplandecía en la oscuridad.

Ese resplandor retribuía con creces los cuatro años de trabajo de los Curie: habían escrito el fenómeno de la radiactividad en el mapa de la ciencia, y con letras bien grandes.

Marie Sklodowska nació en Varsovia el 7 de noviem­bre de 1867. Polonia no era por entonces un buen sitio para vivir, sobre todo para una joven devorada por la curiosidad de aprender cosas sobre el mundo. Aquella parte de Polonia estaba bajo el dominio de la Rusia za­rista, que no fomentaba la educación entre los polacos y ni siquiera permitía que las mujeres asistieran a la universidad.

Pero Marie no conocía obstáculos. Al terminar la escuela secundaria, consiguió libros prestados y empezó a estudiar química por su cuenta. Trabajando de tutora e institutriz logró ahorrar dinero bastante para enviar a una hermana suya a París, y en 1891 hizo ella lo propio. La tradicional simpatía de los franceses hacia los polacos oprimidos era una historia que se remontaba a los tiempos de Napoleón. Muchos polacos hallaron refugio en París. Marie podía estar segura de encontrar amigos.

Pero, más que amigos, lo que necesitaba era una for­mación universitaria, así que se matriculó en la univer­sidad más famosa de Francia, la Sorbona, y comenzó a estudiar todo lo que se le ponía por delante. Dormía en áticos sin calefacción, y comía tan poco, que más de una vez se desmayó en clase. Pero acabó siendo la número uno de la clase.

En 1894 le sonrió por segunda vez la suerte: conoció a un joven llamado Pierre Curie y se enamoraron. Pierre tenía ya un nombre en la física: él y su hermano Jacques habían descubierto que ciertos cristales, al someterlos a presión, adquirían una carga eléctrica positiva en un lado y otra negativa en el otro. Cuanto mayor era la presión, más grande era la carga. El fenómeno se denomina «pie­zoelectricidad» (del griego piezein, presionar). Hoy día encuentra aplicación en los micrófonos, radioreceptores y fonógrafos. Cualquier radiotransmisor se mantiene en frecuencia gracias a un cristal piezoeléctrico.

Marie y Pierre se casaron en 1895. Marie, que estaba haciendo el doctorado, obtuvo permiso para trabajar con su marido, de manera que ambos combinaron trabajo y vida doméstica. Su primera hija, Irene, nació en 1897.

El mundo de la ciencia se hallaba por entonces al bor­de de una revolución. El aire estaba cargado de ideas nuevas. Roentgen había descubierto los rayos X. Becquerel había descubierto que la radiación de los compues­tos de uranio era capaz de descargar un electroscopio, y logró demostrar cualitativamente que eran varios los compuestos de ese elemento que poseían tal propiedad, aunque el instrumental de que disponía era demasiado tosco para realizar mediciones cuantitativas precisas. El electrómetro diseñado por Pierre Curie y su hermano Jacques, basado en la piezoelectricidad, podía medir can­tidades muy pequeñas de corriente. Marie Curie decidió utilizar el aparato para estudiar cuantitativamente la ra­diación del uranio.

El principio era el siguiente: los rayos del uranio gol­peaban contra electrones de los átomos de aire y los expelían, dejando atrás «iones» que eran capaces de trans­mitir una corriente eléctrica. Así pues, la intensidad de los rayos del uranio cabía determinarla midiendo la can­tidad de corriente eléctrica que permitían al aire trans­portar. La corriente podía medirse equilibrándola en uno de los cristales de Pierre, con diferentes presiones. A una determinada presión, el cristal adquiría una carga suficiente para frenar la corriente.

Marie Curie halló que la cantidad de radiación es siem­pre proporcional al número de átomos de uranio, inde­pendientemente de cómo estén combinados químicamen­te con otros elementos. Y descubrió que otro metal pe­sado, el torio, también emitía rayos parecidos.

Apenas había cumplido los treinta y hacía sólo seis años que había llegado a París, pero su nombre ya empe­zaba a sonar. Pierre, viendo claramente que su joven y brillante esposa iba camino de convertirse en algo gran­de, abandonó su línea de investigación y se unió a la de ella.

El metal de uranio se obtenía principalmente del mineral pechblenda. Cuando los Curie necesitaban más uranio, tenían que extraerlo de un trozo de mineral. Pero no sin antes comprobar que ese trozo tenía suficiente uranio para que mereciera la pena, lo cual requería me­dir la radiactividad del mineral.

Un buen día, en el año 1898, dieron con un trozo de pechblenda tan radiactivo, que tendría que haber alber­gado más átomos de uranio en su seno que los que real­mente cabían.

