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Altares domésticos y devoción en dos comedias de Lope de Vega sobre San Isidro


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Pratiques Hagiographiques II



Altares domésticos y devoción en dos comedias de Lope de Vega sobre San Isidro

Françoise CAZAL

Université de Toulouse-Le Mirail

La devoción es, ante todo, un movimiento interno del pensamiento que orienta la afectividad del devoto hacia el objeto religioso. Como muchos fenómenos de ámbito psíquico, se puede traducir por comportamientos exteriores, o bien propios del devoto, o bien ritualizados por un uso común, y, por ello, puede pretender a una representación iconográfica. En el teatro, donde a la gestualidad y a lo visual les toca completar los huecos dejados por el texto escrito dialogado, la devoción ha de expresarse, pues, según unos códigos fácilmente reconocibles por el espectador y admitidos por él. Son estos códigos y las estrategias dramáticas desplegadas en ellos a lo que nos vamos a referir, tomando como base el inagotable terreno de observación del teatro hagiográfico lopesco. Entre las muchas comedias hagiográficas de Lope de Vega, elegimos las comedias sobre San Isidro, patrón de Madrid, por tres razones. Primero, porque parece que Lope sentía una auténtica devoción por este santo, como lo prueba la abundancia y fidelidad de su producción al respecto. Empezó, en efecto, por el Isidro, poema castellano escrito en 1599, antes de redactar en 1617 una comedia en tres actos titulada San Isidro labrador de Madrid, y cinco años más tarde, otras dos comedias, en díptico, cada una en dos actos, tituladas respectivamente La niñez de San Isidro y La juventud de San Isidro (1622)1. Estas sucesivas reescrituras por Lope de la leyenda de San Isidro tienen la ventaja de proporcionar al estudioso la observación de varias reelaboraciones de los temas y episodios tratados, y crean una como «profundidad de campo» que permite observar los procedimientos de escritura de modo privilegiado, siendo ésta la segunda razón de mi selección. Por fin, el tercer motivo se debe al tipo de santo dramatizado, siendo San Isidro no un santo mártir, ni un santo convertido, sino un santo confesor, cuya principal excelencia radica en su extremada devoción.

Ni que decir tiene que el estudio completo de la dramatización de la devoción en las tres comedias isidorianas de Lope rebasaría ampliamente el marco de una comunicación, pues estas tres obras se construyen en una multitud de escenas de devoción de todo tipo, en particular oraciones, algunas de ellas en el campo, otras en iglesias, otras en casa, por lo cual se estudiará aquí sólo un aspecto preciso, el uso dramático de los altares caseros o «domésticos» para escenificar la devoción de San Isidro.

En la sociedad áurea, el altar en general –altar público de una iglesia o altar casero privado– es el lugar destinado a favorecer y a teatralizar el diálogo del devoto con la divinidad o el santo. Lope se vale, en efecto, en sus comedias isidorianas, de varias escenas con altares, y en concreto de dos escenas con altares domésticos. Nos interesaremos por la escenificación del altar, su lugar de aparición en la estructura de la obra, su declinación bajo variantes distintas, el manejo complejo del diálogo y de las didascalias en estas escenas, el uso del espacio escénico, y, más generalmente, por el valor simbólico expresado en el doble texto dramático (espectacular y dialogado).

La leyenda hagiográfica de San Isidro consta de varios milagros que Lope utilizó en la primera obra mencionada, La comedia famosa de San Isidro labrador, pero, al refundir el material legendario para redactar las dos comedias ulteriores, piezas de encargo destinadas a las fiestas de canonización, Lope decidió repartir la materia dramática de otra manera, creando, en el díptico, una comedia preparatoria, la de La niñez de San Isidro, en la cual toma más libertad creadora respecto a la leyenda, leyenda que se centra esencialmente en los milagros que corresponden a la vida adulta del santo. En esta primera obra del díptico, se alude largamente a las circunstancias piadosas que acompañaron el nacimiento de Isidro, y se escenifica de modo detallado su devotísima niñez, que refleja por anticipación la devoción del santo adulto. Sin embargo, en este reparto de la materia argumental, Lope se encontraba con la dificultad de que todos los milagros conocidos corresponden a la parte de la leyenda utilizada en la segunda obra del díptico, La juventud de San Isidro. Los episodios dramatizados en La niñez de San Isidro dan materia argumental para un solo milagro situado, además, de modo cronológicamente tardío en la obra: se trata de la aparición al piadoso adolescente de Cristo, disfrazado de joven campesino, escena cumbre del final de la primera obra del díptico. Tal escasez de elementos maravillosos condujo a Lope a construir dos escenas más de tan fuerte impacto visual como ésta: la primera es una visión premonitoria experimentada por el padre de Isidro que, antes de nacer su hijo, lo «ve» en la imagen más conocida de su leyenda, o sea la escena en la cual los ángeles vienen con bueyes blancos a arar el campo para efectuar el trabajo de Isidro, sumido en el éxtasis místico; y la segunda escena es precisamente la del altar casero, en la cual Isidro es ya un niño crecidito.

