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La metáfora en ortega y en kuhn


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LA METÁFORA EN ORTEGA Y EN KUHN

Juan Manuel Checa1

Seminario de Filosofía Política de la Universidad de Barcelona

Para Salvi Turró, pues me “presentó” a Kuhn


La literatura que gira en torno a la metáfora es poco menos que oceánica. De esta última se han ocupado desde Ricouer, en su obra paradigmática La metáfora viva, hasta Derrida o, con mayor eminencia, Heidegger (por no mencionar los clásicos de Aristóteles o la filosofía analítica de nuestros días). Desde luego, las pretensiones de esta comunicación, y las exiguas fuerzas de su autor, no alcanzan a compendiar, ni tan sólo de pasada, todas esas conquistas. En lo que sigue se ha intentado, más bien, manifestar las semejanzas que dos autores, muy distintos en cuanto a intereses, métodos y fines, comparten sin embargo a propósito de esta figura. Para una mayor y más fecunda intelección de los mismos nos hemos permitido una teoría propia sobre la naturaleza y funciones de los giros metafóricos que, aunque dista mucho de ser concluyente, propiciará un nuevo escenario en virtud del cual puedan aquéllos jugar un nuevo y fascinante papel en lo que a la gnoseología se refiere. Deseamos fervorosamente -y esperamos poderlo demostrar al mismo tiempo- poner fin, de una vez por todas, a la suposición que ve en la metáfora un mero juego floral, un alarde estético sin ninguna entidad cognoscitiva. Al contrario, la metáfora, tanto en Ortega como en Kuhn, supone una valiosísima herramienta a la hora de poner cierto orden a la varia totalidad en la que nos vemos inmersos. Lo único que nos distinguirá de estos filósofos es que, además, defendemos que tal herramienta puede muy bien cambiar su curso, dirigiéndose hacia los oscuros recovecos de nuestra subjetividad para

esmaltarlos con la luz de la razón2. Pero todo esto ya se verá.

Antes de dar paso a los autores en los que se centra la presente comunicación tal vez fuera conveniente decir dos palabras sobre el tropo que, en cierto modo, los subsume. La metáfora es, prima facie, un símbolo. Uno entre muchos, pero que, sin embargo, tal vez baste por sí sólo para caracterizarlos a todos. En cualquier caso, nosotros sabemos lo que un símbolo o una metáfora significan y nos manejamos, muchas veces con alegría extrema, con expresiones del tipo: <> o <>. Atender a la nuda etimología de los términos <> o <> puede servirnos para poner de manifiesto que, sobre estos últimos, pesan peligrosos interrogantes.

En lo que se refiere al primero, Eugenio Trías, en su obra La razón fronteriza, anota siquiera marginalmente que procede del verbo sym-ballein, palabra que deriva de ballo (separar), y que denota la acción de arrojar dos cosas para ver si encajan. De ese último verbo también procede diaballo, origen a su vez del término griego diábolos, del latín tardío diabolus y del castellano diablo: ”El que desune o siembra la discordia”3. Esta definición también la recoge Joan Corominas en su extraordinario Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico, si bien no señala el paralelismo enunciado por el filósofo, y que nosotros nos hemos limitado a recoger, en cambio, para tratar de demostrar el carácter problemático que acompañó al término prácticamente desde su origen. De la metáfora el filólogo catalán nos dice que deriva del griego “llevar”, de donde procede el latino metaphŏra y, de nuevo, el griego  : “transporte”, “metáfora”; y “transportar, emplear figuradamente”.

Si el término <> gozaba de peculiares parentescos el término <>, desde un punto de vista lógico, entraña raras ambivalencias. Como afirma Ortega y Gasset en su Ensayo de estética a manera de prólogo, indica tanto un procedimiento como un resultado, una forma de actividad mental y el objeto logrado por ella4. Resulta difícil, por tanto, disociar ambas significaciones, por lo que dejaremos tamaña tarea de lado, por el momento, centrando nuestra atención en lo que primeramente quiere decir la metáfora.

