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1. estudios arabes-islámicos contemporáneos -“Posición Hegemónica Norteamericana y la Imposición de la Democracia en Irak en beneficio particular para el país del norte”


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Desde la escritura:

Imágenes y representaciones del Islam y los musulmanes101

Por:


Claudia Andrade

Angela Aspillaga

Carolina Brown

Francisco de Torres

Hugo Hinojosa

Daniela Picón

David Villagrán

Ronda
El Islam, que fue espadas

que desolaron el poniente y la aurora

y estrépito de ejércitos en la tierra

y una revelación y una disciplina

y la aniquilación de los ídolos

y la conversión de todas las cosas

en un terrible Dios, que está solo,

y la rosa y el vino del sufí

y la rimada prosa alcoránica

y ríos que repiten alminares

y el idioma infinito de la arena

y ese otro idioma, el álgebra,

y ese largo jardín, las Mil y Una Noches,

y hombres que comentaron a Aristóteles

y dinastías que son ahora nombres del polvo

y Tamerlán y Omar, que destruyeron,

es aquí, en Ronda,

en la delicada penumbra de la ceguera,

un cóncavo silencio de patios,

un ocio del jazmín

y un tenue rumor de agua, que conjuraba

memorias de desiertos.
J. L. Borges.

(La Cifra, 1981)



Identidad, imagen, representación
A lo largo de las investigaciones y discusiones realizadas durante nuestro seminario sobre Imágenes y Representaciones del Islam y los musulmanes en la Literatura española, hemos revisado un conjunto de textos que nos permiten rastrear, reconstruir y reelaborar las distintas modalidades de representación del mundo islámico durante nueve siglos de literatura – y de historia- en la península ibérica, y particularmente en España.

La noción y el nombre de España aparecen ya en San Isidoro de Sevilla, autor que vivió y trabajó bajo el dominio visigodo. Una de sus obras incluso lleva por título Elogio de España. Esta incipiente identidad será además profundizada a partir del siglo VIII con la conquista de la península por parte de un grupo militar proveniente del norte de África y recientemente convertidos al Islam. Este hecho marcará para siempre la historia y las representaciones de las ‘identidades’ de España en proceso. Dicho fenómeno puede percibirse tanto en los escritos de autores cristianos como de los autores musulmanes.

Para nuestro trabajo de seminario hemos escogido en particular aquellos textos que, por sus características genéricas, nos han parecido más adecuados a una búsqueda de representaciones e imágenes que crean identidades y que a su vez permiten el surgimiento de nuevas representaciones. En este marco, para la literatura de autores cristianos, hemos elegido sobre todo relatos épicos e históricos, libros de viajes, poesía lírica, novelas y El Quijote. En el ámbito de la literatura hispano-árabe, hemos escogido ejemplos de la poesía lírica y mística, que nos pueden dar indicios en el sentido de nuestra investigación.

La noción de identidad, y en especial de la ‘identidad nacional’ ha sido objeto de un importante proceso de reflexión tanto en el mundo oriental, como en el mundo occidental-europeo, sobre todo desde el romanticismo alemán. En este sentido, creemos que el aporte de Bernardo Subercaseaux102 sobre el tema -visto desde Chile- nos puede servir para poner en el tapete los aspectos más relevantes de la discusión reciente, y nos permitirá contrastar las nociones de identidad con aquellas que hemos podido constatar en nuestra propia lectura de los textos medievales, así como en autores que han reflexionado sobre la identidad española en su contacto con el Islam.

De acuerdo a Subercaseaux, “La visión más tradicional concibe a la identidad cultural de un país— o a la identidad nacional—como un conjunto de rasgos más o menos fijos, vinculados a cierta territorialidad, a la sangre y al origen, como una esencia más bien inmutable constituida en un pasado remoto, pero operante aún y para siempre. Se habla de una identidad cultural estable para diferenciarla de procesos identitarios transitorios o inestables, o de microidentidades (barrio, club deportivo, edad, etc.), también se habla de identidades sociales como la de determinado sector o clase y de identidades individuales, como la de género”103.