El contexto estructural que hemos esbozado rápidamente muestra a las claras la importancia que Lope confiere a dicha escena, hecho que vendrá confirmado por la complejidad de su escenificación.

El contexto anecdótico es el siguiente: el joven Isidro, quien ha manifestado ya frente a sus familiares una sabiduría precoz y una devoción fuera de la norma, es invitado a jugar con el hijo de sus amos, el joven Iván de Vargas y con un amiguito de éste, don Luis, perteneciente a la misma clase social aristocrática. Isidro, después de hacerse de rogar, y después de haberse negado a participar en una serie de juegos enumerados por sus compañeros, acepta por fin jugar al escondite, y se esconde tan perfectamente que sus dos compañeros de juego tardan mucho en encontrarlo. Lo descubren finalmente, en pleno arrobo místico, rezando ante un altar.

El altar, por una parte, se describe en una didascalia y, por otra, da lugar en el diálogo a varios comentarios admirativos de los dos jóvenes aristócratas que presencian en directo cómo una voz celestial se dirige al joven Isidro. Se trata pues, de un milagro que consiste en que Dios condesciende en hablarle a Isidro, como, más tarde en la obra, le hará el privilegio de compartir con él una merienda, multiplicándose la intensidad de la comunicación entre santo y divinidad. Con esto, se dibuja ahora claramente la estructuración de la obra, a partir de los tres puntos fuertes aludidos antes:

– la visión premonitoria del padre, limitada a un solo personaje de la obra, y no escenificada directamente en las tablas, sino relatada.

– la voz celestial dirigida al niño Isidro, arrodillado ante su altar, voz divina cuya recepción no se limita a una sola subjetividad, como en el caso de la visión tenida por el padre, sino que la oyen tres personajes, Isidro y los dos niños testigos de la escena.

la aparición física de Cristo hecho hombre y, en este caso, hecho un hermoso joven labrador para mejor comunicarse con el adolescente Isidro.

En esta creciente escenificación de lo divino, la escena del altar es el momento central y complejo en el que se establece el contacto entre el santo y la divinidad. Dicha escena goza de una elaboración dramática compleja, en primer lugar visual, con la imagen de Isidro inmóvil, arrodillado ante el altar, y en segundo lugar dialogada, con los dos jóvenes testigos que, en sus comentarios, recalcan lo extraordinario de la escena y las virtudes de Isidro. Se descubre la silueta del niño orante mediante la técnica de la cortina corrida, que muestra una escena previamente oculta, técnica habitualmente usada para las «apariencias» o apariciones de personajes sagrados en el escenario. En cuanto a los dos niños jugadores, descubren la escena guiados por un extraño equívoco dialogal; oyen la voz celestial que llama al joven Isidro diciendo: «Venite», voz que se expresa en latín, según los códigos teatrales destinados a certificar su origen divino. Los niños, creyendo que esta voz se dirige a ellos, la van siguiendo y descubren a Isidro «escondido», sumido en su contemplación devota. El recurso escénico a lo maravilloso cristiano (la voz) en el mismo momento en el que se «descubre» (en ambos sentidos de la palabra, se «encuentra» y se «desvela») a Isidro, logra, por contaminación, conferir al niño orante un halo de santidad. Así, haciendo simultáneos el descubrimiento visual hecho por el espectador y el descubrimiento hecho por los niños testigos, Lope logra unir simbólicamente la voz celestial y el personaje descubierto.