De toda palabra u oración esperamos un único sentido; esto es, que venga acompañada de un significado literal, exacto y propio. Participar del mismo permite la entrada en una comunidad lingüística determinada, sea un grupo humano o un país (donde se hable tan sólo un idioma) o, incluso, acceder a un determinado lenguaje lógico, matemático o tecnológico. A ese dulce sentimiento de fraternal comunicación vamos a llamarlo, sin mayores precisiones, solidaridad lingüística5. Cotidianamente, lo presuponemos incluso en nuestras preguntas más simples. Así, si interrogo a una viandante por una calle cuya ubicación desconozco, quedaré francamente defraudado si me responde dándome la hora. Y, desde luego, no me servirá de ningún consuelo el hecho de que me la dé con total precisión. De mi hipotético interlocutor sólo esperaré dos cosas: la información que requiera o la declaración de su ignorancia al respecto. Busco una verdad determinada (o, en su defecto, el silencio) y no cualquiera de las muchas posibles. Si ese señor persevera en su actitud, podremos calificar a esta última, sin grave injusticia, de escasa o nula solidaridad lingüística, la cual convierte, por cierto, a la comunicación humana en algo más que una mera sucesión de signos sonoros6. Para concluir advertiremos que ocurre lo mismo en la dialéctica de los sentimientos, en la medida en que todos ellos exigen alguna correspondencia y reciprocidad. En otras palabras, esperamos amor de la persona a la que amamos, y por eso mismo resulta tan dolorosa la perfidia: pone de manifiesto que quien nos traiciona no merecía ser el objeto de nuestro afecto.

Simplificando, el sentido literal de palabras, frases o discursos es la condición de posibilidad del diálogo y también de la disputa, en tanto que ésta sólo se da si hay previamente una comprensión. Pero ¿qué ocurre con la metáfora? Más arriba denunciábamos su peculiar naturaleza, y es hora de separarla de los egregios diccionarios, sacándola a la luz para entender sus difusas propiedades, un poco al hilo de la anterior reflexión. Como ya dijimos, el tropo en cuestión significa emplear figuradamente uno o varios sentidos que una palabra u oración puedan tener. Pero debemos manejarnos, para lograr aquella solidaridad lingüística a la que nos referíamos, con un sentido literal y unívoco, con vistas a conseguir un futuro entendimiento. Para resolver esta aparente antinomia pasaremos a analizar más detenidamente nuestra figura, si bien con el precioso auxilio que brinda la filosofía.

El primer problema con el que nos enfrentemos consiste en saber qué es propiamente una metáfora; es decir, hay que adivinar si es un nombre, un adjetivo o una oración completa. De este trío tal vez la segunda posibilidad no resulte tan atractiva como las restantes. Sin embargo, basta un examen superficial para caer en la cuenta de que no conviene aventurar pronósticos arriesgados. Tomemos de la obra de Kafka, La metamorfosis, una figura metafórica:



<monstruoso insecto>>7

Hemos subrayado lo que, a primera vista, puede ser la figura que andamos buscando, obviando el hecho de que tal vez toda la narración no sea más que una metáfora dilatada; esto, una alegoría. Pero la primera impresión no es siempre la que cuenta. Si seguimos a un autor anglosajón, Max Black, podemos observar una dislocación en el sentido general que tiene la expresión, prescindiendo, al mismo tiempo, de las preposiciones y los artículos pues aportan una información impertinente. Según Black, reconocemos una metáfora en la medida en que ésta posee un sentido propio, peculiar, que la distingue de otros términos con los que comparte un contexto8.

Sin embargo, al considerar la construcción anterior analizando por separado los elementos que la constituyen, caemos en la cuenta de que todos ellos carecen de un significado metafórico. Por tanto, los términos “Gregor Samsa”, “convertir”, “insecto”, “monstruoso” tienen todos un sentido claro, preciso, a primera vista incluso literal. No ofrecen singulares inconvenientes, ni tan sólo la fantástica combinación del sustantivo y el adjetivo últimos: podríamos emplear tal expresión a la hora de describir el aspecto de un escarabajo bajo la lente de un microscopio o de una gran lupa, sin abandonar los sanos cauces del mero realismo. Si recuperásemos al hipotético viandante, cuyo concurso nos sirvió para ilustrar lo que en su momento calificábamos como solidaridad lingüística, y nos viésemos arrastrados con él en una nueva discusión en donde nos manejásemos con los elementos entrecomillados más arriba no dificultarían, por sí solos, la comprensión y el buen curso del posible diálogo. Ni siquiera el hecho de que “Gregor Samsa” carece de lo que Frege llamó referencia supone un problema insoluble; mi interlocutor podría estar hablando de La metamorfosis, por lo que todas sus palabras tendrían un sentido literal. No saldríamos de los márgenes de la solidaridad lingüística.

