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La Biblioteca Por Sayang Madu La Biblioteca


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La Biblioteca
Esto es insoportable. ¡Cuánto más durará el asedio! Ya no queda nada que llevarse a la boca. Estamos perdidos. Que Alá nos asista.
⎯ Señor, los originales ya están fuera. Quedan sólo copias y manuscritos cristianos.

⎯ Muy bien

⎯ Salen hacia Ishibiliyya.

⎯ ¿No habrá problemas?

⎯ Los guardas de la torre sur han recibido de buen grado el oro y han prometido hacer una profunda siesta hoy.

⎯ No hay que fiarse, que sea rápido y que Alá nos asista. Vete con los libros.

⎯ ¿Cómo ha dicho, señor?

⎯ La mayor biblioteca de nuestra gente. Estos cristianos van a tardar siglos en llegar a lo que nosotros sabemos. Viven en la oscuridad de su Dios, en el miedo y no ven la magnificencia de la Naturaleza. Si encuentran los manuscritos los quemarán.

⎯ Señor, yo he nacido aquí. No tengo otra tierra.

⎯ Ésta ya no es tu tierra. Nos la han usurpado los infieles. ¿Cuánto tiempo crees que tardaremos en sucumbir? Protege esos manuscritos con tu vida porque eso es lo único que te queda. La ciudad le rezará a Dios en menos de una semana. Se metieron en nuestras casas de noche con la niebla. Nos han acorralado. Huir es la única opción.


El Califa le lanzó al muchacho una bolsa de cuero repujado donde siluetas de camellos bajo una luna redonda despertaban al tacto. El vuelo esparció el olor fuerte del cuero entre las columnas de la sala. A pesar del sol, alto por el mediodía, el frío no abandonaba al muchacho que atrapó entre sus manos la piel suave que envolvía lo único que no se habían podido comer durante los dos meses de asedio. El oro tintineó cuando el joven lo ató a su cinturón escondiéndolo dentro de su bombacho.

⎯ Buen viaje.

⎯ Señor, ¿A dónde van los libros?

⎯ Por ahora al otro lado del mar.

⎯ ¿Y luego?

⎯ Que Alá te asista.

2

Cuando el barco llegó a Tanja la melancolía ya se había instalado en mis huesos.



No conseguía deshacerme del dolor en el cuello. A lomos del corcel blanco del Califa salí de la ciudad con los ojos fijos en su perfil hasta que no fue más que una mota en el horizonte. Poco me importaba el camino solo quería retrasar el momento de la despedida.

El ajetreo convertía el puerto en un hormiguero de turbantes.

⎯ ¿Qué traes tú?

⎯ La biblioteca del Califa.

⎯ ¿Cómo has dicho? ¿Eres del Al-Andalus? ¡Oye, tú! Que aquí hay uno que trae papeles.- Gritó el hombre entre risas.

⎯ Son manuscritos, hermano.- Repliqué sin atrevimiento.

El individuo se encogió de hombros y me miró con desprecio. Empezaba a ponerse el sol y sentí frío. Dormí en el puerto, entre las carretas sin tiro que contenían la sabiduría del hombre. La luz me despertó antes que el barullo empezara y aproveché el alba para orar.

Postrado sobre mis rodilla con la frente en el suelo vi como la intensidad del sol disminuía. Levanté suavemente la cabeza y unos pies vestidos dibujaban en la arena, inquietos. Me alcé, sacudí el polvo de las rodillas de mis bombachos y saludé amablemente al desconocido.

⎯ ¿Eres tú el que viene con la biblioteca?

⎯ Sí, señor. Los cristianos han ocupado nuestra tierra.

⎯ ¿Cuánto quieres por los libros?

⎯ Los Kutub no están en venta. Solo buscan un Bait que los respete.

⎯ ¿Cuántas bestias necesitas?

⎯ Hay 8 carros.

No estaba el sol en el mediodía que el desconocido había ya amarrado las reses a las carretas y salíamos del puerto. Todos sus hombres hablaban un árabe exquisito, como el que habla mi Califa. Durante días vimos el mar pero de repente desapareció. Los hombres montaban y desmontaban sigilosos las jaimas a una velocidad pasmosa, concentrados. Los tres esclavos negros cocinaban cada noche y durante la cena el silencio se iba a dormir. Los hombres debatían de astrología, de medicina, de geografía, de la vida y la muerte. De por qué el desierto estaba salpicado de pequeños lagos de agua dulce rodeados de palmeras.

