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La Celestina Fernando de Rojas Introducción


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La Celestina

Fernando de Rojas


Introducción
Libro al parecer divi-

si encubriera más lo huma-

CERVANTES.
El año 1499 imprimiose en Burgos una obrita dramática en diez y seis autos, intitulada Comedia de Calisto y Melibea, que ha reimpreso Foulché-Delbosc: en 1902 del único ejemplar que, hasta poco ha, tampoco conocía nadie. Su presente dueño, el benemérito hispanista Huntington, acaba de reproducirla con el esmero que suele.

Describió minuciosamente este preciosísimo ejemplar el sabio hispanófilo, Director de la Revue Hispanique, en el tomo IX (año 1902, Págs. 185-190), añadiendo unas advertencias críticas de subido valor, las cuales, con otras del tomo VII, ha de leer antes que nada el que quiera enterarse de La Celestina, porque edición y notas vuelcan de todo punto el problema o el [VIII] montón de problemas, que acerca de tan famoso drama se han despertado y todavía no han tenido cumplida solución. Hay que leer después el magnífico trabajo sobre La Celestina escrito por Menéndez y Pelayo, en el tomo III de los Orígenes de la Novela (1910), y el muy discreto y más ceñido del agudo y erudito Adolfo Bonilla, en sus Anales de la Literatura española (1904).

Por ahora, la edición de Burgos de 1499 ha de tenerse por primera o princeps, aunque hubo de haber otra anterior, ya que en ella se lee: Con los argumentos nuevamente añadidos.

En su primer estado, la obra no tenía otro título que el que sirvió de incipit a la edición de Sevilla de 1501 y se ha conservado en las posteriores: «Síguese la comedia de Calisto y Melibea, compuesta en reprehensión de los locos enamorados, que, vencidos en su desordenado apetito, a sus amigas llaman e dizen ser su dios. Assí mesmo fecha en aviso de los engaños de las alcahuetas e malos e lisongeros sirvientes.» Acaso al fin iba un explicit con la fecha y lugar de la impresión. No se conoce ejemplar alguno de esta edición, y aun hay quien supone no la hubo.

Vengamos al segundo estado de la obra, que es el que presenta el ejemplar llamado Heber, [IX] por el nombre de quien antes lo poseyó, y es el reproducido por Foulché-Delbosc y Huntington, esto es, la edición de Burgos de 1499. Su título dice: «Comedia de Calisto y Melibea. Con sus argumentos nuevamente añadidos; la qual contiene demás de su agradable y dulce estilo muchas sentencias filosofales e avisos muy necessarios para mancebos, mostrandoles los engaños que están encerrados en sirvientes y alcahuetas.» En este segundo estado, la obra lleva, además del dicho título, el incipit, que reproduce el título del primer estado, el «argumento» general y un «argumento» delante de cada uno de los 16 autos.

En su tercer estado la obra lleva el mismo título que en el segundo; pero, además, una Carta de El autor a un su amigo, unos versos acrósticos, el incipit, el argumento general y argumento de cada auto, y al fin lleva seis octavas del editor Alonso de Proaza. Tenemos un ejemplar completo de una edición que ofrece este tercer estado, hecha en Sevilla en 1501, naturalmente por dicho Alonso de Proaza, y reeditada por Foulché-Delbosc en 1900, el cual cree se hizo esta edición de 1501 sobre la de Burgos del año 1499. Acerca de Proaza véase la Biblioteca de Gallardo, I, núm. 457 y el trabajo citado de Menéndez y Pelayo.

Hasta aquí la obra se llamó Comedia y tuvo 16 autos; pero otro cuarto estado nos ofrece la edición de 1502, de Sevilla, con el nuevo título de Tragicomedia de Calisto y Melibea, y que, además de todo lo del tercer estado, contiene hasta 21 actos, un Prólogo nuevo y tres nuevas octavas añadidas a las del final («Concluye el autor»).

El quinto estado de la obra lleva el título y todo lo del anterior y 22 actos: el añadido es el de Traso, que no trae la edición de Valencia de 1514. Cito esta última edición por ser hoy la mejor tal como se halla reproducida por Eugenio Krapf, Vigo 1900: «La Celestina por Fernando de Rojas, conforme a la edición de Valencia de 1514, reproducción de la de Salamanca de 1500. Con una Introducción del Doctor D. M. Menéndez y Pelayo.» [X]

Nuestra presente edición es reproducción de esta de Vigo de 1900 y de Valencia de 1514; pero como la princeps de 1499, publicada por Foulché-Delbosc dos años después, el 1902, ofrece el estado más autorizado de la obra, quisimos que aquí se reprodujese con toda fidelidad, y así, hemos logrado juntar entrambas ediciones, poniendo en tipo común la edición dicha de Burgos de 1499, corregidas las erratas manifiestas y descorregidas algunas pocas que [XI] no debió corregir el hispanista francés, y en cursiva todo lo demás que se halla en la de Vigo y Valencia, añadido a aquella edición de Burgos de 1499, la más antigua que conocemos.

¿A quién se deben todas esas sucesivas añadiduras, que hemos visto hallarse en los diversos estados de la obra? ¿Son del autor del primitivo estado o son de otros editores y correctores?

Lo primero que se ve añadido en el segundo estado son los argumentos que, por consiguiente, no son del autor.