El problema surge cuando nos enfrentamos a la expresión en su conjunto, y los elementos dispersos, cuyo sentido último no inspiraba serias objeciones, se enlazan en una unidad portentosa, con novísimo significado. Por lo que tenemos que la metáfora se divide en dos categorías: “Gregor Samsa” y “monstruoso insecto”, gracias a la combinación de las cuales surge el tropo del que venimos hablando. Sin embargo, la novedad estriba en que el sentido metafórico no recae en esas dos categorías, sino en el nexo que posibilita su fusión: convertir. De esta manera, la figura se explicita como sigue:



<se convirtió en un monstruoso insecto>>

Su gravedad recae en el verbo. De hecho, incluso el título original del libro de Kafka, Die Verwandlung (que significa transformación, según Borges, más que metamorfosis), sugiere que, por denotar la acción y efecto de transformar o transformarse, la metodología exegética se ha de centrar absolutamente en el verbo9. Esto hace que la obra en cuestión sea algo más que una mera prosopopeya para simbolizar, en cambio, una relación familiar (sobre todo en su dimensión paterno-filial) tan singular como perturbadora, caracterizada por el extrañamiento, la incompatibilidad de seres unidos, empero, por vínculos afectivos o consanguíneos.

Al verbo debemos, en fin, toda la magia, todo el esfuerzo por dotar a palabras y expresiones de una rara y novedosa disparidad de sentido. En cualquier metáfora que podamos imaginar, “perlas” por “dientes” o “blanca paloma” por la “paz”, se da implícita o explícitamente, una variación en las naturales características de los modos verbales, de suerte que éstos sustituyen su carácter adjetivo por otro sustantivo, en la medida en que ahora expresan las ideas de esencia o sustancia de las cosas sin denotar, como antes, otros atributos o modos de ser. De este modo, cobra la metáfora exquisita carta de naturaleza a la hora de formar parte de la república filosófica, pues abandona la mera heurística adentrándose en el tempestuoso terreno de la ontología.

Por otro lado, conviene advertir que el poeta o el escritor, cuando utiliza un lenguaje metafórico, rompe aparentemente la solidaridad lingüística anunciada más arriba, en tanto que muda el sentido literal por otro tal vez nebuloso y de difícil inteligencia. Esto justificaría en buena medida la labor de los hermeneutas, pero, filosóficamente hablando, pone al mismo tiempo de manifiesto una idea cuyo desarrollo nos va a permitir introducir a los autores que dan título y cuerpo a esta comunicación. Para ello, recuperemos esa solidaridad lingüística que queda vulnerada en apariencia por la metáfora.

Evidentemente, el recurso metafórico requiere cierta dosis de imaginación por parte de su creador. Pero no debemos dejarnos seducir por la prosaica tentación de considerar la fantasía como uno de los atributos exclusivos de la idiosincrasia del escritor; si se quiere, un dejo profesional o mero ornato. Pues en la vida cotidiana, donde, como ya dijimos, se mantiene absolutamente el sentido literal ¿cuándo echamos mano de la metáfora? Si no logro describir una ciudad o un monumento con expresiones fáciles y precisas, siempre podré recurrir a una comparación que permita a mi interlocutor hacerse una idea más o menos clara de lo que quiero decirle. De esta manera, debemos nuestra figura a una realidad de suyo indescriptible, cuya inefabilidad escapa con creces a las posibilidades del lenguaje ordinario10. Y en virtud a las semejanzas que logra manifestar nos atrevemos a defender, aunque Ortega y Kuhn lo harán mejor que nosotros, su indiscutible valor cognoscitivo, aunque a primera vista tarde en manifestársenos. Efectivamente, identificar la primavera con la juventud puede parecer una mera equivocación, dando que ambos sustantivos refieren a cosas muy distintas: uno alude a una edad humana y el otro a una estación del año. Sin embargo, el encanto de la combinación se halla en las semejanzas que hay entre aquéllos, lo que posibilitaría la aparición de un nuevo tipo de verdad; esto es, la metafórica, distinta al mismo tiempo de la literal y de la falsedad. Desde luego, es difícil establecer su estatuto dado que no cabe suponer que sea un término medio entre las dos.