Pero a mí me daba todo igual porque a pesar de la constante sorpresa nada, nunca, podrá ser más bello que mi ciudad natal. Donde uno jamás se siente solo, nadie come solo, nadie bebe solo y nadie duerme solo.

De lejos advertí un gran minarete levantándose orgulloso en medio de casas del color de la arena. 3

⎯ Ahí tienes tu Bait al Kutub, hermano. La casa de los libros.

La mezquita de Kutubiya era nueva, sin colores, sin fuentes. El desconocido me dijo que no podían alojar a todos los libros por falta de espacio y que sus hombres elegirían los que iban a quedarse. Me instalaron en una casa cerca de la mezquita. Donde algunos de los sabios iban a veces, cuando querían compartir la cama.

Marrakus era un laberinto de callejas estrechas donde el hedor no te dejaba respirar. Solo por la noche, cuando la luna traía el fresco, podía uno sentarse en la calle.

Pasó el tiempo y los sabios me devolvieron cinco carretas.

⎯ Hermano, has sido de gran ayuda para nuestros conocimientos. No tenemos casa para todos. Quédate los esclavos y las reses. El camino es difícil. Que Alá te asista.

Los esclavos me miraban y esperaban órdenes, las carretas enganchadas en los tiros esperaban el polvo del desierto, los kutub restantes esperaban bait, pero yo no sabía hacia dónde ir. El desconocido se giró y con un bramido llamó mi atención para que cayera justo en mis manos una bolsa de cuero repujado, los dibujos geométricos no dejaban un centímetro liso.

⎯ Señor, al sur hay un mar de arena, del norte venimos, del oeste cuentan de islas salvajes, al este hay mezquitas.

El esclavo habló, sin mirarme a los ojos y arrugando con sus manos la raída túnica que cubría sus negros músculos quiso compartir su sabiduría y sin más palabras emprendimos viaje hacia el este.

La gente dejó de llamarme muchacho, llegó otro ramadán, sólo dos de los esclavos seguían conmigo. Ya había olvidado el azul del mar cuando llegamos a Wharan. Allí un sabio me habló de la Mezquita Grande de Al-Yazair aun más al este.

La brisa marina desarrugó nuestra piel seca. Por lo menos podía pagar un barco para llegar a las islas, si no estaban muy lejos, inshallah. Pero no hizo falta, Al-Yazair no eran islas de verdad, solo en el nombre. El amanecer numero cien trajo buenas noticias y la Mezquita Grande iba a empezar la revisión de los kutub.

En la espera me di cuenta de que no había vuelto a ver la hermosura de las hembras de mi tierra. Esa piel suave y clara de labios rojos vivos y ojos llenos que no se esconden. Cuerpos de dunas que obligaban al viento a moverse sin descanso. Cabellos negros de ondas rebeldes como una noche de tormenta en el mar. Lo peor era no oír la risa alegre y viva, esa risa capaz de parar el tiempo.

Perdí la cuenta de los amaneceres y de cuántas veces ayuné. Solo uno de los esclavos seguía conmigo. Compartió su conocimiento y se ató a mi destino pero sus ojos estaban tristes como los míos y soñaba con su tierra como yo soñaba a la mía.

Llegaron tres carretas y una bolsa pequeña de cuero nuevo, lisa y rojiza, que ya no abrí antes de anudarla con las otras. Seguimos hacia el este.


4

Caminamos junto al mar hasta la mezquita de Kairuan que era muy grande pero sin biblioteca. Se quedaron algunos libros al azar. Ya no había más este y empezamos a ir al sur. La suerte no fue mejor en la mezquita del Sultán en Tarabulus, solo unos pocos terminaron su camino. Para seguir al este las carretas ya no servían y lo cargaron todo sobre camellos de pelo revuelto que dejaron un rastro de babas y heces.

La piel se nos secó de nuevo, los días se hacían largos, las noches cortas porque sólo en sueños podía yo volver a mi tierra y respirar el aire de las montañas.

Cuando cruzamos las puertas de Al-Qahira me llamaron abuelo y me costaba caminar erguido tanto como al esclavo que seguía a mi lado.