Se describe el altar mediante una didascalia redactada de manera más sugestiva y alusiva que precisa: «Descúbrese en lo alto un aposentico con su altarico, su imagen y sus velas e Isidro rezando»2. El texto didascálico, aunque hecho inicialmente desde el punto de vista de la representación para ser trasladado visualmente a las tablas, es también un texto en sí, que merece ser comentado como tal. En el caso actual, los diminutivos «aposentico» y «altarico» remiten tanto a indicaciones concretas sobre el tamaño de los elementos utilizados para la escenificación como al enternecimiento emocional del dramaturgo —un tanto convencional, desde luego— frente al entrañable contraste que ofrecen los tiernos años de Isidro y sus altas virtudes, entre las cuales la devoción ocupa un lugar destacado.

En toda esta comedia Lope teatraliza el material representado valiéndose de toda la gama de lo pequeño. Frente al santito, se yergue, pues, el altarico, en el aposentico. Esta escena «de tamaño reducido» se inscribe perfectamente en la estrategia estética de esta primera comedia del díptico, donde la caracterización del santo adulto, tal como la propone la leyenda, ha de llevarse a cabo en el registro infantil. Pero, bien se sabe, small is beautiful, y la didascalia, mediante el uso insistente y evocador de estos diminutivos, se hace, a su vez, la expresión de la emoción que Lope quiere suscitar en el espectador o en el lector. Por otra parte, la «reducción» propuesta al espectador imita la reducción operada por los pintores para crear efectos de perspectiva, y confiere a la escena las proporciones de un cuadro cuyo referente son los innumerables cuadros que representaban escenas de devoción en las iglesias o casas particulares. La reducción por efecto de perspectiva supone la existencia de una distancia, distancia que expresa explícitamente la didascalia, donde se precisa que la escena aparece «en lo alto», como «colgada»: proporciones y ubicación en el espacio concurren, pues, a iconizar la escena, a asemejarla a una escena pictórica, lo que asimila al niño candidato a santo a la multitud de los santos representados en los cuadros devotos. Así, de los tres puntos fuertes visuales en los cuales se construye esta comedia, el primero (la visión premonitoria del padre de Isidro) es una pura estampa sacada del santoral, el segundo (la escena del altar) es un «cuadro vivo» que tiene todas las características de un lienzo, y el tercero es una escena dramatizada en la que el personaje de Cristo se encarna en las tablas, como se encarna en el Evangelio. El espacio escénico es cada vez más íntimamente colonizado por la figura divina, pasándose de una imagen relatada a una voz oída, para terminar sobre la divinidad «representada».

El texto didascálico, del que ya subrayamos el poder sugestivo, nos precisa también lo siguiente: «un altarico, su imagen y sus velas». Lope levanta con harta precisión el decorado representado que remite fielmente a los altares domésticos del espacio casero áureo, con sus dos ingredientes principales, las velas y la estatua de un santo, de la Virgen o de Cristo, elementos propios de una devoción marcadamente postridentina, con insistencia en las imágenes y en la teatralización de la devoción (las velas). La familiaridad del público con este decorado casero hace inútil describirlo más, razón por la cual la expresión se hace alusiva más que descriptiva. Lope no precisa quién es el personaje representado por la imagen: «un altarico con su imagen». Esta indeterminación de identidad podría ser, sencillamente, un margen de libertad dejado al director escénico (cualquier imagen puede servir). Además, como la escena se desarrolla en lo alto, la «identidad» del personaje representado en la imagen importa poco. La imagen es aquí un ingrediente básico del decorado «altar». Pero, por otra parte, lo indefinido de la formulación («su» imagen) invita a que cada espectador o lector proyecte el decorado de su propio altar casero en el espacio expuesto en el fondo del escenario, y a que se deje invadir, merced a esta impresión de familiaridad cotidiana, por la emoción propia de las comedias de santos. El anónimo en que se mantiene a la imagen santa del altar evita también que ésta compita con la figura de San Isidro robándole parte de su protagonismo.