En una de nuestras notas a pie advertíamos de la dificultad de distinguir, en la metáfora, entre el uso y la mención; es decir, en tratar de saber si alude a lo fáctico o a lo meramente lingüístico. La juventud y la primavera, desde su dimensión semántica, comparten tan sólo unas pocas cualidades, lo que permite así considerar que el sentido metafórico está subordinado al literal, o, simplemente, goza de una importancia menor. Ahora bien, si atendemos al uso que esta metáfora pueda tener hallamos la presuposición de una impotencia, un reconocimiento de las deficiencias que el lenguaje cotidiano padece a la hora de conquistar plenamente lo real, y que solamente salva a partir de la creación de esta cartografía ideal. Y dado que uno de los sentidos que la expresión metafórica tiene dinamiza una nueva visión del mundo podemos afirmar, sin grave exageración, que el valor de verdad de una metáfora no se mide con los patrones de la lógica o de la matemática; forma parte de una dimensión, de un universo del discurso muy distinto y en el que, sin embargo, ocupamos nosotros mismo eminente centralidad11.

En La deshumanización del arte Ortega y Gasset sabe recoger estas ideas. En unas palabras preliminares vincula el poder de evocación de la metáfora con la taumaturgia: un instrumento para los seres inventivos. Su origen está vinculado, en una magistral intuición antropológica, con el tabú, con la lucha de los primeros hombres por evitar ciertas realidades. Para ellos la palabra entrañaba, en cierto modo, la cosa designada; luego era menester la invención de un recurso que pudiera nombrar a esta última sin suscitar su aparición efectiva12. Así, se diría que el escritor se halla dominado por ese temor original y, aunque la progresiva secularización del mundo o el dominio tecnológico prevalecen sobre la otrora indiscutible potestad de las fuerzas naturales, cae en la cuenta de que el lenguaje heredado no le basta, de que la sintaxis naufraga y el significado es de suyo mudable y temporal. La metáfora demuestra que no hemos podido colonizar la realidad en todo y por todo.

Pero el verdadero paralelismo –que hemos de preocuparnos por manifestar para que esta exposición alcance su verdadera razón de ser- entre Ortega y Kuhn surge cuando el primero vincula el recurso metafórico al proceder científico, abandonado la mera crítica literaria. Para el pensador español la metáfora es un trebejo mental indispensable, una manifestación más de la ciencia13. Ante un fenómeno nuevo, ante un hecho sin precedente alguno, se impone la aparición de un término que cercanamente aluda a la realidad que se quiere nombrar. Así, el primero que llamó <> a un conjunto de seres humanos dio un original significado al vocablo <>, que, anteriormente, quería decir nada más el que o lo que sigue a otro, el secuaz (sequor)14. Pero se mantiene, aunque lejanamente, la significación original.

¿A qué obedece, en última instancia, esta disparidad? Sencillamente, a la aparición de un objeto cuya salvaje novedad se espanta ante la pretensión de nuestro intelecto por domeñarlo. La metáfora cita dos o más objetos concretos, pero no por ese su carácter, sino atendiendo a sus cualidades abstractas, las cuales no subsisten separadas de aquéllos y que, sin embargo, comparten. Comparar un surtidor de agua con una lanza nos obliga a destacar sus respectivas semejanzas: la forma, la verticalidad o tal vez el color, que, individualizándolas, facilitan empero el parangón. Tal es la convergencia entre la ciencia y la poesía o la mera literatura. La ley científica, advierte Ortega, “se limita a afirmar la identidad entre las partes abstractas de dos cosas; la metáfora poética insinúa la identificación total de dos cosas concretas”15.

El pensador español propone, un tanto marginalmente, una interesante genealogía del saber, acorde con las inquietudes antropológicas comentadas más arriba, cuando hablábamos de la deshumanización del arte. Primeramente el ser humano sólo posee consciencia de su propio cuerpo. Genera un vocabulario, un lenguaje capaz de describir esta realidad física. Posteriormente aplica ese mismo lenguaje a la hora de hablar de los hechos psíquicos. De este modo, se produce una declinación en el sentido habitual de los términos, los cuales alcanzan entonces estatuto metafórico. En cualquier caso, y como veremos que ocurre también en Kuhn, la relación entre el sentido literal y el metafórico goza de cierto dramatismo, pues se diría que el segundo viene a suplir las carencias del primero.