Encontramos un ciudad en ruinas y una mezquita medio en pie. La furia de Alá había sacudido la tierra y el esclavo, por primera vez levantó sus ojos hasta los míos, implorando, pero antes de que yo pudiera abrir la boca una voz sonó fuerte a mis espaldas.

⎯ ¿Eres tú el bibliotecario?

⎯ No lo soy. Pero tengo los libros de la biblioteca.

Nos instalaron en un pequeño cuarto fresco y nos llevaron a los baños, la comida caliente nos supo a manjar a pesar de que no lo era. Hubiera dado todo mi oro por un cordero de mi tierra, tierno y sabroso. Se llevaron los camellos y los descargaron antes de entrar en la mezquita de Al-Azhar.

Un sabio llegó y anunció que estaban orgullosos de poder quedarse los libros, me alcanzó una bolsa de cuero casi negro, duro y se despidió. Pero no dejé que se marchara,

⎯ ¿Cómo puedo regresar al Al-Andalus?

⎯ De allí vienes, tú ya conoces la respuesta.

⎯ Pero no tengo el tiempo de volver sobre mis pasos.

⎯ ¿Y tiempo para esperar? Al norte. En Al-Iskandariya. Hay barcos. Que Alá te asista.

No anudé la bolsa a las demás simplemente la dejé sobre el jergón del esclavo.

Caminaba hacia el norte precedido por mi sombra que encontró compañía.

⎯ Noticias he tenido de que mi tierra ya no es la que yo dejé, los leones han huido y los míos ya no son libres. Prefiero guardar mis recuerdos que enfrentarme a la realidad de no pertenecer a ninguna parte.

⎯ Córdoba siempre fue la casa de todos, hermano.

Los ojos tristes del fiel esclavo se cerraron para siempre antes de llegar al puerto de Malaqa.

El olor a verde borró el paso del tiempo y mis piernas caminaban fuertes, mis ojos ya no se cerraban con el sol y una enorme sonrisa seguía mis pasos ligeros. La prisa era mi compañera de viaje. Se hizo más largo el último trecho que toda mi vida entre oasis, arena y libros.

Respiraba la sombra de los olivos consumido por la felicidad del regreso.

Crucé carretas, hombres a caballo, mujeres a pie, vestidos con harapos, sucios y pulgosos. Cristianos.

5

Columnas de humo rodeaban mi ciudad, desprendían un fuerte olor y hombres y mujeres cubrían sus rostros con trapos pero pude ver que tenían ojos claros, azul claro, marrón claro, verde claro, en vez de ojos oscuros como tiene mi gente.



Túnicas negras esparcían, con desgana, agua y letanías sobre las hogueras.

La ciudad estaba llena de cruces, de piedra, de madera, de hierro, grandes y pequeñas, en los muros y en los cuellos.

Las callejuelas estaban encharcadas, las casas ya no eran blancas y tenían las ventanas tapiadas, desperdicios esparcidos, podridos. Los perros enseñaban los dientes llenos de espuma y se rascaban con desesperación. El tufo se metía en los huesos.

Llegué a la mezquita y estaba llena de bancos, con un altar dorado y cruces por todas partes.

Apoyé mi hombro en una columna y escondí mi cara entre las manos, esperando que el espejismo desapareciera. Olí jazmines y levanté la mirada cauta, encontré el pelo negro de olas rebeldes, la piel clara sin fondo azul, los ojos oscuros y los labios vivos.

⎯ Hermana. ¿Qué le ha pasado a nuestra Córdoba?

⎯ Se la come la peste abuelo. ¡Qué Dios nos asista!
Resbalé mi espalda por la columna y reposé mis posaderas en el suelo mientras el tintineo del oro ceñido a mis pantalones me recordaba su presencia inútil. Soñé un tierno cordero asado a fuego lento en el bosque. Soñé la alegría. La música y el baile. Las risas. Soñé la juventud.

Y preferí no despertar.



Nota del autor: Ishibiliyya (Sevilla), Tanja (Tanger), Marrakus (Marrakech), Wharan (Oran), Al Yazair (Argel), Tarabulus (Trípoli), Al- Qahira (El Cairo), Al-Iskandariya (Alejandría), Malaqa (Málaga)

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