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Figuras de pensamiento ensayos sobre la visión tradicional o «normal» del arte


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ALGUNAS REFERENCIAS AL RELIEVE PICTÓRICO



A la pintura, considerada como una imitación, un reflejo, o una sombra de un «modelo», a menudo se le llama engañosa; en la   IV.2, los fenómenos sensibles se comparan a un «muro pintado, que deleita a la mente falsamente»153. Un aspecto evidente de este efecto ilusionista es visible en el hecho de que aunque la superficie pintada misma es plana, sin embargo por el arte del pintor nosotros la vemos en tres dimensiones. En este sentido, la escultura, el bajorrelieve y la pintura pueden considerarse como tres especies de un mismo género, puesto que en los tres hay representación del relieve ( I.46.1 sig.).
El objeto de la nota presente es llamar la atención sobre dos referencias clásicas tardías y varias referencias indias en las que se habla en términos casi idénticos de las representaciones del relieve en la pintura. En la mayoría de estos contextos la referencia parece ser a la representación del relieve por luces y sombras, más bien que a cualquier tipo de perspectiva lineal. Nosotros no podemos asumir ningún traspaso de las expresiones, aunque las fechas podrían permitirlo, sino asumir más bien que la manera de pintar antigua, a partir de imágenes mentales, y, por consiguiente, en la luz abstracta, debe haber afectado al espectador similarmente por todas partes.
Vitrubio (siglo I a. C.) dice que «Agatharchus, en Atenas, cuando Esquilo recitaba una tragedia, pintaba una escena, y dejaba un comentario sobre ella. Esto condujo a Demócrito y a Anaxágoras a escribir sobre el mismo tema, mostrando como, dado un centro en un lugar definido, la línea debe corresponder naturalmente con la mirada debida al punto de vista y a la divergencia de los rayos visuales, de manera que por este engaño pueda darse una representación fiel de la apariencia de los edificios en el escenario pintado, y de manera que, aunque todo está dibujado sobre una fachada vertical plana, algunas partes se vean como alejándose, y otras como permaneciendo en frente»154. Longino (probablemente del siglo I d. C.) dice que en la pintura, «aunque las luces y las sombras se encuentran juntas en el mismo plano, sin embargo las luces saltan al ojo y no sólo parecen estar delante, sino también mucho más cerca»155 (   XVII.2). Similarmente, y quizás alrededor de la misma época, Hermes Trismesgistus (Lib. XI.2.17A)156 dice «por ejemplo, en las pinturas nosotros vemos que las cimas de las montañas se elevan, aunque la pintura misma es lisa y plana». Sexto Empírico (siglo II d. C.), al examinar la distinción de los sentidos entre sí, observa que «para el ojo, las pinturas parecen tener depresiones y elevaciones, pero ello no es así para el tacto» (, I.92).
En el   de Asaga XIII.17 (siglo IV d. C.) encontramos «no hay ningún relieve en una pintura, y sin embargo nosotros lo vemos ahí». En el  157 se alude a una pintura como «vista en relieve, aunque es realmente sin relieve». En el  de , VI.13, 14 (alrededor del siglo V d.C.) encontramos la metáfora vívida de los ojos del espectador que efectivamente «tropiezan en el relieve». En el  de Hemacandra, I.1.360 (siglo XII) un hombre, cuyos ojos están fijos en las formas (probablemente pintadas) de una bella mujer, etc., se dice que tropieza, como si el ribete de su vestido le hubiera puesto la zancadilla; en el  del mismo autor, texto p. 7, «el hombre de discernimiento distingue entre lo real y lo irreal, de la misma manera que el entendido de pintura distingue entre las áreas niveladas y las áreas en relieve». En el , Fábula VI (siglo XII o anterior) tenemos el siguiente verso, «los hombres ingeniosos pueden hacer aparecer altos y bajos en una superficie plana». Algo anteriormente, el , III.43.21, en un capítulo sobre la pintura, había enunciado que «puede llamarse un maestro de la pintura quien puede descubrir las distinciones entre lo que está elevado y lo que está deprimido». 158 cita un pasaje del  de Bhoja al efecto de que donde hay relieve en una pintura, esto es la representación de montañas, etc., aunque no hay ningún desnivel en la pintura misma. Los tratados medievales y antiguos sobre pintura dan instrucciones para la representación del relieve en la pintura por medio de luces y de sombras159.