En la Carta a un su amigo en el tercer estado, en que aparece por primera vez, no se nombra a Mena ni a Cota, que sólo son nombrados en las ediciones de 21 autos, en las cuales la carta está retocada. En la de Sevilla de 1501 dícese nada más: «Vi que no tenia su firma del auctor, y era la causa que estava por acabar; pero quienquiera que fuesse...» Tampoco se hallan estos nombres en los acrósticos de la edición de Sevilla de 1501, y sí en las de 21 autos. Dícese en aquélla:
«Si fin diera en esta su propia escriptura

carta: un gran hombre y de mucho valer.»


En vez de:
Cota e Mena con su gran saber.
Dícese en la Carta que él (el que se da por autor [XII] de ella y de los acrósticos y Prólogo) halló en Salamanca el primer auto y que él continuó y acabó la comedia, añadiéndole otros quince, que compuso en quince días de vacaciones. Bonilla, con otros pocos, cree esto al pie de la letra y supone que la primitiva Comedia tuvo dos autores: uno del primer auto, otro de los quince restantes. Por el contrario, Lorenzo Palmireno, Moratín, Blanco White, Gallardo, Germond de Lavigne, Wolf, Ticknor, Menéndez y Pelayo, Carolina Michaelis de Vasconcellos, opinan que esto que allí se dice es un artificio del único autor, el cual lo es de los diez y seis autos. Foulché-Delbosc es de parecer que la Carta no es del auto de la Comedia, sino de algún editor que ha inventado ese artificio, no menos que lo de haber compuesto en quince días los quince autos restantes. Para mí, único es el autor de los diez y seis autos de la primitiva Comedia, y la razón está en la unidad del plan, tan maravillosamente entablado en el primer auto, y en la unidad de caracteres, de estilo y lenguaje, que en los diez y seis son iguales. Ni vale lo que dice Bonilla que, no habiendo razón en contra, debemos dar crédito a lo que el autor dice en la Carta. Porque la Carta no parece ser del autor de la Comedia, por lo menos está amañada, como dice Menéndez y Pelayo. De hecho la Carta y los demás [XIII] preliminares están llenos de contradicciones, muestran particular afición a Juan de Mena, tomándole versos y palabras, lo cual no se halla en la Comedia primitiva, y no están escritos con la gallardía que ella, ni mucho menos con el ingenio que en toda ella campea. Diríase que el autor, que supo escribir obra tan portentosa como la primitiva Celestina y los quince autos en quince días (!), no se supo dar maña para escribir una Carta ni un Prólogo, que está tomado del Petrarca e infantilmente acomodado a su propósito, por no decir de una manera desapropositada y fuera de sazón. No puede, pues, darse crédito a cuanto en estos preliminares se dice ni puede contrarrestar ese dicho al hecho manifiesto de la unidad de plan, caracteres, estilo e ingenio, que se manifiesta en los diez y seis autos.

Dice el autor de la Carta que «quiso celar y encobrir su nombre», y con todo eso lo pone luego en los versos acrósticos: «El bachiller Fernando de Rojas acabó la comedia de Calysto y Melybea y fue nascido en la puebla de Montalbán.»

Y en la penúltima octava de Proaza, «corrector de la impresión», se declara el enigma de los acrósticos: [XIV]
Por ende juntemos de cada renglón

de sus onze coplas la letra primera,

las quales descubren por sabia manera

su nombre, su tierra, su clara nación.


Así en la primera edición en que aparece por primera vez la Carta. ¿Pudo el autor caer en tamaña contradicción, escribiendo la Carta y consintiendo se declarase lo que en ella decía no querer declarar? Carta y versos parecen, pues, ser de Proaza; por lo menos no son, para mí, del autor de la Comedia.

Carta, versos acrósticos y octavas finales aparecen por primera vez en la misma edición de Sevilla de 1501. Las octavas finales son de Alonso de Proaza, que se da por corrector de la edición. El mismo corrector añadió en la edición del año siguiente de 1502 otras tres octavas. A él, pues, han de achacarse los cambios que en la misma edición de 1502 hizo en la Carta y en los acrósticos, introduciendo a Cota y Mena. Y así como fue autor de los versos finales y los aumentó, así debió de serlo de la Carta y de los acrósticos, mudando en una y otros lo que le pareció, como en cosa propia. Tanto en la Carta, como en los acrósticos, como en los versos finales hay sentencias y palabras de Juan de Mena, al cual se muestra muy aficionado Alonso de Proaza, mientras que no [XV] hay apenas recuerdo de tal poeta en los 16 autos de la primitiva Celestina.

La edición de Sevilla de 1502 fue preparada por el mismo Proaza, y en ella fue donde añadió octavas finales y retocó Carta y acrósticos. Ahora bien: en esta edición es donde por primera vez se ve mudado el título de Comedia en el de Tragicomedia y se añaden autos enteros, hasta llegar a 21 los primeros 16 y se ingieren trozos en los mismos 16 primitivos, y además aparece un Prólogo, que alude a ese alargamiento de la primitiva Comedia. ¿Quién no ve que el que todo esto hizo fue el mismo Proaza? ¿Enviole el autor de la Comedia todas esas añadiduras o son de Proaza mismo? Realmente el que hizo el Prólogo fue el que alargó la obra, pues en él se da razón del alargarla.