Para Subercaseaux, esta idea más tradicional, llevada a un extremo, tiende a ‘sustanciar’ la identidad, lo que desemboca en una percepción negativa de toda posible alteración de la misma. Sí, porque vista de este modo, “la identidad implicaría siempre continuidad y preservación de ciertos rasgos acrisolados en el pasado; se vería, por ende, continuamente amenazada por aquello que implica ruptura, pérdida de raíces, vale decir, por el cambio y la modernidad. Tras esta perspectiva subyace una visión de la cultura como un universo autónomo, con coherencia interna, como un sistema cerrado que se sustrae de la historicidad”104. Así, la historicidad es concebida como un relato que nos une, a partir de un origen que puede ser mítico, en la cual el desarrollo y la invasión cultural implican una interrupción, una interferencia de este relato fundacional.

En el siglo XX, por otra parte, ha surgido una nueva postura que, probablemente está atravesada por la constatación de múltiples rupturas políticas y sociales, y que ha afectado la idea tradicional de identidad nacional. Esto afecta el concepto de modo que se concibe la identidad como algo meramente imaginario y discursivo, como un objeto creado por la comunidad o por los intelectuales e historiadores. “La identidad desde esta perspectiva no es un objeto que exista independientemente de lo que de él se diga. Para los autores que sostienen esta postura de tinte posmoderno, la identidad es una construcción lingüístico-intelectual que adquiere la forma de un relato, en el cual se establecen acontecimientos fundadores, casi siempre referidos a la apropiación de un territorio por un pueblo o a la independencia lograda frente a los invasores o extraños”105.

Históricamente, podemos distinguir varias etapas en la construcción de la idea de ‘nación’ y de ‘identidad nacional’:

En primer lugar, la nación es una construcción política de la modernidad. No siempre existieron naciones; de hecho, hasta por lo menos el siglo XVII predominaron otras formas de organización política o de territorialización del poder como por ejemplo, los imperios o las ciudades mercantiles (particularmente las ciudades flamencas e italianas medievales). La nación, o más bien la forma Estado-Nación como realidad o como ideal político-institucional, se instala en el mundo europeo a partir de la Ilustración y la Revolución Francesa. La idea de que la humanidad está naturalmente dividida en naciones, de que hay determinados criterios para identificar una nación, proviene de este desarrollo particular del pensamiento europeo.

En el ámbito de la Ilustración, la nación aparece definida políticamente. La idea de ‘contrato social’ (que constituye una de las bases filosófico-políticas de la democracia), la idea de la nación como una unión de individuos gobernados por una ley y representados por una asamblea de la que emerge la ley (base de la distinción entre los poderes ejecutivo, legislativo y jurídico) son ideas todas que implican una definición político-institucional de la nación. En esta perspectiva democrática, el concepto de nación implica la existencia de un Estado y también una base territorial. A partir de esta definición política de la nación se generaliza la forma Estado-Nación como forma jurídica, como territorialización del poder, como discurso ideológico de integración, como parámetro para la organización de la educación, como arma de poder del Estado para integrar a sus ciudadanos y de la cultura.

Sin embargo, esta integración que constituye tal proceso, establece también–necesariamente- otro fenómeno que le es contrario, pero al mismo tiempo consustancial. Es el proceso de exclusión, que tan bien describe y analiza Michel Foucault en varias de sus obras106. Necesariamente el incluir presupone también un excluir lo Otro. Para poder demarcar límites, en este caso en el ámbito de la nación, se debe prescindir de otros aspectos que quedarán marginados. Así, es como se conforman estos ‘espacios de exclusión’ donde para Foucault, surgen los ‘anormales’. Estos individuos indóciles serán castigados y aislados de la cercada esfera de lo reconocido como ‘legítimo’ por las fuerzas del poder que operan en toda cultura. De este modo, estos ‘espacios de exclusión’ aparecen en la escena del conflicto con el Otro, tras ejercer una necesaria reclusión y castigo de ese delito de alteridad.

