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Los actos fallidos”, caps. II y III de las “Conferencias de introducción al Psicoanálisis” (1916) Lección II. Los actos fallidos


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Los actos fallidos”, caps. II y III de las “Conferencias de introducción al Psicoanálisis” (1916)
Lección II. Los actos fallidos
Señoras y señores:
Comenzaremos esta segunda lección no con la exposición de nuevas hipótesis, sino con una investigación, eligiendo como objeto de la misma determinados fenómenos muy frecuentes y conocidos, pero insuficientemente apreciados, que no pueden considerarse como producto de un estado patológico, puesto que son observados en toda persona normal. Son estos fenómenos aquellos a los que nosotros damos el nombre de funciones fallidas (Fehlleistungen) o actos fallidos (Fehlhandlungen), y que se producen cuando una persona dice una palabra por otra (Versprechen=equivocación oral), escribe cosa distinta de lo que tenía intención de escribir (Verschreiben=equivocación en la escritura), lee en un texto impreso o manuscrito algo distinto de lo que en el mismo aparece (Verlesen= equivocación en la lectura o falsa lectura), u oye cosa diferente de lo que se dice (Verhören = falsa audición), claro es que sin que en este último caso exista una perturbación orgánica de sus facultades auditivas. Otra serie de estos fenómenos se basa en el olvido; pero no en un olvido duradero, sino temporal; por ejemplo, cuando no podemos dar con un nombre que nos es, sin embargo, conocido, y que reconocemos en cuanto otra persona lo pronuncia o logramos hallar por nosotros mismos al cabo de más o menos tiempo, o cuando olvidamos llevar a cabo un propósito que luego recordamos y que, por tanto, sólo hemos olvidado durante determinado intervalo. En un tercer grupo de estos fenómenos falta este carácter temporal; por ejemplo, cuando no logramos recordar el lugar en que hemos guardado o colocado un objeto o perdemos algo definitivamente. Trátase aquí de olvidos muy distintos de los que generalmente sufrimos en nuestra vida cotidiana y que nos asombran e irritan en vez de parecernos perfectamente comprensibles.
A estos casos se suma una gran cantidad de pequeños fenómenos conocidos bajo diversos nombres, y entre ellos determinados errores en los que vuelve a aparecer el carácter temporal, como, por ejemplo, cuando durante algún tiempo nos representamos determinadas cosas de una manera distinta a como antes sabíamos que eran y como tiempo después confirmaremos que en realidad son. Todos estos pequeños accidentes, que poseen un íntimo parentesco, como se nos muestra ya en el hecho de que los nombres con que (en alemán) los calificamos tienen común el prefijo ver, son, en su mayoría, insignificantes, de corta duración y escasa importancia en la vida cotidiana. Sólo en muy raros casos llega alguno de ellos (por ejemplo; la pérdida de objetos) a alcanzar alguna trascendencia práctica. Esta falta de trascendencia hace que no despierten nuestra atención ni den lugar más que a efectos de muy escasa intensidad.
Sobre estos fenómenos versarán varias de las conferencias que ante vosotros me propongo pronunciar aunque estoy seguro de que el solo enunciado de este propósito ha de despertar en vosotros un sentimiento de decepción. «Existen -pensaréis-, así en el extenso mundo exterior como en el más restringido de la vida psíquica, tantos oscuros problemas y tantas cosas extraordinarias y necesidades de un esclarecimiento en el campo de las perturbaciones psíquicas, que parece realmente frívolo y caprichoso prodigar el esfuerzo y el interés en tales nimiedades. Si pudierais explicarnos por qué un hombre cuyos órganos visuales y auditivos aparecen totalmente normales llega a ver en pleno día cosas inexistentes, o por qué otros se creen de repente perseguidos por aquellas mismas personas que hasta el momento le inspiraban mayor cariño, o construyen en su pensamiento, con sorprendente ingeniosidad, absurdos delirios que un niño hallaría desatinados, entonces diríamos que el psicoanálisis merecía todo nuestro respeto y atención. Pero si el psicoanálisis no puede hacer otra cosa que investigar por qué un orador de banquete comete un lapsus linguae, por qué una buena ama de casa no consigue encontrar sus llaves, o tantas otras futilidades del mismo género, entonces, realmente, nos parece que hay problemas más interesantes a los que podríamos dedicar nuestro tiempo y nuestro interés.»