Los Curie, asombrados, llegaron a la única conclusión posible: en la pechblenda había elementos aún más ra­diactivos que el uranio. Y como semejantes elementos no se conocían, tenía que tratarse de alguno que aún no se hubiese descubierto. Por otro lado, jamás se habían observado elementos extraños en la pechblenda, por lo cual debían de hallarse presentes en cantidades muy pe­queñas. Y para que cantidades tan pequeñas mostraran tanta radiación, los nuevos elementos tenían que ser muy, muy radiactivos. La lógica era aplastante.

Los Curie comenzaron por fraccionar la pechblenda, sin perder la pista de la radiactividad. Eliminaron el uranio y, tal y como esperaban, la mayor parte de la radiactivi­dad persistió. Hacia el mes de julio de ese año habían aislado una traza de polvo negro que era 400 veces más radiactiva que el uranio; este polvillo contenía un nuevo elemento que se comportaba como el telurio (un ele­mento que no es radiactivo). Decidieron bautizar al nuevo elemento con el nombre de «polonio», en honor de la patria de Marie.

Pero con ello sólo quedaba explicada parte de la ra­diactividad, así que siguieron fraccionando y trabajando sin tregua. En diciembre de ese año tenían una prepara­ción que era aún más radiactiva que el polonio: contenía un nuevo elemento que poseía propiedades parecidas a las del bario, un elemento no radiactivo que ya se cono­cía. Los Curie lo denominaron «radio».

Con todo, incluso sus mejores preparaciones sólo con­tenían ligeras trazas del nuevo elemento, cuando lo que necesitaban era una cantidad suficiente para verlo, pe­sarlo y estudiarlo. En la pechblenda había tan poco de ese elemento, que había que empezar con una cantidad muy grande de mineral. Así que los Curie se procura­ron otra tonelada y trabajaron durante otros cuatro años.

Marie Sklodowska Curie presentó en 1903 su trabajo sobre la radiactividad como tesis doctoral y recibió su título de doctora. Probablemente haya sido la tesis doc­toral más grande de la historia: ganó, no uno, sino dos Premios Nobel. En 1903 se les concedió a ella y a Pierre, junto con Henri Becquerel, el Nobel de Física por sus estudios de las radiaciones del uranio. Marie Curie reci­bió en 1911 el de Química por el descubrimiento del polonio y del radio.

El segundo premio lo recibió Marie en solitario; Pierre Curie había muerto trágicamente en 1906 en un acci­dente, arrollado por un coche de caballos.

Marie siguió trabajando. Tomó posesión de la cátedra de la Sorbona que había dejado vacante Pierre y se con­virtió en la primera mujer que enseñó en esta institución. Trabajaba sin interrupción, estudiando las propiedades y peligros de sus maravillosos elementos y exponiéndose ella misma a las radiaciones para estudiar las quemaduras que producían en la piel.

En julio de 1934, venerada por el mundo entero como una de las mujeres más grandes de la historia, Marie Curie murió de leucemia, causada probablemente por la continua exposición a las radiaciones radiactivas.

De haber vivido un año más habría visto cómo se concedía el tercer Premio Nobel a los Curie, esta vez a su hija Irene y a su yerno Frederic, que habían creado nuevos átomos radiactivos y descubierto la «radiactivi­dad artificial».

En 1946 se descubrió en la Universidad de California el elemento 96, al que se le llamó «curio», en eterno honor de los Curie.

Roentgen y Becquerel iniciaron, con el descubrimiento de radiaciones misteriosas, una nueva revolución cientí­fica, semejante a la de Copérnico en 1500.

La revolución copernicana la había puesto en escena Galileo con su telescopio. La segunda también precisaba de un dramaturgo, alguien que sacara a las radiaciones de las revistas científicas y las llevara a la primera plana de los periódicos. Ese papel lo desempeñaron los Curie y su nuevo elemento, el radio.

No hay duda de que su trabajo tuvo importancia cien­tífica (y también médica, porque el radio y otros ele­mentos parecidos sirvieron para combatir el cáncer). Pero por encima de eso hay que decir que su labor fue inmen­samente espectacular: en parte porque en ella intervino una mujer, en parte por las grandes dificultades que hubo que superar, y en tercer lugar por los resultados mismos.

No fueron los Curie, por sí solos, los que lanzaron a la humanidad a la era del átomo; los trabajos de Roent­gen, Becquerel, Einstein y otros científicos fueron en este sentido de mayor importancia aún. Pero la heroica inmigrante de Polonia y su marido crearon la expectativa de nuevos y más grandes acontecimientos.