CAPÍTULO XV




LA MENTALIDAD PRIMITIVA


El mito no es mío propio, yo lo recibí de mi madre.



Eurípides, fr. 488.

Quizás no haya un tema que se haya investigado más extensamente y malinterpretado más prejuiciadamente por el científico moderno que el del folklore. Por «folklore» entendemos ese cuerpo de cultura íntegro y consistente que no se ha transmitido en libros, sino oralmente y por la práctica, desde un tiempo más allá del alcance de la investigación histórica, en la forma de leyendas, cuentos de hadas, baladas, juegos, juguetes, oficios, medicina, agricultura, y otros ritos, y formas de organización social, especialmente las que nosotros llamamos «tribales». Este es un complejo cultural independiente de las fronteras nacionales e incluso raciales, y de notable similitud en todo el mundo160; se trata, en otras palabras, de una cultura de extraordinaria vitalidad. El material del folklore difiere de el de la «religión exotérica», con la que puede estar en una suerte de oposición —como lo está de una manera completamente diferente con la «ciencia»161— por su contenido más intelectual y menos moralista; y más obvia y esencialmente, por su adaptación a la transmisión vernacular162: por una parte, como se cita arriba, «el mito no es mío propio,      », y por otra «el paso de una mitología tradicional a una “religión” es una decadencia humanista»163.
El contenido del folklore es metafísico. Nuestra incapacidad para reconocer esto se debe primariamente a nuestra propia ignorancia abismal de la metafísica y de sus términos técnicos. Observemos, por ejemplo, que el artesano primitivo deja en su obra alguna cosa inacabada, y que la madre primitiva no quiere oír que se alabe excesivamente la belleza de su hijo; ello es «tentar a la Providencia», y puede acarrear un desastre. A nosotros eso nos parece un disparate. Y sin embargo, en nuestra lengua vernácula sobrevive la explicación del principio implícito en ello: el artesano deja algo sin hacer en su obra por la misma razón que las palabras «estar acabado» pueden significar ya sea ser perfecto o ya sea morir164. La perfección es la muerte: cuando una cosa se ha realizado completamente, cuando todo lo que tenía que hacerse se ha hecho, cuando la potencialidad se ha reducido completamente a acto (), eso es el fin: aquellos a quienes los dioses aman mueren jóvenes. Esto no es lo que el artesano desea para su obra, ni la madre para su hijo. Puede ocurrir que el artesano o la madre campesina ya no sean conscientes del significado de una precaución que puede haber devenido una mera superstición; pero, ciertamente, nosotros, que nos llamamos a nosotros mismos antropólogos, deberíamos haber sido capaces de comprender cual era la única idea que podía haber hecho surgir una tal superstición, y deberíamos habernos preguntado si la campesina, con su observancia efectiva de la precaución, está defendiéndose o no de una peligrosa sugestión a la que nosotros, que hemos hecho de nuestra existencia un sistema más estrechamente cerrado, podemos ser inmunes.