La voz celestial se apodera de todo el espacio dramático (la oyen los niños testigos en medio de su búsqueda), hecho que confiere a esta voz un tratamiento sonoro mucho más fuerte del que tendría si «saliera» de la imagen del altar. Esto nos inclinaría a pensar que se escenifica, por una parte, una voz celestial divina, por otra, una imagen de madera.

Del mismo modo que se ha podido subrayar el parecido estructural entre las tres escenas cargadas de elementos propios de lo maravilloso cristiano, podemos recalcar también la coherencia estética manifestada entre las dos primeras de ellas que representan ambas a Isidro inmóvil, transformado en figura icónica, rodeado de luces: a las estrellas de la primera estampa que representaba a Isidro en el campo al lado de los ángeles, corresponde aquí el sabio efecto de iluminación logrado con las velas del altarico, que iluminan tanto al santo del altar como a la figura orante del niño Isidro. Sólo que, en el primer caso, eran unas luces evocadas a modo de decorado verbal para referir una visión, mientras que en la escena del altarico, son las velas concretas del decorado de la representación. Tanto la escena de la visión como la del altar concuerdan en utilizar el sema de «altura», símbolo acostumbrado de la elevación espiritual.

Se produce, entre la imagen del altar, soporte visual de la meditación devota del joven Isidro, y el personaje mismo, un efecto de espejo: la contemplación mística de Isidro es tan perfecta que hace del aprendiz de santo una figura tan santa como la imagen contemplada. La contemplación de la figura santa del altar genera de modo reflexivo la imagen de la propia santidad de Isidro, imagen destinada a los espectadores quienes, también, están contemplando conjuntamente en la alturas del escenario la doble silueta del santo de madera y del santo de carne y hueso. La mirada que los espectadores levantan hacia la parte alta del escenario se va prolongando en la mirada que Isidro levanta hacia el altar, en una espiral devota ascendente.

Lope no espera el orden cronológico de la leyenda para proponer imágenes visuales fuertes de la santidad de su personaje, y adopta este peculiar tratamiento del tiempo propio de las comedias hagiográficas donde el santo «nace santo». En la escena del altarico se resume perfectamente la tonalidad de la dramatización ya empleada en la primera obra del díptico, La niñez de San Isidro, es decir, un tratamiento basado en la emoción y el enternecimiento frente a aquella figura tan precoz de santo.

A estos procedimientos de escenificación visuales y sonoros se añaden otros, propios del diálogo, siendo el más llamativo, en la escena del altarico, el funcionamiento parcial de la comunicación y la asimetría entre el nivel argumental y el nivel de la comunicación puramente dialogal. En efecto, a nivel del argumento, Isidro, ensimismado en la contemplación mística, se comunica con Dios mediante una oración. Sin embargo, a nivel dialogal, esta comunicación se manifiesta sólo asimétricamente, con el venite de la voz divina. El casi completo silencio dialogal de Isidro (se contenta con responder con un sobrio «ya voy, Señor»), es tanto más llamativo cuanto que Lope ha acostumbrado al espectador a oír una serie inacabable de oraciones en boca de Isidro o de sus padres. En cambio, en la escena del altar, Lope privilegia el silencio en el protagonista santo: la réplica «Ya voy, Señor», por ir estrechamente dictada por el venite divino, en perfecto «bouclage» de réplicas (según la terminología del dramaturgo francés Michel Vinaver)3, se asemeja más a una aceptación silenciosa que a una oración tradicional. La perfecta obediencia manifestada en este fragmento breve de réplica sella oficialmente la entrega del santo a Dios.