El Prólogo es una mala acomodación del que puso el Petrarca al libro segundo de su obra De Remediis utriusque fortunae. La gran verdad filosófica, raíz de las mudanzas de la fortuna, de que el Petrarca trata en su obra, proviene de que «lucha es la vida del hombre sobre la tierra», como dijo Job, y que lucha es el vivir y el ser de toda la naturaleza. Por eso el Petrarca desenvuelve en su Prólogo maravillosamente esta raíz de la fortuna. El Prólogo añadido a La Celestina trae todo esto como grave [XVI] parto de los montes bramadores para parir el ridículo ratón, de que no es extraño haya habido diversidad de opiniones acerca de La Celestina. ¿Es esto propio del excelso ingenio que escribió la Comedia? Por su cargo y aficiones literarias conocía Proaza el Tratado de Petrarca, y, hallando citas de él en la Comedia, endilgó el Prólogo con otro del poeta italiano para disimular la superchería; pero el plagio es tan fiero, la acomodación tan desmañada, el estilo tan otro del de la Comedia, que mentira parece se le desmintiera a Menéndez y Pelayo, a quien siguen otros críticos españoles. Pero el sello de Proaza se halla indeleble en medio del Prólogo. Como veremos, al llegar a cierta especie, acuérdase de que la toca Juan de Mena, y dejando allí a Petrarca, nos planta la cita que halló en la Glosa que hizo Hernán Núñez a su poeta predilecto.

¿De quién son los autos añadidos juntamente con el Prólogo, en el cual alude a ellos y por ellos se escribió? Todos los críticos españoles, siguiendo a Menéndez y Pelayo, opinan que son del mismo autor que compuso la primitiva Comedia. Lo dicho creo que bastaba para sospechar que fuesen del mismo Proaza. Y, efectivamente, el estudio de los actos añadidos y su cotejo con los 16 primitivos lo confirman de [XVII] tal manera, que redondamente digo no ser lo añadido del primitivo autor y ser probablemente obra de Alonso de Proaza.

«La forma en 16 actos es indiscutiblemente de mérito superior a la forma en 21. No se necesita mucho sentido crítico para comprenderlo. Pero este argumento no puede servir para probar que el autor de las adiciones no es el autor de la obra, sino todo lo más que las adiciones echaron a perder el texto Primitivo.» Así discurre, y muy bien el Sr. Bonilla (Anal., pág. 19); pero el caso es juzgar en qué medida lo echaron a perder. Porque bien añade que Tamayo y otros fueron menos felices al retocar sus obras de cuando por vez primera las escribieron. Pero ¿es este el caso? Es cuestión de pura estética y, además, de estilo y de erudición. Hasta dónde llegó a echarse a perder la Comedia con las adiciones, lo verá el lector, y básteme decir que no podrá el Sr. Bonilla traer ejemplo semejante al que hallamos en el auto 14, donde el despeño del drama y conversión súbita de una comedia en tragedia, que el autor puso por portentoso golpe de ingenio artístico y fue preparando con tanta destreza hasta aquel punto, desaparece en la segunda redacción con alargar la obra por varios actos inútiles, episódicos, que nada tienen que ver con la acción principal y [XVIII] sólo sirven para destruir el efecto más trágico del drama, quebrándolo en el punto más culminante. Eso no es añadir ni corregir; es destruir, es partir por el eje toda la obra, es borrar y rechazar el mayor golpe de ingenio el mismo autor que lo creó y lo fue paso a paso preparando por todo el drama.

Hay escritores que no saben divertirse nunca del propósito, y el buen dramaturgo ha de ser de esta laya. El autor de La Celestina lo es como el que más, hasta el punto de que Menéndez y Pelayo dice no darse en la primitiva redacción ni un solo trozo episódico, ni largo ni corto, sino que todo va siempre derecho al intento. Vienen las adiciones, y en cinco actos añadidos comprende lo episódico..., pues los cinco actos enteros. Todos forman un episodio, desatado de la acción, y no sólo desatado, sino que, por encajarse en medio de ella y en el mismo trance del nudo, destruye todo su efecto y la unidad de la obra. Alárgase por todo un mortal mes lo que había de soltarse en unas horas. ¿Qué cambio fue ese del autor en su manera de proceder? Si tal hubo, el autor enloqueció, perdió todo su ingenio y es verdaderamente digno de lástima, tan grande creador primero corno desatinado corrector después.

Al autor le gustaba la erudición humanística; [XIX] pero era la corriente y tomada de Petrarca. El corrector no se contenta con seguir esta moda del Renacimiento, sino que busca erudiciones exquisitas y raras y las amontona donde peor pegan y enfrían el movimiento de la acción, que, sin duda, no sintió en lo hondo de su alma como lo había sentido el autor.

Los pensamientos del autor siempre son propios de un pensador elevado, de un ingenio sutil, de un muy maduro juicio, y entallan tan al justo a la acción como el vestido más lindamente cortado; los del corrector se despegan de ella y no pocas veces son livianos y aun frisan en verdaderas patochadas.

A la delicadeza y propiedad de caracteres y sentimientos del autor sobrepone el corrector pinceladas groseras y exageradas de pintor de brocha gorda, que avillanan los sentimientos y malean los caracteres de la primitiva Comedia.

Trae puntualmente el autor los refranes y con comedida parsimonia; el corrector los ensarta juntos por medias docenas, sin ton ni son, y casi nunca los cita con puntualidad.

Tan a mentido trae el autor hondas y galanas sentencias de Petrarca como citas de Mena trae el corrector.

En el estilo, alguna vez le imita; pero las [XX] más veces es muy otro. Y gracias que ya no tiene que terciar Celestina, porque no hubiera podido hacerla decir el corrector ni una sola cláusula a derechas.