Sobre esta misma problemática, Tzvetan Todorov, en su texto La Conquista de América: El problema del otro107, nos propone una tipología de las relaciones con el Otro. Plantea que hay que partir de la base de que las relaciones de alteridad siempre se dan en varias dimensiones, y por lo tanto, es necesario dar cuenta de las diferencias que se configuran en la realidad; por ello, habría que distinguir tres ejes de relación con la Otredad: un plano axiológico en el cual se emiten juicios de valor con respecto al Otro: éste es bueno o malo, se le quiere o no, es igual o inferior a mi108. En segundo lugar, Todorov plantea la existencia de un plano praxeológico, en este plano se da una relación de acercamiento o alejamiento con el Otro. Desde aquí se desprenden tres tipos de relación; en el primero, me identifico con el Otro, hago míos sus valores y principios, es decir, lo asimilo; en el segundo, acerco al Otro hacia mí, y le impongo mi imagen, en una acción que implica subordinación; el tercer tipo de relación es simplemente el de la indiferencia, en el cual no adopto o tomo ningún tipo de acción frente al Otro. Por último, un tercer plano, el epistémico, es el plano del conocimiento, que depende del grado en que conozco la identidad del otro, y desde ese punto de vista, hay una existencia de grados infinitos del tipo de conocimiento, desde el mínimo hasta el grado superior (desde una perspectiva ficticia, ya que nunca lograremos el conocimiento total del otro).

Estos tres planos de relación con el Otro se relacionan también entre sí. Aún cuando esto ocurre, ninguno de ellos se puede reducir al otro, ni menos predecir a partir del otro, porque no hay una implicación rigurosa entre ellos. Los tres son autónomos, y en cierta manera, elementales. Para entender mejor esto último, es ilustrativo el ejemplo que señala Todorov en relación a lo que se vivió en América desde el siglo XVI en adelante: “Las Casas conoce a los indios menos bien que Cortés, y los quiere más; pero los dos se encuentran en su política común de asimilación. El conocimiento no implica el amor, ni a la inversa; y ninguno de los dos implica por la identificación con el otro, ni es implicado por ella.”109. En síntesis, Todorov define estos planos de relación como ‘Amar’, ‘Conquistar’ y ‘Conocer’; aunque estos planteamientos surgen siempre de su estudio sobre el ‘Descubrimiento’ de América, se puedan extrapolar, sin duda, a otras experiencias históricas.

Por su parte, Jean Baudrillard y Marc Guillaume aportan una útil sistematización del tema en Figuras de la Alteridad110. Para estos autores, existen al menos dos tipos de alteridad o más bien dos etapas posibles en la comprensión del Otro:

En primer lugar, una Alteridad radical, es decir, la aversión a lo radicalmente heterogéneo. En el Otro siempre existe -por una parte- el prójimo, aquello que de él puedo asimilar y comprender, a pesar de que es distinto de mí. Pero también percibo en él lo inasimilable, incomprensible, aquello que es incluso impensable. Esta es la llamada alteridad radical, que siempre constituye una provocación que, por ser tal, está destinada al olvido en la memoria y en la historia, o a la reducción del prójimo a una total e impensable alteridad. Se produce así la incapacidad de comprender lo que juzga inconmensurable y desconocido; por otra parte es también la incapacidad de vivir el exotismo, para dar lugar sólo al turismo, porque “sólo es posible hacer un tour en un terreno ya conocido”111; esto es lo que lleva a los autores a concluir que “reducir al prójimo es una tentación muy difícil de evitar, puesto que la alteridad absoluta es impensable y, por lo tanto, está destinada a la reducción; pero al menos siempre constituye una provocación”112. Esta reducción del otro es lo que Marc Guillaume destaca como conducta propia de nuestros tiempos “si no eres como yo, te excluyo o te mato”113.

“El encantamiento del otro, que debe ser aceptado y respetado en sus diferencias, se funda en la eliminación de las alteridades radicales. Lo que está en juego en estas perspectivas de análisis, de política y de ética es la gestión social del prójimo en un espacio cultural que toma al prójimo por el otro114. Hemos desplazado hacia lo inhumano las razas inferiores, para luego desplazar (tal como una y otra vez advierte Foucault) a locos, ancianos, niños, etc. Se da así una elipsis del otro, un relacionarse sin verse, un encontrarse sin enfrentarse.

Pero “en el otro se esconde una alteridad ingobernable, amenazante, explosiva; aquello que ha sido embalsamado o normalizado puede despertar en cualquier momento”115. En este mismo sentido podemos adoptar (y adaptar) las definiciones de identidad y de la ideología colonizadora, (el Orientalismo, en términos de Said) que se produce y se reproduce en la relación entre Francia y Gran Bretaña y los países árabes, sobre todo a partir del siglo XIX, un aspecto que desarrollaremos más adelante.