Como una cuestión de hecho, la destrucción de las supersticiones implica invariablemente, en un sentido u otro, la muerte prematura del pueblo, o en todo caso el empobrecimiento de sus vidas165. Para tomar un caso típico, el de los aborígenes australianos, D. F. Thompson, que ha estudiado recientemente sus notables símbolos iniciatorios, observa que su «mitología apoya la creencia en una visitación ritual o sobrenatural que sobreviene a aquellos que desprecian o desobedecen la ley de los ancianos. Cuando esta creencia en los ancianos y su poder —a quienes, bajo las condiciones tribales, yo no he tenido nunca noticia de que se les maltratara— muere, o declina, como ocurre con la “civilización”, el caos y la muerte racial se siguen inmediatamente»166. Los museos del mundo están llenos de las artes tradicionales de innumerables pueblos cuyas culturas han sido destruidas por el siniestro poder de nuestra civilización industrial: pueblos que han sido forzados a abandonar sus propias técnicas altamente desarrolladas y bellas y sus diseños plenamente significantes para poder conservar sus propias vidas trabajando como mano de obra alquilada en la producción de materias primas167. Al mismo tiempo, los eruditos modernos, con algunas honorables excepciones168, han comprendido tan escasamente el contenido del folklore como los antiguos misioneros comprendían lo que consideraban sólo como las «invenciones bestiales de los paganos»; Sir J. G. Frazer, por ejemplo, cuya vida ha estado dedicada al estudio de todas las ramificaciones de la creencia y de los ritos populares folklóricos, al final de todo ello, sólo tiene que decir, en un tono de orgullosa superioridad, que fue «conducido, paso a paso, a examinar, como desde una espectacular altura, como desde algún Pasga de la mente, una gran parte de la raza humana; fui engañado, como por algún sutil encantador, a instruir el proceso de lo que yo no podía considerar sino como una oscura, una trágica crónica del error y de la locura humana, del esfuerzo infructuoso, del tiempo malgastado y de las esperanzas sofocadas»169 —¡palabras que suenan mucho más como si se tratara de la instrucción del proceso de la civilización europea moderna que como una crítica de una sociedad salvaje!
La característica distintiva de una sociedad tradicional es el orden170. La vida de la comunidad como un todo y la del individuo, cualquiera que sea su función, se conforma a modelos reconocidos, cuya validez nadie cuestiona: el criminal es el hombre que no  como comportarse, más bien que un hombre que no quiere comportarse171. Pero un tal no querer comportarse es muy raro, donde la educación y la opinión pública tienden a hacer simplemente grotesco todo lo que no debe hacerse, y donde, también, el concepto de vocación implica un honor profesional correspondiente. La creencia es una virtud aristocrática: «la increencia es para las turbas». En otras palabras, la sociedad tradicional es una sociedad unánime, y como tal completamente diferente de una sociedad proletaria e individualista, en la que los problemas de conducta mayores se deciden por la tiranía de una mayoría y los problemas de conducta menores por cada individuo por sí solo, y no hay ningún acuerdo real, sino sólo conformidad o inconformidad.
A menudo se supone que en una sociedad tradicional, o bajo condiciones tribales o de clan, que son aquellas en las que la cultura del pueblo floreció máximamente, al individuo se le compele arbitrariamente a conformarse a los modelos de vida que él sigue efectivamente. Sería más verdadero decir que bajo estas condiciones el individuo está desprovisto de ambición social. Está muy lejos de ser cierto que en las sociedades tradicionales el individuo está regimentado: sólo en las democracias, soviets, y dictaduras es donde se impone al individuo un modo de vida desde fuera172. En la sociedad unánime el modo de vida es auto-impuesto en el sentido de que «el fatum [destino] está en las cosas creadas mismas», y ésta es una de las muchas maneras en las que el orden de la sociedad tradicional se conforma al orden de la naturaleza: es en las sociedades unánimes donde se provee mejor a la posibilidad de la realización de sí mismo —es decir, la posibilidad de trascender las limitaciones de la individualidad. Como ha dicho Jules Romains, es aquí donde encontramos «la variedad más rica posible de estados de consciencia individual, en una armonía a la que hacen valiosa su riqueza y densidad»173, palabras que son