20. Albert Einstein
El 29 de marzo de 1919 tuvo lugar un eclipse de sol que estaba llamado a ser uno de los más importantes de la historia de la humanidad. Los astrónomos de la Real Sociedad de Astronomía de Londres habían aguardado ansiosamente durante años a que llegara ese eclipse que les iba a permitir comprobar una nueva teoría física, re­volucionaria, propuesta cuatro años antes por un cientí­fico alemán llamado Albert Einstein.

El día del eclipse había un grupo de astrónomos en el norte de Brasil y otro en una isla frente a las costas de África Occidental. Cámaras de gran precisión se hallaban listas para entrar en acción y, en el momento del eclipse, tomar fotografías; pero no del propio sol eclipsado, sino de las estrellas que súbitamente aparecerían en el cielo oscurecido alrededor del sol.

Einstein había dicho que la posición aparente de esas estrellas daría la sensación de haber cambiado, que la masa del sol doblaría los rayos de luz estelar al pasar a su lado. Aquello sonaba a imposible, porque la luz, que era algo inmaterial, ¿cómo iba a verse afectada por la masa del sol? Si Einstein tenía razón, habría que retocar la imagen del universo que el gran Isaac Newton había construido más de doscientos años antes.

Por fin llegó el eclipse. Se hicieron las fotografías, se revelaron y se midieron con sumo cuidado las distancias entre las imágenes de las estrellas y el sol y entre una estrella y otra. Finalmente, se compararon estas medicio­nes con otras hechas sobre un mapa estelar de la misma región, sólo que tomado de noche y sin el sol en las cer­canías.

No había duda. Los astrónomos anunciaron los resul­tados: la atracción del sol doblaba los rayos luminosos y los apartaba de la trayectoria rectilínea. Einstein tenía razón. Una de las predicciones de su teoría estaba veri­ficada.

Albert Einstein nació en Alemania, el 14 de marzo de 1879. De niño tuvo problemas para aprender a ha­blar, y sus padres llegaron a pensar que padecía retraso mental. En la escuela secundaria no fue un estudiante brillante y se aburría con los monótonos métodos de enseñanza que se utilizaban en aquel tiempo en Alema­nia; así que no consiguió terminar sus estudios. En 1894 fracasó el negocio de su padre y la familia marchó a Milán. El joven Einstein, quien ya mostraba afición por la ciencia, partió para Zurich para matricularse en su fa­mosa escuela técnica, donde se puso de manifiesto su insólita aptitud para las matemáticas y la física.

Cuando Einstein se licenció en 1900 no consiguió un puesto docente en ninguna universidad, pero tuvo la suerte de encontrar un empleo administrativo en la ofi­cina de patentes de Berna: no era lo que él quería, pero al menos tendría tiempo para estudiar y pensar.

Y había mucho sobre lo que pensar: la vieja estruc­tura de la física, construida a lo largo de siglos, estaba siendo reestudiada a la luz de los nuevos conocimientos.

Los físicos pensaban, por ejemplo, que la luz se pro­pagaba por el espacio vacío. Como la luz consistía en ondas, tenía que existir algo en el espacio que sirviera de soporte a esas ondulaciones. Los físicos llegaron a la conclusión de que el espacio estaba lleno de algo llama­do «éter» y de que era la vibración de éste lo que for­maba las ondas luminosas.

Se pensaba también que el movimiento verdadero de la tierra podía medirse tomando como punto de referen­cia el éter: bastaría comparar la velocidad de la luz en la dirección del movimiento de la tierra con su velocidad en la dirección perpendicular (igual que se puede saber a qué velocidad baja un río si se mide la velocidad a la que podemos remar a favor de la corriente y la comparamos con la velocidad a la que podemos remar perpendicularmente a la corriente, cuando no hay ayuda del agua).

Este experimento lo realizaron con cuidado exquisito Albert A. Michelson y E. W. Morley, dos científicos nor­teamericanos, en 1887. Y vieron con asombro que no podían detectar diferencia alguna en la velocidad de la luz. ¿Habría algún error?

El descubrimiento y estudio de la radiactividad por Becquerel y los Curie ocasionaron otra explosión. Elemen­tos como el uranio, el torio y el radio emitían cantidades ingentes de energía. ¿De dónde salía? La estructura en­tera de la física se basaba en el hecho de que ni la ma­teria ni la energía podían destruirse ni crearse. ¿Habría que derribar todo el edificio de la física?

En 1905, a los veintiséis años, Albert Einstein publi­có sus ideas acerca de todas estas cuestiones. Suponga­mos —dijo— que la luz se mueve con velocidad constan­te sea cual sea el movimiento de su punto de origen, como parecía demostrar el experimento de Michelson-Morley. ¿Cuáles serían entonces las consecuencias?