Acerca de las fuentes de la obra ha tratado largamente Menéndez y Pelayo en el tomo III de los Orígenes de la Novela; pero creo sinceramente que su inmensa erudición bibliográfica le hace ver relaciones, que de hecho no hay entre muchas obras y La Celestina. Cuanto haya de cierto o probable se dirá en las notas.

Las fuentes ciertas de la primitiva Comedia son el Libro de Buen Amor, de HITA, de quien tomó toda la traza y el principal personaje, esto es, la vieja Celestina, cambiando la viuda Doña Endrina, más a propósito para los amoríos clericales, en doncella, que a su intento venía mejor; ensanchando la acción con la secundaria de los criados y mujeres de la vida, y convirtiéndola al fin en tragedia, con la imitación de la novela griega de Hero y Leandro. De HITA toma el autor otras varias cosas, y, sobre todo, tiene siempre los ojos en él para beberle el espíritu realista y popular y la manera sentenciosa.

La segunda fuente es el Corvacho, que imita en varios pasajes de estilo enteramente vulgar y castizo. [XXI]

La tercera es el PETRARCA, sobre todo en su libro De los Remedios contra próspera y adversa fortuna, que se tradujo y se leyó mucho en todo el siglo XV, y tornolo a traducir galanamente Francisco de Madrid, Arcediano de Alcor, y fue impreso el año de 1510 en Valladolid. El eruditísimo y benemérito hispanista italiano A. FARINELLI ha tratado Sulla fortuna del Petrarca in Ispagna en el Giornale storico della letteratura ital. (t. 44, pág. 297), recordando cómo el Prólogo de La Celestina comenzaba con la misma sentencia que el del segundo libro del De Remediis, y notando tres lugares de la Comedia que a esta obra parecen aludir, bien que sin citar los pasajes de la del Petrarca. Yo he hallado otras muchas referencias, que se verán en las notas con la traducción de Francisco de Madrid, edición de Sevilla de 1524, Juan Varela, de Salamanca, la cual he estudiado minuciosamente, así como el texto original De Remediis utriusque fortunae en la edición de Basilea, 1554 (Francisci Petrarchae Florentini, Philosophi, Oratoris et Poetae clarissimi... Opera quae extant omnia).

El corrector conoció esta devoción del autor con las obras del Petrarca, y pudiera haberle imitado en no pocas de sus añadiduras; pero sólo le tomó lo que toca a las riquezas, en el auto IV, [XXII] y alguna otra cosa que puntualizaremos, y le plagió desmañadamente en el Prólogo. En cambio sacó cuanto pudo, erudición y frases enteras de Juan de Mena, de quien el autor apenas para nada se acuerda.

Hay que señalar en la primitiva Comedia una referencia al Diálogo entre el Amor y un viejo, de Rodrigo de Cota; otra a la Cárcel de Amor, otra al Tostado.

¿Quién fue autor de la primitiva y verdadera Comedia de Calisto y Melibea? En Mena ni en Cota no hay que pensar. ¿Lo fue Francisco de Rojas? Si no hubiera más que el testimonio de Proaza y los acrósticos, sería para puesto en duda, porque un embuste o broma de más entre tantas otras, bien poco montaría. Las pruebas, si lo son, las ha aportado el eruditísimo Serrano y Sanz, uno de los trabajadores más sesudos, modestos, poco sonados y que más debieran serlo de nuestros eruditos. El meritísimo Catedrático de la Universidad de Zaragoza halló y estudió dos procesos de la Inquisición de Toledo que probaban vivía en 1518 y en 1525 un bachiller Fernando de Rojas, que parece ser el mismo puesto en los acrósticos (Rev. Arch., 1902). El primer proceso es de 1517 y 1518, contra uno que vivía en Talavera, y donde se presenta como testigo el dicho [XXIII] bachiller; el otro, de 1525 y 1526, contra Álvaro de Montalván, «vezino de la puebla de Montalván», acusado de judaísmo y de edad de setenta años. El 7 de junio de 1525 declara el acusado tener cuatro hijos, entre ellos «Leonor Alvares, muger del bachiller Rojas que conpuso a Melibea, veçino de Talavera», y añade: «aora XXXV años», y «que nombrava por su letrado al bachiller Fernando de Rojas, su yerno, veçino de Talavera, que es converso». El Inquisidor «le dixo que no ay lugar, e que nombre persona syn sospecha; e asy nombro al liçençiado del Bonillo, e por procurador a Antonio Lopez». Si el padre de Rojas era judío, lo probable es que lo fuera su madre, y tal lo cree hoy el mismo Serrano y Sanz, aunque en su estudio opinó lo contrario. El año 1525 tenía la mujer de Rojas treinta y cinco años, y su marido cree Serrano y Sanz tendría unos cincuenta, de modo que hubo de escribir la Comedia a los veinticuatro años. Unos treinta y cinco años antes del 1521 dice el documento que la escribió, esto es, el año 1490, aunque veremos que probablemente fue después de 1492.

Foulché-Delbosc concluye: «Tant qu'un témoignage indiscutable ne l'attestera pas, nous nous refuserons à reconnaître Rojas comme l'auteur de la Comedia. Si les vers acrostiches [XXIV] en 1501, et son beau-père en 1525, lui attribuent cette paternité, c'est probablement que lui-même s'en targuait: nous venons d'exposer les raisons pour lesquelles cette prétention nous semble inadmisible. Loin de voir un insigne literato en Fernando de Rojas, nous estimons qu'il se donna comme l'auteur d'un chef-d'oeuvre qu'un autre avait écrit.» (Rev. Hisp., 1902, pág. 185.)