peculiarmente aplicables, por ejemplo, a la sociedad hindú. Por otra parte, en los diferentes tipos de gobierno proletario, siempre nos encontramos con la intención de lograr una uniformidad rígida e inflexible; todas las fuerzas de la «educación»174, por ejemplo, están dirigidas a este fin. Lo que se construye es un tipo nacional más que un tipo cultural, y a este tipo único se espera que todo el mundo se conforme, al precio de ser considerado una persona peculiar o incluso un traidor si no lo hace. Es de Inglaterra de donde el Earl de Portsmouth observa, «lo que se necesita rescatar ahora es la riqueza y el genio de la variedad de nuestras gentes, tanto en el carácter como en las manos»175: ¡lo cual no podría decirse de los Estados Unidos! La explicación de esta diferencia ha de encontrarse en el hecho de que el orden que se impone al individuo desde fuera y en toda forma de gobierno proletario es un orden , no una «forma», sino una «fórmula» rutinaria, y hablando generalmente un modelo de vida que ha sido concebido por un solo individuo o por alguna escuela de pensadores académicos (los «marxistas», por ejemplo); mientras que el modelo al que se conforma la sociedad tradicional por su propia naturaleza, puesto que es un modelo metafísico, es una forma consistente pero no sistemática, y por consiguiente puede proveer a la realización de muchas más posibilidades y al funcionamiento de muchos más tipos de caracteres individuales de los que pueden estar incluidos dentro de los límites de cualquier sistema.
En el nivel popular, la unidad efectiva del folklore representa precisamente lo que la ortodoxia de una elite representa en un entorno relativamente versado. Por otra parte, la relación entre la metafísica popular y la metafísica versada es análoga y parcialmente idéntica a la de los misterios menores y mayores. En una medida muy amplia ambas metafísicas emplean los mismos símbolos, símbolos que se toman más literalmente en un caso, mientras que en el otro se comprenden parabólicamente; por ejemplo, los «gigantes» y los «héroes» de la leyenda popular son los titanes y los dioses de la mitología más versada, las botas de siete leguas del héroe corresponden a las zancadas de un Agni o de un Buddha, y «Pulgarcito» no es otro que el Hijo a quien el Maestro Eckhart describe como «pequeño, pero poderoso».                         .
Consideremos ahora la «mentalidad primitiva» que tantos antropólogos han estudiado: es decir, la mentalidad que se manifiesta en los tipos de sociedades normales que hemos estado considerando, y a los que nos hemos referido como «tradicionales». Primero deben zanjarse dos cuestiones estrechamente conexas. En primer lugar, ¿hay una cosa tal como una mentalidad «primitiva» o «alógica» distinta de la del hombre civilizado y científico? Los antiguos «animistas» daban por establecido que la naturaleza humana es constante, de manera que «si nosotros estuviéramos en la situación de los primitivos, y nuestra mente fuera lo que ahora es, nosotros pensaríamos y actuaríamos como ellos lo hacían»176. Por otra parte, para los antropólogos y psicólogos del tipo de Lévy-Bruhl, puede reconocerse una distinción casi específica entre la mentalidad primitiva y la nuestra177. La explicación de la posibilidad de desacuerdo en una materia tal tiene mucho que ver con la creencia en el progreso, creencia por la cual, de hecho, están distorsionadas todas nuestras concepciones de la historia y de la civilización178. Se da por supuesto demasiado expeditivamente que nosotros hemos progresado, y que cualquier sociedad salvaje contemporánea nuestra representa fielmente en todos los respectos la presunta mentalidad primitiva, pasando por alto que muchas características de esta mentalidad primitiva pueden estudiarse en casa tan bien o mejor que en una jungla africana: el punto de vista del cristiano o del hindú, por ejemplo, está en muchos respectos más cerca del punto de vista del «salvaje» que del de la burguesía moderna. De hecho, la única distinción real que puede hacerse entre dos mentalidades es la distinción entre una mentalidad moderna y una mentalidad medieval u oriental; y ésta no es una distinción específica, sino una distinción entre enfermedad y salud. Se ha dicho de Lévy-Bruhl que es un maestro consumado en abrir lo que es para nosotros un «mundo casi inconcebible»: como si no hubiera nadie entre nosotros para quienes la mentalidad reflejada en nuestro propio entorno inmediato no fuera igualmente «inconcebible».
