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Ciencia, política y cientificismo oscar Varsavsky Oscar Alberto Varsavsky (1920 1976)


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VI. Evolución de este problema en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales.

En el segundo capítulo mencionamos varias dificultades que explican por qué estas consideraciones no se hicieron hace ya varios años. Para ilustrarlas, veamos brevemente el caso de la Facultad de Ciencias Exactas de Buenos Aires, odiada por los militares y otros reaccionarios que la creían un foco revolucionario, y escarnecida por varios grupos de izquierda por cientificista. (Usaremos los términos cientificista y fósil en sentido que le dimos en el capítulo III).

Esta Facultad estuvo dirigida −desde octubre de 1955 hasta junio de 1966− por un grupo de profesores y graduados con apoyo de la mayoría estudiantil; grupo que podemos llamar Reformista para dar idea de su ubicación en las luchas universitarias y de su heterogeneidad política. Sus integrantes tenían un buen entrenamiento científico, gran deseo de sacar al país de su estancamiento pero escaso conocimiento de sus realidades, alto grado de racionalidad, mucho empuje, un antiimperialismo difuso que fue agudizándose a partir de la revolución cubana y una eficiencia apreciable en docencia e investigación. En resumen, liberales de izquierda, inteligentes pero sin experiencia ni talento políticos.

En él había un subgrupo más politizado, formado por gente que había participado en movimientos antifascistas desde la guerra de España y militado −con las consecuencias habituales− en algún partido de izquierda y casi siempre en los movimientos antiperonistas. Este subgrupo no había quedado menos desorientado que el resto de los intelectuales argentinos ante el fenómeno peronista, aunque convencido del carácter esencialmente demagógico, entreguista y reaccionario de sus líderes. Durante el peronismo, la Facultad se había convertido en un refugio de fósiles. La polarización resumida en ‘alpargatas sí, libros no’ hizo que casi todos los profesores de algún valor fueran eliminados poco a poco. Muchos partieron al extranjero, otros continuaron trabajando en los resquicios que el sistema peronista dejaba por inoperancia. Tampoco quedaron todos los fósiles. Muchos de ellos, ligados a la oligarquía tradicional, fueron también despedidos.

Los que quedaron eran un enemigo ideal: incapaces, reaccionarios, serviles con el régimen por interés y por cobardía. Ninguna voz se alzó para defenderlos a la caída del peronismo.

Cuando el grupo Reformista tomó el control de la Facultad −simplemente por el vacío político y por su mayor prestigio intelectual− le fue fácil barrer con la mayoría de los fósiles peronistas.

Pero los fósiles antiperonistas se sentían en pleno derecho a ocupar las cátedras desocupadas por sus congéneres en desgracia, y así lo hicieron en la mayoría de las demás facultades y universidades del país. Nuestra Facultad estaba también amenazada por esta ‘restauración’ anacrónica.

Este peligro definió la actitud del grupo Reformista durante los primeros años. Las causas fueron múltiples: El nivel calamitoso de la enseñanza era un hecho real, que nos obligaba a dedicar grandes esfuerzos para mejorarla y para evitar que cayera en manos ineptas.

La tarea de mejorar la enseñanza y organizar la investigación nos gustaba ‘de alma’ (varios de los líderes del grupo eran maestros). Nos sentíamos capaces de hacerlo bien y deseábamos mostrar al mundo que los argentinos no éramos subdesarrollados.

Algunos intentos del subgrupo politizado por participar en la vida política nacional −objetivo nunca olvidado del todo− fracasaron sin pena ni gloria (Movimiento para el Estudio de los Problemas Argentinos, coqueteos con Frondizi, Illia, etcétera). Y ante la evidencia de que las masas no abandonarían la ilusión peronista por mucho tiempo, nos resignamos −con gusto− a la idea de que nuestro papel era crear la base científica que permitiera alcanzar un desarrollo tecnológico-económico apto para transformar la sociedad.

Aún sospechando del desarrollismo, lo adoptamos implícitamente y limitamos nuestra actividad política a enérgicas declaraciones contra el gobierno, los Estados Unidos, y todo el que estuviera en la picota de las izquierdas.

Estas declaraciones nos ganaron fama de ultraizquierdistas en las esferas oficiales militares, pero nunca representaron un esfuerzo organizado por enfrentar ni al sistema ni al imperialismo; ni siquiera al gobierno de turno.

Despolitizándonos en la práctica, nos dedicamos pues a ‘desarrollar’ la Facultad. Y para eso, como dije, el inconveniente más grave era la prevista invasión de fósiles antiperonistas. Pero nuestra posición era delicada, pues se asemejaba sospechosamente a la de tantas ‘trenzas’ clásicas de nuestra Universidad, que cerraban el paso en los concursos a sus opositores por intereses políticos o venales. Sumada a nuestra fama de izquierdistas, la acusación de ‘trenceros’ nos hubiera liquidado.

Fue natural entonces que recurriéramos a métodos ‘objetivos’ para demostrar la incapacidad de los fósiles: número de artículos publicados en revistas de prestigio internacional, jurados extranjeros de renombre, poco peso a la antigüedad en la docencia, etcétera.

Estos controles del nivel científico no pudieron ser objetados por los candidatos fósiles y tuvimos pleno éxito en alejarlos (con las inevitables excepciones). Pero −es evidente ahora, a posteriori−, fueron reemplazados no por el tipo de científico politizado que deseábamos, sino por cientificistas.

Las veintenas de jóvenes que habíamos ido enviando al extranjero, competían en los concursos, y los que ganaban eran −por supuesto− los que mayor adaptabilidad habían mostrado a la ciencia del Norte.