Las consecuencias las expuso con ayuda de unas mate­máticas claras y directas. Según Einstein, no podía exis­tir movimiento absoluto ni falta absoluta de movimiento. La Tierra se mueve de una cierta manera al comparar su posición espacial con la del Sol; de otra distinta al com­pararla con la posición de Marte, pongamos por caso. Es más, al medir longitudes, masas o incluso tiempos, el movimiento relativo entre el objeto medido y el observa­dor que mide influye en los resultados de la comparación.

Materia y energía —dijo Einstein— eran aspectos di­ferentes de la misma cosa. La materia se puede convertir en energía y la energía en materia. Lo que sucedía en la radiactividad es que un trozo diminuto de materia se transforma en energía; pero la cantidad de materia con­vertida es tan pequeña que no puede pesarse con los métodos corrientes. En cambio, la energía creada por ese trocito de materia era lo bastante grande para detectarla.

Todo aquello parecía violar el sentido común, pero el caso es que las piezas encajaban perfectamente. Y ade­más explicaba algunas cosas que los científicos no acer­taban a explicar de otra manera.

La fama que adquirió Einstein por sus teorías le valió en 1909 una cátedra en la Universidad de Praga, y en 1913 fue nombrado director de un nuevo instituto de investigación creado en Berlín, el Instituto de Física Kaiser Wilhelm.

Dos años más tarde, en 1915, durante la Primera Guerra Mundial, publicó un artículo que ampliaba sus teorías y exponía nuevas ideas acerca de la naturaleza de la gravitación. Las teorías de Newton, según él, no eran suficientemente precisas, y la imprecisión se ponía clara­mente de manifiesto en la vecindad inmediata de grandes masas, como la del Sol.

Las teorías de Einstein explicaban la lenta rotación de la órbita del planeta Mercurio (el más próximo al Sol), rotación que las teorías de Newton no podían explicar; y predecían también que los rayos luminosos, al pasar cerca del Sol, se apartarían de su trayectoria rectilínea. El eclipse de 1919 demostró que la predicción era co­rrecta e inmediatamente se vio que Einstein era el pen­sador científico más grande que había habido desde Newton.

Einstein recibió el Premio Nobel de Física en 1921, pero no por la relatividad, sino por dar una explicación lógica del «efecto fotoeléctrico», resolviendo así el enig­ma de cómo la aplicación de luz era capaz de hacer que los electrones saltaran de la superficie de ciertos mate­riales. También se le premió por sus teorías del «movimiento browniano», el movimiento de partículas dimi­nutas suspendidas en un líquido o en el aire, fenómeno que venía intrigando a los físicos desde hacía casi ochen­ta años.

Alemania vivió luego días muy aciagos. Adolf Hitler y los nazis iniciaron la conquista del poder, propugnando una forma nueva y brutal de antisemitismo; y Albert Einstein era judío. En enero de 1933, cuando los nazis ganaron finalmente las elecciones, dio la casualidad de que Einstein se hallaba en California; prudentemente decidió no regresar a Alemania, sino que marchó a Bél­gica. Los nazis confiscaron sus propiedades, quemaron públicamente sus escritos y le expulsaron de todas las sociedades científicas alemanas.

Luego emigró a los Estados Unidos, donde fue bien acogido (en virtud de un decreto especial adoptó en 1940 la ciudadanía norteamericana). Einstein aceptó la invita­ción de trabajar en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, New Jersey.

Mil novecientos treinta y cuatro fue el año en que el físico italiano Enrico Fermi comenzó a bombardear ele­mentos con unas partículas subatómicas recién descubier­tas, llamadas «neutrones». Al bombardear uranio obser­vó resultados peculiares, pero no halló ninguna explica­ción satisfactoria. (La importancia de este trabajo fue reconocida en 1938, cuando se le concedió a Fermi el Premio Nobel de Física). Pocos años después, el químico Otto Hahn descubría en Berlín que al bombardear ura­nio con neutrones se producían átomos de aproximada­mente la mitad de peso que los del uranio.

Lise Meitner y O. R. Frisch, dos físicos alemanes re­fugiados que investigaban en Copenhague, dieron en 1938 una posible explicación del trabajo de Hahn. Se­gún ellos, cuando los neutrones chocaban contra los átomos de uranio, algunos de éstos se partían en dos: el fenómeno recibió el nombre de «fisión del uranio». La fisión del uranio liberaba mucha más energía que la radiactividad ordinaria, y además liberaba neutrones que podían provocar nuevas escisiones. El resultado podía

llegar a ser la explosión más tremenda que jamás se había visto. El experimento de Hahn demostró que la masa y la energía guardaban estrecha relación, tal y como había predicho Einstein.