Así pues, vamos a considerar la «mentalidad primitiva» como la describen, muy a menudo casi exactamente, Lévy-Bruhl y otros psicólogos-antropólogos. Se caracteriza en primer lugar por una «ideación colectiva»179; las ideas se tienen en común, mientras que en un grupo civilizado, cada uno tiene sus propias ideas180. Por ejemplo, aunque pude ser infinitamente variada en detalles, la literatura folklórica trata de la vida de los héroes, en todos los cuales se encuentran esencialmente las mismas aventuras y se exhiben las mismas cualidades. Ni por un momento se sospecha que una posesión de ideas en común no implica necesariamente la «imaginación colectiva» de estas ideas. Se argumenta que lo que es verdadero para la mentalidad primitiva no tiene ninguna relación con la experiencia, es decir, con una experiencia «lógica» tal como la nuestra. Sin embargo, es «fiel» a lo que el primitivo «experimenta». En tales casos la crítica implícita es exactamente paralela a la del historiador del arte que critica el arte primitivo porque no es «fiel a la naturaleza»; y a la del historiador de la literatura que pide a la literatura un psicoanálisis del carácter individual. El primitivo no estaba interesado en tales trivialidades, sino que pensaba en tipos. Por otra parte, éste era su medido de «educación»; pues el tipo puede ser imitado, mientras que el individuo sólo puede ser remedado.
La siguiente característica de la mentalidad primitiva, y la más famosa, ha sido llamada «participación», o más específicamente, «participación mística». Una cosa no es sólo lo que ella es visiblemente, sino también lo que ella representa. Los objetos naturales o artificiales no son para el primitivo, como pueden ser para nosotros, símbolos arbitrarios de alguna otra realidad tal vez más alta, sino manifestaciones efectivas de esta realidad181: el águila o el león, por ejemplo, no son tanto un símbolo o imagen  Sol como  Sol mismo en una semejanza (puesto que la forma es más importante que la naturaleza en la que puede manifestarse); y de la misma manera cada cosa  el mundo en una semejanza, y cada altar está situado en el centro de la tierra; se debe sólo a que nosotros estamos más interesados en lo que las cosas son que en lo que significan, más interesados en los hechos particulares que en las ideas universales, por lo que esto nos resulta inconcebible. Así pues, descender de un animal tótem, no es lo que al antropólogo le parece ser, es decir, una absurdidad literal, sino un descenso del Sol, el Progenitor y Prajpati de todo, en esa forma en la que se reveló, en visión o en sueño, al fundador del clan. El mismo razonamiento ratifica la comida eucarística; el Padre-Progenitor es sacrificado y compartido por sus descendientes, en la carne del animal sagrado: «Tomad y comed, esto es mi cuerpo»182. De manera que, como Lévy-Bruhl dice de tales símbolos, «muy a menudo su propósito no es “representar” a su prototipo para el ojo, sino facilitar una participación», y que «si su función esencial es “representar”, en el sentido pleno de la palabra, a seres u objetos invisibles, y hacer su presencia efectiva, se sigue que ellos no son necesariamente reproducciones o semejanzas de estos seres u objetos»183. Así pues, el propósito del arte primitivo, que es enteramente diferente de las intenciones estéticas o decorativas del «artista» moderno (para quien los motivos antiguos sobreviven sólo como «formas de arte» sin significado), explica su carácter abstracto. «Nosotros, los hombres civilizados, hemos perdido el Paraíso del “Alma de la imaginería primitiva []”. Nosotros ya no vivimos entre las imágenes que habíamos modelado dentro: hemos devenido meros espectadores, que las reflejamos sólo desde fuera»184.