El optar el dramaturgo por un Isidro parco en palabras refuerza eficazmente la técnica de iconización del personaje, y, al mismo tiempo, permite conservar todo el impacto solitario de la voz divina. El silencio de Isidro, por otra parte, es buen exponente de la humildad del personaje, que calla por respeto a la voz celestial, a diferencia de lo que ocurre en las escenas en que deja libre curso a su vena devota algo verbosa. El déficit dialogal del personaje de Isidro en esta escena va compensado por la repetición del mandamiento divino (el «Venite» se hace oír dos veces), coreado además por los dos jóvenes aristócratas testigos del milagro que comentan a su vez: «Venite dice». El carácter anónimo de la voz celestial y el hecho de que esta voz «salga» de un espacio elevado indefinido la van desligando del lugar iconizado del aposentico con altar. El interés de este modo de proceder es que el dramaturgo no encierra el altar y su imagen en un universo cortado del mundo humano. El mensaje divino, merced a la ausencia de precisión del destinatario, tiene un triple receptor: el joven Isidro, los niños testigos y los espectadores. El vacío dialogal conferido por el silencio de Isidro es la página dejada en blanco en la cual pueden plasmarse las futuras oraciones devotas del espectador. Pero el espectador no está atrapado sólo en este silencio de Isidro, sino en los comentarios de los niños testigos. Ellos, al creer que el «Venite» se dirige a ellos y al seguir esta voz que les permite localizar a Isidro, crean un complejo intercambio dialogal que sustituye la respuesta que Isidro hubiera podido dar a sus llamadas. Cuando Iván y don Luis lo llaman, he aquí lo que ocurre:
Don Luis Ya le llamo. Hola, Isidro.

Iván Allá responde, en un aposento alto4.


Así, Lope no escenifica la respuesta de Isidro a sus compañeros de juego, sino que reemplaza por un comentario didascálico de los dos jóvenes aristócratas esta respuesta que hubiera echado a perder el proceso de iconización de Isidro. La réplica de Iván, como aparece, sirve también para guiar la atención del espectador hacia la parte alta de la pared de fondo, donde se descubre la escena del altar. Así, la altura que coloca simbólicamente al joven Isidro encima de los hombres ordinarios se expresa de modo insistente, tanto en el texto espectacular como en el texto dialogado.

El «Venite» divino es interpretado por los dos chicos como una respuesta de Isidro a sus llamadas, como lo muestran las palabras de Don Luis: «Pues él nos lo dice, vamos»5. Así, al desplazarse hacia el altar, estos dos personajes ejemplifican el poder de atracción de la potencia divina, mediatizado por la figura intercesora del santo. Buscando al santo, los dos niños se topan con la divinidad. Lo que nos interesa subrayar aquí, además, es la indeterminación voluntaria de este «él» que engloba a Dios y a Isidro en la misma instancia emisora. El comentario de los niños testigos viene a completar eficazmente el impacto devoto que ha podido tener el altarico en el público. El que sean dos niños aristócratas los comentaristas aumenta el poder certificativo de sus testimonios, exactamente como, en la segunda obra del díptico, La juventud de San Isidro, será Iván de Vargas adulto quien certifique los milagros de la vida del santo. Funcionando casi totalmente fuera de la esfera dialogal de Isidro, las réplicas de los dos niños testigos se responden y sirven para representar en el escenario el doble sentimiento que el dramaturgo desea despertar en el espectador: el enternecimiento devoto lleno de santa alegría, y el espanto frente a las manifestaciones de lo maravilloso:


Don Luis Muriéndome estoy de espanto.

Iván Yo de gozo y alegría6.
A eso se añade, en los dos niños, la función de comentaristas-exegetas, heredada del teatro religioso del siglo xvi7, aclarándose de esa manera la lectura teológica que se ha de hacer del «esconder» del niño Isidro:
Iván ¡Qué bien juega al esconder!

Don Luis Quien en Dios se esconde tanto,

cuando él le diga Venite,

responderále llorando.

Iván ¡Ay, don Luis, qué ejemplos éstos!

¡O, niño bendito y santo,

que así te escondes en Dios,

del mundo y de sus engaños8!


En la segunda obra del díptico, La juventud de San Isidro, Lope propone a los espectadores aficionados a decorados devotos una escena de alto precio. La obra empieza por las bodas de Isidro con María de la Cabeza, y, una vez despedidos los invitados, Isidro detalla a María el ajuar de su nueva casa, describiendo un universo doméstico centrado en la devoción y buen exponente de la humildad social de sus moradores, pues constará sólo de un altar, de algunos adornos pictóricos religiosos, de un arca y de una «cama de red» labrada por la novia, cama de la que, de modo muy significativo, el casto Isidro se olvida en su enumeración de los muebles de la casa, lo que le acarrea una observación tímida por parte de su flamante y tierna esposa:
María Habéisos olvidado

de la cama de red: mirad esposo,

que es prenda que he labrado9.
a lo cual responde el compungido Isidro:
Isidro Della me he descuidado, cuidadoso

al proceder honesto,

lo perdonad si os he ofendido en esto.