Mas a esto os respondería yo: Tened paciencia; vuestra crítica es totalmente equivocada. Cierto es que el psicoanálisis no puede vanagloriarse de no haber dedicado jamás su atención a nimiedades, pues, por el contrario, los materiales que somete a observación son, en general, aquellos sucesos inaparentes que las demás ciencias desprecian, considerándolos en absoluto insignificantes. Pero ¿no confundiréis en vuestra crítica la importancia de los problemas con la apariencia exterior de los signos en que se manifiestan? ¿No hay acaso cosas importantísimas que en determinadas condiciones y momentos sólo se delatan por signos exteriores debilísimos? Sin dificultad ninguna podría citaros numerosas situaciones de este género. ¿De qué mínimos signos deducís los jóvenes haber conquistado la inclinación de una muchacha? ¿Esperaréis acaso una declaración amorosa o un apasionado abrazo, u os bastará desde luego con una simple mirada apenas perceptible para una tercera persona, un fugitivo ademán o la prolongación momentánea de un amistoso apretón de manos? Y cuando el magistrado emprende una investigación criminal, ¿necesita acaso para fijar la personalidad del delincuente encontrar en el lugar del crimen la fotografía y las señas del mismo, dejadas por él amablemente para evitar trabajo a la justicia, o se contenta con sutiles e imprecisas huellas que sirvan de base a su labor investigadora? Vemos, pues, que no tenemos derecho alguno a despreciar los pequeños signos, y que tomándolos en consideración pueden servirnos de guía para realizar importantes descubrimientos.
También yo, como vosotros, soy de la opinión de que los grandes problemas del mundo y de la ciencia son los que tienen preferente derecho a nuestra atención; pero resulta, en general, de escasísima utilidad formular el decidido propósito de dedicarnos por entero a la investigación de alguno de estos grandes problemas, pues en cuanto queremos poner en práctica tal decisión hallamos que no sabemos cómo orientar los primeros pasos de nuestra labor investigadora. En toda labor científica es mucho más racional someter a observación aquello que primeramente encuentra uno bajo sus miradas, esto es, aquellos objetos cuya investigación nos resulta fácil. Si esta primera investigación se lleva a cabo seriamente, sin prejuicio alguno, pero también sin esperanzas exageradas, y si, además, nos acompaña la suerte, puede suceder que merced a la conexión que enlaza todas las cosas entre sí, y claro es que también lo pequeño con lo grande, la labor emprendida con tan modestas pretensiones nos abra un excelente acceso al estudio de los grandes problemas.
Con estos argumentos creo haber contestado a vuestras objeciones y conseguido, al mismo tiempo, que no me neguéis vuestra atención durante las lecciones que dedique a tratar de los actos fallidos del hombre normal, fenómenos tan insignificantes al parecer. Como primera providencia, nos dirigiremos a alguien totalmente extraño al psicoanálisis, y le preguntaremos cuál es la explicación que da a la producción de estos hechos. Seguramente comenzará por respondernos que tales fenómenos no merecen esclarecimiento alguno, pues se trata únicamente de pequeños accidentes casuales. Mas ¿qué es lo que con esta frase quiere significar? ¿Querrá acaso afirmar que existen sucesos tan insignificantes que se encuentran fuera del encadenamiento de la fenomenología universal y que lo mismo hubieran podido no producirse? Pero el romper de este modo el determinismo natural, aunque sea en un solo punto, trastornaría toda la concepción científica del mundo (Weltanschauung). Debemos, pues, hacer ver a quien así nos contesta todo el alcance de su afirmación y mostrarle que la concepción religiosa del mundo se conduce más consecuentemente cuando sostiene que un gorrión no cae de un tejado sin una intervención particular de la voluntad divina.