En enero de 1939 llegó el físico danés Niels Bohr a los Estados Unidos para pasar varios meses en Princeton, donde tenía la intención de estudiar diversos pro­blemas con Einstein. Allí anunció las observaciones de Hahn y la explicación de Frisch y Meitner. Su teoría llegó rápidamente a oídos de Fermi, quien había huido de Italia (aliada por entonces con la Alemania de Hitler) y trabajaba en la Universidad Columbia.

Fermi estudió el tema con los físicos John R. Dunning y George Pegram, de Columbia, y decidió que Dunning realizara cuanto antes un experimento para comprobar los resultados de Hahn y la teoría de Frisch y Meitner. Trabajando contra reloj durante varios días, Dunning realizó el primer experimento, de los efectuados en Es­tados Unidos, que demostraba la posibilidad de escindir el átomo.

En el verano de 1939 se estudiaron con Albert Eins­tein todos estos hallazgos. Einstein escribió entonces una carta al presidente Flanklin D. Roosevelt, comunicán­dole que la bomba atómica era una posibilidad real y que no debía permitirse que las naciones enemigas se adelantaran en su fabricación.

Roosevelt se mostró de acuerdo con Einstein y pro­veyó inmediatamente fondos de investigación. La Era Atómica comenzaba a despuntar.

Albert Einstein murió el 18 de abril de 1955. Hasta ese mismo día urgió al mundo a llegar a algún acuerdo que desterrara para siempre las guerras nucleares.

Einstein fue el Newton de esa revolución científica que había comenzado con Roentgen y Becquerel. Sus teorías permitieron a los científicos predecir descubrimientos e investigarlos. Así ocurrió, por ejemplo, con la fisión del uranio: en cuanto fue descubierta, se vio que las teorías de Einstein ofrecían la posibilidad de la bomba y de la energía atómica.

Todo lo que en el futuro ocurra en torno a la energía atómica —para bien o para mal— tuvo su origen en las ecuaciones que inventó un joven empleado de la oficina de patentes para expresar la relación entre materia y energía.


21. Rutherford y Lawrence
Ernest Rutherford andaba detrás de caza mayor... o por lo menos era caza «mayor» en el mundo de la cien­cia, porque la pieza que quería cobrar era el diminuto átomo, cuyo diámetro sólo alcanza algunas milmillonésimas de centímetro. La pregunta era: ¿que había dentro de ese átomo?

Durante un siglo los científicos habían creído que el átomo era la partícula más pequeña que podía existir y que tenía la forma de una bola de billar. En la última década del siglo pasado se descubrieron partículas aún más pequeñas y se comprobó que los átomos radiactivos se desintegran y lanzan partículas «subatómicas» en todas direcciones.

Rutherford, para averiguar lo que ocultaba el minúscu­lo átomo, lo bombardeó con partículas aún más pequeñas: con esas partículas subatómicas que los átomos radiacti­vos dispersaban en todas las direcciones.

Estas partículas eran tan pequeñas y se movían tan deprisa, que atravesaban láminas finas de materia sin enterarse. Interponiendo una fina lámina de metal entre un estrecho haz de partículas y una placa fotográfica, el haz dejaba un punto oscuro en ésta después de atravesar la lámina. Rutherford notó en 1906 que el metal tenía un extraño efecto: el punto oscurecido era difuso, como si algunas de las partículas, al pasar por el metal, hubiesen sufrido una desviación.

Rutherford y Hans Geiger, su ayudante, decidieron investigar en 1908 el fenómeno, lanzando partículas con­tra un pan de oro de unas cuantas diezmilésimas de cen­tímetro de espesor; aun así, constituía un muro de 2.000 átomos de anchura. El razonamiento de Rutherford era que si los átomos llenaban por completo el espacio, las partículas no tendrían ninguna probabilidad de atravesar la lámina.

Pero las partículas sí pasaban; prácticamente todas lle­garon al otro lado en línea recta. Algunas, muy pocas, salían con cierto ángulo, como una bola de billar golpeada de lado. Y una de cada 20.000 rebotaba incluso hacia atrás.

¿Cómo podía ser eso? Rutherford diría más tarde que era como disparar un cañón contra un papel de celofán y que la bala retrocediera hasta el cañón.

Finalmente halló la explicación: la mayor parte del átomo era espacio vacío, a través del cual podían pasar fácilmente las partículas subatómicas; pero en el centro de cada átomo había un núcleo diminuto en el que se concentraba prácticamente toda la masa del átomo. Este núcleo estaba rodeado por partículas que giraban alre­dedor de él en órbitas, como los planetas.

Rutherford fue así el primero en descubrir la estruc­tura interna del átomo. Los experimentos se realizaron en 1908; ese mismo año recibió el Premio Nobel de Química, por trabajos que había realizado anteriormente, es decir, sus aportaciones más importantes vinieron des­pués de otorgársele el premio.