El Consejo Nacional de Investigaciones, CNICT, que promovimos y apoyamos sin tener fuerzas para orientarlo y que se convirtió en la punta de lanza del cientificismo, nos estimulaba económicamente en la política de enviar jóvenes inmaduros al extranjero, seleccionándolos por sus méritos cuantificables: notas y trabajos. Se les garantizaba a su regreso medios de trabajo similares a los que tenían en el Norte. Muchas fundaciones extranjeras contribuyeron a costear los laboratorios necesarios para acomodar a tantos nuevos científicos.

No éramos ciegos al fenómeno, pero ya no podíamos liquidar el eficiente instrumento que habíamos creado ni estábamos convencidos de que fuera necesario. Así tuvimos que aceptar a muchos profesores cuya indiferencia por el país y la sociedad era evidente (incluso pretendían no dar clases para dedicar todo su precioso tiempo a la investigación) o de ideología netamente reaccionaria.

No hicimos prácticamente nada por detener este fenómeno y eso por varios motivos: no lo creíamos tan extendido; no valorábamos bien su importancia; estábamos orgullosos del nivel alcanzado por la Facultad, ya reconocido internacionalmente; la mayoría de los alumnos estaba satisfecha con ese estado de cosas. Además, plantear el problema de fondo hubiera significado dividir el grupo Reformista y ceder el control de la Facultad a los profesores de la derecha tradicional, que constituían una minoría fuerte. El grupo Reformista iba perdiendo homogeneidad a medida que transcurrían los años y se mantenía unido sólo porque nadie veía con claridad esos problemas de fondo y porque su dirección formal quedó en manos de una persona de gran talento como ‘ejecutivo’ y de mucha influencia personal sobre la mayoría de sus miembros, pero demasiado seguro de que el camino que llevábamos era el correcto.

Nos limitamos a insistir −sin mucho éxito ni convicción− en la vinculación práctica de la Facultad con los ‘problemas nacionales’ a que ya hice referencia. Se logró que esto se declarase política oficial de la Facultad, e incluso hicimos concurrir uno por uno a todos los Jefes de Departamento ante el Consejo Directivo para que explicaran cómo iban a aplicar esa política.

Esto ya despertó oposición entre los profesores más cientificistas, que veían amenazada la ‘libertad de investigación’, y entre los más reaccionarios, que la creían una ‘maniobra comunista’. Las contradicciones del grupo Reformista comenzaron a notarse más claramente (tal vez la más importante fue hacer declaraciones antiimperialistas y al mismo tiempo aceptar subsidios de toda clase de instituciones norteamericanas). Así pues, cuando algunos grupos minoritarios de estudiantes comenzaron a acusarnos de cientificismo, nuestra sorpresa fue grande, y nuestra reacción, negativa.

En primer lugar, el significado de ese nuevo término −‘cientificismo’− no estaba nada claro para los mismos que lo esgrimían. Parecía una reacción general contra los profesores que exigían demasiado o se desinteresaban por los alumnos; contra la aceptación de subsidios y sobre todo contra el liderazgo paternalista ejercido por el grupo Reformista, intolerable para los grupos de izquierda.

En segundo lugar, el ataque fue llevado contra todo el grupo Reformista y contra toda su obra, lo cual impidió que los profesores más politizados pudieran participar, o siquiera comprender el movimiento.

Era difícil explicarse por qué, habiendo tantos problemas políticos en el país y en la Universidad, y habiendo tantas Facultades totalmente dominadas por grupos reaccionarios −tanto fósiles como cientificistas− se planteaba una lucha interna justamente en la nuestra, modelo de izquierdismo y combatividad a los ojos del público (cosa no despreciable). Los focos cientificistas del país −el CNICT para las ciencias naturales y el instituto Di Tella para las sociales− no eran atacados ni mencionados.

Todas estas circunstancias retrasaron tanto el análisis a fondo del problema, que junio del 66 sorprendió a la Facultad sin comprender todavía qué era el cientificismo.

Esta descripción somera y superficial de lo ocurrido, explica sin embargo por qué no hubo fuerza ni convicción política para proponer una ciencia rebelde. La incluyo porque además de su limitado interés local y anecdótico, refleja un conflicto que he visto reproducirse en otras universidades latinoamericanas. La pérdida de la ilusión desarrollista-cientificista permite ahora que los más politizados se planteen el problema general de la misión de la ciencia en esta sociedad y lleguen a la conclusión de que ella consiste en participar directamente en el proceso de reemplazarla por otra mejor y en la definición e implementación de ésta.

Está, pues, empezando resolverse el problema de la falta de convicción. En cuanto a la falta de fuerza política, el problema se ha fundido con la cuestión general de si se va a triunfar o no en el intento de cambiar la sociedad. Es evidente que al declararse en contra del sistema social vigente se aceptan todos los ‘inconvenientes’ de los grupos rebeldes, en todos lo países y en todas las épocas.

Que esto sea o no vano depende sin duda en primer lugar de que ese cambio tenga una base material que lo haga posible. Pero pasar de la posibilidad al hecho requiere varias condiciones de coyuntura. Tal vez el planteo de una ciencia rebelde contribuya a crearla.

Índice

I. Prefacio



II. Ciencia politizada

III. El cientificismo

IV. Autonomía científica

V. Ciencia y cambio de sistema



VI. Evolución de este problema en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales

VARSAVKY, Oscar: (1.969) CIENCIA, POLÍTICA Y CIENTIFICISMO. Centro Editor de América Latina. Buenos Aires.
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