En mi opinión, el autor de la Comedia, en su primer estado, si no con certeza, es muy probablemente el Fernando de Rojas que aparece en los acrósticos y en los citados documentos. No hay pruebas hasta ahora para no admitir el testimonio de estos últimos, y aunque sin ellos los acrósticos no merecieran crédito, los documentos se lo prestan a los acrósticos y los acrósticos corroboran el dicho de los documentos.

Por declaración del mismo Rojas y por testimonio de su suegro sabemos que era abogado. Naturalizose en Talavera, pues ya aparece como vecino de aquella ciudad en 1517, y a ella se refiere cuanto de él se sabe hasta el 1538. Ejerció aquel año en Talavera, desde el 15 de Febrero al 21 de Marzo, el cargo de Alcalde mayor, sustituyéndole el Dr. Núñez de Durango, según noticias comunicadas al Sr. Serrano por D. Luis Jiménez de la Llave y tomadas del Archivo municipal. [XXV]

El autor del León Prodigioso (1636), el Licenciado Cosme Gómez Tejada de los Reyes, dice en la Historia de Talavera, que escribió y se conserva manuscrita en la Biblioteca Nacional (Ms. 2039): «Fernando de Rojas, autor de la Celestina, fábula de Calixto y Melibea, nació en la Puebla de Montalbán, como él lo dize al principio de su libro en unos versos de arte mayor acrósticos; pero hizo asiento en Talavera: aquí vivió y murió y está enterrado en la iglesia del convento de monjas de la Madre de Dios. Fue abogado docto, y aun hizo algunos años en Talavera oficio de Alcalde mayor. Naturalizose en esta villa y dejó hijos en ella. Bien muestra la agudeza de su ingenio en aquella breve obra llena de donaires y graves sentencias, espejo en que se pueden mejor mirar los ciegos amantes, que en los christalinos adonde tantas horas gastan riçando sus femeniles guedejas... y lo que admira es que, siendo el primer auto de otro autor (entiéndese que Juan de Mena o Rodrigo de Cota) no solo parece que formó todos los actos un ingenio, sino que es individuo (indivisible).» Como se ve, a carga cerrada admite este historiador cuanto en el Prólogo y acrósticos se dice; pero las noticias acerca de Rojas no dejan de tener su peso y gravedad, cual la del historiador que nos las comunica. [XXVI]

El testamento de su cuñada Constanza Núñez, descubierto por Pérez Pastor en el Archivo de Protocolos de Madrid, nos ha permitido conocer el nombre de la hija de Rojas, que se llamó Catalina Rojas, casada con su primo Luis Hurtado, hijo de Pedro de Montalbán.

En el archivo de la Parroquia del Salvador, de Talavera, hállanse las partidas de bautismo de 1544, 1550 y 1552, referentes a varios hijos de Álvaro de Rojas y de Francisco de Rojas, casado el último con Catalina Álvarez, patronímico que llevaba también la mujer de Rojas. De su familia fueron, pues, Álvaro y Francisco, si ya no eran sus propios hijos.

En las Relaciones geográficas, que los pueblos de Castilla dieron a Felipe II desde 1574 en adelante, y se hallan en El Escorial, contestando a la pregunta de que se especificasen «las personas señaladas en letras, armas y en otras cosas que haya en el dicho pueblo, o que hayan nacido o salido de él», el bachiller Ramírez Orejón, clérigo, que fue, en compañía de Juan Martínez, ponente, como hoy diríamos, de esta Relación, contesta que «de la dicha villa (de la Puebla de Montalbán) fue natural el bachiller Rojas, que compuso a Celestina».

Hablemos ya de la obra, quiero decir de la Comedia de Calisto y Melibea, tal como la leemos [XXVII] en la edición más antigua de Burgos de 1499, pues de lo añadido por el corrector harto se dirá en las notas y ya hemos dado antes el juicio que nos merece.

«Los amantes desapoderadamente apasionados, que nos pintan los novelistas, son como los aparecidos de que se atemorizan las viejas: todo el mundo habla de ellos y nadie los ha visto.» Bonita frase de La Rochefoucauld; pero tan falsa como bonita. No pasa mes sin que leamos en los periódicos tragedias amorosas, amantes que se matan a sí mismos o que matan a sus amantes. Al día siguiente sólo se acuerdan de ellas los jueces y abogados que entienden en los tribunales. «Parece cosa de novela», solemos decir al leerlas; «parece cosa de realidad», deberíamos decir al leer tales amores y sus tristes fenecimientos en una buena novela. Porque los tribunales de justicia henchidos están de sus causas judiciales y los manicomios más llenos todavía de sus tristes víctimas.

¿Y hay casa, hay por ventura pecho donde el amor no esté desenvolviendo su eterna tragedia? ¿No trae enlazados en sus doradas redes y distraídos a los mozos, revueltos y alterados a los hombres, desasosegados a los mismos viejos? ¿Quién se librará de sus dulces asechanzas? Como se cobija en la ligera cabeza de la [XXVIII] mozuela, así, y sin otros miramientos, se cuela en la grave sesera del senador, del magistrado, del filósofo. Él mancilla y empaña las almas virginales, encizaña las familias, trueca las condiciones, quebranta las amistades, desvela a los más tranquilos, convierte en homicidas a los mismos amantes, alborota los espíritus, levanta guerras, asuela ciudades, revuelve el mundo. ¿Acaso hay nada en él que no se haga por el amor?