Ernest Rutherford fue realmente un científico del Im­perio Británico. Trabajó en Canadá y en Inglaterra, pero nació en Nueva Zelanda, el 30 de agosto de 1871. En la universidad, donde puso por primera vez de manifiesto su talento para la física, obtuvo una beca de la Univer­sidad de Cambridge. Allí estudió con el gran científico británico J. J. Thomson.

Rutherford trabajó primero en el campo de la elec­tricidad y el magnetismo; pero en 1895 (el año en que aquél llegó a Inglaterra) Wilhelm Roentgen conmovió el mundo científico con el descubrimiento de los rayos X. Thomson decidió inmediatamente seguir por esa direc­ción, y Rutherford le acompañó encantado.

La valía de Rutherford estaba ya por entonces fuera de toda duda, de manera que cuando quedó una vacante en el claustro de profesores de la Universidad McGill en Montreal, Thomson le recomendó. En 1898 salió Ruther­ford para Canadá.

Al año siguiente descubrió que las sustancias radiac­tivas emitían por lo menos dos clases de radiaciones; las llamó «rayos alfa» y «rayos beta», por las dos primeras letras del alfabeto griego. Más tarde se comprobó que los dos rayos eran chorros de partículas subatómicas. Los rayos alfa estaban compuestos de partículas de gran masa, y Rutherford los utilizó posteriormente como pro­yectiles para sondear el átomo. En 1903, él y un estu­diante llamado Frederick Soddy elaboraron las fórmulas matemáticas que describían la tasa de desintegración de las sustancias radiactivas.

En 1908 había descubierto ya cómo detectar una a una las partículas subatómicas: la partícula, al chocar contra una película de sulfuro de cinc, provocaba un brevísimo destello. El sulfuro de cinc «centelleaba». Rutherford, con ayuda de esta «pantalla de centelleo», podía seguir y contar cada partícula.

Con los proyectiles que había descubierto y el conta­dor que había fabricado, estaba en condiciones de explo­rar el interior del átomo. Diez años más tarde consiguió algo mucho más asombroso: utilizar sus proyectiles no en metales, sino en gases.

Al bombardear hidrógeno gaseoso con rayos alfa, éstos chocaban contra los núcleos de los átomos de hidrógeno, compuestos de partículas elementales llamadas «protones». Cuando los protones chocaban contra una pantalla de sulfuro de cinc, se observaba un tipo especial de destello brillante. Si se bombardeaba oxígeno, anhídrido carbónico o vapor de agua, no ocurría nada especial. Pero cuando el blanco era nitrógeno, volvían a aparecer los centelleos característicos de los protones.

¿De dónde salían esos protones? Sólo había una res­puesta posible: los rayos alfa, al chocar contra el núcleo del átomo de nitrógeno, arrancaba protones del mismo. El nitrógeno se transformaba así en un isótopo raro del oxígeno, y como consecuencia de la reacción se obser­vaba el protón. Rutherford fue el primero en transmutar un elemento (nitrógeno) en otro (oxígeno): había con­seguido (1909) la primera reacción nuclear artificial.

Con el paso de los años aumentó el número de inves­tigaciones sobre la estructura del átomo, para las cuales se necesitaban proyectiles subatómicos más rápidos y en mayor cantidad. Los rayos alfa cumplían bien su propó­sito, pero no tenían una energía suficientemente alta, mientras que las sustancias radiactivas que emitían rayos alfa no eran fáciles de conseguir.

Los científicos probaron con los protones, que podían obtenerse fácilmente a partir del hidrógeno. Los protones no eran tan pesados como las partículas de los rayos alfa, pero podían acelerarse hasta energías muy altas me­diante un campo eléctrico, mientras una serie de imanes mantenían a las partículas en la trayectoria deseada. El hombre que mostró la mejor manera de hacerlo fue otro Ernest: Ernest Orlando Lawrence, nacido en Cantón, Dakota del Sur, el 8 de agosto de 1901.

Fue en 1930, en la Universidad de California, cuando Lawrence empezó a estudiar el problema de acelerar protones. La dificultad era que siempre acababan por zafarse del dominio de los imanes que intentaban man­tenerlos en la trayectoria deseada. Había que hallar un modo de retenerlos dentro del instrumento hasta que adquirieran suficiente velocidad para ser útiles. ¿Por qué no hacer que giren en círculos?, pensó Lawrence.