Ideas de nación, de comunidad, de etnia
Ya en el siglo XVIII y XIX “(...) en la tradición romántica alemana se gesta una concepción cultural de la nación casi en antagonismo con la concepción exclusivamente política de la misma. En esta concepción la nación pasa a ser definida por sus componentes no racionales ni políticos, sino por el lenguaje, por las costumbres, por los modos de ser, por su dimensión simbólica, por la cultura. Contra la universalidad ilustrada y abstracta, el romanticismo alemán rescata los particularismos culturales, la individualidad y el sentimiento, lo singular e infraintelectual. Dentro de esta concepción de nación, el nacionalismo se convierte en un rescate de aquello que es más particular de un pueblo: la lengua, las costumbres, las tradiciones, los modos de ser, los refranes, etc. En esta perspectiva, la base de la nación pasa a ser no tanto una frontera geográfica y política, sino un hecho espiritual: la nación es antes que nada alma, espíritu, sentimiento, y lo secundario es la geografía o la materia corpórea”.116

En este sentido, podemos percibir que los relatos épicos, genéricamente determinados, ‘producen’ y explican los conflictos identitarios, creando héroes y anti-héroes y demarcando necesariamente un espacio territorial que es al mismo tiempo cultural, en el que se pueden distinguir claramente la aparición de un ‘nosotros’ y de un ‘los otros’ o ‘el Otro’. Tal como lo hemos planteado en la fundamentación de la elección de nuestro corpus, “(...) La identidad nacional desde esta perspectiva siempre tendrá la estructura de un relato y podrá ser escenificada o narrada como una epopeya, como una pérdida o tragedia, como una crisis o como una evolución y proyecto”117

Sin embargo, apunta Subercaseaux, en esta perspectiva “la nación, más que una comunidad histórico-política o un dato geográfico, sería una comunidad imaginada, una elaboración simbólica e intelectual, que se constituiría en torno a la interpretación del sentido de la historia de cada país. Se trata de una postura que en su grado extremo disuelve la identidad y elimina el referente...”118.

Por su parte, Benedict Anderson, representante excepcional de la postura ‘constructivista’ en materia de identidad nacional, define el concepto de ‘nación’ como “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana”119. Para Anderson, una nación es imaginada debido a que incluso los miembros de la nación más pequeña no conocerán nunca a la mayoría de sus compatriotas; sin embargo, en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión.

Asimismo, se imagina limitada porque, no importando cuán grande sea la nación, ésta siempre tendrá fronteras finitas, si bien elásticas. Más allá de estas fronteras se encuentran otras naciones. Ninguna nación se piensa a sí misma con las dimensiones de toda la humanidad. Ni siquiera los nacionalistas más mesiánicos sueñan con que todos los miembros de la humanidad serán parte su nación, como en ciertas épocas pudieron pensar, por ejemplo, los cristianos.

Se imagina soberana porque el concepto de nación nace en una época en que los movimientos revolucionarios y el pensamiento ilustrado estaban acabando con la legitimidad de los órdenes jerárquicos. De este modo, la garantía y emblema de esta nueva libertad está conformada por el concepto de Estado soberano. Se imagina como comunidad, porque sin importar la explotación y la desigualdad que pueda existir en cada caso, la nación se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal.

Subercaseaux, por su parte, se sitúa en una posición intermedia frente a los planteamientos de Benedict Anderson, ya que su reflexión en torno a la identidad admite e integra dos aspectos: uno discursivo e imaginado, y otro ‘constatable’: extradiscursivo, material y empírico.

Así, el aspecto discursivo estaría mediando a un referente que es constatable tanto empírica como históricamente. Desde este punto de vista, la nación es al mismo tiempo un “dato geográfico y una territorialización histórico-política del poder”120, así como una construcción intelectual y simbólica.

Otro concepto que resulta interesante atraer a la discusión es la idea de ‘etnicidad’ y más específicamente, es el de ‘identidad étnica’. Éste surge en oposición al concepto de raza, el cual tiene un carácter ‘biologizante’ con respecto de las diferencias culturales. En contraposición al concepto de raza, el concepto de etnicidad pondrá el énfasis en aspectos históricos y culturales. Para los constructivistas la identidad étnica además de ser una forma de habitar el mundo y crear formas sociales es una red de relaciones de poder con tendencia a naturalizar las prácticas sociales.