Supongo que ante este argumento no intentará ya nuestro amigo deducir la consecuencia lógica de su primera respuesta, sino que se rectificará, diciendo que si él se dedicara a la investigación de estos pequeños fenómenos, acabaría por encontrarles una explicación, pues se trata, sin duda, de pequeñas desviaciones de la función anímica o inexactitudes del mecanismo psíquico, cuyas condiciones habrían de ser fácilmente determinables. Un sujeto que, en general, hable correctamente, puede muy bien cometer equivocaciones orales en los casos siguientes: 1º., cuando se halle ligeramente indispuesto o fatigado; 2º., cuando se halle sobreexcitado; 3º., cuando se halle excesivamente absorbido por cuestiones diferentes a aquellas a las que sus palabras se refieren. Estas afirmaciones pueden ser fácilmente confirmadas. Las equivocaciones orales se producen con particular frecuencia cuando nos hallamos fatigados, cuando padecemos un dolor de cabeza o en las horas que preceden a una jaqueca. En estas mismas circunstancias se produce también fácilmente el olvido de nombres propios, hasta el punto de que muchas personas reconocen en tal olvido la inminencia de una jaqueca. Del mismo modo, cuando nos hallamos sobreexcitados, confundimos fácilmente ya no sólo las palabras, sino también las cosas, haciéndonos reos de actos de aprehensión errónea, y los olvidos de proyectos y otra gran cantidad de actos no intencionados se hacen particularmente frecuentes cuando nos hallamos distraídos, esto es, cuando nuestra atención se halla concentrada sobre otra cosa. Un conocido ejemplo de tal distracción nos es ofrecido por aquel profesor del Fliegende Blatter que olvida su paraguas y se lleva un sombrero que no es suyo, porque su pensamiento se halla absorto en los problemas que se propone tratar en un próximo libro. Por propia experiencia conocemos todos los casos de olvido de propósitos o promesas, motivados por haberse producido, después de concebir los primeros o formular las segundas, sucesos que han orientado violentamente nuestra atención hacia otro lado.
Todo esto lo encontramos perfectamente comprensible y nos parece hallarse protegido contra cualquier objeción; mas, por otro lado, no presenta a primera vista todo el interés que quizá esperábamos. Sin embargo, examinando más penetrantemente estas explicaciones de los actos fallidos, hallaremos que las condiciones que se indican como determinantes de tales fenómenos no son todas de una misma naturaleza. La indisposición y los trastornos circulatorios proporcionan un fundamento fisiológico para la alteración de las funciones normales; pero, en cambio, la excitación, la fatiga y la distracción son factores de naturaleza distinta y a los que podríamos calificar de psicofisiológicos. Fácilmente podemos construir una teoría de su actuación. La fatiga, la distracción y quizá también la excitación general producen una dispersión de la atención que puede muy bien aminorar, hasta hacerla por completo insuficiente, la cantidad de la misma dirigida sobre la función de referencia, la cual puede entonces quedar fácilmente perturbada o ser realizada inexactamente. Una ligera indisposición o modificaciones circulatorias del órgano nervioso central pueden ejercer idéntico efecto, influyendo del mismo modo sobre el factor regulador, o sea sobre la distribución de la atención. Trataríase, pues, en todos los casos de efectos consecutivos a perturbaciones de la atención producidas por causas orgánicas o psíquicas.
Mas todo esto no parece aportar gran cosa a nuestro interés psicoanalítico. Podríamos, pues, sentirnos inclinados de nuevo a renunciar a nuestra labor; pero examinando más penetrantemente tales observaciones, nos daremos cuenta de que no todos los caracteres de los actos fallidos pueden explicarse por medio de esta teoría de la atención. Observaremos, sobre todo, que tales actos y tales olvidos se producen también en personas que, lejos de hallarse fatigadas, distraídas o sobreexcitadas, se encuentran en estado normal, y que solamente a posteriori, esto es, precisamente después del acto fallido, es cuando se atribuye a tales personas una sobreexcitación que las mismas niegan en absoluto. La afirmación que pretende que el aumento de atención asegura la ejecución adecuada de una función, y, en cambio, cuando dicha atención queda disminuida, aparece el peligro de perturbaciones e inexactitudes de todo género, nos parece un tanto simplista. Existe un gran número de actos que ejecutamos automáticamente o con escasísima atención, circunstancias que en nada perjudican a la más precisa ejecución de los mismos. El paseante que apenas se da cuenta de la dirección en que marcha, no por ello deja de seguir el camino acertado, y llega al fin propuesto sin haberse perdido.