No es una niñería, un lujo, un pasatiempo de desocupado; la vida de la humanidad cuelga de él. Demás estarían las ciudades, sobrarían los ejércitos, holgarían las tierras, si hombres no hubiese; pero si hay hombres es porque hay amor. Para tan grave cargo, como le encomendó la naturaleza, hubo de dotarle de poderes no pensados: el amor es fuerte, furioso, loco. Que la vida de los hombres cuesta mucho y es menester el colmo de la locura para escotarla. Sin esa «titillatio, concomitante idea causae externae», como paradisíacamente definió Espinosa el amor, el mundo se acababa, y es harto grave cosa el mundo.

Por muchas que sean, las víctimas del amor, por aciagos que sean los acaecimientos que ocasiona, por muertes, desolaciones, ruinas, que amontone sobre la haz de la tierra, más necesita, [XXIX] más se merece, más se le debe, más demanda, con nada de eso se paga: a cambio de desastres, guerras, tragedias sin cuento, da lo que con nada de eso es comparable, la vida de los hombres sobre la tierra. Y no es ello de tan menguado precio, que no haya permitido Dios, según la doctrina católica, hasta que el pecado entrase en el mundo y le señorease, y con él la muerte, y tras la muerte y el pecado, que la misma Divinidad encarnase y fuese blanco de estos dos tiranos del mundo.

El amar es luchar, sufrir y morir, no menos, antes mucho más es vivir, de donde nace que vivir es morir, sufrir y luchar. El demonio del amor es el demonio de la muerte, pero eso por ser el demonio de la vida.

Esta es la no sé si llamarla tragedia o comedia del mundo y del vivir de los hombres. Sabíalo, por lo menos, muy bien sabido el que compuso la Tragicomedia de Calisto y Melibea, cuando cifró toda esta filosofía del amor, de la vida y del mundo en el último auto, donde exclama el viejo Pleberio, que de viejos es exprimir todo el sustancioso jugo de la vida: «¡O vida de congoxas llena, de miserias acompañada! ¡O mundo, mundo! Muchos de ti dixeron, muchos en tus qualidades metieron la mano. A diversas cosas por oydas te compararon; yo [XXX] por triste esperiencia lo contaré, como a quien las ventas y compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron... ¡O amor, amor!, que no pensé que tenías fuerça ni poder de matar a tu subjetos!... ¿Quien te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene? Si amor fuesses, amarías a tus sirvientes; si los amases, no les darías pena; si alegres viviesen, no se matarían, como agora mi amada hija... Alegra tu sonido, entristece tu trato. ¡Bienaventurados los que no conociste o de los que no te curaste!»

He aquí la conclusión de la Tragicomedia, y he aquí la raíz de la filosofía schopenhaueriana, del pesimismo de la vida y del amor. El cual en La Celestina es lo que el Ananke o fatalidad en la tragedia griega, lo que levanta el drama, o, mejor diré, lo hunde en la sima del espanto y terror con que atrae a los lectores o espectadores, les hiela el corazón y juntamente les encadena halagüeñamente el gusto, les enhechiza y ciega y, quieras que no, los arrastra y despeña consigo en sus honduras lóbregas e inapeables. Y venturoso de aquel, que por este poder del arte trágico, hundido y ensimismado en las lobregueces de sí mismo, llegue a comprender lo que es el amor, el mundo y la vida en sus más soterradas y filosóficas raíces, amargas, sí; pero, [XXXI] por lo mismo, empapadas en el sustancioso jugo de la más alta sabiduría.

Ahora vendrán y se nos echarán encima todos los moralistas, pasados y presentes, y también los que aún no son nacidos, y condenarán La Celestina como libro que «es afrenta hasta el nombrarlo, y que debería mandarse por justicia que no se imprimiese ni menos se vendiese, porque su doctrina incita la sensualidad a pecar y relaja el espíritu a bienvivir.»

¡Sapientísimo señor Obispo de Mondoñedo, Fr. Antonio de Guevara, discretísimo maestro Luis Vives y cuantos les hacéis coro y se lo hicisteis desde que La Celestina se leyó! Guardaos esos vuestros discretísimos consejos para quienes no se compuso La Celestina, quiero decir para monjitas y colegialas; que los que quieran conocer el mundo, el hombre, el vivir y su amarga y agridulce raíz, el amor, en que consiste toda la sabiduría, y por cuyo conocimiento fuisteis vosotros mismos sapientísimos varones y maestros de la filosofía española, leerán la Tragicomedia y aprenderán y... no se escandalizarán...

Esto cuanto al intento y espíritu de la obra; los medios de ejecución atañen al literato. Pero de ellos, que pueden reducirse a los caracteres, la invención y composición de la fábula y, finalmente, al estilo y lenguaje, se ha dicho tanto y [XXXII] con tanto acierto, que duelo da el escoger, habiendo de dejar lo más, y aun lo mejor escogido no cabría en esta Introducción. Menéndez y Pelayo llenará las medidas del curioso que desee enterarse (Orígenes de la Novela, t. III).
Libro en mi entender divi-

Si encubriera más lo huma-.


dijo Cervantes cuan breve y galanamente pudiera decirse. No volveré a lo del encubrir lo humano, que el propio Cervantes se sabía muy bien no fuera hacedero sin deshacer lo divino, que el libro encierra: que fuera hacer una sortija de oro sin oro.