La intelectualidad superior del arte primitivo y «folklórico» es confesada a menudo, incluso por aquellos que consideran como un progreso deseable la «emancipación» del arte de sus funciones lingüísticas y comunicativas. Así W. Deonna escribe, «El primitivismo expresa por el arte las ideas», pero «el arte evoluciona… hacia un naturalismo progresivo», que ya no representa las cosas «tales como se conciben» [yo diría más bien, «tales como se comprenden»], sino «tales como se ven»; sustituyendo así «la abstracción» por «la realidad»; y esa evolución, «del idealismo hacia un naturalismo» en el que «la forma [. la figura] tiende a predominar sobre la idea», es lo que el genio griego, «más artista que todos los demás», llevó a cabo finalmente185.
Haber perdido el arte de pensar en imágenes es precisamente haber perdido la lingüística propia de la metafísica y haber descendido a la lógica verbal de la «filosofía». La verdad es que el contenido de una forma «abstracta» —o más bien principial— tal como la rueda del sol neolítica (en la que  vemos sólo una evidencia del «culto de las fuerzas naturales», o como máximo una «personificación» de estas fuerzas), o el del correspondiente círculo con el centro y los radios o rayos, es tan rico que sólo podría exponerse plenamente en muchos volúmenes, e incorpora implicaciones que sólo con dificultad pueden expresarse en palabras, si es que pueden expresarse; la naturaleza misma del arte primitivo y folklórico es la prueba inmediata de su contenido esencialmente intelectual. Esto no se aplica sólo a las representaciones diagramáticas: en realidad no se hacía nada para el uso que no tuviera un significado tanto como una aplicación: «Las necesidades del cuerpo y del espíritu se satisfacían juntas»186; «lo físico y lo espiritual todavía no se habían separado»187, «la forma significante, en la que lo físico y lo metafísico formaban originalmente una polaridad equilibrada, se ha vaciado incesantemente en su vía de descenso hasta nosotros; nosotros decimos entonces que se trata de un “ornamento”»188. Lo que nosotros llamamos «invenciones» no son nada sino la aplicación de principios metafísicos conocidos a fines prácticos; y es por eso por lo que la tradición atribuye siempre las invenciones fundamentales a un héroe ancestral de la cultura (en último análisis, siempre un descendiente del Sol), es decir, a una revelación primordial.
En estas aplicaciones, por muy utilitario que fuera su propósito, no había ninguna necesidad de sacrificar la claridad de la significación original de la forma simbólica: al contrario, la aptitud y la belleza del artefacto expresa y depende al mismo tiempo de la forma que subyace en él. Podemos ver esto muy claramente, por ejemplo, en el caso de una invención tan antigua como la del «imperdible», que es simplemente una adaptación de una invención aún más antigua, la del alfiler recto o la aguja, que tiene en una extremidad una cabeza, anillo, u ojo, y en la otra una punta; se trata de una forma que como un «alfiler» penetra y sujeta directamente materiales, y como una «aguja» los sujeta dejando tras de sí como su «rastro» un hilo que se origina en su ojo. En el imperdible, el tallo originalmente recto del alfiler o de la aguja se vuelve sobre sí mismo de manera que su punta pasa nuevamente a través del «ojo» donde se sujeta firmemente, al mismo tiempo que sujeta cualquier material que ha penetrado189.
Quienquiera que esté familiarizado con el lenguaje técnico del simbolismo iniciatorio (en el caso presente, el lenguaje de los «misterios menores» del artesanado) reconocerá en seguida que el alfiler recto o la aguja es un símbolo de la generación, y que el imperdible es un símbolo de la regeneración. El imperdible es, además, el equivalente del botón, que sujeta cosas y está sujeto a ellas por medio de un hilo que pasa a través de sus perforaciones y que retorna a ellas, correspondiendo sus perforaciones al ojo de la aguja. La significación del alfiler de metal, y la del hilo que deja atrás la aguja (ya sea que esté o no asegurado a un botón que corresponde al ojo de la aguja) es la misma: es la del «hilo del espíritu» () por el que el Sol conecta todas las cosas y las sujeta a sí mismo; él es el bordador y el sastre primordial, que teje con un hilo vivo190 el tejido del universo, al cual son análogos nuestros vestidos.