El concepto de etnia refiere a lo que podemos denominar categorías relacionales entre agrupaciones humanas, formadas sobre todo por representaciones compartidas y lealtades morales y no tanto por rasgos raciales y culturales específicos. La identidad étnica es el ‘autoconcepto’ que se construye a partir del patrimonio cultural y de la memoria histórica. Desde lo individual se deriva la identificación de la pertenencia a una colectividad o grupo, lo que permite diferenciarse de quienes no ‘comparten las mismas orientaciones y sentidos’121. Se define ‘lo que somos’, lo que caracteriza ‘nuestro grupo’, a partir de lo que nos diferencia de otras colectividades. Es decir, somos necesariamente lo que, por definición, no son los otros. En cierto modo la identidad étnica es una forma de ‘rotulación’; una persona se ‘autoclasifica’ y clasifica a los demás individuos o grupos bajo diversas categorías (grupos étnicos), a los cuales atribuye determinadas características (vestimenta, lenguaje, tipo racial, comportamiento social, valores, religión, etc.). Estos factores adquirirán así un carácter valorativo y serán usados por los individuos para organizar las relaciones sociales tanto dentro de su mismo grupo como en su relación con otros.

Por otra parte, la identidad étnica supone una continuidad histórica, en la cual los significados valóricos, cotidianos, morales y emotivos se transmitirán de una generación a otra. Su rango se superpone a otras características del grupo y, debido a ello, regula las diversas identidades sociales. La identidad étnica opera siempre: no puede ser ni eliminada ni puesta en suspenso.

Existe una extensa literatura sobre estos problemas; en relación con nuestro tema específico en este Seminario, los planteamientos de Edward Said, así como el pensamiento de Américo Castro sobre la realidad histórica de España, y los ensayos de Juan Goytisolo, serán fundamentales.

Ni siquiera el observador más superficial e ingenuo de la literatura española podría omitir el lugar central que ocupa el Islam dentro de la escenografía mental hispánica. La presencia del ‘moro’ -odiada, temida, amada- nutre la cultura de la península desde hace de doce siglos. Sin embargo, con respecto a las creaciones de la literatura española que incorporan o tratan el tema ‘moro’ u oriental, Goytisolo pone en manifiesto un importantísimo factor: “Puesto que la objetividad absoluta no existe, la empresa de describir al otro lleva siempre la marca del lugar de origen”122. Para Goytisolo, es imposible que un autor pueda reproducir un universo ajeno desde un punto de vista neutral. La sociedad re-presentada será siempre descrita desde un determinado enfoque, de cuyos límites y emplazamientos debemos estar plenamente conscientes.

En el contexto de la Península Ibérica, dividida entre Españoles y Musulmanes, la situación no presenta mayores diferencias. Es posible establecer un contrapunto entre un historiador clásico como Américo Castro (1885–1972) y un ensayista y narrador actual, como Juan Goytisolo (1931).

Para Américo Castro, “(...) la España medieval es el resultado de la combinación de una actitud de sumisión y de maravilla frente a un enemigo superior, y del esfuerzo por superar esa misma posición de inferioridad”123, pero que resultaría bastante tardía: recordemos que entre la llegada de los musulmanes y la primera gran obra literaria conocida (El Poema del Cid) median más de cuatrocientos años. Sería éste un fenómeno que puede clasificarse como ‘somnolencia hispánica’.

Luego Castro insiste “(...) en el hecho, muy sabido, de que en la Edad Media no hubo completa separación geográfica y racial entre cristianos y musulmanes. Ya mencionamos a los mozárabes, los cristianos bilingües establecidos entre los musulmanes, que desde los primeros siglos emigraban a veces a tierras cristianas, y que se trasladaron en masa durante las invasiones de almorávides y almohades de los siglos XI y XII [debemos mencionar asimismo a] los llamados “mudéjares”, los moros que vivían como vasallos de los reyes cristianos, influidos por la tolerancia de los cuatro primeros siglos de islamismo”124.

Al respecto, Goytisolo señala: “Salvo el caso de unas pocas excepciones individuales (…) la visión castellana del muslime es una simple reproducción invertida, un negativo fotográfico”125. En esta perspectiva, el Otro, demasiado cercano aunque inasimilable e imposible de domesticar, se convierte en un negativo. Así, “ambas entidades abstractas, Occidente e Islam, se apoyan y reflejan una a otra, crean un juego dialéctico entre sus imágenes especulares”126.