El pianista ejercitado deja, sin pensar en ello, que sus dedos recorran precisamente las teclas debidas. Claro es que puede equivocarse; mas si su actividad automática hubiera de aumentar las probabilidades de error, sería natural que fuera el virtuoso, cuyo juego ha llegado a ser, a consecuencia de un largo ejercicio, puramente automático, el más expuesto a incurrir en errores. Mas, por el contrario, vemos que muchos actos resultan particularmente acertados cuando no son objeto de una atención especial, y que el error se produce, en cambio, cuando precisamente nos interesa de una manera particular lograr una perfecta ejecución, esto es, cuando no existe desviación alguna de la atención. En estos casos podría decirse que el error es efecto de la «excitación»; pero no comprendemos por qué esta última no habría más bien de intensificar nuestra atención sobre un acto al cual ligamos tanto interés. Cuando en un discurso importante o en una negociación verbal comete alguien un lapsus y dice lo contrario de lo que quería decir, cae en un error que no puede explicarse fácilmente por la teoría psicofisiológica ni tampoco por la de la atención.
Los actos fallidos se muestran además acompañados por un sinnúmero de pequeños fenómenos secundarios que nos parecen incomprensibles y a los que las explicaciones intentadas hasta el momento no han conseguido aún aproximar a nuestra inteligencia. Cuando, por ejemplo, hemos olvidado temporalmente una palabra, nos impacientamos e intentamos recordarla, sin darnos punto de reposo hasta hallarla. ¿Por qué el sujeto a quien tanto contraría este olvido logra tan raramente, a pesar de su intenso deseo, dirigir su atención sobre la palabra, que, como suele decirse, «tiene en la punta de la lengua» y que reconoce en el acto que otra persona la pronuncia ante él? Hay también casos en los que los actos fallidos se multiplican, se encadenan unos con otros y se reemplazan recíprocamente. Olvidamos por primera vez una cita y formamos el decidido propósito de no olvidarla en la ocasión siguiente; pero, llegada ésta, nos equivocamos al anotar la hora convenida. Mientras que por toda clase de rodeos intentamos recordar una palabra olvidada, huye de nuestra memoria una segunda palabra que nos hubiera podido ayudar a encontrar la primera, y mientras nos dedicamos a buscar esta segunda palabra, se nos olvida una tercera, y así sucesivamente. Análogos fenómenos suelen producirse en las erratas tipográficas, las cuales pueden considerarse como actos fallidos del cajista. En una ocasión apareció una de tales erratas persistentes en un periódico socialdemócrata. En la crónica de cierta solemnidad oficial podía leerse: «Entre los asistentes se encontraba S. A. el Kornprinz» (en lugar de Kronprinz). Al día siguiente rectificó el periódico, confesando su error anterior y diciendo: «Nosotros queríamos decir, naturalmente, el Knorprinz.» En estos casos se echa la culpa, generalmente, a un diablo juguetón que presidiría los errores tipográficos o al duende de la caja, expresiones todas que van más allá del alcance de una simple teoría psicofisiológica de la errata de imprenta.
Ignoro si os es también conocido el hecho de que la equivocación oral puede ser provocada por algo que pudiéramos calificar de sugestión. A este propósito existe la siguiente anécdota: Un actor inexperimentado se encargó, en una representación de La doncella de Orleáns, del importantísimo papel de anunciar al rey que el condestable (Connétable) le devolvía su espada (Schwert). Mas durante el ensayo general un bromista se entretuvo en intimidar al novicio actor apuntándole, en lugar de la frase que tenía que decir, la siguiente: «El confortable (Komfortable) devuelve su caballo (Pferd).» Naturalmente, el pesado bromista consiguió un maligno propósito, y en la representación el novel actor pronunció, en efecto, la frase, modificada, que le había sido apuntada en lugar de la que debía decir, a pesar de que varias veces se le había advertido la posibilidad de tal equivocación, o quizá precisamente por ello mismo. Todos estos pequeños rasgos de los actos fallidos no quedan ciertamente explicados por la teoría antes expuesta de la desviación de la atención; pero esto no quiere decir que tal teoría sea falsa. Para satisfacernos por completo le falta quizá algún complemento. Pero también muchos de los actos fallidos pueden ser considerados desde otros diferentes puntos de vista.