Venid, y aderecemos

el altar lo primero, si os parece,

en que a Dios gracias demos10.


Así, la respuesta del devoto Isidro confirma lo que su olvido inicial ya delataba, o sea que, en su escala de valores, las actividades devotas cuentan mucho más que sus deberes conyugales, en el día de su boda inclusive. Este deseo urgente que expresa Isidro de aderezar antes que todo el lugar propicio a la devoción en su humilde casa se había manifestado ya, un poco antes, a través de otro síntoma discursivo. Al describir los enseres de casa para dar las instrucciones de instalación, el primer elemento mencionado por Isidro había sido también el altar:
Isidro Lo primero el altar os encomiendo,

donde una imagen bella

en brazos tiene al sol, aunque es estrella;

dos estampas hermosas

en quien San Sebastián está sufriendo

las flechas amorosas,

y del Ángel divino recibiendo

la bendición San Roque,

pondremos en la parte que les toque11.
El interés de estos versos es múltiple. Mientras que en la escena de devoción del altarico Isidro era un protagonista casi mudo, aquí se transforma en el jefe de familia exigente que idea su mundo casero a su antojo, levantando en palabras y en actos el decorado de su nueva morada de recién casado a través de un largo parlamento que deja muy poco espacio dialogal a su humilde esposa.

El aprovechamiento de este fragmento en la estructura de la obra es muy distinto al de la escena del altarico, pudiéndose contar la escena actualmente comentada entre los fragmentos ornamentales no esenciales en el argumento, aunque es muy útil para la caracterización devota de la joven pareja, la ambientación campesina y la elegancia poética del texto.

La descripción del altar aparece esta vez no en la didascalia sino íntegramente en el texto dialogado. No es un decorado verbal frecuente, ya que el decorado no preexiste a su descripción sino que se está instalando al mismo tiempo que lo describen: es, pues, en este caso, un decorado verbal evocado de modo performativo, lo que hace que refleje aún más directamente los gustos de los moradores. El despliegue verbal de los detalles de esta instalación sirve para concretar en el escenario la vida conyugal que están iniciando los protagonistas, y para mostrar claramente que no son una pareja como las demás. Lope está, en efecto, frente a un punto delicado, porque pocas veces las figuras de santos se casan, y hay que alejar a toda costa la sospecha de lujuria que pudiera perfilarse a través del tema del asentamiento de los recién casados. No olvidemos que la leyenda atribuye un hijo a Isidro y María, hijo que figura en San Isidro labrador de Madrid y desaparece, censurado, en La juventud de San Isidro. Con la réplica de Isidro ya citada «Venid y aderecemos / el altar lo primero…», el dramaturgo recalca enérgicamente que estas bodas se han hecho bajo el signo de la devoción más extremada. Refleja ya, además, el tipo de relación instaurada a lo largo de la pieza por Isidro con María de la Cabeza, relación construida en la entera sumisión de la esposa.

Aunque esta escena no representa a Isidro en actitud de devoción, como la del altarico, se termina por la expresión, por parte del personaje, de la intención inmediata de recogerse en la oración: «[…] en que a Dios gracias demos».

La descripción del altar propiamente dicho encabeza una serie de elementos típicos del decorado casero campesino tradicional. El altar doméstico es, pues, un elemento entre otros, pero cobra un valor predominante. A diferencia de la escena del altarico, se precisa, en la escena actualmente comentada, la identidad de las figuras santas representadas en la imagen de madera y en las estampas. El que esta imagen sea la de la Virgen con el Niño remite a una serie de escenas de las tres comedias isidorianas en las cuales aparece esta doble figura sagrada. La precisión dada aquí puede incluso aclararnos a posteriori la identidad de la «imagen» anónima de la escena del altarico.