Este mismo autor afirma, por otra parte que la figura del moro en España será tratada según dos procesos paralelos. Por un lado, la imagen del moro sufre un proceso de idealización. Hasta el siglo XV la convivencia, rivalidad y permeabilidad de ambas culturas dio pie a diversas manifestaciones, artísticas y literarias, de carácter simbiótico. Ya en el siglo XVI, la decadencia militar de los musulmanes, el bajo nivel cultural de los moriscos sojuzgados y la situación de marginalidad en la que se encontraban, modificaron la mirada de los cristianos hacia sus antiguos enemigos. De esta forma, se produce una exaltación mítica –en un plano exclusivamente literario, advierte Goytisolo-, del enemigo abatido. Al mismo tiempo, en la realidad cotidiana, el desprecio y la intransigencia de los cristianos hacia los moriscos, compatriotas distintos e inasimilables, se hizo cada vez más aguda.

Al cesar la amenaza militar de los musulmanes, los cristianos se sintieron atraídos hacia ese mundo. La añoranza de ese pequeño universo en vías de desaparición motiva los más diversos relatos, en los cuales los moros son presentados ataviados generosamente de atributos y cualidades. De manera similar, los rasgos positivos del espacio morisco se acentúan. Este fenómeno se conoce con el nombre de ‘maurofilia’ literaria127.

Goytisolo apunta que el escenario morisco -a partir de las traducciones del Abencerraje 128 y otras obras españolas similares- seduce a los escritores y artistas de toda Europa. Desde entonces el tema oriental y morisco no aparecerá en la literatura hispana desde lo propio, es decir, desde la intimidad y convivencia de ambas razas en la península, sino como adaptación y copia de modelos anglofranceses.

Los tópicos ‘antimoriscos’ de los cronistas medievales y de los poetas del romancero volverán a aparecer tres centurias más tarde. Incluso ya entrado el siglo XX, en el marco de la Guerra Civil española, la imagen del moro salvaje y vil reaparece con una fuerza inusitada en el Romancero de la guerra de España. Resulta fundamental destacar que en ninguno de estos casos los autores se inspiran en personas reales: estas figuras son monstruos y fantasmas de una escenografía mental creada por - y para- Occidente, o en este caso, por - y para- España129. “Los prejuicios milenarios sobre los árabes y el Islam se han insinuado en el inconsciente colectivo de Occidente a un nivel tan hondo, dice Djait, que cabe preguntarse con temor si podrán ser extirpados jamás.”130.

El tratamiento de la figura del moro a lo largo de más de doce siglos de literatura en la península Ibérica y en Occidente en general, da pie a un nuevo problema. “Entre el mundo ancho y ajeno, y el texto que presuntamente lo describe, nos remitimos por regla general al último. Cuando este corpus escrito abarca varios siglos y disciplinas adquiere un poder formidable y la visión textual oscurece o eclipsa por completo la realidad”131. De esta forma, Oriente se convierte en un ‘topos’, una red de referencias. Oriente y el Islam son representados según un entramado de conceptos e imágenes, pero estos no se conectan con una experiencia concreta ni se asientan en la realidad, sino con una vasta red de fantasías, deseos, represiones y fantasmas. La visión textual, ya interiorizada, anula la realidad, incluso llega a crear los hechos sobre los cuales se afirma.

Por último, Goytisolo problematiza el hecho de que la literatura española haya sido, y en algunos casos siga siendo, analizada en virtud de sus coordenadas latino-cristianas. Aun a lo largo del siglo XIX el pasado morisco de la península Ibérica era visto como una especie de injerto foráneo y exótico. En la opinión de Goytisolo, el aporte de Américo Castro resulta fundamental para encaminarnos hacia un análisis más certero de la literatura española. La vieja tesis del influjo superficial y efímero del Islam sobre la literatura española resulta muy difícil de sostener en virtud de los últimos estudios. Recordemos que Castro admitió haberse encontrado frente a un problema al intentar caracterizar la presencia del Islam en España: “Cuando en 1938 escribía un ensayo sobre ciertos problemas de los siglos XV y XVI, noté cuán difícil era introducir lo islámico en el cuadro de la historia, o prescindir de ello, y acabé por soslayar la cuestión indebidamente.”132.

La multiplicación de los análisis y ensayos sobre el tema, venidos de distintos campos y disciplinas, dan cada vez más luces acerca del fecundo mestizaje cultural románico- arábigo que configura un amplio sector de la literatura española.