De todos los actos fallidos, los que más fácilmente se prestan a nuestros propósitos explicativos son las equivocaciones orales y las que cometemos en la escritura o la lectura. Comenzaremos, pues, por examinar las primeras, y recordaremos, ante todo, que la única interrogación que hasta ahora hemos planteado y resuelto a su respecto era la de saber cuándo y en qué condiciones se cometían. Una vez resuelta esta cuestión, habremos de consagrarnos a investigar lo referente a la forma y efectos de la equivocación oral, pues en tanto que no hayamos dilucidado estos problemas y explicado el efecto producido por las equivocaciones orales, seguiremos teniendo que considerarla, desde el punto de vista psicológico, como fenómenos casuales, aunque les hayamos encontrado una explicación fisiológica. Es evidente que cuando cometemos un lapsus puede éste revestir muy diversas formas, pues en lugar de la palabra justa podemos pronunciar mil otras inapropiadas o imprimir a dicha palabra innumerables deformaciones. De este modo, cuando en un caso particular elegimos entre todos estos lapsus posibles uno determinado, tenemos que preguntarnos si habrá razones decisivas que nos impongan tal elección o si, por el contrario, se tratará únicamente de un hecho accidental y arbitrario.
Dos autores, Meringer y Mayer, filólogo el primero y psiquíatra el segundo, intentaron en 1895 atacar por este lado el problema de las equivocaciones orales, y han reunido un gran número de ejemplos, exponiéndolos, en un principio, desde puntos de vista puramente descriptivos. Claro es que, obrando de este modo, no han aportado explicación ninguna de dicho problema, pero sí nos han indicado el camino que puede conducirnos a tal esclarecimiento. Estos autores ordenan las deformaciones que los lapsus imprimen al discurso intencional en las categorías siguientes: interversiones, anticipaciones, ecos, fusiones (contaminaciones) y sustituciones. Expondré aquí algunos ejemplos de estos grupos. Existe interversión cuando alguien dice «la Milo de Venus» en lugar de «la Venus de Milo», y anticipación en la frase «Sentí un pech..., digo, un peso en el pecho.» Un caso de eco sería el conocido brindis: «Ich fordere sie auf, auf das Wohl unseres Chefs aufzustossen» («os invito a hundir (aufstossen) la prosperidad de nuestro jefe», en lugar de «Os invito a brindar (stossen) por la prosperidad de nuestro jefe»). Estas tres formas de la equivocación oral no son muy frecuentes, siendo mucho más numerosos aquellos otros casos en los que la misma surge por una fusión o contracción. Un ejemplo de esta clase es el de aquel joven que abordó a una muchacha en la calle con las palabras: «Si usted me lo permite señorita, desearía acompañarla (begleiten)», pero en vez de este verbo begleiten (acompañar) formó uno nuevo (begleitdigen), compuesto del primero y beleidigen (ofender). En la palabra mixta resultante aparece claramente, a más de la idea de acompañar, la de ofender, y creemos, desde luego, que el galante joven no obtendría con su desafortunada frase un gran éxito. Como caso de sustitución citan Meringer y Mayer la siguiente frase: «Metiendo los preparados en el buzón (briefkasten)...», en lugar de «en el horno de incubación» (brütkasten).
El intento de explicación que los dos autores antes citados creyeron poder deducir de su colección de ejemplos me parece por completo insuficiente. A su juicio, los sonidos y las sílabas de una palabra poseen valores diferentes, y la inervación de un elemento poseedor de un valor elevado puede ejercer una influencia perturbadora sobre las de los elementos de un menor valor. Esto no sería estrictamente cierto más que para aquellos casos, muy poco frecuentes, de anticipaciones y ecos, pues en las equivocaciones restantes no interviene para nada este hipotético predominio de unos sonidos sobre otros. Los lapsus más corrientes son aquellos en los que se reemplaza una palabra por otra que presentan cierta semejanza con ella, y esta semejanza parece suficiente a muchas personas para explicar la equivocación. Así la cometida por un catedrático que al querer decir en su discurso de presentación: «No soy el llamado (Ich bien nicht geeignet) a hacer el elogio de mi predecesor en esta cátedra», se equivocó y dijo: «No estoy, inclinado (Ich bin nicht geneigt), etc.» O la de otro profesor que dijo: «En lo que respecta al aparato genital femenino, no hemos logrado, a pesar de muchas tentaciones..., perdón, tentativas...»