Dicho y hecho: colocando una serie de imanes de una cierta manera construyó rápidamente un instrumento de fabricación casera. Los protones se veían obligados a seguir una trayectoria circular, acelerando continuamen­te, hasta salir finalmente despedidos del instrumento con una fuerza tremenda. Lawrence llamó «ciclotrón» al apa­rato, por ser circulares las trayectorias que seguían las partículas.

En 1931 se terminó de construir un ciclotrón más grande que el modelo original, a un coste de 1.000 dó­lares y capaz de producir protones de más de un millón de electrón-voltios de energía. Poco después, utilizando ciclotrones aún mayores, se consiguió comunicar a las partículas energías de 100 millones de electrón-voltios. Hoy día hay instalaciones, basadas en ese mismo prin­cipio del ciclotrón, que pueden producir partículas del orden de miles de millones de electrón-voltios de energía.

Los primeros «proyectiles» de Rutherford habían sido mejorados increíblemente. Ahora se podía destrozar un átomo y estudiar sus desechos como no se habría podido ni soñar pocos años antes.

Rutherford murió en 1937, pero llegó a ver el ciclo­trón en funcionamiento. Lawrence vivió lo suficiente para ver cómo su máquina enriquecía los conocimientos atómicos hasta el punto de hacer de la energía atómica una realidad. Durante la década de los cuarenta participó incluso en la investigación que desembocó en la cons­trucción de los primeros reactores nucleares. Dirigió un programa para separar cantidades industriales del isótopo uranio-235 y producir el elemento artificial plutonio. Los átomos de ambos podían escindirse en una reacción continua que proporcionase energía útil o que diese lugar a la devastadora explosión de una bomba atómica. Law­rence murió en 1958.

Mientras la radiactividad fue sólo una propiedad in­sólita de ciertos elementos raros, su importancia estuvo circunscrita a la física teórica y su influencia sobre las actividades del hombre fue muy pequeña.

Lo que hizo Ernest Rutherford fue transformar la radiactividad, de un mero fenómeno, en una herramienta. Utilizó las partículas subatómicas como proyectiles con los cuales romper el átomo y explorar el núcleo atómico.

Ernest Lawrence inventó un instrumento mejor para hacer lo mismo. Como resultado del trabajo de ambos, el interior del átomo reveló sus secretos en un plazo increíblemente breve. Veintitrés años después de la pri­mera reacción nuclear artificial, la humanidad sabía ya cómo iniciar una de esas reacciones y tenerla controlada como una especie de «horno» nuclear. Hace miles de años, el hombre había aprendido, de manera muy pare­cida, cómo hacer fuego y servirse de él.

Las conflagraciones nucleares pueden ser un gran peli­gro para la humanidad; pero lo mismo puede decirse de las guerras convencionales. El hombre ha obtenido beneficios ingentes del fuego, pese a sus peligros. ¿Será igual de sabio con los fuegos nucleares que ahora tiene en su poder?




22. Robert Hutchings Goddard
La gasolina se mezcló con el oxígeno líquido y ardió; el cohete ascendió tronando por la atmósfera. Al cabo de poco tiempo se agotó el combustible, el cohete siguió subiendo hasta un máximo y luego cayó.

La escena no es Cabo Cañaveral, años cincuenta, sino una granja cubierta de nieve en Auburn, Massachusetts. La fecha, el 16 de marzo de 1926. Un científico llamado Robert Hutchings Goddard ensayaba el primer cohete de combustible líquido que jamás salió disparado hacia los cielos.

El cohete sólo subió a una altura de 61 metros y no alcanzó una velocidad superior a los 90 kilómetros por hora; pero el experimento fue tan importante como el vuelo del Kitty Hawk de los hermanos Wright, con la diferencia de que lo de aquí no le importaba a nadie Goddard, que puso, él sólo, los fundamentos de la cohetería norteamericana, siguió siendo un desconocido hasta el día de su muerte.

Robert Goddard nació en Worcester, Massachusetts, en 1882. Se doctoró por la Universidad Clark en 1911 enseñó en Princeton y volvió a Clark en 1914. Allí co­menzó a hacer experimentos con cohetes.

En 1919 escribió un pequeño libro de 69 páginas sobre la teoría de cohetes. El título era Un método de alcanzar altitudes extremas. Durante la década anterior, un ruso llamado Ziolkovsky había escrito sobre temas muy parecidos, y no deja de ser un dato curioso que ya en aquella época Rusia y Norteamérica compitieran en el campo de la cohetería, sin saberlo ninguna de las dos.

Goddard fue el primero en poner en práctica la teoría. En 1923 probó su primer motor de cohete, utilizando combustibles líquidos (gasolina y oxígeno líquido). En 1926 lanzó el primer cohete. Su mujer le hizo una foto­grafía junto al artefacto: era un ingenio de 1,20 metros de alto, 15 centímetros de diámetro e iba sostenido por un bastidor parecido a un taca-taca de niño. Ese fue el abuelo de los grandes monstruos de Cabo Cañaveral.