Oriente y Occidente
Como habíamos mencionado anteriormente, una figura fundamental en la discusión sobre el complejo intercambio entre Oriente y Occidente es el intelectual palestino Edward Said, ya que sistematiza este conflicto de una manera excepcional en su obra clave, Orientalismo (1978)133.

En dicha obra, Said intenta establecer una descripción fundamentada del proceso de formación de los estereotipos sobre el Islam y los musulmanes, cómo y cuándo se constituyeron los mecanismos por medio de los cuales se establecen estas ideas que, en el marco de un saber general, intentan salir de la particularidad para hacerse universales. A través de su obra, vemos cómo esto se trata de una elaboración ‘consciente y continuada’ que obedece a los intereses del poder dominante en los momentos respectivos. “Cultura y poder se entremezclan invadiéndose mutuamente, haciendo muchas veces difícil la lectura de sus respectivos intereses”134. Así, el ‘orientalismo’ entrega una visión de Oriente acabada, acotada y cerrada. Para Said la relación de Oriente y Occidente es una relación de poder, en la que el segundo subordina al primero, para emitir una noción colectiva de ‘nosotros’ contra los ‘otros’, todos aquellos que no son europeos. “Said se pregunta cómo la filología, la historia, la lexicografía, la teoría política y la economía se pusieron al servicio de una visión del mundo tan imperialista como la que propone el orientalismo, cómo se reproduce esa visión y se amolda a las diferentes épocas”135.

El proceso intelectual de dominación y poder, que Said denomina ‘orientalismo’, permite a las colonias europeas formar una mentalidad e imagen orientales con el fin de ponerse en contacto con Oriente: El ‘orientalismo’, pues, aparece como visión política de una realidad, destacando la superioridad de Europa, del ‘nosotros’ occidental sobre ‘lo extraño’, es decir el Oriente, ‘ellos’. La base del análisis orientalista se sitúa en el método de ‘oposición binaria’: dos mundos, dos estilos, dos culturas, Oriente y Occidente. Estableciendo diferencias entre ambas culturas y un muro infranqueable, Occidente obtendrá el poder y control del Otro.

Para Said, la relación entre los ‘orientalistas’ y su objeto (Oriente) sería en un comienzo textual, que llama ‘fase textual del orientalismo’ tanto de investigación erudita como literaria. De ahí entonces la aparición ‘literatos e intelectuales orientalistas’ como Flaubert, Nerval, Víctor Hugo, Goethe y otros. Así, Europa estudia y define al mismo tiempo Oriente, como el dominador al dominado, estableciendo en esta primera etapa ‘textual’ las bases para el desarrollo posterior del ‘orientalismo’. Se crean estereotipos que favorecen el pensamiento occidental, tales como la imaginería sobre Mahoma, como un ser que compendió en sí mismo la falsa revelación, la lascivia, el libertinaje, y todo tipo de pecados. Occidente convierte a Oriente a su gusto y favor, en su propio beneficio, sabiéndose superior en todos los aspectos: “Vemos que la base del sistema orientalista es cerrada. Los eruditos no realizan estudios con el ánimo de conocer "al otro", sino con la intención preestablecida de confirmar sus propias visiones, ya que éstas han de servir a la consolidación de la superioridad occidental. Da la impresión que, desde el principio, el orientalismo asume su dimensión política al servicio de una cultura determinada, en este caso la europea, que necesita demostrarse a sí misma su superioridad (…)Todas las ideas contenidas en estos textos van a ir dando legitimidad a un vocabulario y a un discurso particular sobre Oriente y el Islam. En resumidas cuentas, están construyendo una visión de profunda fuerza que se irá incardinando en la mente colectiva de los occidentales, incorporándose sus figuras y símbolos de manera insistente hasta llegar a formar parte de la herencia común, de la ideología colectiva que se sitúa en la base de su identidad”136.

Europa asume la labor de ‘redimir’ a Oriente para otorgarle una ‘civilización’ y sacarlo de la barbarie en que está sumido; esta tarea incluye la labor de formular, definir y codificar a Oriente, dando por hecho que esta región carece de ‘definición’, Europa le impone de este modo una identidad que no le es propia: “No crea un mero conocimiento, sino que pretende crear la realidad que describe. Con el paso del tiempo, estos textos van conformando una tradición, instituyendo un discurso”137.