Pero la equivocación oral más frecuente y la que mayor impresión produce es aquella que consiste en decir exactamente lo contrario de lo que queríamos. Las relaciones tonales y los efectos de semejanza quedan ya aquí muy alejados de toda posible intervención, y en su lugar aparece, en el mecanismo de la equivocación, la estrecha afinidad existente entre los conceptos opuestos y la proximidad de los mismos en la asociación psicológica. De este género de equivocaciones poseemos ejemplos históricos. Así aquel presidente de la Cámara austro-húngara que abrió un día la sesión con las palabras siguientes: «Señores diputados: Hecho el recuento de los presentes y habiendo suficiente número, se levanta la sesión.» Cualquier otra fácil asociación, susceptible de surgir inoportunamente en determinadas circunstancias, puede producir efectos análogos a los de la relación de los contrarios. Cuéntase, por ejemplo, que en una fiesta celebrada con ocasión de la boda de una hija de Helmholz con el hijo del conocido inventor y gran industrial W. Siemens, el famoso fisiólogo Dubois-Reymond terminó su brillante brindis con un viva a la nueva firma industrial «Siemens y Halske», título de la sociedad industrial ya existente. La equivocación se explica por la costumbre de referirse a la citada firma industrial, popular en Berlín.
Así, pues, a las relaciones tonales y a la semejanza de las palabras habremos de añadir la influencia de la asociación de estas últimas. Pero tampoco esto es suficiente. Existe toda una serie de casos en los que la explicación del lapsus observado no puede conseguirse sino teniendo en cuenta la frase que ha sido enunciada o incluso tan sólo pensada anteriormente. Nos hallaremos, por tanto, ante un nuevo caso de eco, semejante a los citados por Meringer; pero la acción perturbadora sería ejercida aquí desde una distancia mucho mayor. Mas debo confesaros que con todo lo que antecede me parece habernos alejado más que nunca de la comprensión del acto fallido de la equivocación oral. No creo, sin embargo, incurrir en error diciendo que los ejemplos de equivocación oral citados en el curso de la investigación que precede dejan una nueva impresión merecedora de que nos detengamos a examinarlos. Hemos investigado, en primer lugar, las condiciones en las cuales se produce de un modo general la equivocación oral, y después las influencias que determinan tales deformaciones de la palabra, pero no hemos examinado aún el efecto del lapsus en sí mismo e independientemente de las circunstancias en que se produce. Si, por fin, nos decidimos a hacerlo así, deberemos tener el valor de afirmar que en algunos de los ejemplos citados la deformación en la que el lapsus consiste presenta un sentido propio. Esta afirmación implica que el efecto de la equivocación oral tiene, quizá, un derecho a ser considerado como un acto psíquico completo, con su fin propio, y como una manifestación de contenido y significación peculiares. Hasta aquí hemos hablado siempre de actos fallidos; pero ahora nos parece ver que tales actos se presentan algunas veces como totalmente correctos, sólo que sustituyendo a los que esperábamos o nos proponíamos.