Lope derrocha en esta escena gran copia de procedimientos retóricos que concurren a crear un gran refinamiento estético: citemos, por ejemplo, el empleo de endecasílabos alternados con heptasílabos (sexteto lira, muy utilizado por los místicos), el encabalgamiento, la perífrasis cósmica para designar a las dos figuras santas («Una imagen bella, / en brazos tiene al sol aunque es estrella»), y la acumulación enfática de una lujosa adjetivación que declara explícitamente la intención artística («imagen bella», «estampas hermosas»). Para completar esta descripción arquetípica de lo que era, en el teatro, la representación de un altar doméstico campesino, se mencionan a continuación dos de los santos más populares, San Sebastián y San Roque, cuyas estampas parece que se han de instalar a poca distancia del altar para formar como un retablo. Las sargas que Isidro y su esposa van colgando de la pared también son de tema devoto y no mitológico como hubiera podido ser (representan a dos figuras del Antiguo Testamento, David y Goliat), y sólo después de esto aparece en la enumeración el mobiliario casero, de hecho reducido a un solo objeto, base del ajuar campesino, y muy simbólico, el arca. El orden de presentación y la humildad del mobiliario reflejan elocuentemente la intención demostrativa de Lope: el adorno de esta casa será, en realidad, la «limpieza» moral de sus moradores, sus virtudes, reflejadas simbólicamente a través de las flores del campo que este santo rústico se propone disponer pronto en el altar, para engalanarlo:


Isidro Que en lugar de las sedas de colores,

traeré yo de los prados

tomillos verdes y olorosas flores12.
Así el dramaturgo acentúa la rusticidad de este espacio doméstico construido alrededor del altar, reintroduciéndose el tema de la naturaleza, emblemático de la figura de este santo labrador.

Totalmente opuestos en su técnica de utilización en la construcción de las obras respectivas que las albergan, estas dos escenas lopescas de altares domésticos pretenden, sea en acción, sea en palabras, expresar la humilde devoción de San Isidro. Estos altares no son los únicos en aparecer en las comedias lopescas de tema isidoriano, también se escenifican altares de iglesias o de ermitas. Demos como ejemplo, en San Isidro labrador de Madrid, dos escenas de altares de Iglesia, una en la que don Pedro de Luján ofrece un pendón ganado sobre los Moros a la Virgen de la Almudena, y otra que se sitúa después de la muerte de Isidro, en la que sus reliquias están ya expuestas a la vista de los fieles en la Parroquia de San Andrés y suscitan diversas codicias que hubieran conducido al desmembramiento de sus reliquias, sin la intervención de Dios para salvaguardar la integridad física de los restos isidorianos. Citemos, por fin, en La niñez de San Isidro, el ejemplo de la última escena de la obra, en la cual Isidro, en compañía de sus padres y de otros campesinos, festeja el final de la siega llevando una cruz de espigas a la patrona de Madrid, la Virgen de Atocha, escena festiva de devoción colectiva que termina ante un altar. Pero en todos estos casos el tratamiento dramático da lugar a escenas más bien convencionales, mientras que las dos escenas estudiadas, precisamente porque se limitan al ámbito casero, reflejan, a nuestro parecer, con mayor acierto la simplicidad emblemática del personaje de Isidro.





1 Lope de Vega, Obras de Lope de Vega X, Comedias de vidas de santos, t. II, ed. M. Menéndez Pelayo, Madrid, Atlas, BAE, 1965 (San Isidro labrador de Madrid, p. 395-443; La niñez de San Isidro, p. 327-360; La juventud de San Isidro, p. 363-392).

2 La niñez de San Isidro, op. cit. p. 352.

3 Vid. M. Vinaver, Écritures dramatiques, Arles, Actes Sud, 1993.

4 Op. cit., p. 352.

5 Ibid.

6 Op. cit., p. 353.

7 Véase por ejemplo el teatro de D. Sánchez de Badajoz, Recopilación en metro, (Sevilla, 1554), ed. F. Weber de Kurlat, Buenos Aires, Universidad de Buenos Aires, 1968.

8 Op. cit., p. 353. Al ser la leyenda de Isidro labrador rica en alusiones eucarísticas, tampoco es imposible ver en esta insistencia exegética sobre el esconder una alusión al misterio del Cuerpo presente en la Eucaristía, a no ser que sea sólo un consejo para inducir a una vida retirada, propicia para la devoción.

9 La juventud de San Isidro, op. cit., p. 368.

10 Ibid.

11 Ibid.

12 Ibid.



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