En la Modernidad, la fase de investigación textual dará paso a los viajes, tanto de aventureros que se embarcaban a Oriente, como de historiadores, escritores y académicos que necesitaron establecer puntos de comparación para consolidar, por oposición, la identidad europea; por esta razón comienzan a proliferar categorías y estratificaciones de carácter psicológico y moral138. “Said nos presenta a los “héroes inaugurales” del orientalismo moderno: Silvestre de Sacy, Ernest Rénan y Lane, quienes colocaron al pensamiento orientalista sobre una base racional y científica, creando un vocabulario y un cuerpo doctrinal que podría ser usado en adelante por todos los que accedieran al campo de estudios orientalistas.”139

A mediados del siglo XIX, Said advierte que en Europa la investigación se convierte en una actividad institucionalizada, normalizada. Con el tiempo, el ‘orientalismo’ dejará de ser cosa de ‘aficionados vocacionales’ para convertirse en un quehacer institucionalizado en claustros universitarios, sociedades asiáticas, centros de estudios geográficos y departamentos ministeriales; todo ello significa que la ciencia comienza a legitimar estos estudios sobre Oriente. Por tanto, el ‘orientalismo’, más que una doctrina, es una poderosa tradición académica de interés para empresas, gobiernos, ejércitos, lectores, geógrafos, etc. Oriente se concibe así como una forma concreta de conocimiento de seres humanos, culturas y lugares siendo, al mismo tiempo, una herramienta fundamental de los políticos para comprender su discurso. Así, las ideas derivadas de estos conceptos se transmiten generacionalmente, llegando a formar parte de la cultura, coherente, repetida y reformulada. “Este estado de la cultura, hizo posible el establecimiento de categorías indiscutibles, hitos de referencia que había que usar en la política, los estudios de religiones comparadas, el arte, la literatura o la historia. Se creaban así unos límites entre los seres humanos, fronteras que delimitaban las razas y las culturas, deformando la visión humana de lo concreto, y desviándola hacia los aspectos regresivos. Las referencias a los nativos contemporáneos, han de remitirse a la horma original, que se irá retroalimentando en cada cita, en cada referencia. Esta "remisión" es precisamente, según nos dice Said, la disciplina del orientalismo”140. Así, musulmanes y judíos se estudian y pueden comprenderse sólo desde el punto de vista de sus orígenes primitivos141.

Luego de reafirmar que el Islam ha sido continuamente mal representado en Occidente, Said reflexiona acerca de la posible veracidad de estas las representaciones, inevitablemente ligadas a la lengua, cultura, institución, o política en que las que surgen; llega a la conclusión de que toda representación está "comprometida, entrelazada, incrustada y entretejida con muchas otras realidades, además de con la ‘verdad’ de la que ella misma es una representación"142. Por lo tanto, las representaciones ocupan un sitio en las tradiciones del pensamiento determinadas por la historia, por una ‘tradición común de discurso’. Las representaciones, por tanto, tienen siempre un objetivo. El orientalista es quien proporciona a su propio medio intelectual, a su propio medio intelectual y cultura aquellas las representaciones de Oriente, que se adaptan a aquello que el discurso oficial necesita respondiendo a las necesidades nacionales, políticas, económicas etc. de su época143.



Para terminar, Said señala que "[no pretende] sugerir que existe una realidad que es el Oriente real o verdadero (Islam, árabe o lo que sea) ni tampoco consiste en confirmar la situación privilegiada de toda perspectiva ‘interna’ frente a cualquiera que sea ‘externa’ (…) lo que he pretendido decir es que ‘Oriente’ es por sí mismo una entidad constituida y que la noción de que existen espacios geográficos con habitantes autóctonos radicalmente diferentes a los que se puede definir a partir de alguna religión, cultura o esencia racial propia de ese espacio geográfico es una idea extremadamente discutible”144. Para el autor, “los sistemas de pensamiento como el orientalismo –grilletes forjados por el hombre– se fabrican, se aplican y se mantienen demasiado fácilmente (…) Si el conocimiento del orientalismo tiene algún sentido, es recordarnos cómo, de qué manera seductora, puede degradarse el conocimiento, no importa qué conocimiento, dónde o cuándo se produzca. Y ahora quizás más que antes.”145.

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