Este sentido propio del acto fallido aparece en determinados casos en una manera evidente e irrecusable. Si las primeras palabras del presidente de la Cámara son para levantar la sesión en lugar de para declararla abierta, nuestro conocimiento de las circunstancias en las que esta equivocación se produjo nos inclinará a atribuir un pleno sentido a este acto fallido. El presidente no espera nada bueno de la sesión, y le encantaría poder levantarla inmediatamente. No hallamos, pues, dificultad ninguna para descubrir el sentido de esta equivocación. Análogamente sencilla resulta la interpretación de los dos ejemplos que siguen: Una señora quiso alabar el sombrero de otra, y le preguntó en tono admirativo: «¿Y ha sido usted misma quien ha adornado ese sombrero?» Mas al pronunciar la palabra adornado (aufgeputzt) cambió la u de la última sílaba en a, formando un verbo relacionado íntimamente con la palabra Patzerei (facha). Toda la ciencia del mundo no podrá impedirnos ver en este lapsus una revelación del oculto pensamiento de la amable señora: «Ese sombrero es una facha.» Una casada joven, de la que se sabía que ordenaba y mandaba en su casa como jefe supremo, me relataba un día que su marido, sintiéndose enfermo, había consultado al médico sobre el régimen alimenticio más conveniente para su curación, y que el médico le había dicho que no necesitaba observar régimen especial ninguno. «Así, pues -añadió-, puede comer y beber lo que yo quiera.» Esta equivocación muestra claramente todo un enérgico programa conyugal.
Si conseguimos demostrar que las equivocaciones orales que presentan un sentido, lejos de constituir una excepción, son, por el contrario, muy frecuentes, este sentido, del que hasta ahora no habíamos tratado en nuestra investigación de los actos fallidos, vendrá a constituir el punto más importante de la misma y acaparará todo nuestro interés, retrayéndolo de otros extremos. Podremos, pues, dar de lado todos los factores fisiológicos y psicofisiológicos y consagrarnos a investigaciones puramente psicológicas sobre el sentido de los actos fallidos; esto es, sobre su significación y sus intenciones. Con este objeto someteremos a observación desde este punto de vista el mayor acervo posible de material investigable. Mas antes de iniciar esta labor quiero invitaros a acompañarme en una corta digresión. Más de una vez se han servido diversos poetas de la equivocación oral y de otros actos fallidos como medios de representación poética. Este solo hecho basta para probarnos que el poeta considera el acto fallido (por ejemplo, la equivocación oral) como algo pleno de sentido, pues lo hace producirse intencionadamente, dado que no podemos pensar que se ha equivocado al escribir su obra y deja luego que su equivocación en la escritura subsista, convirtiéndose en una equivocación oral de su personaje. Por medio de tales errores quiere el poeta indicarnos alguna cosa que podremos fácilmente averiguar, pues veremos en seguida si la equivocación se encamina a hacernos ver que el personaje que la comete se halla distraído, fatigado o amenazado de un ataque de jaqueca. Claro es que no deberemos dar un valor exagerado al hecho de que los poetas empleen la equivocación oral como un acto pleno de sentido, pues, en realidad, podía la misma no tenerlo sino en rarísimas excepciones o ser, en general, una pura casualidad psíquica, y deber en estos casos su significación a la exclusiva voluntad del poeta, que, haciendo uso de un perfecto derecho, la espiritualizaría, dándole un sentido determinado para ponerla al servicio de sus fines artísticos. Mas, sin embargo, no nos extrañaría tampoco que, inversamente, nos proporcionaran los poetas, sobre la equivocación oral, un mayor esclarecimiento que el que pudiéramos hallar en los estudios de los filólogos y psiquíatras.
Un ejemplo de equivocación oral lo encontramos en el Wallenstein, de Schiller («Los Piccolomini», acto primero, escena tercera). En la escena precedente Max Piccolomini, lleno de entusiasmo, se ha declarado decidido partidario del duque, anhelando la llegada de la bendita paz, cuyos encantos le fueron descubiertos en un viaje en que acompañó al campamento a la hija de Wallenstein. A continuación comienza la escena quinta:
«QUESTENBERG. -¡Ay de nosotros! ¿A esto hemos llegado? ¿Vamos, amigo mío, a dejarle marchar en ese error sin llamarle de nuevo y abrirle los ojos en el acto?
OCTAVIO. -(Saliendo de profunda meditación.) Ahora acaba él de abrírmelos a mí y veo más de lo que quisiera ver.
QUESTENBERG. -¿Qué es ello, amigo mío?
OCTAVIO. -Maldito sea el tal viaje!
QUESTENBERG. -¿Por qué? ¿Qué sucede?