Para el metafísico es inconcebible que formas tales como ésta, que expresa con precisión matemática una doctrina dada, pueda haber sido «inventada» sin un conocimiento de su significación. Es cierto que el antropólogo creerá que tales significados son meramente «leídos en» las formas por el simbolista sofisticado (también se podría pretender que una fórmula matemática pueda haber sido descubierta simplemente por azar). Pero que un imperdible o un botón carezcan de significado, y sean para nosotros una mera conveniencia, es simplemente la evidencia de nuestra ignorancia profana y del hecho de que tales formas se han «vaciado cada vez más de contenido [] en su vía de descenso hasta nosotros» (Andrae); el erudito del arte no está «leyendo en» estas formas inteligibles un significado arbitrario, sino simplemente está leyendo su significado, pues éste es su «forma» o su «vida», y está presente en ellas independientemente de que los artistas individuales de un período dado, o nosotros mismos, lo hayan sabido o no. En el caso presente, la prueba de que se había comprendido el significado del imperdible, puede señalarse en el hecho de que las cabezas u ojos de las fíbulas prehistóricas están decoradas regularmente con un repertorio de distintos símbolos solares191.
Puesto que las artes simbólicas del pueblo no se proponen contarnos lo que las cosas parecen, sino que su intención es remitirnos con sus alusiones a las ideas implícitas en estas cosas, podemos describirlas como teniendo una cualidad algebraica (más bien que «abstracta»), y en este respecto como esencialmente diferentes de los propósitos realistas y verídicos de un arte profano y aritmético, cuyas intenciones son contarnos lo que las cosas parecen, expresar la personalidad del artista, y evocar una reacción emocional. Nosotros no llamamos al arte folklórico «abstracto» porque en él no se llega a las formas por un proceso de omisión; ni lo llamamos «convencional», puesto que no se ha llegado a sus formas por experimentación y acuerdo; ni lo llamamos tampoco «decorativo» en el sentido moderno de la palabra, puesto que no carece de significado192; hablando propiamente es un arte principial, y sobrenatural más bien que naturalista. Así pues, la naturaleza del arte folklórico es ella misma la demostración de su intelectualidad: ciertamente, es una «herencia divina». En las figuras 5 y 6 ilustramos dos ejemplos del arte folklórico y uno del arte burgués. La informalidad, insignificancia y fealdad características de éste último serán evidentes. La figura 5 es un «ornamento»193 sármata, probablemente la jaez de un caballo. Hay una rueda central de seis radios, a cuyo alrededor rotan cuatro protomas equinos, dispuestos también a modo de rueda, formando un verticilo o  y es abundantemente claro que esto es una representación de la «procesión» divina, la revolución del Sol Supernal en un carro de cuatro caballos y de cuatro ruedas; una representación tal como ésta tiene un contenido que excede evidentemente en mucho al de las representaciones pictóricas más recientes de un «Sol» antropomórfico, o atleta humano, subido en un carro tirado efectivamente por cuatro caballos encabritados. Las otras dos ilustraciones son de juguetes modernos indios de madera: en el primer caso reconocemos un arte formal y metafísico, y un tipo que puede cotejarse a todo lo largo de una tradición milenaria, mientras que en el otro el efecto de la influencia europea ha llevado al artista no a «imitar a la naturaleza en su manera de operación», sino simplemente a imitar a la naturaleza en sus apariencias; ¡si hay que llamar «ingenuo» a uno u otro de estos tipos de arte, ese no es precisamente el arte tradicional del pueblo!


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