«¿Quales personas os parecen que están mejor exprimidas?», pregunta Martio en el Diálogo de las lenguas. Y responde su autor, Juan de Valdés: «La Celestina está, a mi ver, perfetísima en todo quanto pertenece a una fina alcahueta.» Tan es así, que el pueblo español, con certera crítica, hizo de Celestina un nombre apelativo, no a modo de sustantivo, como de otros famosos personajes, por manera que decimos: Fulano es un Quijote, es un Sancho Panza, es un Tenorio; sino que celestina llamamos a toda trotaconventos, tercerona o alcahueta, sin más cortapisas y como adjetivo corriente. Y que no tiene semejante. Porque no es la alcahueta común, [XXXIII] sino la de diabólico poder y satánica grandeza. «Porque Celestina -dice Menéndez y Pelayo- es el genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra en una intriga vulgar tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia moderna, tan perversa y ejecutiva y dominante voluntad, que parece nacida para corromper el mundo y arrastrarle encadenado y sumiso por la senda lúbrica y tortuosa del placer.» «A las duras peñas promoverá e provocará a luxuria, si quiere», dice Sempronio.

Hay en Celestina un positivo satanismo, es una hechicera y no una embaucadora. Es el sublime de mala voluntad, que su creador supo pintar como mujer odiosa, sin que llegase a ser nunca repugnante; es un abismo de perversidad, pero algo humano queda en el fondo, y en esto lleva gran ventaja al Yago de Shakespeare, no menos que en otras cosas.

Elicia y Areusa son figuras perfectamente dibujadas, discípulas de Celestina, no prostitutas de mancebía o mozas del partido, sino «mujeres enamoradas», como las llamaban, que viven en sus casas, sin el sentimentalismo de las de Terencio ni el ansia y sed de ganancia de las de Plauto, más verisímiles que las primeras y menos abyectas que las segundas. Los criados [XXXIV] de Calisto son todavía menos romanos y más españoles; no esclavos, sino consejeros y confidentes, que le ayudan y acompañan, aunque avariciosos y cobardes.

Calisto y Melibea han sido siempre comparados con Romeo y Julieta en lo infantiles, apasionados y candorosos. «Mucho de Romeo y Julieta se halla en esta obra -dice Gervinus (Histor. de la poes. alem.)-, y el espíritu según el cual está concebida y expresada la pasión es el mismo.» Y Menéndez y Pelayo, a quien seguimos: «Nunca antes de la época romántica fueron adivinadas de un modo tan hondo las crisis de la pasión impetuosa y aguda, los súbitos encendimientos y desmayos, la lucha del pudor con el deseo, la misteriosa llama que prende en el pecho de la incauta virgen, el lánguido abandono de las caricias matadoras, la brava arrogancia con que el alma enamorada se pone sola en medio del tumulto de la vida y reduce a su amor el universo y sucumbe gozosa, herida por las flechas del omnipotente Eros. Toda la psicología del más universal de los sentimientos humanos puede extraerse de la tragicomedia. Por mucho que apreciemos el idealismo cortesano y caballeresco de D. Pedro Alarcón, ¡qué fríos y qué artificiosos y amanerados parecen los galanes y damas de sus comedias al lado [XXXV] del sencillo Calisto y de la ingenua Melibea, que tienen el vicio de la pedantería escolar, pero que nunca falsifican el sentimiento!»

Cuanto al arte de la composición dramática, la traza es sencillísima, clara y elegante, y más de maravillar por la época en que se compuso, antes de nacer el teatro moderno, puesto que es la primera madre de él La Celestina. Calisto, de noble linaje, entra, siguiendo a un halcón, en la huerta donde halla a Melibea. Enamorado de ella y desdeñado, acude a Celestina, que con sus arterías y hechizos prende el mismo fuego en el pecho de la virginal doncella, y con sus mañas y mujeres se atrae la voluntad de los criados de Calisto. Pero la codicia la hace a ella no querer partir con ellos el collar que le había regalado el galán tan bien servido, y a ellos que maten a la vieja, quedando medio descalabrados al saltar por la ventana, huyendo de la justicia, y ahorcados por ésta en la plaza. Sólo al través de la puerta se habían hablado los amantes, y, según lo concertado, va de noche Calisto a la huerta de Melibea; pero después de lograr tan apetecida dicha, al salir y saltar de la tapia, cae muerto el amante. Ella, al saberlo, como heroína del amor, hace que su padre la oiga al pie de la torre, en cuya azotea ella sola le cuenta su desgracia y luego se deja caer muerta a sus [XXXVI] pies. El triste anciano endecha tan horrible desventura y las miserias del mundo, de la vida y del amor.

«El genio gusta de la sencillez, el ingenio gusta de las complicaciones -dice Lessing en su Dramaturgia... -El genio no puede interesarse más que por aventuras, que tienen su fundamento unas en otras, que se encadenan como causas y efectos.» Hasta la muerte de Celestina todo era comedia, la comedia del amor y de la vida; desde aquel punto se convierte la acción en tragedia. Mueren ambos criados. Torna lo agradable con la escena de la huerta. Pero cuanto más agradable, más triste y terrible siéntese la desgracia inesperada de Calisto y la trágica muerte de Melibea. Este cambio repentino es de efecto maravilloso. El despeño de la acción así preparado y ejecutado es lo más admirable de la obra.