El gran inconveniente que plantean las tesis del pensador español, y que no se dan empero en el autor anglosajón, es que Ortega, aunque admite, como ya dijimos, el valor científico de la metáfora, no logra alejarse, en realidad, del contexto literario (o poético) en la que ésta suele prevalecer. Kuhn, sin embargo, se ocupa del papel que juega la metáfora en la consolidación del proceder científico, y del discurso que lo explicita, alejándose así de la mera hermenéutica. De este modo, y en parte gracias al prestigio y la buena reputación que hoy tiene la ciencia, los recursos metafóricos alcanzan verdadera dignidad epistémica.

Por un lado, y según este autor, la metáfora crea y provoca las semejanzas de las que depende su función. Por otro lado, su natural indefinición tiene importantes paralelismos con el proceso mediante el cual se generan y utilizan los términos científicos16. En un primer momento, el autor anglosajón se declara miembro de una tradición que ha sabido trascender, a la hora de fijar la referencia de los términos científicos, el simplismo de la teoría de las descripciones. Éstas son meramente contingentes y su auxilio es francamente exiguo a la hora de aprehender la realidad a la que remiten. En rigor, <> y <La galatea>> son expresiones que aluden al mismo objeto, pero cuya elección –de las muchas posibles- es poco menos que arbitraria. Sin embargo, su sustitución por la teoría causal de la referencia, que reduce el nombre propio a mera etiqueta o rótulo, no logra mejorar la situación, sobre todo en lo que se refiere a los sustantivos científicos. Afirmar que el referente de “carga eléctrica” se fija apuntando a la aguja de un galvanómetro y que el entrecomillado es el nombre de la magnitud física responsable de su desviación sólo sirve para describir un fenómeno específico; pero no ofrece ninguna información suplementaria cuando hablamos de “carga eléctrica” refiriéndonos a una tormenta o a la causa del funcionamiento de un electrodoméstico (por no mencionar el hecho de que la desviación de las agujas de un galvanómetro también puede deberse a la gravedad o a una barra magnética). La historia o la biografía de un acontecimiento o de un personaje pueden contribuir a individualizarlo, pero son irrelevantes en lo que se refiere a los calificativos que usa la ciencia.

La solución que Kuhn propone, a nuestro modo de ver francamente exitosa, debe mucho a las aportaciones de Wittgenstein sobre los juegos. Alguien que haya visto una partida de ajedrez, de bridge o de tenis, y sepa, al mismo tiempo, que son juegos, no tendrá grandes dificultades para entender que las damas o el fútbol también lo son, e incluso, y dadas sus afinidades, la guerra o el boxeo al mismo tiempo17. Estos paralelismos tienen gran importancia, sobre todo en lo que se refiere a cómo el bagaje conceptual y sensorial de un científico condiciona su forma de ver el mundo18. En cualquier caso, y por mor de la brevedad, no profundizaremos en este tema. No, lo que más nos interesa, siguiendo a nuestro autor, es la similitud que se da entre la fijación de la referencia de términos científicos o naturales y la aparición de la metáfora; es decir, el nacimiento de un conjunto de casos paradigmáticos regidos por las mismas analogías.

De este modo, la metáfora, en su carácter de mera semejanza, es, según este filósofo, una versión del proceso por el que la ostentación interviene en el establecimiento de la referencia. Esto se debe a que la yuxtaposición de casos ejemplares destaca las características que permiten que la noción <> -seguimos con los ejemplos de Kuhn- pueda aplicarse a la naturaleza. Si los términos de clase natural pretenden localizar las costuras que tiene la naturaleza, nuestra figura no hace más que cortar el mundo de una manera nueva y peculiar19. Así, establece las conexiones que deben unir el lenguaje con el mundo, alcanzando, por ende, cierta preeminencia cognoscitiva. Pues, en efecto, aquellas conexiones no se dan de una vez por todas. Un cambio de teoría va acompañado de un cambio en algunas de las metáforas relevantes que la ilustran, así como de las redes de semejanzas que permiten a los términos conectarse con el mundo. Por poner algunos de sus ejemplos: la Tierra fue, después de Copérnico, un planeta, al igual que Marte; anteriormente eran dos cuerpos muy diferentes. Antes de Dalton la sal en el agua pertenecía a los compuestos químicos, después a las mezclas físicas. Estas variabilidades pueden ser una respuesta a nuevos descubrimientos, aunque no hay serias modificaciones de la teoría científica en general. Sin embargo, logran un modo más efectivo de tratar con ciertos aspectos de los fenómenos que se quiere estudiar. Por tanto, y según Kuhn, son sustantivas o cognitivas20.