Goddard consiguió que la Smithsonian Institution le concediera algunos miles de dólares para proseguir sus trabajos. En julio de 1929 lanzó un cohete algo mayor cerca de Worcester, Massachusetts. El nuevo modelo alcanzó más velocidad y altura que los anteriores; pero además llevaba a bordo un barómetro y un termómetro, así como una cámara para fotografiar ambos instrumen­tos. Fue el primer cohete que transportó instrumentos de medida.

Su fama de «chalado» que pretendía llegar a la luna (lo cual le dolía, porque detestaba la publicidad y lo único que le interesaba era estudiar la atmósfera supe­rior) le trajo luego problemas. Tras el lanzamiento de su segundo cohete hubo llamadas a la policía, que le pro­hibió realizar ningún experimento más en Massachusetts.

Tuvo entonces Goddard la fortuna de que un filán­tropo llamado Daniel Guggenheim le diera suficiente di­nero para poder montar una estación experimental en un lugar solitario de Nuevo Méjico, donde construyó cohetes aún más grandes y elaboró muchas de las ideas que hoy siguen explotándose en este campo. Diseñó cámaras de combustión de forma idónea y quemó gasolina con oxígeno con el fin de que la rápida combustión sirviera para refrigerar las paredes de la cámara. Inme­diatamente vio que la raíz del problema era conseguir velocidades de combustión muy rápidas con respecto al cuerpo del cohete.

Entre 1930 y 1935 lanzó cohetes que alcanzaron ve­locidades de hasta 880 kilómetros por hora y alturas de 2,5 kilómetros, y diseñó sistemas de guía y girosco­pios para mantener el rumbo deseado.

Finalmente pa­tentó la idea de los cohetes de fases múltiples.

El gobierno norteamericano nunca llegó a interesarse en sus trabajos; tan sólo le prestó apoyo durante la se­gunda guerra mundial, pero fue para que diseñara pe­queños cohetes que ayudaran a despegar a la aviación desde el portaaviones.

Mientras tanto, un grupo de científicos construía en Alemania grandes cohetes basados en los principios de Goddard; así llegaron al V-2, que, de haber sido perfec­cionado antes, podría haber dado la victoria a los nazis.

Cuando los expertos en cohetería alemanes llegaron a América después de la guerra y les preguntaron sobre su ciencia, contestaron mudos de asombro: pero ¿por qué no preguntan a Goddard?

Demasiado tarde; Goddard había muerto el 10 de agos­to de 1945, justo en el momento en que comenzaba a despuntar la Era Atómica.

Hoy día vivimos en plena época de los descubrimien­tos de Goddard. Es imposible decir exactamente qué be­neficios se derivarán de la conquista del espacio, pero lo que es seguro es que enriquecerá los conocimientos del hombre. Y también sabemos que cualquier incremento de los conocimientos ayuda a la humanidad, a veces por caminos impensados. (Ha habido casos en que el mal uso de los conocimientos ha perjudicado a la humanidad; pero eso es culpa de los hombres, no del conocimiento.)

Sea cual sea el futuro de los cohetes, el hecho es que comenzó con el pequeño cohete de Goddard, ése que se elevó 60 metros por encima de un campo nevado de Auburn.

Cronología


Año


Política, Sociedad, Economía

Letras, Artes, pensamiento

Ciencia y Técnica

  • 3500


a —3000

Apogeo de Sumer en Mesopotamia.

Egipto se unifica bajo el faraón Menes.

Escritura cuneiforme en Mesopotamia.

Jeroglíficos en Egipto

Comienzo del uso del bronce duro

Uso de la rueda en Sumer

  • 3000


a —2500

Grandes ciudades del valle del Indo.

Imperio Antiguo en Egipto

Zigurats mesopotámicos

Se extiende el uso de metales para herramientas

Primera representación de un navío egipcio

Industria sedera en China

Vidrio en Mesopotamia.


  • 2500


a —2000

Imperio de Sargón de Akkad


Periodo neosumerio en Mesopotamia
Conjunto de Gizeh en Egipto

Libro de los muertos en Egipto

Los chinos establecen el curso de las estaciones.

Utilización del papiro por los egipcios.

  • 2000


a —1500

Minoico medio en Creta

Imperio medio en Egipto

Hammurabi reina en Babilonia

Minoico reciente en Creta

Incursiones hititas en Mesopotamia y de los hicsos en Egipto


Creación del alfabeto semita

Primer periodo de la literatura china





Utilización del caballo como animal de tiro

Ecuaciones algebraicas en Egipto



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