Del estilo y lenguaje de La Celestina la mayor alabanza que le cabe es haber casado en ella su autor el período y sintaxis, que venía fraguándose por influjo humanista del Renacimiento y en que sobresalieron el Arcipreste de Talavera, Hernando de Pulgar, Fernán Pérez de Guzmán, Diego de San Pedro y Mosén Diego de Valera, con la frase y modismos, [XXXVII] refranes y voces del uso popular, que nadie hasta él había empleado. El autor de La Celestina llevó el habla popular a la prosa, como el Arcipreste de Hita la llevó al verso.

De aquí las dos corrientes de estilo y lenguaje, que cualquiera echa de ver en La Celestina. El habla ampulosa del Renacimiento erudito la pone en los personajes aristocráticos, y a veces en los mismos criados, que remedan a su señor; el habla popular campea en la gente baja, sobre todo en Celestina; a veces, y siempre más o menos, se mezclan y hacen un todo rimbombante, prosopopeico y abultado para nosotros, pero muy propio de la época aquella. «El Renacimiento -dice Menéndez y Pelayo- no fue un período de sobriedad académica, sino una fermentación tumultuosa, una fiesta pródiga y despilfarrada de la inteligencia y de los sentidos. Ninguno de los grandes escritores de aquella edad es sobrio ni podía serlo.» Estamos todavía lejos de aquel maravilloso prosista de los tiempos de Carlos V, Juan de Valdés, cuyo principio estilístico será eternamente el único verdadero: «Que digáis lo que queráis con las menos palabras que pudiéredes, de tal manera que, esplicando bien el conceto de vuestro ánimo y dando a entender lo que queréis dezir, de las palabras, que pusiéredes en una cláusula o razón, [XXXVIII] no se pueda quitar ninguna sin ofender o a la sentencia della o al encarecimiento o a la elegancia.»

«¿Qué os parece del estilo?», le pregunta Torres, hablando de La Celestina. «En el estilo, a la verdad, va bien acomodado a las personas que hablan. Es verdad que pecan en dos cosas, las cuales fácilmente se podrían remediar...: la una es el amontonar de vocablos algunas veces tan fuera de propósito, como magnificat a maytines; la otra es en que pone algunos vocablos tan latinos, que no se entienden en el castellano y en partes adonde podría poner propios castellanos, que los hay. Corregidas estas dos cosas en Celestina, soy de opinión que ningún libro hay escrito en castellano adonde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante.»

Tiene razón. Las voces latinas son pocas en comparación con las que usaron Juan de Mena, Juan de Lucena, para no hablar de otros renacentistas que habían perdido los pulsos, casi tanto como algunos mozos escritores de hoy, que creen escribir elegante castellano, y dar a entender que saben latín y hasta griego empedrando su estilo de voces bárbaras, pues bárbaras para el castellano son las griegas y latinas. Pero Valdés no podía ver estas barbaridades y hace bien en tachar las pocas de La Celestina. [XXXIX]

Pero es el primer libro donde se ve el habla popular y no mal casada con la erudita, y, aunque con alguna afectación, hermosamente arreada a la latina cuanto a la construcción del período prosaico. Por eso era el libro más natural y elegante escrito hasta entonces, y en él y en las Epístolas de Guevara y el Lazarillo, que vinieron más tarde, fue donde españoles y extranjeros aprendían nuestro idioma.

El Renacimiento español puede decirse que nace con La Celestina, y con ella nace nuestro teatro, pero tan maduro y acabado, tan humano y recio, tan reflexivo y artístico, y a la vez tan natural, que ningún otro drama de los posteriores se le puede comparar.

Es La Celestina para leída, más bien que para representada, cabalmente por carecer de convencionalismos teatrales y no estar atada a otros fueros que a los de la libertad y de la vida, que la vida y la libertad no pueden encorralarse entre bastidores. Pero el alma es dramática, dramáticos los personajes, los lances, el desenvolvimiento interno y el lenguaje dialogado, tan diferente del lenguaje de Cervantes, como el drama lo es de la novela. No es novela dramática, porque toda novela es narración; ni poema dramático, porque no menos es narración todo [XL] poema; es puro drama, y no representable por tan puro drama como es y pura vida.

El naturalismo o realismo, o como quiera llamarse al mirar derechamente a la naturaleza, a los hombres, y quintaesenciar una y otros por el arte, es tan fuerte aquí como en la obra del Arcipreste de Hita; aunque ya lo postizo del remedo humanista altere los personajes señoriles de Calisto y Melibea con la folla, que hasta en la vida real afectaban en el habla las personas cultas.

Tal es, en mi opinión, La Celestina primitiva, quiero decir la Comedia de Calisto y Melibea, que se imprimió en Burgos el año de 1499.

Ediciones a que se refieren algunas variantes:

B. Burgos, 1499.

S. Sevilla, 1502, reproducida en la de Venecia, 1534 según dicen.

R. Roma, 1506, traducción italiana.

Z. Zaragoza, 1507, edición Gorchs, Barcelona, 1842.

A. Madrid, 1822, editada por León Amarita.

O. Rouen, 1633, editada en casa de Carlos Osmont, con el texto castellano y traducción francesa al lado.



V. Valencia, 1514, reeditada por Krapf, Vigo, 1900.
JULIO CEJADOR. [3]
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