Concluyamos, en fin, con una recapitulación que nos permitirá anudar los cabos sueltos. Principiábamos nuestro trabajo aludiendo a las peculiares características que, desde la pureza de su etimología, poseen los términos <> y <>. Bajo cierto inconfesado, acaso injustificable afán de erudición latía empero la preocupación por poner de manifiesto cómo en la significación de ambos términos, y muy especialmente en el caso del segundo, podía intuirse ya una primera concepción de la realidad totalmente al margen de las pretensiones racionales que todo lenguaje se atribuye a la hora de explicarla. Al hilo de estas reflexiones nos esforzamos por poner de manifiesto la importancia que tienen, en cambio, tales pretensiones en nuestros quehaceres cotidianos. Hablamos entonces de la solidaridad lingüística, que posibilita nuestro manejo en el entorno en el que vivimos y con los seres con los que lo compartimos. Sin embargo, hicimos especial hincapié en el hecho de que la metáfora, en su pluralidad semántica, vulneraba esa solidaridad.

Sentadas las bases de tan problemática cuestión procedimos a analizar el tropo más detalladamente. Recogiendo una construcción metafórica de un libro de Kafka advertimos que los elementos que la constituían gozaban, separadamente, de un sentido claro y literal. Su fantástica unión originaba entonces la metáfora, por lo que manifestamos que tal vez fuera el verbo –el núcleo que posibilita la cópula- el eje en torno al cual tenía que girar la investigación. En la variación del sentido verbal se daba la posibilidad de la metáfora.

A continuación recuperamos la noción de solidaridad lingüística, anteriormente cuestionada por nuestra figura. Esta última pone de manifiesto los intentos con los que pretendemos aprehender y enjuiciar una realidad que, a las veces, se resiste a ello. Tal idea nos permitió dar paso a los autores que nos interesan en esta comunicación: Ortega y Kuhn. Del primero recogimos la fecunda vinculación de la metáfora con el tabú, que bien nos servía para justificar la anterior consideración. También destacamos los esfuerzos del pensador español –muy semejantes a los del estadounidense- por vincular la metáfora con el pensamiento científico, sobre todo en lo que se refiere en la ampliación de sentido que ésta suele generar.

Sin embargo, la gran diferencia que hay entre estos dos autores estriba en que el pensador español no logró abandonar jamás el discurso literario donde nuestra figura gobierna en absoluto mientras que Kuhn se ocupó de la misma siempre en estrecha relación con el lenguaje y la actividad científicas, dotándola así de un merecido prestigio epistemológico. Para enmarcar a este autor dentro de su propio contexto aludimos a los esfuerzos del mismo por trascender los vanos intentos que la teoría de las descripciones malgasta a la hora de sentar el referente de los términos científicos. La sustitución de la misma por la teoría causal de la referencia no logra mejorar las cosas, en la medida en que tales términos no pueden usarse sin total ambigüedad.

La solución que proponía nuestro autor se basaba en los paralelismos que se dan entre la fijación de los referentes científicos y la aparición de la metáfora. Esta última permite cimentar los puentes que unen al lenguaje con el mundo, por lo que, como vimos que ocurría también con Ortega, puede muy bien considerarse como una dilatación del sentido de los términos que conjuga.