OCTAVIO. -Venid. Tengo que perseguir inmediatamente la desdichada pista. Tengo que observarla con mis propios ojos. Venid. (Quiere hacerle salir.)
QUESTENBERG. -¿Por qué? ¿Dónde?
OCTAVIO. -(Apresurado.) Hacia ella.
QUESTENBERG. -Hacia...
OCTAVIO. -(Corrigiéndose.) Hacia el duque, vamos.»
Octavio quería decir: «Hacia él, hacia el duque.» Pero comete un lapsus y revela a los espectadores, con las palabras «hacia ella» que ha adivinado cuál es la influencia que hace ansiar la paz al joven guerrero.
O. Rank ha descubierto en Shakespeare un ejemplo, aún más impresionante, de este mismo género. Hállase este ejemplo en El mercader de Venecia y en la célebre escena en la que el feliz amante debe escoger entre tres cofrecillos que Porcia le presenta. Lo mejor será copiar la breve exposición que Rank hace de este pasaje: «Otro ejemplo de equivocación oral delicadamente motivado, utilizado con gran maestría técnica por un poeta y similar al señalado por Freud en el Wallenstein, de Schiller, nos enseña que los poetas conocen muy bien la significación y el mecanismo de esta función fallida, y suponen que también los conoce o los comprenderá el público. Este ejemplo lo hallamos en El mercader de Venecia (acto tercero, escena segunda), de Shakespeare.
Porcia, obligada por la voluntad de su padre a tomar por marido a aquel de sus pretendientes que acierte a escoger una de las tres cajas que le son presentadas, ha tenido hasta el momento la fortuna de que ninguno de aquellos amadores que no le eran gratos acertase en su elección. Por fin, encuentra en Bassanio el hombre a quien entregaría gustosa su amor, y entonces teme que salga también vencido en la prueba. Quisiera decirle que, aun sucediendo así, puede estar seguro de que ella le seguirá amando, pero su juramento se lo impide. En este conflicto interior le hace decir el poeta a su afortunado pretendiente: «Quisiera reteneros aquí un mes o dos antes de que aventurarais la elección de que dependo. Podría indicaros cómo escoger con acierto. Pero si así lo hiciera sería perjura, y no lo seré jamás. Por otra parte, podéis no obtenerme, y si esto sucede, haríais arrepentirme, lo cual sería un pecado, de no haber faltado a mi juramento. ¡Mal hayan vuestros ojos! Se han hecho dueños de mi ser y lo han dividido en dos partes, de las cuales la una es vuestra y la otra es vuestra, digo mía; mas siendo mía, es vuestra, y así soy toda vuestra.» Así, pues, aquello que Porcia quería tan sólo indicar ligeramente a Bassanio, por ser algo que en realidad debía callar en absoluto, esto es, que ya antes de la prueba le amaba y era toda suya, deja el poeta, con admirable sensibilidad psicológica, que aparezca claramente en la equivocación, y por medio de este artificio consigue calmar tanto la insoportable incertidumbre del amante como la similar tensión del público sobre el resultado de la elección.
Observamos también con qué sutileza acaba Porcia por conciliar las dos manifestaciones contenidas en su equivocación y por suprimir la contradicción que existe entre ellas, dando, sin embargo, libre curso a la expresión de su promesa: «Mas siendo mía, es vuestra, y así soy toda vuestra.» Con una sutil observación ha descubierto también, ocasionalmente, un pensador muy alejado de los estudios médicos el sentido de una función fallida, ahorrándonos el trabajo de buscarlo por nuestra cuenta. Todos conocéis al ingenioso satírico Lichtenberg (1732-1799), del que Goethe decía que cada uno de sus chistes escondía un problema. Precisamente en un chiste de este autor aparece la solución del problema que nos ocupa, pues refiriéndose a un erudito en una de sus chistosas y satíricas ocurrencias, dice que a fuerza de haber leído a Homero había acabado por leer Agamenón siempre que encontraba escrita ante sus ojos la palabra angenommen (admitido). Y ésta es precisamente toda la teoría de la equivocación en la lectura. En la próxima lección examinaremos la cuestión de saber si podemos ir de acuerdo con los poetas en esta concepción de las funciones fallidas.

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