Ahora bien, y por recuperar una vieja idea, ¿rompe la metáfora como ya dijimos la solidaridad lingüística? Si no es así ¿qué estatuto le corresponde a la verdad que pueda entrañar? En nuestra opinión, la primera pregunta sólo merece una negativa por respuesta. Pues, efectivamente, y en la medida en que, como ya vimos en nuestros autores, supone una ampliación del sentido literal de los términos, implica a su vez un considerable aumento de esa solidaridad; es decir, contribuye a arraigar nuestro sentimiento de pertenencia al idioma que hablamos y con el que compartimos el mundo. Lo único que llega a vulnerar es esa isomorfia, anticipada por Spinoza y explicitada por el primer Wittgenstein, entre el lenguaje y el mundo. En rigor, la metáfora destruye los límites del primero y evidencia nuestra inconsciente ignorancia con respecto al segundo.

Buena parte de su valor lo vamos a ilustrar con una amena y ulterior disquisición que puso Borges en boca de dos intelectuales musulmanes que vivían en España: Abdalmálik y Averroes. El primero proponía renovar las metáforas heredadas de los pueblos beduinos. Éstos celebraban el agua de un pozo; algo absurdo para el que viviera en los márgenes del Guadalquivir. La admiración, cuando se dilata a través del tiempo, marchita la belleza de las figuras metafóricas. Averroes le recuerda que si el fin de un poema fuera el asombro, su permanencia no se mediría por siglos, sino por días o, acaso, minutos. Además, el verdadero poeta es menos inventor que descubridor y su obra da buena cuenta de ello. Toda gran metáfora es, en cierto modo, insuperable y el paso del tiempo no logra restarle valor; antes al contrario, acrecienta sus virtudes. Cuando un poeta identificó los vaivenes del destino con la atropellada carrera de un camello ciego confrontó dos imágenes, que el paso de los años ha logrado doblar. Pues al repetir y constatar la verdad que entraña la metáfora, según Averroes, podemos confundir nuestros pesares con los de su creador21. Abdalmálik presupone que la literalización de las figuras metafóricas implica su muerte efectiva, mientras que el filósofo elude esta posibilidad, destacando su importancia en lo que se refiere a la comprensión del cosmos (que no logra agotarse en las sucesivas explicaciones del mismo) y de la propia subjetividad, de los estados emotivos que nos igualan a los grandes creadores. De este modo, y gracias a nuestra figura, no sólo hablamos de las fantásticas hazañas o los portentosos personajes con los que el mundo nos llega a estremecer; también es el dulce sendero por el que regresamos a casa.

OBRAS CITADAS
JÓSE LUIS ARANGUREN, La comunicación humana. Ediciones Guadarrama, Madrid, 1967.

MAX BLACK, Modelos y metáforas. Editorial Tecnos, Madrid, 1966.

JORGE LUIS BORGES, El aleph. Alianza Editorial, Madrid, 1995.

FRANZ KAFKA, La metamorfosis y otros relatos. RBA Editores, Barcelona, 1995.

THOMAS S. KUHN, El camino desde la estructura. Editorial Paidós, Barcelona, 2002.

THOMAS S. KUHN, La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de cultura económica, México, 1990.

JOSÉ ORTEGA Y GASSET, La deshumanización del arte y otros escritos estéticos. Revista de Occidente, Madrid, 1958.

JÓSE ORTEGA Y GASSET, Las dos grandes metáforas (Obras completas II). Revista de Occidente, Madrid, 1966.

MANUEL SACRISTÁN, Introducción a la lógica y al análisis formal. Ariel, Barcelona, 1964.

EUGENIO TRÍAS, La razón fronteriza. Círculo de Lectores, Barcelona, 2004.



1 Abstrac: Esta comunicación, que tiene por título La metáfora en Ortega y en Kuhn, pretende, más allá de las diferencias evidentes que separan a ambos autores, establecer ciertas semejanzas que, sin embargo, comparten en lo que se refiere a sus respectivas concepciones de la metáfora. En cualquier caso, no intentaremos resumir tan sólo las aportaciones de estos filósofos; más bien, intentaremos integrarlas en una perspectiva propia que reconozca el carácter exquisitamente cognoscitivo de los giros metafóricos, ambición que también sedujo tanto al pensador español como al autor anglosajón. No mantendremos, por tanto, más próximos al discurso científico que al epítome literario.

2 El hecho de que hablemos en términos tan metafóricos se debe, indudablemente, al propio tema del que nos ocupamos. La metáfora, como la buena filosofía, es menos cuestión de teoría que de práctica. O dicho de otro modo, es en el uso o la invención de las metáforas que uno logra atisbar su definitiva importancia. Pero, conviene repetirlo, no pretendemos dotar tan sólo de cierta belleza al conjunto; nuestras inquietudes son mucho más graves.

3 E. TRÍAS, La razón fronteriza. Círculo de Lectores, Barcelona, 2004, p. 106.

4 J. ORTEGA Y GASSET, La deshumanización del arte y otros escritos estéticos. Revista de Occidente, Madrid, 1958, p. 147.

5 Cf. J. L. ARANGUREN, La comunicación humana. Ediciones Guadarrama, Madrid, 1967, p. 11.

6 Op. cit., pp. 17-18. En ese mismo lugar Aranguren demuestra que incluso en las peleas de niños o animales hay verdadera comunicación; es decir, se da una expresión de señales cargadas de un sentido que es necesario captar anticipadamente. De hecho, ese sentido literal nos permite prever la conducta lingüística de nuestro interlocutor, preparando así una futura estrategia. Baste como ejemplo el mero sobrentendido.

7 Conviene distinguir, para una mejor intelección de esta comunicación y de la lógica de nuestros días en general, entre el uso y la mención de un término. Usamos una palabra para referirnos a la realidad que alude, mientras que la mencionamos cuando pretendemos hablar de la misma en abstracto, soslayando dicha realidad. La diferencia se suele hacer notar entrecomillando la expresión que va a ser mencionada. Así, mencionamos la palabra <
> en la expresión: <
> es un sustantivo; pero la usamos cuando afirmamos que es un mamífero vertebrado. Se ve claramente que aludimos a dos cosas muy distintas si confundimos uso y mención. Así, la expresión: “<
> ladra”, es incorrecta (aunque aparentemente parezca que no) pues las palabras no emiten sonidos. Sin embargo, resulta difícil discernir el uso y la mención en la metáfora. Pues ésta ¿remite a una realidad física o lingüística, o a las dos a la vez? En cualquier caso, intentaremos aventurar alguna respuesta posteriormente. Para una mayor información sobre el uso y la mención cfr. M. SACRISTÁN, Introducción a la lógica y al análisis formal. Ariel, Barcelona, 1964, p. 14 y ss.

8 M. BLACK, Modelos y metáforas. Editorial Tecnos, Madrid, 1966, p. 38 y ss.

9 Estas permutaciones en el sentido de las palabras se dan también en la filosofía. Así, el ser, ò ỏ, fue, originariamente una sustantivación verbal. Por otro lado, la primera filosofía, el pensamiento presocrático, puede concebirse como el progresivo intento de consolidar una reflexión en términos estrictamente metafóricos.

10 Sobre este punto no deja de resultar significativo que la definición de los colores -como el verde- que recoge el diccionario, suela estribar a la postre en una comparación, comprensible si se tiene en cuenta la titánica dificultad que supone, pongamos por caso, describir cualquier color a un ciego de nacimiento. La caución filosófica obliga, desde tal perspectiva, a no precipitarse a la hora de emitir juicios sobre una realidad, por trivial o vulgar que pudiera en un primer momento parecer.

11 En cualquier caso, recuperaremos y desarrollaremos estos planteamientos en nuestras conclusiones.

12 J. ORTEGA Y GASSET, La deshumanización del arte… p. 33.

13 J. ORTEGA Y GASSET, Las dos grandes metáforas (Obras completas II). Revista de Occidente, Madrid, 1966, p. 387.

14 Op. cit., p. 388.

15 Op. cit., pp. 392-393.

16 T. S. KUHN, El camino desde la estructura. Editorial Paidós, Barcelona, 2002, p. 234.

17 Op. cit., pp. 327-238.

18 T. S. KUHN, La estructura de las revoluciones científicas. Fondo de cultura económica, México, 1990, p. 179.

19 T. S. KUHN, El camino desde la estructura…p. 239. Esta idea recuerda, siquiera vagamente, a la afirmación de Ortega según la cual “cada metáfora es el descubrimiento de una ley del universo”. Cf. J. ORTEGA Y GASSET, La deshumanización… p. 153.

20 T. S. KUHN, El camino desde la estructura…pp. 241-242.

21 J. L. BORGES, El aleph. Alianza Editorial, Madrid, 1995, pp. 100-103.





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